40

Rob estaba sentado en su apartamento mirando el vídeo de forma obsesiva. Cloncurry se lo había enviado tres días antes por correo electrónico.

Las imágenes mostraban a su hija y a Christine en una pequeña habitación vacía. La boca de Lizzie estaba amordazada. Y también la de Christine. Estaban atadas con fuerza a unas sillas de madera.

Y eso es todo lo que mostraban de ellas. Llevaban ropa limpia. No parecían estar heridas. Pero las fuertes mordazas de cuero alrededor de sus bocas y el terror reflejado en sus ojos hacía que el vídeo fuera para Rob casi imposible de mirar fijamente.

Lo veía cada diez o quince minutos. Lo miraba una y otra vez y luego caminaba por el apartamento, en ropa interior, sin afeitar, sin ducharse, aturdido por la desesperación. Parecía un viejo y desquiciado eremita en el Desierto de la Angustia. Trató de comerse una tostada y la dejó. No había tomado una comida decente desde hacía tiempo, aparte del desayuno que su mujer le había preparado unos días atrás.

Había ido a casa de Sally para hablar del destino de su hija y Sally, generosa, le había preparado unos huevos con beicon y, por primera vez en mucho tiempo, Rob había sentido hambre y se había comido la mitad de aquel plato, pero entonces Sally comenzó a llorar. Así que Rob se levantó para consolarla con un abrazo. Pero fue todavía peor. Ella se apartó y le dijo que todo aquello era culpa de él. Le gritó, le chilló y le dio una bofetada y luego un puñetazo en el estómago mientras se agitaba a uno y otro lado. Él recibió los golpes con tranquilidad porque pensaba que ella estaba en lo cierto. Tenía razón al estar enfadada. Él las había conducido a esa situación. Su incesante búsqueda de la historia, su deseo egoísta de fama periodística, su absurda negación del peligro cada vez mayor. El simple hecho de que él no estuviera en el país para proteger a Lizzie. Todo eso.

El torrente de culpa y el odio que Rob sentía por sí mismo casi le hizo sentirse bien en aquel momento. Al menos, aquello era real; una emoción auténtica y mordaz. Algo que atravesara la desesperación extrañamente insensible que notaba casi todo el tiempo.

Su única conexión con la lucidez era el teléfono. Rob se pasaba horas mirándolo taciturno, deseando que sonara. Y el teléfono sonó muchas veces. Algunas de ellas recibió llamadas de amigos, otras de compañeros de trabajo, y también de Isobel desde Turquía. Todos los que llamaban trataban de ayudar, pero Rob estaba impaciente por la única llamada que esperaba: la de la policía.

Él ya sabía que tenían una pista prometedora. Forrester le había llamado hacía cuatro días para decirle que ahora creían que la banda estaba posiblemente en algún lugar cerca de Montpelier House, al sur de Dublín. El origen del Club del Fuego del Infierno. El detective le había explicado el camino que había llevado a Scotland Yard a esa conclusión: cómo seguramente los asesinos salían y entraban del país gracias a su destreza para desaparecer por completo sin que fueran localizados por la policía de aduanas ni por los controles de pasaportes. Eso significaba que debían de huir a un país extranjero para el que no se necesitara pasar por esos controles al salir del Reino Unido.

Seguramente habían ido a Irlanda.

Todo aquello era muy plausible. Pero Forrester pensó que era necesario que, al hablar con Rob, se añadiera aquella teoría extraña que lo apoyara sobre las víctimas enterradas, la fosa de Ribemont, Catalhóyük y un asesino llamado Gacy y el hecho de que Cloncurry elegiría algún lugar cercano a las víctimas de sus antepasados… En ese momento, Rob colgó.

Estaba poco convencido de que Forrester tuviera razón con esas especulaciones psicológicas. No parecía más que una corazonada y él no creía en ellas. No se fiaba de nadie. Ni siquiera de sí mismo. En lo único en lo que podía confiar era en la sinceridad del odio que sentía hacia su propia persona y en la ferocidad de su angustia.

