La imagen se volvió borrosa y luego desapareció. Sally se había retirado al sofá, una vez más, y lloraba en silencio. Rob se acercó y la rodeó con un brazo.
Fue Christine la primera que logró controlarse. Se secó los ojos y habló:
– Bien. Sabemos que está en Urfa. Eso significa que Cloncurry ha debido de seguir las mismas pistas que… -suspiró profundamente- que la pobre Isobel.
– ¿Te refieres a la teoría de Austen Layard? -le preguntó Rob.
– Sí. ¿Qué si no? Cloncurry ha debido de llegar a la misma conclusión con respecto al libro. Así que imagino que fue hasta el Kurdistán con Lizzie en ese avión privado.
Forrester asintió.
– Sí. Ha debido de estar haciéndolo durante meses. Con documentación y nombre falsos. Nos pondremos en contacto con el control del tráfico aéreo turco.
Rob negó con la cabeza.
– ¡Ustedes no conocen el Kurdistán! Si Cloncurry es listo, y lo es, puede haber aterrizado casi sin que nadie lo sepa. En algunas zonas, los turcos apenas tienen control. Y por supuesto, podría haber volado hasta el Kurdistán iraquí y cruzar después la frontera. Se trata de una enorme región sin ley. No es exactamente Suffolk.
Sally hizo un gesto de súplica.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Buscar aquí. Buscar en Irlanda -respondió Christine.
– ¿Perdón?
– El Libro Negro. No está en Urfa. Creo que la pobre Isobel se equivocaba. Creo que el libro sigue aquí.
Los policías intercambiaron miradas. Rob frunció el ceño.
– ¿Cómo es eso?
– Pasé varios días en un armario pensando en el Libro Negro.
Y conozco la historia de Layard. Pero mi opinión es que Layard se limitó a pagar a los yazidis por su silencio y por eso fue por lo que volvió. Creo que es un callejón sin salida.
– Entonces, ¿dónde está?
– Salgamos -dijo-. Necesito aire fresco para pensar. Denme sólo unos cuantos minutos.
Obedeciendo, abandonaron el despacho, bajaron en el ascensor de acero hasta la planta baja y salieron al suave aire del verano. El cielo de Dublín era azulado y pálido. Del río venía una brisa suave. Los turistas miraban un viejo barco amarrado en los muelles. Un extraño desfile de demacradas estatuas de bronce bloqueaban la mitad de la acera. El grupo caminaba despacio por el muelle.
Dooley señaló a las estatuas.
– Monumento a la hambruna. Los muertos de hambre hacían cola en estos muelles esperando a los barcos que iban a Nueva York. -Se dio la vuelta e hizo un gesto hacia los nuevos edificios de oficinas y al atrio de cristal reluciente que corrían en paralelo a los muelles-.
Y todo aquello solían ser burdeles, embarcaderos y barriadas horribles. El antiguo barrio chino. El Monto. Donde James Joyce iba de putas. -Hizo una pausa y luego añadió-: Ahora son todo restaurantes de fusión.
– Todo ha cambiado, por completo… -murmuró Christine. Después se quedó muy callada.
Rob la miró y supo de inmediato que ella sabía algo. Su mente precisa estaba en marcha.
Se detuvieron en un bonito puente peatonal y observaron las aguas grises del río avanzando letárgicas hacia el mar de Irlanda.
Entonces, Christine le pidió a Forrester que le volviera a decir cuál fue la extraña palabra que De Savary había escrito justo antes de morir.
– Undish.
– ¿Undish? -repitió Rob desconcertado.
– Sí. Se escribe como suena. U-N-D-I-S-H.
El grupo guardó silencio. Unas gaviotas graznaron. Sally hizo la pregunta que rondaba a todos ellos:
– ¿Qué demonios significa Undish?
– No tenemos ni idea -contestó Forrester-. Tiene una conexión con la música, pero no parece importante.
Rob observó a Christine y vio su media sonrisa.
– ¡James Joyce! -exclamó ella-. Eso es. James Joyce. Ésa es la respuesta.
Rob frunció el ceño.
– No veo qué tiene de relevante.
– De eso es de lo que me estaba hablando Hugo. Eso fue lo último que me dijo antes de que llegara la banda. En Cambridgeshire. -Hablaba rápido y caminaba igual de rápido, hacia el puente peatonal-. La última vez que le vi, De Savary me dijo que tenía una teoría nueva sobre las pruebas de Whaley y el Libro Negro. Y mencionó a Joyce. -Miró a Rob-. Y sabía que yo estaba intentando que tú leyeras el Ulises o Retrato…
– ¡Sin mucha suerte!
– Sí. Pero aun así. Pensé en ello mientras estuve encerrada. Y ahora… Undish. -Buscó un bolígrafo en su bolso y escribió la palabra en un cuaderno.
UNDISH.
