28

Rob dejó el teléfono y examinó el tedioso ir y venir del aeropuerto de Estambul. Había pasado una hora hablando con su hija, una hora de alegría, charla, nostalgia y placer. Después transcurrieron otros diez irritantes y fastidiosos minutos de conversación con la madre. Resultaba que su ex mujer se llevaba ese día a su hija Lizzie fuera del país durante dos semanas. Aunque llegara a casa en ese momento, no la vería.

Rob se restregó el cansancio de la cara. Habían llegado en medio de la noche y dormido un poco tumbados en los asientos del aeropuerto. Lo cierto es que no le había desaparecido la tensión. Qué veinticuatro horas más increíbles. Qué cadena de acontecimientos más extraña. ¿Y qué iba a hacer ahora?

– Oye, soldado. -Christine blandía unas latas de Coca-Cola light-. Pensé que podrías querer una de éstas.

Rob cogió su lata agradecido y la abrió; el refresco helado le escoció en el labio partido.

– ¿Va todo bien en casa, Robert?

– Sí… -Vio a un hombre de negocios chino gritando a una papelera-. No. La verdad es que no. Problemas familiares…

– Ah. -Ella echó una mirada a la sala vacía de pasajeros en tránsito-. Mira. Todo tan normal. Starbucks. McDonald's… Nadie pensaría que han estado a punto de secuestrarnos. Anoche mismo.

Rob supo a qué se refería. Suspiró y miró con enfado la pantalla de salidas. Quedaban muchas horas para su vuelo a Londres. Lo cierto es que no le apetecía estar allí perdiendo el tiempo. Pero no deseaba volver a Londres si su hija no iba a estar. ¿Qué sentido tenía? Lo que quería era resolver la historia, terminar su parte del trato. Ya había hablado con su editor y le había contado una versión algo resumida de los últimos avances. Steve había soltado un par de tacos y después le había preguntado si estaba bien. Así que Steve aceptó vacilante que Rob siguiera adelante «siempre que evites que te peguen un tiro en la cabeza». Incluso le había prometido ingresar más dinero en su cuenta para ayudar a que las cosas fuesen más rápido. Así que la brújula apuntaba en una dirección. No abandonar. No rendirse. Seguir adelante. Terminar su artículo.

Pero había un gran problema si seguían adelante. No sabía qué pensaba Christine. La terrible experiencia en el museo había sido extremadamente aterradora. Pensaba que él podría afrontar lo que había ocurrido porque estaba acostumbrado al peligro. Había estado en Iraq. Hacía poco. ¿Era de esperar que Christine fuera igual de estoica? ¿Sería pedirle demasiado? Era científica, no periodista. Se terminó la Coca-Cola y se dirigió a la papelera para arrojar la lata. Cuando volvió, Christine lo miró fijamente con una leve sonrisa.

– Tú no quieres ir a casa, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabes?

– Por la forma en que miras el panel de salidas, como si fuera tu peor enemigo.

– Lo siento.

– A mí me ocurre exactamente lo mismo, Robert. Quedan demasiados cabos sueltos. No podemos salir corriendo sin más, ¿no?

– Entonces… ¿qué hacemos?

– Vamos a ver a mi amiga Isobel Previn. Vive aquí.

Media hora más tarde le hacían señas a un taxi del aeropuerto; diez minutos después corrían a toda velocidad por la autopista con dirección a la ruidosa Estambul. Por el camino, Christine lo puso en antecedentes sobre Isobel.

– Vivió en Konya durante mucho tiempo. Trabajaba con James Mellaert. Catalhóyük. Y fue mi tutora en Cambridge.

– Sí. Recuerdo que me lo contaste.

Rob miró por la ventanilla del taxi. Más allá de los pasos elevados y las casas pudo ver una enorme cúpula rodeada de cuatro minaretes majestuosos: Santa Sofía, la gran catedral de Constantinopla. De hacía mil quinientos años.

Estambul le pareció un lugar curioso y en movimiento. Los antiguos muros se entremezclaban con resplandecientes rascacielos. Las calles estaban llenas de personas con apariencia occidental: chicas con minifaldas y hombres con trajes. Pero, de vez en cuando, pasaban rápido por algún barrio oriental de herreros mugrientos, madres con velo y cuerdas con ropa tendida de colores chillones. Y rodeando todo aquello, visible entre los bloques de apartamentos y las torres de oficinas, estaba el poderoso Bósforo, el gran arco de agua que dividía Asia de Europa y Occidente de Oriente. La barbarie de la civilización. Dependía del lado en que vivieras.

Christine llamó a su amiga Isobel. Rob dedujo, por lo que oyó de la conversación, que Isobel estaba encantada de tener noticias de su antigua alumna. Después le preguntó:

– ¿Y dónde vive?

– Tiene una casa en una de las islas de los Príncipes. Podemos tomar un ferri desde el puerto -sonrió Christine-. Es muy bonita. Y nos ha invitado a que nos quedemos allí. -Rob asintió contento. Christine añadió-: Es muy probable que nos ayude con los… misterios arqueológicos.

