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Christine y Rob fueron hasta Turquía en un vuelo directo desde Londres esa misma tarde tras mentir descaradamente a Forrester y Boijer.

Decidieron llevarse con ellos el Libro Negro. A Christine la obligaron a enseñar sus credenciales como arqueóloga en Heathrow y a mostrar su sonrisa más encantadora para conseguir que un cráneo extraño y discutiblemente humano pasara la aduana de Londres. Volaron hasta Dyarbakir, vía Estambul, y luego hicieron un largo y polvoriento viaje de seis horas en taxi hasta Sanliurfa durante toda la noche y el amanecer. No quisieron avisar de su llegada a Kiribali apareciendo en el aeropuerto de Sanliurfa, llamando la atención por ser occidentales y no deseados. De hecho, no querían que Kiribali supiera que estaban en lugar alguno cerca de Turquía.

El simple hecho de encontrarse allí, en el Kurdistán, era ya bastante arriesgado.

En el vibrante corazón de la achicharrante Urfa, se dirigieron al hotel Harán. Justo en el exterior del vestíbulo Rob encontró a su hombre, Radevan, resguardándose del ardiente sol de la mañana, discutiendo ruidosamente sobre fútbol con los otros taxistas y actuando como un gruñón. Pero su malhumor se debía al Ramadán: todos gruñían, estaban hambrientos y tenían sed durante las horas de luz del día.

Rob fue directo a él y le preguntó si podría encontrar a algunos amigos que le ayudaran a excavar el valle de la Masacre. También le pidió en voz baja que le consiguiera armas. Rob quería estar preparado para cualquier cosa.

Al principio, Radevan se mostró malhumorado e inseguro. Fue a «consultar» a sus innumerables primos. Pero una hora después volvió con siete amigos y parientes, todos ellos kurdos sonrientes. Mientras tanto, Rob fue a comprar palas de segunda mano y a alquilar un par de Land Rovers muy viejos.


Aquélla iba a ser probablemente la excavación arqueológica más improvisada de los últimos doscientos años, pero no tenían elección. Sólo contaban con dos días para desenterrar la respuesta definitiva a todas sus preguntas. Dos días para desenterrar el valle de la Masacre y atraer a Cloncurry hasta una situación en la que tendría que liberar a Lizzie. Y Radevan había cumplido con las armas. Estaban ocultas en un viejo saco raído: dos escopetas y un revólver alemán. Radevan guiñó un ojo a Rob mientras hacían la transacción.

– Ya ve que le ayudo, señor Robbie. Me gustan ingleses. Ayudan a los kurdos. -Sonrió abiertamente mientras Rob le entregaba el fajo de dólares.

En cuanto todo estuvo cargado en los vehículos, Rob subió al asiento del conductor y puso en marcha el motor. Su impaciencia era casi insoportable. El simple hecho de estar en la misma ciudad que Lizzie, pero no saber dónde se encontraba ni si estaba sufriendo, le hacía sentir como si tuviera un fuerte ataque al corazón. Tenía dolores que recorrían el brazo y palpitaciones de angustia. Le dolía la mandíbula. Pensaba en su hija, atada a una silla, mientras los últimos suburbios de Urfa se convertían en una bruma de polvo y sombra por el espejo retrovisor.

Christine iba en el asiento del copiloto. Detrás había tres kurdos. Radevan conducía el segundo Land Rover, justo detrás de ellos. Las armas iban ocultas en su saco, bajo el asiento de Rob. El Libro Negro, en su caja de piel desgastada, estaba firmemente encajado en el maletero.

Mientras avanzaban traqueteando, la habitual locuacidad de los kurdos se convirtió en susurros y, después, en silencio, que parecía corresponderse con la ausencia de vida del paisaje mientras salían a la enormidad del desierto. Aquellas inmensidades amarillas y desoladas.

El calor era increíble, pleno verano en los límites del desierto sirio. Rob notó la cercanía de Gobekli mientras se dirigían al sur. Pero esta vez pasaron de largo por la salida del yacimiento y atravesaron va rios puestos de control del ejército alejándose por la calurosa carre tera de Damasco. Christine había comprado un mapa detallado. Creía saber exactamente dónde se encontraba el valle.

