25

Las calles estaban enrojecidas por la sangre. Rob paseaba por la ciudad vieja para verse con Christine en el caravasar. Estaba oscuro. Allá donde mirara veía grandes manchas de sangre: por las paredes, por las aceras, en el exterior de la tienda de Vodafone… Los vecinos estaban matando cabras y corderos, y lo hacían en público, en la calle. Rob supuso que formaba parte de la fiesta que Christine había mencionado, pero aun así, resultaba desconcertante.

Se detuvo en la esquina, junto a la torre del reloj, y vio cómo un hombre se esforzaba por sostener entre sus piernas una cabra de pelo blanco. El hombre llevaba unos holgados pantalones bombachos negros -shirwals, el tradicional atuendo kurdo. Tras dejar su humeante cigarro sobre un taburete a su lado, agarró un cuchillo largo y reluciente y hundió la hoja en la parte inferior del estómago de la cabra.

El animal baló con desesperación. El hombre no se inmutó. Se giró y cogió su cigarro, le dio otra calada y volvió a dejarlo. La sangre salía del estómago de la cabra herida. El hombre se inclinó por encima de ella y, haciendo una mueca, rasgó con el cuchillo el tembloroso y rosado vientre. La sangre brotó a borbotones empapando la calle. La cabra ya no berreaba ni luchaba, sino que emitía un gemido grave. Sus largas pestañas se agitaron mientras moría. El hombre abrió de un tirón la herida y las visceras salieron deslizándose mientras los órganos de color pastel caían poco a poco sobre un cuenco de plástico poco profundo colocado en la acera.

Rob continuó caminando. Encontró a Christine junto a la arcada que conducía hasta el caravasar. La expresión de sorpresa y perplejidad que él tenía lo decía todo.

– Kurban Bayrami -explicó ella-. El último día del Hajj.

– Pero ¿por qué las cabras?

– Y los corderos. -Christine entrelazó su brazo con el de él mientras caminaban por las calles del bazar cerradas con postigos. El olor a comida lo inundaba todo. Cabra asada y cordero a la parrilla-. Se llama la Fiesta del Sacrificio. Conmemora a Abraham e Isaac, el intento de sacrificio de Isaac.

– El Kurban Bayrami, claro. Lo celebran en Egipto y el Líbano; lo conozco bien, se conoce como Eid… Pero… -Negó con la cabeza-. ¡No matan animales en la calle! Lo hacen en el interior de las casas y son degollados.

– Sí -asintió ella-. En Urfa lo tratan como una fiesta local especial porque Abraham procede de aquí. -Ella sonrió-. Y es bastante… sangrienta.

Habían llegado a una plazoleta con casas de té y cafeterías en las que los hombres fumaban shishas. Muchos de ellos iban ataviados, para el Kurban Bayrami, con los pantalones kurdos largos y holgados. Otros, con togas especialmente adornadas. Sus mujeres pasaban por delante, engalanadas con joyas resplandecientes o luciendo pañuelos en la cabeza con ribetes de plata. Algunas llevaban tatuajes de herma, con las manos y los pies generosa y magníficamente pintados; de sus pañuelos colgaban baratijas plateadas. La escena era mordazmente colorida.

Pero no habían ido allí para hacer turismo.

– Ahí está. -Christine señaló a una pequeña casa situada en una calle sombría-. La casa de Beshet.

El calor del día se escurría por las calles como el agua tras una inundación. Rob le apretó la mano a Christine.

– Buena suerte.

Ella cruzó la calle y llamó a la puerta. Rob se preguntó si aquello era poco ortodoxo y lo perturbador que sería para Beshet que una mujer occidental y blanca fuera a su casa. Cuando Beshet abrió la puerta, Rob observó su expresión y vio en ella sorpresa y preocupación, pero también de nuevo aquella languidez de cachorro. Rob confiaba en que Christine conseguiría la clave.

Caminó de nuevo hasta la plaza y observó la escena. Algunos niños con petardos lo saludaron.

– ¡Oye, americano!

– Hola…

– ¡Feliz Bayram!

Los niños se rieron como si hubieran despertado a alguna bestia exótica y aterradora del zoo; luego se dispersaron calle arriba. Las aceras seguían llenas de sangre, pero la carnicería había terminado. Kurdos con bigote que fumaban sus shishas en las mesas de las cafeterías lo saludaron con una sonrisa. Rob decidió que Sanliurfa era un lugar extraño. Era inevitablemente exótico y, en cierto modo, hostil; pero la gente era de lo más amable que Rob había conocido jamás.

Apenas se había dado cuenta de la presencia de Christine cuando ésta se acercó hasta él.

– Hola -lo saludó.

Él se giró alertado.

– ¿La tienes?

– La tengo. No estaba muy dispuesto…, pero me la ha dado.

– Muy bien, pues…

– Esperemos a que oscurezca.