Aquella noche se acostó y durmió durante tres horas. Soñó con un animal crucificado que lloraba en la cruz; puede que fuera un cerdo o un perro. Cuando se despertó, estaba amaneciendo. La imagen del animal clavado se le quedó grabada en la mente. Tomó un valium. Cuando se volvió a despertar era mediodía. Su teléfono móvil estaba sonando. ¡Sonando! Corrió hasta la mesa y contestó.

– ¿Sí? Hola.

– Rob.

Era… Isobel. Sintió que su ánimo caía en picado; le gustaba Isobel y la admiraba, ansiaba su inteligencia y ayuda, pero en ese momento sólo quería oír a la policía, la policía, la policía.

– Isobel…

– ¿No ha habido noticias?

Él suspiró.

– No. No desde la última vez. Nada. Sólo… sólo estos jodidos correos de Cloncurry. Los vídeos…

– Robert, lo siento. Lo siento mucho. Pero… -Hizo una pausa. Rob podía imaginársela en su preciosa casa de madera, mirando el azul del mar de Turquía. Aquella imagen era desgarradora y le recordaba a cómo él y Christine se habían enamorado. Allí, bajo las estrellas del Marmara.

– Robert, he tenido una idea.

– ¿Aja?

– Sobre el Libro Negro.

– Muy bien… -Apenas podía mostrar interés.

Isobel no permitió que eso la disuadiera.

– Escúchame, Rob. Eso es lo que están buscando estos cabrones, ¿no? El Libro Negro. Están absolutamente desesperados. Y tú les has dicho que puedes encontrarlo, que lo has encontrado o lo que sea para que ellos sigan… ¿Correcto?

– Sí, pero… Isobel, no lo tenemos. No tenemos ni idea de dónde está.

– ¡Pues de eso se trata! Imagínate que sí lo encontramos. Si localizamos el Libro Negro tendremos verdadero poder sobre ellos, ¿no? Podremos… hacer un intercambio…, negociar… ¿Entiendes lo que quiero decir?

El periodista asintió bruscamente. Deseaba que esta llamada le diera fuerzas y le alentara. Pero estaba muy cansado.

Isobel siguió hablando. Mientras lo hacía, Rob caminaba descalzo por el apartamento sosteniendo el teléfono bajo barbilla. Después, se sentó en la mesa y miró el ordenador encendido. No había correos de Cloncurry. Nada nuevo.

Isobel continuaba hablando; Rob trataba de concentrarse.

– Isobel, no te he oído, perdona. ¿Lo puedes repetir?

– Claro… -Dejó escapar un suspiro-. Déjame que te lo explique. Creo que ellos, la banda, pueden estar llamando a la puerta equivocada en lo que respecta al libro.

– ¿Por qué?

– He estado investigando. Sabemos, por un lado, que la banda estaba interesada en Layard, el asiriólogo que conoció a los yazidis, ¿correcto?

Un leve recuerdo pasó por la mente de Rob.

– ¿Te refieres a lo del robo en el colegio?

– Sí. -La voz de Isobel sonó fría ahora-. Austen Henry Layard, que promovió el Pórtico de Nínive del colegio Canford. Es famoso por haberse reunido con los yazidis en 1847.

– Bien…, eso ya lo sabemos…

– ¡Pero lo cierto es que se reunió con ellos dos veces! Volvió a verlos en 1850.

– De acuerdo… ¿y?

– Está todo en este libro que tengo. Lo acabo de recordar. Aquí. La conquista de Asiría. Dice así: Layard fue a Lalesh en 1847. Como ya sabemos. Después regresó a Constantinopla y se reunió con el embajador británico en la Sublime Puerta.

– Sublime…

– Puerta. El Imperio Otomano. El embajador se llamaba sir Stratford Canning. Y ahí es cuando todo cambia. Dos años más tarde, Layard vuelve otra vez con los yazidis y esta vez consigue un logro inexplicable y encuentra todas las antigüedades que le hicieron famoso. Y todo esto es cierto. Está en los libros de historia. ¿Lo entiendes?

Rob trataba de apartar de su mente la imagen de su hija. Las mordazas de cuero…

– Lo cierto es que no. No tengo ni la más remota idea de lo que quieres decir.