La espantosa y pequeña momia del ánfora, la vasija de aceitunas. Mientras el conductor del taxi gritaba a los camiones, Rob le pidió a Christine que le contara más cosas sobre los cananeos.

– Yo trabajé en Tell Gezer -dijo Christine-. Es un yacimiento en las colinas de Judea, a media hora de Jerusalén. Una ciudad cananea.

El coche iba ahora cuesta abajo. Había dejado la carretera y avanzaban lentamente por calles abarrotadas de gente y de actividad.

– Los cananeos solían enterrar a su primer hijo, vivo, en vasijas. Se encontraron algunas en el yacimiento. Bebés en vasijas, como los de la bodega del museo. Así que creo que eso es lo que encontramos en el sótano. Un sacrificio.

La terrible imagen del rostro del niño invadió los pensamientos de Rob. El grito horrible y silencioso reflejado en él. Se estremeció. ¿Quién demonios podría enterrar a un niño vivo? ¿Y en una vasija? ¿Por qué? ¿Cuál era el objetivo evolutivo? ¿Qué podía llevar a alguien a hacer eso? ¿Qué tipo de dios lo exigía? ¿Qué había sucedido en Gobekli? Se le ocurrió otra idea mientras el coche giraba hacia el monótono ruido del paseo marítimo.

– ¿No estuvo Abraham relacionado con los cananeos?

– Sí -respondió Christine-. Cuando salió de Harán y Sanliurfa bajó a la tierra de los cananeos. Bueno, eso es lo que dice la Biblia. Oye, creo que hemos llegado.

Se encontraban en el exterior de la terminal del ferri. La explanada estaba abarrotada de niños, niñas en bicicletas y hombres cargando con cajas de galletas de sésamo. Una vez más, Rob notó la barrera de la civilización atravesando la ciudad: era algo casi esquizofrénico.

Hombres con pantalones vaqueros junto a otros con espléndidas barbas musulmanas; chicas con vestidos mini riendo mientras hablan por sus teléfonos móviles al lado de chicas silenciosas vestidas con chador negro.

Compraron los billetes y se dirigieron a la cubierta superior. Paseando junto a la barandilla de la borda, Rob sintió que su ánimo mejoraba. Agua, luz del sol, aire fresco y brisa. Cómo lo había echado de menos. Sanliurfa estaba tremendamente lejos del mar, calcinándose en la cuenca del Kurdistán.

El barco avanzó traqueteando. Christine señaló algunos de los puntos del horizonte de Estambul. El Cuerno de Oro. La mezquita Azul. El palacio de Topkapi. Un bar en el que ella e Isobel se emborracharon de raki una vez. Después, rememoró sus viejos tiempos en Cambridge y su época universitaria. Rob se rió con sus historias. Christine había sido bastante salvaje. Antes de que él se diera cuenta, sonó la sirena del ferri. Habían llegado a la isla.

En el pequeño puerto había una muchedumbre de turcos, pero Christine localizó a Isobel de inmediato. No era difícil. Aquella mujer mayor de pelo plateado llamaba la atención entre los rostros más oscuros. Llevaba ropa holgada, un pañuelo de seda naranja y unas gafas redondas antiguas.

Bajaron por la pasarela. Las dos mujeres se abrazaron y después Christine le presentó al periodista. Isobel sonrió con mucha gentileza y avisó a Rob de que su casa estaba a media hora a pie.

– Me temo que no tenemos coches en las islas, ¿sabes? No están permitidos. Gracias a Dios.

Mientras caminaban, Christine le contó a Isobel toda la extraordinaria historia de las últimas semanas. El terrible asesinato y los increíbles hallazgos. Isobel asintió. Mostró su pesar por Franz. Rob detectó casi una relación madre-hija entre las dos mujeres. Era conmovedor.

Al pensar en ello, recordó de nuevo a Lizzie. Le habría gustado aquella isla. Era bonita, aunque también algo misteriosa, con sus casas de madera y árboles de tamarisco, sus derruidas iglesias bizantinas y los gatos durmiendo al sol. Todo a su alrededor era agua resplandeciente, y a lo lejos estaba la famosa línea del horizonte de Estambul. Era hermosa. Decidió firmemente que la llevaría allí… algún día.

La casa de Isobel era glamurosamente antigua, un fresco retiro de verano para los jóvenes príncipes otomanos. El edificio de piedra blanca se alzaba junto a una playa bien sombreada y tenía una amplia panorámica hacia algunas de las otras islas.

Se sentaron en unos sofás con cojines y Christine terminó el relato de Gobekli y las últimas semanas. Toda la casa se quedó en silencio cuando contó el extravagante final de la historia: su tentativa de secuestro en el museo.

El silencio invadió el aire. Rob podía oír el chapoteo del agua más allá de las contraventanas entreabiertas y los pinos crujiendo bajo el sol.

Isobel jugueteó lánguidamente con sus gafas. Se terminaron el té. Christine se encogió de hombros y miró a Rob como diciendo: «Quizá Isobel no pueda ayudarnos. Quizá este rompecabezas sea demasiado difícil».