Un rápido paseo los llevó a la calle principal fuera de la ciudad vieja. Un taxi los condujo hasta el apartamento de Christine, donde pasaron unas cuantas horas de nervios navegando por internet, tratando de no preocuparse sin conseguirlo. A las once salieron sigilosamente del edificio de apartamentos y caminaron en dirección al museo. Las calles estaban ahora mucho más tranquilas. Habían limpiado la sangre y aquel día de fiesta estaba a punto de terminar. La luna en forma de cimitarra brillaba por encima de ellos. Las estrellas relumbraban como tiaras alrededor de los chapiteles de los minaretes.

En la verja del museo, Rob miró a ambos lados de la calle. No había nadie. Podía oír las voces de la televisión turca que salían de una casa con los postigos cerrados en un edificio próximo. Por lo demás, reinaba el silencio. Rob empujó y la verja se abrió. Por la noche, el jardín era un lugar intensamente evocador. La luz de la luna plateaba las alas de Pazuzu, el demonio del desierto. Había bustos de emperadores romanos, rotos y fragmentados; y líderes militares asirios, congelados en el mármol, con sus cacerías de leones sin fin. La historia de Sanliurfa estaba allí, en ese jardín, soñando bajo la luz de la luna. Los demonios de Sumeria gritaban en silencio; las fauces de piedra abiertas durante cinco mil años.

– Necesito dos claves -dijo Christine-. Beshet me dio las dos.

Se acercó a la puerta de entrada del museo. Rob miró hacia atrás para comprobar que estaban solos.

Lo estaban. Había un coche aparcado bajo las higueras. Pero pare cía como si llevara allí varios días. Tenía el parabrisas salpicado de higos podridos. Una mancha de pulpa y semillas.

La puerta emitió un seco chasquido. Rob se giró y vio que Christine ya la había abierto. Subió los escalones y la siguió hacia el interior. Dentro del museo hacía calor. No había nadie allí que abriera ventanas ni puertas. Y no había aire acondicionado. Rob se limpió el sudor de la frente. Llevaba puesta una chaqueta para guardar todo lo que necesitaban: linternas, teléfonos, cuadernos de notas… En la sala principal la estatua más antigua del mundo resplandecía débilmente en la oscuridad, con sus tristes ojos de obsidiana que miraban afligidos en la penumbra.

– Por aquí abajo -dijo Christine.

Rob vio, entre las sombras, una pequeña puerta en el otro extremo de la sala. Detrás de ella había unas escaleras que bajaban. Le dio a Christine una linterna y encendió la suya. Las dos luces parpadearon en la oscuridad polvorienta mientras descendían por las escaleras.

Las bodegas eran sorprendentemente grandes. Mucho más que el museo de la parte superior. Puertas y pasillos que iban en todas direcciones. Estantes llenos de antigüedades brillaban trémulamente a medida que Rob dirigía la luz de su linterna hacia todos lados, por encima de cerámicas fragmentadas, pedazos de gárgolas, lanzas, piedras y vasijas.

– Es enorme.

– Sí. Sanliurfa está construida sobre antiguas cuevas y convirtieron éstas en bodegas.

Rob se inclinó y miró hacia una figurita rota puesta boca arriba que le gruñía al estante de arriba.

– ¿Qué es eso?

– El monstruo Asag. El demonio que provoca las enfermedades. Sumerio.

– Vale… -Rob sintió un escalofrío a pesar del sofocante calor. El frío terror de lo que estaban a punto de hacer fue en aumento-. Sigamos adelante, Christine. ¿Dónde está la bodega de Edessa?

– Por aquí.

Giraron en una esquina y siguieron por otro pasillo, tras pasar por una columna romana brutalmente truncada y más estanterías con jarrones y vasijas. El polvo era denso y asfixiante; Christine dirigía el paso hacia la parte más antigua del conjunto de cuevas.

Pero entonces, una enorme puerta de acero les bloqueó el camino. La arqueóloga introdujo torpemente la clave.

– Mierda. -Las manos le temblaban.

Rob sujetó la linterna en el aire para que ella pudiera ver mejor mientras tecleaba los números. Por fin, el cierre se abrió. Fueron recibidos por una ráfaga de aire caliente que despedía la bodega de Edessa. La brisa traía algo malo. Algo indefinible y lejano, pero orgánico y desagradable. Y antiguo.

Rob trató de ignorarlo. Entraron en la bodega. Fuertes estantes de acero se extendían a lo largo de la amplia cueva. La mayoría de las antigüedades estaban dentro de grandes cajas de plástico con nombres y números garabateados en ellas. Pero algunas habían quedado en su estado natural. Christine las fue nombrando a medida que pasaban. Diosas siríacas y acadias; una gran cabeza de Anzu; un fragmento de un desnudo helénico… Manos y alas fantasmagóricas se extendían entre la penumbra.

Christine caminaba a un lado y a otro junto a los estantes.

– Aquí no hay nada. -Casi parecía aliviada-. Son las mismas cosas que ya vi antes.

– Entonces, mejor nos vamos…

– Espera.

– ¿Qué?

Christine se movía en medio de la oscuridad.

– Aquí. Esto es de Gobekli.