– Muy bien, Rob. Perdona. Iré directa al grano. En su primera expedición, Layard fue a Lalesh. Mi opinión es que cuando estuvo allí, los yazidis le hablaron del Libro Negro y de cómo un inglés, Jerusa lem Whaley, se lo había llevado. Layard fue el primer británico que habían conocido los yazidis y, probablemente, el primer occidental desde la visita de Whaley. Así que tiene todo el sentido. Debieron de decirle que querían que les devolvieran el libro.

– Hummm…, puede ser.

– Así que Layard va a Constantinopla y le habla al embajador Cannings sobre sus descubrimientos. Sabemos con seguridad que se vieron. Y también sabemos que sir Stratford Canning era un angloir landés de ascendencia protestante.

Rob pudo por fin discernir débilmente adónde iba a parar.

– ¿Canning era irlandés?

– Sí. De la aristocracia angloirlandesa. Una pequeña camarilla. Personas como Whaley y lord Saint Leger. Los miembros del Fuego del Infierno. Todos ellos están relacionados.

– Pues sí, es curioso. Pero ¿cómo concuerda todo esto?

– Más o menos en la misma época corrieron rumores en Irlanda sobre un tal Edward Hincks.

– ¿Cómo? Me estoy liando.

– Hincks fue un clérigo irlandés de Cork poco conocido. ¡Él solo consiguió descifrar la escritura cuneiforme! Todo esto es cierto, Rob. Búscalo en internet. Éste es uno de los mayores misterios de la asirio logía. Toda la Europa culta trataba de descifrar la escritura cuneiforme y, de repente, ese párroco rural irlandés les aventaja a todos. ¿Cómo es que Hincks la descifró de pronto? Era un insignificante clérigo protestante que vivía en mitad de ninguna parte, en el culo del mundo irlandés.

– ¿Crees que encontró el libro?

– Creo que Hincks encontró el Libro Negro. El libro estaba escrito casi por completo en caracteres cuneiformes, así que Hincks debió de encontrarlo de alguna forma en Irlanda y lo tradujo, lo descifró y se dio cuenta de que había encontrado el tesoro de Whaley. El famoso texto de los yazidis que antes tenían los del Club del Fuego del Infierno. Quizá tratara de mantenerlo en secreto. Sólo unos cuantos protestantes irlandeses encopetados sabían lo que había encontrado Hincks, personas que, para empezar, ya estaban al corriente de la historia de Whaley y del club irlandés del Fuego del Infierno.

– ¿Te refieres a los aristócratas irlandeses? ¿Gente como… Can ning?

Isobel casi emitió un chillido.

– Eso es, Rob. Sir Stratford Canning era enormemente importante en los círculos angloirlandeses. Como muchos de su clase, no hay duda de que se avergonzaba del pasado del club. Así que, cuando oyó que habían encontrado el libro de Whaley, Canning tuvo una estupenda idea que resolvería todos los problemas que tenían. Querían librarse del libro y él sabía que Layard necesitaba dárselo a los yazidis. Y Hincks lo encontró.

– Y así el Libro Negro fue enviado de vuelta a Constantinopla…

– Y volvió por fin a los yazidis… ¡por medio de Austen Layard!

Se hizo el silencio en el teléfono. Rob sopesó todo aquello. Trataba de no pensar en su hija.

– Bueno, es una teoría…

– Es más que una teoría, Rob. ¡Escucha esto! -Rob pudo oír cómo pasaba las páginas de un libro-. Aquí. Escucha. Éste es el verdadero relato de la segunda visita de Layard a los yazidis: «Cuando se rumoreó entre los yazidis que Layard había vuelto a Constantino pla, se decidió enviar a cuatro sacerdotes yazidis y a un jefe», y se dirigieron todos a Constantinopla.

– ¿Y?