Rob suspiró sintiéndose cansado. Pero Isobel se incorporó con los ojos chispeantes. Le pidió a Rob que le enseñara la fotografía del símbolo de la vasija que llevaba en el teléfono móvil.

El periodista metió la mano en el bolsillo, sacó el teléfono y buscó rápidamente la foto. Isobel contempló la imagen.

– Sí. Lo que yo pensaba, es un sanjak. Un símbolo utilizado por la secta del culto a los ángeles.

– ¿La secta de qué?

– La del culto a los ángeles, el yazidi… -Sonrió-. Mejor me explico. Aquella parte remota del Kurdistán alrededor de Sanliurfa es un caldo de cultivo especial de muchas creencias. El cristianismo, el judaismo y el islamismo tienen fuertes raíces allí. Pero hay otras, incluso más antiguas, que habitan en los territorios de los kurdos. Como el yarsanismo, el alevismo y el yazidismo. Juntas se las conoce como el culto de los ángeles. Estas religiones quizá tengan cinco mil años, puede que más. Son únicas en aquella parte del mundo. -Hizo una pausa-. Y el yazidismo es la más antigua y extraña de todas.

– ¿En qué sentido?

– Las costumbres de los yazidis son tremendamente peculiares. Rinden culto a árboles sagrados. Las mujeres no pueden cortarse el pelo. Rechazan comer lechuga. Evitan llevar ropa de color azul oscuro porque dicen que es muy sagrado. Se dividen en castas estrictas que no pueden casarse entre sí. Las castas superiores son polígamas. Cualquier seguidor de esa fe que se case con alguien que no sea yazidi corre el riesgo de caer en el ostracismo, o peor. Así que nunca se casan con alguien ajeno a su fe. Nunca.

Christine la interrumpió.

– ¿No había desaparecido prácticamente el culto a los ángeles en Turquía?

– Casi. Sus últimos seguidores viven principalmente en Iraq, alrededor de medio millón. Pero aún quedan unos cuantos miles de yazidis en Turquía. Están ferozmente perseguidos en todos los sitios, por supuesto. Por parte de los musulmanes, los cristianos, los dictadores…

– Pero ¿en qué creen? -le preguntó Rob.

– El yazidismo es sincretista, combina elementos de muchas creencias. Como los hindúes, creen en la reencarnación. Como los antiguos mithraistas, sacrifican toros. Creen en el bautismo, como los cristianos. Cuando rezan, miran al sol, como los zoroastras.

– ¿Por qué crees que el símbolo de la vasija es yazidi?

– Te lo mostraré. -Isobel se acercó a la estantería de la pared de enfrente y volvió con un libro. Hacia la mitad encontró una foto que mostraba un extraño bastón de cobre con un pájaro en la parte superior. El libro decía que aquel símbolo era un «sanjak yazidi». Se trataba de exactamente del mismo símbolo que había grabado en las vasijas.

– Ahora, dime los nombres completos de los obreros del yacimiento -le preguntó Isobel a Christine, cerrando el libro-. Y el apellido de Beshet, el del museo.

Christine cerró los ojos tratando de recordar. Vacilando un poco, recitó una lista de media docena de nombres. Después, unos pocos más.

Isobel asintió.

– Son yazidis. Los obreros de tu yacimiento. Y también Beshet. Y supongo que los hombres que fueron a secuestraros también eran yazidis. Estaban protegiendo esas vasijas del museo.

– Eso tiene sentido -dijo Rob, analizándolo todo rápida y mentalmente-, si piensas en cómo se desarrollaron los acontecimientos. Lo que quiero decir es que cuando Christine acudió a Beshet para que le diera la clave, él lo hizo. Pero después debió de llamar a sus compañeros yazidis y les contó lo que estábamos haciendo. Así que vinieron al museo. ¡Les habían dado el soplo!

Christine lo interrumpió.

– Sí. Pero ¿por qué iban a estar los yazidis tan preocupados por unas vasijas antiguas con sus horrendos contenidos? ¿Qué tiene eso que ver con ellos ahora? ¿Por qué demonios estaban tan desesperados por detenernos?

– Ahí está el quid de la cuestión -respondió Isobel.

La contraventana había dejado de chirriar. El sol brillaba sobre las plácidas aguas.

– Hay una cosa más -señaló Isobel-. Los yazidis tienen un dios muy extraño. Se representa con un pavo real.

– ¿Adoran a un pájaro?

– Y lo llaman Melek Taus. El ángel pavo real. Otro nombre que le dan es… Moloc. El dios demonio adorado por los cananeos. Y otro nombre es el de Satán. Según los cristianos y los musulmanes.

Rob se quedó perplejo.

– ¿Quieres decir que los yazidis son satánicos?

Isobel asintió divertida.

– Shaitán, el demonio. El terrible dios de los sacrificios -dijo, sonriendo-. Tal y como nosotros lo entendemos, sí. Los yazidis adoran al diablo.

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