Rob se detuvo. Percibía de nuevo malas vibraciones. La terrorista suicida de Iraq. Nunca podría olvidar su rostro, mirándolo, justo antes de la explosión.

Sintió la urgente necesidad de salir, de escapar de allí. Ahora.

– Cierra la puerta -dijo Christine.

A regañadientes, cerró la puerta detrás de él. Estaban solos en la bodega más apartada con lo que fuera que Franz había encontrado. Lo que sintió podía compararse con el horror de los cráneos Cayonu.

– Rob, ven a ver esto.

La linterna de ella alumbraba una estatua extraordinaria. Una mujer con las piernas abiertas: la vagina estaba claramente esculpida y era obscenamente grande. Como la herida abierta en el cuello de aquella cabra.

Junto a la mujer había un trío de animales. Probablemente jabalíes. Todos ellos tenían penes pronunciados y erectos; estaban alrededor de la mujer abierta de piernas, como si fueran un grupo de violadores.

– Esto es de Gobekli -susurró Christine.

– ¿Es lo que buscábamos?

– No. Recuerdo el día que lo encontramos. Franz lo colocó aquí. Debía de estar almacenando los… descubrimientos más extraños en el mismo sitio. Así que lo que encontró, sea lo que sea, tiene que estar aquí. En algún lugar.


Rob movió su linterna a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda. El polvo se arremolinaba en la penumbra. Rostros de dioses lúgubres y demonios de mirada lasciva lo saludaban y, después, quedaban a oscuras cuando él pasaba de un lado a otro. No podía ver nada; ni siquiera sabía qué buscaba. Era desesperante. Entonces, la linterna iluminó una enorme caja de poliestireno con la palabra «Gobekli» escrita con rotulador. Rob sintió que el corazón le latía con fuerza.

– Christine -susurró.

La caja estaba colocada en la parte trasera del estante de acero, junto al muro de la cueva. Era claramente grande y pesada; Christine trató de cogerla. Dejando su linterna sobre el estante de atrás, Rob extendió una mano y la ayudó. Juntos sacaron la caja y la colocaron en el suelo.

Rob agarró su linterna con el corazón acelerado y sostuvo el haz de luz en alto mientras Christine abría la caja. En su interior había cuatro tinajas antiguas para las aceitunas de casi un metro de largo, envueltas en plástico de burbujas. Rob sintió un golpe sordo de decepción. La mitad de él había deseado encontrar algo obsceno y aterrador. Su mitad de periodista; quizá la más infantil.

Christine sacó una de las tinajas.

– ¿Es de Gobekli?

– Seguro que sí. Y si lo es, debe de tener diez mil años de antigüedad. Entonces, sí que tenían cerámica…

– Sorprendentemente bien conservada.

– Sí. -Sosteniendo la vasija con sumo cuidado, Christine la giró. Había un dibujo extraño en un lado. Una especie de palo con un pájaro en lo alto-. He visto esto en algún sitio -afirmó, casi en un susurro.

Rob sacó su móvil e hizo unas cuantas fotografías. El flash de la cámara del teléfono parecía una intrusión en la lúgubre oscuridad de la bodega. Genios y emperadores miraron con el ceño fruncido en un breve y brusco deslumbramiento.

Se guardó el teléfono en el bolsillo, metió las manos en la caja y sacó él mismo una de las largas vasijas. Era sorprendentemente pesada. Quería saber qué había dentro. ¿Una especie de líquido? ¿Granos de cereal? ¿Miel? La inclinó y miró la parte superior. Estaba taponada y sellada.

– ¿La abrimos?

– Ten cuidado…

El aviso de ella llegó demasiado tarde. Rob sintió de pronto que la vasija se le caía de la mano. La había inclinado con demasiada brusquedad. El cuello de la pieza pareció emitir un suspiro y después cayó al suelo. Entonces, la rendija del cuello se abrió más, fracturando el cuerpo del antiguo y delicado recipiente de cerámica. La vasija se deshizo en la mano del periodista. Simplemente se deshizo. Los fragmentos se esparcieron por el suelo haciéndose añicos y convirtiéndose en polvo.

– ¡Oh, Dios mío! -El olor era horrendo. Rob se puso una manga en la nariz.

Christine iluminó con una linterna el contenido de la vasija.

– ¡Joder!

Un cuerpo diminuto yacía en el suelo. Un cuerpo humano: un bebé, colocado en posición fetal. El cadáver estaba medio momificado, medio convertido en líquido viscoso. Seguía descomponiéndose después de todos esos siglos. El hedor se introdujo en la cara de Rob hasta que sintió arcadas. Del cráneo salían borbotones de líquido.

– ¡Mírale la cara! -gritó Christine-. ¡Mírale la cara!

Rob iluminó con la linterna el rostro del bebé. Estaba atrapado en un grito silencioso. Un grito de un niño moribundo cuyo eco se repetía a lo largo de doce mil años.

De repente, las luces iluminaron la sala. Luces, ruidos, voces. Rob se giró y lo vio: un grupo de hombres en la parte de atrás de la bodega. Hombres con pistolas y cuchillos que venían a por ellos.

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