Miró lo que había escrito.
– Undish, undish, undish. Esa palabra no existe. Pero eso es porque De Savary estaba intentando despistar a los asesinos.
– ¿Cómo?
– Si hubiera escrito la palabra completa, ellos la podrían haber visto y Cloncurry lo habría sabido. Él no podía saber si iban a volver. Así que, en lugar de ello, escribió una palabra sin sentido. Pero una palabra sin sentido que suponía que alguien podría resolver. Quizá tú, Rob. Si es que la has oído alguna vez.
Rob se encogió de hombros.
– Sigo sin entenderla.
– Por supuesto que no. ¡Nunca llegaste a leer a Joyce a pesar de mi insistencia! Y tendrías que conocerte bien esos libros. A Hugo y a mí nos encantaba hablar sobre Joyce. Conversaciones sin fin.
Dooley interrupió con impaciencia.
– Muy bien. Entonces, ¿qué significa undish?
– No significa nada. Pero sólo necesita una letra más para completarse. La letra T. Así se convierte en… -Escribió la letra junto a la palabra en su cuaderno y se la mostró a los demás-. ¡Tundish!
Rob suspiró.
– Estupendo, Christine. Pero ¿qué o quién es un envás? ¿Cómo demonios ayuda eso a Lizzie?
– No es una palabra común. Por lo que sé, sólo aparece una vez en la literatura inglesa. Y ahí está la cuestión. Porque el pasaje en el que aparece es en la primera obra maestra de Joyce. Retrato del artista adolescente. Creo que ahí puede haber una verdadera pista que nos ayude. -Miró los rostros que la rodeaban-. Recuerden que Joyce sabía más sobre Dublín que ningún otro. Los sabía todo: cada leyenda, cada noticia, cada pequeña anécdota, y las incluía en sus libros.
– De acuerdo -admitió Rob con reservas.
– Joyce conocía todos los secretos y mitos sobre los miembros del Fuego del Infierno en Irlanda. Y lo que hacían. -Christine cerró su libro de notas de golpe-. Así que imagino que ese pasaje podría decirnos dónde encontrar lo que necesitamos para salvar a Lizzie. -Miró hacia el otro lado del río-. Y creo que allí hay una librería.
Rob se giró. Justo al otro lado de la nueva y delgada pasarela, al otro lado del aletargado río Liffey, había una franquicia de la librería Eason.
Los cinco cruzaron el río y entraron en la tienda en masa ante un sorprendido y joven vendedor. Inmediatamente, Christine se dirigió a la sección de clásicos irlandeses.
– Aquí. -Se abalanzó sobre un ejemplar de Retrato del artista adolescente y pasó las páginas febrilmente-. Y aquí… están… las páginas del envás.
– Lee.
– El pasaje del envás está casi a mitad del libro. Stephen Dedalus, el héroe, el artista del título, ha ido a ver a su tutor, un jesuíta decano de inglés en el University College de Dublín. Mantienen una conversación sobre filología. Y ahí es donde entramos nosotros. Esto es lo que dice: «Para volver a la lámpara, el alimentarla es también un lindo problema. Tiene usted que escoger aceite limpio… usando el embudo». -Lenvantó la vista hacia las caras expectantes y juntas-. Aquí estoy dialogando. No esperen que hable con acento. -Regresó al libro y leyó en voz alta-: «¿Qué embudo?, preguntó Stephen. El embudo por el cual vierte usted el aceite en la lámpara. ¿Sí? ¿Eso se llama embudo? ¿No se llama envás?». -Christine dejó de leer.
Rob asintió lentamente.
– ¿Dónde habla del Fuego del Infierno?
– El pasaje exacto que buscamos está una o dos páginas antes. -Christine pasó las páginas y miró atentamente-. Aquí está: «Los árboles del Stephen's Green estaban fragantes y cargados de lluvia y la tierra empapada exhalaba su olor mortal, como un incienso vago que ascendiera a través del mantillo de muchos corazones… Comprendió que en cuanto entrara en el sombrío edificio del colegio notaría la sensación de otra podredumbre bien distinta a la de Buck Egan y Burnchapel Whaley».
Rob asintió ahora con fuerza.
– Espera, hay más. -Pasó otra página y leyó con calma-: «Era demasiado tarde para subir a clase de francés. Cruzó el vestíbulo y tomó el corredor a mano derecha que conducía al anfiteatro de física. El corredor estaba oscuro y silencioso, pero una presencia invisible parecía espiar en él. ¿Por qué sentía esta sensación? ¿Era porque sabía que en tiempos de Buck Whaley había habido allí una escalera secreta?» 15. -Cerró el libro.
La librería quedó en silencio.
– ¡Vaya! -exclamó Dooley.
– ¡Sí! -respondió Boijer.
