Forrester estaba investigando sacrificios humanos en su oficina de Londres. Tenía el café sobre el escritorio junto a una fotografía de su hijo sosteniendo un balón de playa y otra de su hija, con el pelo rubio claro, sonriente y feliz. Se trataba de una fotografía tomada justo antes de su muerte.
A veces, cuando el perro negro de la depresión le acechaba, Forrester dejaba el retrato de su hija boca abajo sobre el escritorio porque le resultaba demasiado doloroso, demasiado desgarrador. Pensar en su pequeña le provocaba a veces una especie de dolor agudo en el pecho, como si se hubiera fracturado una costilla y se le clavara en los pulmones. Era un dolor tan físico que casi podía verbalizarlo.
Pero la mayor parte del tiempo no era tan malo. Normalmente podía dejar a un lado el dolor, para fijarse en el de otras personas. Esa mañana la foto permanecía sobre el escritorio, ignorada; la feliz y aún viva sonrisa blanca y brillante de su hija. Forrester estaba paralizado ante la pantalla de su ordenador, buscando en Google «sacrificios humanos».
Estaba leyendo sobre los judíos. Los primeros israelitas que quemaban a sus hijos. Vivos. Lo hacían, según supo Forrester, en un valle justo al sur de Jerusalén, Ben-Hinnom. Wikipedia le aclaró al inspector jefe que ese valle era también conocido como Gehenna. El valle de Gehenna era el infierno para los cananeos, el «valle de la sombra de la muerte».
Siguió leyendo. Según los historiadores, en tiempos remotos, las madres y los padres israelitas llevaban a su primogénito al valle, fuera de las murallas de Jerusalén, y allí colocaban a sus bebés en el interior de un hueco de latón en el vientre de una enorme estatua dedicada al demonio cananeo Moloc. El cuenco de latón colocado en el centro de la enorme estatua de Moloc también funcionaba como brasero. Una vez que los niños estaban en el recipiente, se encendía un fuego bajo la estatua que calentaba el latón y, por tanto, asaba a los niños hasta que morían. Como los pequeños gritaban para que los salvaran, los sacerdotes hacían sonar enormes tambores para ahogar los alaridos y evitar que las madres sufrieran una angustia excesiva al oír a sus hijos quemarse vivos.
Forrester se reclinó en su asiento con el corazón retumbando como los tambores de los rituales israelitas. ¿Cómo podía alguien hacer semejante cosa? ¿Cómo podía alguien sacrificar a sus propios hijos? De manera espontánea, Forrester pensó en sus hijos, su hija, su hija muerta. La primogénita de la familia.
Frotándose los ojos, consultó algunas páginas más.
El sacrificio del primer hijo parecía ser una práctica común en la historia antigua. Todos los pueblos -celtas, mayas, godos, vikingos, escandinavos, hindúes, sumerios, escitas, indios americanos, incas, entre otros- hacían sacrificios humanos y muchos de ellos sacrificaban al primer hijo. A menudo, esto formaba parte de lo que llamaban «sacrificio fundacional», cuando se estaba construyendo una estructura estratégicamente importante o sagrada. Antes de que se llevara a cabo la construcción principal, la comunidad sacrificaba a un niño, normalmente un primogénito, y enterraban el cadáver bajo el arco, el pilar o la puerta.
Forrester tomó aire y exhaló. Pinchó en otro enlace. El cielo brillaba afuera, la luz del sol de finales de la primavera. El inspector jefe estaba demasiado absorto en su macabra tarea como para notarlo o preocuparse por ello.
Los sacrificios aztecas eran especialmente sangrientos. A los homosexuales los asesinaban brutalmente, sacándoles los intestinos por el recto. A los guerreros enemigos les arrancaban del pecho el corazón vivo unos sacerdotes cuyas cabezas estaban embadurnadas con las tripas humanas de sus anteriores víctimas.
Continuó leyendo. Supuestamente, la Gran Muralla china fue construida sobre miles de cadáveres. Más sacrificios humanos aún. Los japoneses veneraron a un hitobashira -un pilar humano- bajo el cual se enterraban vivas a las vírgenes. Enormes cenotes, o cisternas de agua, eran utilizados por los mayas de México como lagos donde ahogaban a doncellas y niños. Y había más. Los celtas prerromanos apuñalaban a la víctima en el corazón y después adivinaban el futuro a partir de los espasmos moribundos del cuerpo destrozado. Los fenicios mataron literalmente a miles de bebés como expiación y los enterraron en «tofets», grandes cementerios de niños.
Y así seguía. Forrester se echó hacia atrás en su asiento sintiéndose un poco mareado. Pero también notó que estaba haciendo progresos. El asesinato ritual de la isla de Man y el intento de asesinato de Craven Street tenían que estar relacionados con el sacrificio, sobre todo, porque los asesinos se habían reunido en el lugar de un sacrificio históricamente comprobado. Pero ¿qué era lo que los conectaba?
Respiró hondo, como alguien que estuviera a punto de sumergirse en un estanque muy frío, y escribió en Google «estrella de [David».
Tras cuarenta y cinco minutos de búsqueda por la historia judía, encontró lo que necesitaba. En la página web de algún loco americano, posiblemente un sitio satánico. Pero la locura era justo lo que Forrester estaba investigando. La enfermiza página web decía que la estrella de David era también conocida como la estrella de Salomón, puesto que, supuestamente, el antiguo rey judío la había utilizado como su insignia mágica. A este símbolo renunciaron algunas autoridades rabínicas de la actualidad por su relación con el ocultismo. Se denunció que Salomón había utilizado la estrella en el templo que levantó a Moloc, el demonio cananeo, donde llevó a cabo sacrificios animales y humanos.
