15

Christine condujo aún más rápido de lo normal de vuelta a la ciudad. A las afueras, donde el desolado desierto se topaba con el cemento gris del primer bloque de apartamentos, vieron lo que intentaba ser un café de carretera, con mesas de plástico blanco y unos cuantos conductores de camiones bebiendo cerveza. Los conductores bebían con expresión de culpa.

– ¿Una cerveza? -preguntó Rob.

Christine miró por la ventanilla.

– Buena idea.

Giró a la derecha y aparcó. Los camioneros se quedaron mirando a Christine mientras salía del coche y se dirigía a una mesa.

Era una noche calurosa; los insectos y moscas daban vueltas alrededor de las bombillas desnudas del exterior de la cafetería. Rob pidió dos cervezas Efes. Hablaron de Gobekli. De vez en cuando, pasaba algún estruendoso camión por la carretera, con las luces encendidas, de camino a Damasco, Riyadh o Beirut, ahogando su conversación y haciendo que las bombillas temblaran y se golpearan. Christine hojeó las páginas del cuaderno. Estaba embelesada, casi febril. Rob dio un sorbo a la cerveza caliente de su cascado vaso y le dejó hacer.

Pasaba las páginas a un lado y a otro. Preocupada. Finalmente, dejó el cuaderno sobre la mesa y suspiró.

– No sé… Es un lío.

Rob apoyó su cerveza.

– ¿Perdón?

– Es un caos. -Chasqueó la lengua-. Y es extraño, porque Franz no era desordenado. Era escrupuloso. «Eficacia teutona», lo llamaba él. Era riguroso y preciso. Siempre… siempre… -Sus ojos marrones se nublaron durante un segundo. Agarró la cerveza con fuerza, bebió un trago y dijo-: Échale tú un vistazo.


Rob miró las primeras páginas.

– A mí me parece que está bien.

– Aquí -dijo ella, señalando-. Sí, comienza muy ordenadamente. Diagramas de las excavaciones. Microlitos dibujados. Pero aquí…, mira…

Rob hojeó unas cuantas páginas más hasta que ella lo detuvo.

– ¿Ves? A partir de aquí se viene abajo. Las letras se convierten en garabatos. Y los dibujos y bosquejos… caóticos. Y aquí. ¿Qué son todos estos números?

Rob miró atentamente. El texto estaba casi todo en alemán. La escritura era muy ordenada al principio; pero se iba convirtiendo en garabatos hacia el final. Había una lista de números en la última página. Después una línea de alguien llamada Orra Keller. Rob recordó a una chica que había conocido en Inglaterra llamada Orra. Una chica judía. ¿Y quién era Orra Keller? Se lo preguntó a Christine y ella se encogió de hombros. Le preguntó por los números. Ella volvió a hacer el mismo gesto, con mayor énfasis. Rob se dio cuenta de que había también un dibujo en la libreta: un esbozo de un campo y algunos árboles.

Le devolvió el cuaderno a Christine.

– ¿Qué dice el texto? No sé mucho de alemán.

– Bueno, la mayor parte es ilegible. -Abrió el cuaderno y fue pasando páginas hacia el final-. Pero aquí habla del trigo. Y de un río, que se convierte en más ríos. Aquí.

– ¿Trigo? Pero ¿por qué?

– Quién sabe. Y este dibujo parece ser un plano, creo. Con montañas. Pone montañas con un signo de interrogación. Y ríos. O quizá zonas de caminos. La verdad es que es un lío.

Rob apuró la cerveza y se acercó al dueño del bar para pedirle otras dos. Otro enorme camión plateado pasó haciendo un ruido infernal por la carretera hacia Damasco. El cielo sobre Sanliurfa era de un color naranja oscuro sucio.

– ¿Y qué hay de la hierba?

Christine asintió.

– Sí, es raro. ¿Por qué guardarla?

– ¿Crees que estaba asustado? ¿Y por eso las notas están tan… desordenadas?

– Es posible. ¿Te acuerdas de Pulsa Dinura?

Rob se estremeció.

– No es fácil de olvidar. ¿Crees que él estaba enterado?

Christine quitó un insecto de la parte superior de su cerveza. Después miró a Rob con dureza.

– Creo que lo sabía. Debió de oír a los que cantaban a través de la ventana. Y era un experto en religiones mesopotámicas. Los demonios y las maldiciones. Era una de sus especialidades.

– Así que sabía que estaba en peligro.

– Probablemente. Lo cual explica el caótico estado de sus notas. Puro miedo. Y aun así… -Sostuvo el cuaderno entre las manos como si lo estuviera pesando-. El trabajo de toda una vida…

Rob podía percibir su tristeza.

Christine dejó caer de nuevo el cuaderno.

– Este lugar es horrible. No me importa que sirvan cervezas. ¿Nos podemos ir?

– Con mucho gusto.

Dejaron caer algunas monedas en un platillo, se dirigieron al Land Rover y salieron disparados por la carretera.

– No creo que fuera sólo miedo. No tiene sentido -dijo Christine, al cabo de un rato.

Giró el volante para poder adelantar a un ciclista, un anciano vestido con una túnica árabe. Sentado delante del ciclista, en diagonal sobre la barra, iba un niño de piel oscura. El pequeño saludó al Land Rover dedicándole una amplia sonrisa a la mujer occidental blanca.

Rob se dio cuenta de que Christine estaba yendo por calles aledañas. No era la ruta habitual para volver al centro de la ciudad.

– Franz era diligente y cuidadoso -afirmó ella finalmente-. No creo que una maldición lo hubiera puesto al límite. Nada lo habría alterado de esa forma.