– Pero seguro que no es tan fácil -dijo Sally con un gesto compungido-. Una escalera secreta. ¿Sólo eso? ¿Por qué no miró allí esa terrible banda?
– Quizá no lean a Joyce -contestó Forrester.
– Tiene sentido -conjeturó Dooley-. Históricamente, la relación con Whaley es cierta. Hay dos grandes caserones en St Stephen's Green. Y estoy seguro de que uno de ellos fue construido para Richard Burnchapel Whaley.
– ¿Sigue existiendo ese edificio? -preguntó Rob.
– Por supuesto. Creo que aún sigue utilizándolo el University College.
Rob se encaminó hacia la puerta.
– Vamos, chicos. ¿A qué esperamos? Por favor, sólo tenemos un día.
Un par de minutos después a paso rápido llegaron a una plaza enorme de la época georgiana en la que una hilera de majestuosas casas adosadas daban a un generoso espacio verde. Aquellos jardines y campos fenían un aspecto acogedor en el que la luz del sol relum braba entre el follaje. Durante un momento, Rob se imaginó a su hija Texto extraído de Retrato del artista adolescente, de James Joyce, Alianza editorial, 1978. Traducción de Dámaso Alonso.
jugando feliz por aquellos jardines. Ahogó su desgarradora tristeza. Pero era imposible ahogar el miedo.
El antiguo colegio universitario resultó ser uno de los edificios más grandes de la plaza: elegante y sobrio, construido con piedra gris de Portland. A Rob le costaba relacionar este impresionante edificio con las depravaciones homicidas de Burnchapel Whaley y de su hijo, aún más loco. El letrero del exterior decía: newman HOUSE: PERTENECIENTE AL UNIVERSITY COLLEGE DE DUBLÍN.
Dooley pulsó el timbre mientras Christine y Rob merodeaban por la acera. Sally prefirió esperar sentada en un banco de la plaza. Forrester le ordenó a Boijer que se quedara con ella. Hubo una pequeña conversación a través del portero automático y tras acreditarse como policía, la puerta se abrió de inmediato. El vestíbulo que había a continuación era casi tan espectacular como el exterior, con exquisitos motivos circulares de escayola georgianos en gris y blanco.
– ¡Vaya! -exclamó Dooley.
– Sí, estamos muy orgullosos de esto.
Se trataba de una voz con acento americano de Nueva Inglaterra. Un hombre bien trajeado de mediana edad se acercaba por el vestíbulo y le extendía una mano a Dooley.
– Ryan Matthewson, director de la Newman House. Hola, oficial…, y hola…
Se presentaron. Forrester le mostró su placa. El director los condujo al recargado despacho de la recepción.
– Pero, agentes, el robo fue la semana pasada. No estoy seguro de por qué les envían ahora -dijo.
Rob se quedó desconcertado.
– ¿El robo? -preguntó Dooley-. ¿Cuándo? ¿Cómo?
– No fue nada importante. Hace algunos días un grupo de chicos entró en el sótano. Probablemente drogadictos. No los encontramos. Destrozaron la escalera del sótano. Dios sabe por qué. -Matthewson se encogió de hombros mostrando su falta de preocupación-. Pero la Gardai envió a un agente en su momento. Ya nos ocupamos de esto. Recabó toda la información…
Rob y Christine intercambiaron una mirada melancólica. Pero, al parecer, Dooley y Forrester no se desanimaban tan fácilmente. Forrester le contó al director un resumen de la historia de Burnchapel y de la investigación de Cloncurry. Rob se dio cuenta, por el modo en que pronunciaba su monólogo, de que trataba de no dar demasiada información para no confundir ni asustar a aquel hombre. Aun así, al final de su explicación, el director miró a los dos confundido y asustado.
– Extraordinario -dijo finalmente-. Entonces, ¿creen que esas personas estaban buscando las escaleras secretas que se mencionan en el Retrato?
– Sí -contestó Christine-. Lo cual significa que probablemente hayamos llegado demasiado tarde. Si la banda no encontró nada, eso quiere decir que aquí no hay nada. Merde.
El director movió la cabeza enérgicamente.
– Lo cierto es que no necesitaban entrar a escondidas. Podrían haber venido en alguno de nuestros días de puertas abiertas.
– ¿Cómo dice?
– No es ningún misterio. En absoluto. Sí que hubo una escalera secreta aquí, pero fue descubierta en 1999. Durante los trabajos de rehabilitación. Ahora es la escalera principal de servicio de la parte de atrás del edificio. Hoy ya no queda nada que se mantenga en secreto.
– Entonces, ¿la banda buscó en el lugar equivocado? -preguntó Dooley.
Matthewson asintió.
– Pues sí. Imagino que así fue. ¡Qué cruel ironía! Podrían simplemente haber venido a preguntarme dónde estaba la escalera secreta y yo se lo habría dicho. Pero imagino que pedir información de una forma educada no es el modus operandi de este tipo de gente, ¿verdad? Vaya, vaya.