Forrester volvió a leer la página web una vez más. Y otra. Y una tercera vez. La estrella de David no era lo que los asesinos grababan en sus víctimas. Perfilaban la estrella de Salomón. Un símbolo estrechamente relacionado con el sacrificio humano.
¿Y el afeitado de la cabeza?
Para eso sólo necesitó tres minutos en Google.
En muchas culturas, las víctimas de los sacrificios eran purificadas de distintas formas antes del ritual. Las bañaban o se les obligaba a ayunar y, a veces, se les afeitaba todo el cabello. A algunos se les cortaba la lengua.
La tesis de Forrester quedaba confirmada. Los asesinos estaban obsesionados y relacionados con la idea de los sacrificios humanos. Pero ¿por qué?
Se puso de pie y se masajeó los músculos del cuello. Había estado leyendo durante tres horas. La mente le zumbaba por el ruido de la pantalla del ordenador. Todo aquello estaba bien. Pero no tenían pistas reales de la banda de asesinos. Estaban vigilando todos los puertos de Man. Y el aeropuerto también. Pero tenía pocas esperanzas de atrapar a la banda de ese modo. Seguramente se habrían dividido y huido de la isla de inmediato. Docenas de barcos, ferris y aviones salían de la isla de Man todos los días a todas horas. Lo más probable es que la banda hubiera salido de Douglas antes de que el cadáver fuera descubierto. La única esperanza real era buscar imágenes del Toyota negro en el circuito cerrado de televisión. Pero podrían tardar varias semanas en revisar todo el material disponible.
El policía volvió a sentarse y acercó la silla giratoria a la pantalla. Le quedaban tres cosas por investigar.
Jerusalem Whaley fue miembro de un club de vividores aristócratas: el club irlandés del Fuego del Infierno, según le había contado el historiador de Man. Pero ¿cómo se relacionaba ese hecho con los sacrificios, con los asesinatos? ¿Estaban de verdad relacionados?
Y los huesos de Craven Street, en la casa de Benjamín Franklin, ¿qué papel desempeñaban en todo esto?
Estas dos dudas le llevaron a una tercera pregunta. Por todos los sitios por donde había pasado, la banda había estado excavando. ¿Qué buscaban?
Su búsqueda inicial fue sencilla y enseguida tuvo éxito. Forrester escribió Benjamín Franklin y Fuego del Infierno y la primera entrada le dio la respuesta: Benjamín Franklin, el padre fundador de los Estados Unidos de América, era buen amigo de sir Francis Dashwood, y sir Francis Dashwood fue el fundador del Club del Fuego del Infierno. De hecho, según algunos expertos, el mismo Benjamín Franklin fue miembro del Club del Fuego del Infierno.
El rompecabezas daba frutos. Estaba claro que el Club del Fuego del Infierno era fundamental. Pero ¿quiénes o qué eran exactamente?
Por lo que Forrester pudo encontrar en Google, el Club del Fuego del Infierno, tanto en Irlanda como en Inglaterra, era una sociedad secreta de inútiles de clase alta. Pero eso era todo. Puede que fueran desagradables y peligrosos y, con seguridad, unos consentidos hedo nistas, pero ¿eran realmente satánicos y asesinos? La mayoría de los historiadores opinaban que eran poco más que un club de borrachos que, a veces, se volvían un poco irreverentes. Los rumores de adoración al diablo habían sido, en general, descartados.
Dicho eso, había un experto que no estaba de acuerdo. Forrester garabateó el nombre en una libreta. El profesor Hugo De Savary, de la Universidad de Cambridge, nada menos, opinaba que los seguidores del Fuego del Infierno eran verdaderos ocultistas. Aunque había sido ridiculizado por sus opiniones.
Pero incluso si De Savary tenía razón, eso seguía sin dar respuesta al resto de las preguntas difíciles. ¿Qué buscaba la banda? ¿Por qué excavaban? ¿Cómo estaba eso relacionado con el Club del Fuego del Infierno? ¿Qué motivos tenían para remover el suelo del césped y del sótano? ¿Buscaban un tesoro? ¿Baratijas demoniacas? ¿Huesos antiguos? ¿Diamantes malditos? ¿Niños sacrificados? La mente de Forrester burbujeaba un poco más de la cuenta. Ya había hecho demasiado por una mañana. Y le había ido bien. Se sintió como si finalmente hubiera reunido todas las piezas del rompecabezas, o como si alguien las hubiera tirado sobre su regazo. El único problema era que había perdido la caja y no podía ver la tapa. Así que no sabía qué tenían que representar aquellas piezas, no tenía ninguna pista del cuadro que trataba de recrear. Pero, al menos, disponía de las piezas… Ahogando un bostezo, Forrester tiró de la chaqueta que tenía colgada en el respaldo de la silla giratoria e introdujo los brazos por las mangas. Era hora de comer. Se había ganado un buen almuerzo, quizá italiano. Penne arrabiata en la trattoria que había en la misma calle. Seguido de un rico tiramisú y una larga lectura de las páginas de deportes.
Al salir de la oficina, echó un vistazo a su escritorio. Su hija le sonreía con su inocente y resplandeciente rostro. Forrester se detuvo sintiendo una angustia en su interior. Miró la fotografía de su hijo y después, una vez más, la de su hija. Pensó en su voz, diciendo sus primeras palabras de verdad. «Anana. An-ana. ¡An-ana, papi! An-ana…».
El dolor se intensificó. Puso la foto de cara al escritorio y salió por la puerta.
Al primero que vio fue a Boijer, sin aliento y excitado.
– ¡Señor, creo que tenemos algo!
– ¿Qué?
– El Toyota. El Toyota negro.
– ¿Dónde?
– Heysham, señor. En Lancashire.
– ¿Cuándo…?
– Hace dos días.