– Entonces, ¿qué fue? -preguntó Rob.

Ahora se encontraban en una zona más moderna de la ciudad, con bonitos edificios de apartamentos. Había mujeres caminando por las calles de noche, no todas ellas con pañuelos en la cabeza. Rob vio un supermercado muy iluminado que anunciaba queso en alemán y en turco. En la puerta de al lado había un cibercafé lleno de brillantes pantallas con el contorno de cabezas oscuras delante de ellas.

– Creo que tenía una teoría. Solía emocionarse con las teorías.

– Ya pude comprobarlo.

Christine sonrió mirando hacia el frente.

– Creo que tenía alguna teoría sobre Gobekli. Eso es lo que me dejan ver las notas.

– ¿Una teoría relacionada con qué?

– Quizá descubriera por qué Gobekli fue enterrada. Éste es, al fin y al cabo, el gran misterio. Si pensó que estaba cerca de la solución, eso le haría estar muy nervioso.

Rob no quedó satisfecho con aquello.

– Pero ¿por qué no se limitó a escribirlo o a decírselo a alguien?

El coche se había detenido. Christine sacó la llave de la ranura del contacto.

– Buena observación -dijo, mirando a Rob-. Muy buena observación. Vamos a descubrirlo. Venga.

– ¿Adónde?

– Tengo un amigo aquí. Quizá pueda ayudarnos.

Aparcaron delante de un complejo nuevo de apartamentos con un enorme cartel de color carmesí en la pared que anunciaba Turku Cola. Christine subió corriendo las escaleras y pulsó un botón con un número. Esperaron y después sonó el zumbido de la puerta. El ascensor los llevó a la décima planta. Subieron en silencio.

Había una puerta entreabierta al otro lado del rellano. Rob siguió a Christine. Se esforzó por ver el interior del apartamento. Entonces dio un salto. Justo detrás de la puerta estaba Ivan, el paleobotánico de la fiesta. Escondido allí.

Ivánsaludó educadamente con la cabeza, pero su expresión era claramente de una antipatía casi sospechosa. Les señaló el camino al salón de su apartamento. Era austero, sólo un montón de libros y algunos cuadros. Sobre un escritorio había un ordenador portátil con un protector de pantalla que mostraba los megalitos de Gobekli. Un pequeño objeto de piedra sobre una repisa parecía uno de los demonios del viento mesopotámicos. Rob se sorprendió preguntándose si Ivánlo habría robado.

Se sentaron en silencio. Ivánno les ofreció té ni agua, sino que se limitó a sentarse delante de ellos, miró a Christine con dureza y dijo:

– ¿Sí?

Ella sacó el cuaderno y lo dejó sobre la mesa. Ivánlo miró fijamente. Levantó la vista hacia Christine. Su joven rostro eslavo era un cuadro blanco, como el de alguien que reprime la emoción. O alguien acostumbrado a reprimirla.

Entonces Christine se metió la mano en el bolsillo, sacó el tallo de hierba y lo dejó suavemente encima del cuaderno. Rob miró todo el tiempo el rostro de Ivan. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo allí, pero pensó que la reacción del paleobotánico era crucial. El investigador se estremeció ligeramente cuando vio el tallo de hierba. Rob no podía aguantar más tiempo el silencio.

– Chicos, por favor. ¿Qué es? ¿Qué está pasando?

Christine lo miró como diciéndole «Ten paciencia». Pero Rob no se sentía muy inclinado a ser paciente. Quería saber lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué habían ido hasta allí en plena la noche? ¿Para sentarse en silencio a mirar una brizna de hierba?

– Einkorn -dijo Iván.

Chistine sonrió.

– Lo es, ¿verdad? Trigo einkorn. Sí.

Ivánmovió la cabeza.

– ¿Necesitabas que yo te lo dijera, Christine?

– Bueno…, no estaba segura. Tú eres el experto.

– Pues ahora estás segura. Y yo muy cansado.

Christine recogió el tallo.

– Gracias, Iván.

– De nada. -Él ya estaba de pie-. Adiós.

Fueron acompañados con brusquedad hasta la puerta. En el umbral Ivánmiró a la izquierda y a la derecha del rellano como si esperara encontrar a alguien a quien no quería ver. Entonces cerró la puerta de golpe.

– Sí que es simpático -observó Rob.

– Pero tenemos lo que habíamos venido a buscar.

Llamaron al ascensor y bajaron. Todo ese misterio estaba molestando a.Rob.

– Muy bien -dijo cuando respiraron el aire caliente de la calle con olor a gasoil-. Vamos, Christine. Trigo einkorn. ¿Qué demonios es?

Sin girarse para mirarle a la cara, ella respondió:

– Es la especie de trigo más antigua del mundo. El trigo original, el primer cereal de la historia, si lo prefieres así.

– ¿Y?

– Solamente crece por aquí. Y fue crucial para el cambio a la agricultura, cuando el hombre comenzó a cultivar. __ ¿Y?

Christine se dio la vuelta. Sus ojos marrones le brillaban. -Franz pensaba que era una pista. – ¿Una pista para qué?

– Podía decimos por qué enterraron el templo. -Pero ¿cómo puede hacer eso una brizna de hierba?

– Te lo explicaré más tarde. Venga. Vámonos. Ya has visto el modo en que Iván miraba en la puerta. Vamos. Ya.

– ¿Crees que nos han estado… siguiendo?

– No es exactamente que nos hayan seguido. Quizá observado. No sé. Puede que sea una paranoia.

Rob se acordó de Franz, ensartado en la piqueta. Entró en el coche.

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