– Hay más. Tras unas «negociaciones secretas» con Layard y Canning en la capital otomana, Layard y los yazidis se dirigieron después hacia el este, al Kurdistán, de vuelta a la tierra de los yazidis. -Isobel tomó aire y luego citó textualmente-: «El trayecto desde el lago Van a Mosul se convirtió en un desfile triunfal… Layard recibió cálidas muestras de gratitud. Era a él a quien habían acudido los yazidis y había demostrado que era digno de su confianza». Después de aquello, el grupo continuó su camino por los pueblos yazidis hasta Urfa acompañado por «cientos de personas que cantaban y gritaban».

Rob podía notar la emoción de Isobel, pero era incapaz de compartirla. Mientras miraba apesadumbrado el cielo nublado de Londres, dijo:

– Vale. Ya entiendo. Puede que tengas razón. El Libro Negro está, por tanto, en Kurdistán. En algún lugar. No en Gran Bretaña ni en Irlanda. Al final, Layard lo devolvió. La banda se equivoca. Está claro.

– Por supuesto, cariño -repuso Isobel-. Pero no es sólo que esté en el Kurdistán. Está en Urfa. ¿Entiendes? El libro dice Urfa. Por supuesto que Lalesh es la capital sagrada de los yazidis, pero la antigua capital administrativa, la política, es Urfa. ¡El libro está en Sanliurfa! Oculto en algún lugar. Layard lo llevó allí, a los yazidis. Y a cambio, éstos le dijeron dónde encontraría las grandes piezas antiguas, el obelisco de Nínive y el resto. Y Canning y Layard consiguieron la fama que deseaban. ¡Todo encaja!

La boca de Rob se secó. Sintió un impulso de desesperación sarcástica.

– Muy bien. Estupendo, Izzy. Es posible. Pero ¿cómo demonios lo encontramos? ¿Cómo? Los yazidis trataron de matarnos. Sanliurfa es un lugar en el que no somos bienvenidos. ¿Sugieres que simplemente volvamos y les pidamos que nos den su texto sagrado? ¿Hay algo más que quieres que hagamos de paso? ¿Caminar quizá sobre el lago Van?

– No estoy hablando de ti. -Isobel suspiró con fuerza-. Me refiero a mí. ¡Esto es una oportunidad para mí! Tengo amigos en Urfa. Y si puedo llegar primero al Libro Negro, aunque sólo sea pedirlo prestado durante unas horas para hacer una copia, tendremos algo para Cloncurry. Podremos intercambiar nuestro conocimiento por Lizzie y Christine. Conozco bien a los yazidis. Creo que puedo encontrarlo. Encontrar el libro.

– Isobel…

– ¡No vas a disuadirme! Me voy a Sanliurfa, Rob. Voy a encontrar el libro para ti. Christine es mi amiga. Y tu hija es como si fuera mía. Quiero ayudar. Puedo hacerlo. Confía en mí.

– Pero, Isobel, es peligroso. Es una locura. Y los yazidis a los que yo vi creen de verdad que el libro sigue en Gran Bretaña. ¿Qué me dices de eso? Y luego está Kiribali…

La mujer soltó una risa ahogada.

– Kiribali no me conoce. Y, de todas formas, tengo sesenta y seis años. Si soy decapitada por unos nestorianos psicópatas, que así sea. Así no tendré que preocuparme de ir a graduarme de nuevo la vista. Pero creo que estaré bien, Rob. Ya tengo una idea de dónde puede estar el libro. Y tomo un vuelo para Urfa esta noche.

Rob puso reparos. La esperanza que le ofrecía Isobel era remota, muy remota, pero también le atraía; quizá porque, en realidad, no tenía ninguna otra esperanza. Y también sabía que Isobel estaba arriesgando su vida, cualquiera que fuera el resultado.

– Gracias, Isobel. Gracias. Pase lo que pase, gracias por esto.

De nada. Vamos a salvar a esas chicas, Rob. Te veré pronto. ¡Os veré a los tres!

Rob se volvió a sentar y se frotó los ojos. Después salió y estuvo fuera toda la tarde, bebiendo solo en un bar. Al regresar a casa no pudo soportar el silencio, así que volvió a las calles para seguir bebiendo. Fue de bar en bar, bebiendo despacio y a solas, mirando el móvil cada cinco minutos. Al día siguiente hizo lo mismo. Y al siguiente. Llamó Sally cinco veces. Llamaron sus amigos de The Times. Llamó Steve. Llamó Sally. La policía guardaba silencio.