– Entonces, ¿dónde están las escaleras? -preguntó Rob.
– Síganme.
Tres minutos después estaban en la parte posterior del edificio contemplando una estrecha escalera de madera que conducía de la planta baja a una especie de entresuelo. La escalera era lóbrega y estaba mal iluminada y tenía un revestimiento de madera de roble oscura a cada lado.
Rob se agachó sobre los tablones. Golpeó el peldaño de debajo de las escaleras con los nudillos. El sonido fue decepcionantemente sólido.
El director se inclinó con expresión preocupada.
– ¿Qué está haciendo?
Rob se encogió de hombros.
– Simplemente creí que si había algo oculto debía de estar bajo uno de los peldaños. Así que, si suena hueco, quizá…
– ¿Quiere hacer pedazos la escalera?
– Sí -respondió Rob-. Por supuesto. ¿Qué si no?
El director se ruborizó.
– Pero éste es uno de los edificios más protegidos de Dublín. No puede limitarse a entrar aquí y meter una palanca en el mobiliario. Lo siento mucho. Entiendo su situación, pero…
Rob frunció el ceño y se sentó en las escaleras tratando de contener su rabia. Forrester mantuvo una breve conversación en privado con Dooley, quien se dirigió a Matthewson.
– ¿Sabe? Parece que les vendría bien una mano de pintura.
– ¿Perdón?
– Las escaleras -dijo Dooley-. Están un poco espartanas. Necesitan un retoque.
El director suspiró.
– Bueno, desde luego, no tuvimos suficiente dinero para hacerlo todo. La decoración de escayola del vestíbulo acabó con la mayor parte de los fondos.
– Nosotros tenemos -contestó Dooley.
– ¿El qué?
– Tenemos el dinero. La Gardai. Si tenemos que romper unos cuantos peldaños para una investigación legal, sin duda le pagaremos los daños a su instituto. -Dooley dio una palmada a Matthewson en la espalda-. Y me imagino que usted sabrá que los reembolsos de la policía pueden ser muy generosos.
Matthewson se esforzó por sonreír.
– ¿Lo suficiente para reparar y pintar unas cuantas escaleras? ¿Y puede que un aula o dos?
– Yo diría que sí.
La sonrisa del director se hizo más amplia. Parecía muy aliviado.
– De acuerdo. Creo que puedo explicarlo a los miembros del consejo de administración. Así que, adelante. -Hizo una pausa-. Aunque me pregunto si de verdad están buscando en el lugar correcto.
– ¿Tiene una idea mejor?
– Puede… No es más que una idea.
– ¡Díganosla!
– Bueno, siempre pensé… -Levantó la mirada hacia la parte superior de las escaleras-. A veces, me he preguntado por qué esta pequeña escalera hace una curva cerrada en la parte superior. ¿Lo ven? Miren. Da la vuelta. En la parte de arriba. Y aparentemente no hay ninguna razón arquitectónica para ello. Es fastidioso cuando uno va cargado con muchos libros. Puede tropezar. Está muy oscuro. Un estudiante nuestro se rompió el tobillo estas Navidades.
Rob corrió escaleras arriba y Christine le siguió. Era cierto que la escalera giraba. Subía hasta una pared recubierta con paneles y luego giraban abruptamente hacia la izquierda. Rob se quedó mirando la pared y la golpeó. Parecía hueca.
Todos se miraron. Matthewson estaba claramente exaltado.
– ¡Extraordinario! Imagino que tenemos que abrir y echar un vistazo. Tenemos un escoplo y una linterna en el sótano. Voy a por ellos…
– No se preocupe.
Metiendo la mano en el bolsillo, Rob sacó una navaja del ejército suizo y abrió la hoja más fuerte.
Christine, Dooley, Forrester y Matthewson se quedaron en silencio mientras Rob golpeaba la navaja contra el panel. La madera se rompió con facilidad. Era delgada, como un panel falso. Rob giró la navaja para hacer palanca, después fue cortando y el panel comenzó a ceder. Forrester metió la mano y agarró el extremo de un tablón de madera y entre los dos sacaron toda la tabla de casi un metro de ancho de su marco.
Detrás había un hueco oscuro que desprendía un olor a humedad. Rob se inclinó hacia el interior y hurgó.
– Dios mío, está oscuro. Está demasiado oscuro… No puedo ver…
Christine sacó el teléfono móvil, encendió la luz y la enfocó hacia el espacio oculto por encima del hombro de Rob.
Rob y Forrester miraron atentamente; Dooley soltó una palabrota y Christine, sorprendida, se llevó una mano a la boca.
Justo en la parte de atrás de la hornacina, envuelta en telarañas y polvo, había una caja de piel enorme y muy maltrecha.