Y mientras tanto, Isobel lo llamaba casi a cada hora contándole sus avances en Urfa. Dijo que creía que se encontraba «cerca de la verdad, cerca del libro». Le contó que algunos de los yazidis negaron tener el libro, pero que otros pensaban que ella tenía razón, que el libro había sido devuelto, pero que no sabían dónde estaba escondido.

– Estoy cerca -dijo-. Muy cerca.

Rob pudo escuchar de fondo el sonido de los almuecines en aquella última llamada, detrás de la voz fervientemente animada de Isobel. Era una sensación terrible la de oír el bullicio de Sanliurfa. Si no hubiera estado nunca allí, nada de esto habría pasado. No quería volver a pensar en el Kurdistán nunca más.

Durante los dos días siguientes Rob no hizo otra cosa que atormentarse. Isobel dejó de llamarle. Steve dejó de telefonearle tanto. El silencio le resultaba insoportable. Trató de beber té y de tranquilizar a Sally. Fue al supermercado a comprar vodka; después volvió a casa y se fue directo al ordenador, una vez más. Lo hacía ya de forma rutinaria, sin esperar nada.

Pero esta vez estaba el pequeño dibujo de un sobre en la pantalla. Había llegado un nuevo correo y era de… Cloncurry.

Rob abrió el mensaje con los dientes apretados por la tensión.

El correo estaba vacío; no había más que un enlace para ver un vídeo. Rob hizo clic sobre él. La pantalla burbujeó y se quedó en blanco. Luego Rob vio a Christine y a su hija en una habitación vacía, de nuevo atadas a unas sillas. Aquella habitación era un poco diferente, más pequeña que la última. La ropa de las prisioneras había cambiado. Estaba claro que las habían trasladado.

Pero no fue aquello lo que hizo que Rob se estremeciera con un fuerte y nuevo temor y una angustia más profunda, sino el hecho de que las dos rehenes estuvieran encapuchadas. Alguien había puesto unas capuchas negras y gruesas sobre las cabezas de las chicas.

El periodista hizo una mueca de dolor. Recordó su propio terror bajo aquella capucha negra y pestilente en Lalesh. Mirando a la oscuridad.

Aquellas nuevas e inquietantes imágenes del vídeo de Lizzie y Christine en silencio, encapuchadas y atadas a las sillas duraron tres minutos muy largos. Después apareció Cloncurry hablando a la cámara.

Rob miró fijamente aquel rostro delgado y atractivo.

– ¡Hola, Rob! Como puede ver nos hemos mudado a un lugar más excitante. Las chicas llevan capuchas porque queremos acojonar las. Y bien. Cuénteme algo del Libro Negro. ¿Se está ocupando de ello? Necesito saberlo. Necesito que me mantenga totalmente informado. Por favor, no se guarde secretos. No me gustan los secretos. Los secretos de familia son algo horrible, ¿no cree? Así que, cuénteme. Si todavía quiere a su familia, si no quiere que su familia muera, cuénteme. Hágalo pronto. No me obligue a hacer lo que no quiero.

Cloncurry miró hacia otro lado. Parecía hablar con alguien detrás de la cámara. Susurraba. Rob pudo oír risas procedentes del otro lado. Luego Cloncurry volvió a mirar al objetivo.

– Pero vayamos a lo importante, Rob. Ya sabe lo que me gusta hacer. Ya conoce mi especialidad. El sacrificio, ¿no? El sacrificio humano. Pero el problema es que tengo mucho entre lo que elegir. Es decir, ¿cómo quiere que mate a su hija? ¿Y a Christine? Porque hay muchas formas de sacrificio, ¿verdad? ¿Cuáles son sus favoritas, Rob? Yo prefiero las vikingas. ¿Usted no? El águila de sangre, por ejemplo. Creo que el profesor se asustó mucho cuando le sacamos los pulmones. Pero podríamos haber sido mucho más… crueles. -Cloncurry sonrió.

Rob se sentó en su apartamento, sudando.

Cloncurry se acercó a la cámara.

– Por ejemplo, hay un precioso rito que tenían los celtas. Empalaban a sus víctimas. Especialmente a las mujeres jóvenes. Primero las desnudaban y luego las llevaban a un campo, las subían a una afilada estaca de madera y les separaban las piernas, y luego… Bueno, luego simplemente tiraban de ellas hacia abajo, sobre la estaca. Las empalaban. A través de la vagina. O quizá del ano. -Cloncurry bostezó y luego continuó-: De verdad que no quiero hacerle eso a su encantadora novia, Rob. O sea, si le metiera una lanza por el coño, simplemente sangraría por toda la alfombra. Y luego tendríamos que comprar un buen limpiador de alfombras. ¡Ése es un gasto innecesario! -Volvió a sonreír-. Así que, déme el jodido Libro Negro. La mierda de Tom Whaley. Las cosas que usted encontró en Lalesh. Entreguemelas. Ya.

La cámara se tambaleó un poco. Cloncurry alargó la mano y la estabilizó. Luego volvió a dirigirse directamente a él.

– Y en lo que respecta al sacrificio infantil de la pequeña Lizzie que anda por aquí…, veamos…

Se levantó y se acercó a la silla de la niña. Con gestos de mago, Cloncurry le quitó la capucha. Lizzie miró aterrorizada a la cámara, con la mordaza de cuero atada con fuerza alrededor de su boca.

Cloncurry acarició el pelo de la pequeña.

– Hay muchas formas y sólo una pequeña niña. ¿Cuál quiere que elija? Los incas subían a los niños a las montañas y los mataban de frío. Pero eso es muy lento, creo. Bastante… aburrido. Pero ¿qué me dice de los más refinados métodos aztecas? Puede que haya oído hablar, por ejemplo, del dios Tlaloc. -Se movió alrededor de la silla de

Lizzie-. Para ser del todo honestos, el dios Tlaloc era un poco cabrón, Rob. Quería saciar su sed con lágrimas humanas. Así que los sacerdotes aztecas tenían que obligar a los niños a llorar. Y lo hacían arrancándoles las uñas de los dedos. Muy despacio. Una a una.

Cloncurry liberó una de las manos de Lizzie; Rob vio que la mano de su hija temblaba de miedo.

– Sí, Rob, arrancaban las uñas y luego cortaban pequeños dedos como éstos -dijo, acariciando sus dedos-. Y, claro, eso hacía que los niños lloraran, por sus uñas arrancadas. Y después de hacerlo, los aztecas recogían las lágrimas de los llorosos niños y ofrecían el líquido a Tlaloc. Luego los pequeños eran decapitados.

Cloncurry sonrió. Volvió a atar con brusquedad la mano de Lizzie al brazo de la silla.

– Y bien, eso es lo que puede que haga, Rob. Quizá siga el antiguo método azteca. Pero, en realidad, creo que usted debería intentar disuadirme. No me obligue a arrancarle las uñas, a cortarle los dedos y luego la cabeza. Pero si me veo obligado por su obstinación a hacer cualquiera de estas cosas, me aseguraré de enviarle las lágrimas de la niña en un pequeño bote de plástico. Así que manos a la obra. En marcha. A trabajar. -Sonrió-. ¡Zas, zas!

El asesino se inclinó hacia delante buscando el botón. El vídeo se detuvo; la imagen se congeló.

Rob se quedó mirando el silencioso ordenador durante diez minutos después de aquello. A la última imagen congelada de la media sonrisa de Cloncurry. Sus pómulos altos, sus brillantes ojos verdes y su pelo negro. Sentadas en la habitación detrás de él estaban su hija y su novia, atadas a las sillas, esperando ser empaladas, mutiladas y asesinadas. A Rob no le cabía duda alguna de que Cloncurry sería capaz de hacerlo. Había leído el informe del asesinato de De Savary.

Pasó el día siguiente con Sally. Y después recibió otro correo electrónico. Con otro vídeo. Y éste era tan monstruoso que Rob vomitó mientras lo veía.

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