– Aquí -señaló en una curva con gran autoridad. Giraron a la derecha y se balancearon durante media hora por caminos llenos da polvo y sin asfaltar. Y después, por fin, llegaron a la cima de una pendiente. Los dos coches se detuvieron y todos bajaron. Los kurdos parecían sucios, sudados y algo amotinados. Descargaron las palas y dejaron las paletas, las cuerdas y las mochilas sobre la arenosa colina.

A su izquierda había un valle desnudo y angosto.

– Eso es -dijo Christine-. El valle de la Masacre. Todavía lo llaman el valle de las Matanzas. De hecho, está señalado en el mapa.

Rob miraba y escuchaba. Podía oír… la nada. Nada aparte del lastimero viento del desierto. Aquel lugar, toda la región, era extrañamente silencioso, demasiado incluso para los desiertos cercanos a Gobekli.

– ¿Dónde están todos? -preguntó.

– Se fueron. Evacuados. El gobierno les obligó a trasladarse -respondió Christine.

– ¿Cómo?

– Por eso. -Ella señaló hacia la izquierda, donde una extensión plana y plateada brillaba en la distancia-. Aquélla es el agua del Gran Proyecto Anatolia. El Éufrates. Están inundando toda la región para irrigación. Varios yacimientos arqueológicos importantes han desaparecido ya bajo las aguas. Es muy polémico.

– Dios mío. ¡Está a sólo unos pocos kilómetros de distancia!

– Y viene en nuestra dirección. Pero aquel dique la detendrá. Aquel montículo de tierra de allí. -Christine señaló y frunció el ceño. Su camisa blanca estaba llena de motas de polvo amarillo-. Pero debemos ser cautelosos. Estas inundaciones pueden ser muy rápidas. E impredecibles.

– Tenemos que darnos prisa de todas formas -repuso Rob.

Se giraron y descendieron del monte hacia el valle. En pocos minutos Christine había hecho que los kurdos comenzaran a cavar. Mientras trabajaban, el tamaño de la tarea asustó a Rob. El valle medía más de un kilómetro y medio de largo. En dos días, su equipo únicamente podría remover una pequeña parte. Puede que el veinte por ciento. Quizá el treinta. Y no podrían excavar muy hondo.

Así que iban a necesitar mucha suerte para encontrar algo. Al pesimismo y al miedo que Rob había estado sintiendo desde que regresaron al desierto kurdo se sumó una oleada cada vez mayor de hastío. Una gran marea de insensatez. Lizzie iba a morir. Iba a morir. Y Rob se sintió inútil. Sentía que se moriría ahogado en la insignificancia de todo aquello, que sería sepultado al igual que las resecas tierras que le rodeaban, esperando a aquella enorme y plateada tapa de ataúd hecha de agua. El Gran Proyecto Anatolia.

Pero sabía que tenía que seguir siendo fuerte para poder llevar aquello a cabo. Así que, trató de mejorar su ánimo. Se recordó a sí mismo lo que Breitner le había dicho de Christine: que era «una de las mejores arqueólogas de su generación». Se recordó a sí mismo que la gran Isobel Previn había sido profesora suya en Cambridge.

Y, de hecho, la francesa parecía estar segura. Les decía a los hombres, con calma pero con decisión, dónde tenían que cavar, les ordenaba que lo hicieran de una forma o de otra, a un lado y a otro del valle. Durante una o dos horas el polvo se estuvo levantando y asentando; las palas hacían cercos y se movían. El viento caliente y triste runruneaba por el valle de las Matanzas.

Y entonces, un hombre dejó caer su pala. Era el primo segundo de Radevan, Mumtaz.

– ¡Señorita Meyer! -gritó-. ¡Señorita Meyer!

Ella se acercó corriendo. Rob la siguió.

Había un trozo de hueso blanco sobre la tierra polvorienta. Era la curva de un cráneo. Pequeño pero humano. Incluso Rob podría asegurarlo. Christine parecía interesada, pero no triunfante. Asintió.

– De acuerdo, bien. Ahora cava en lateral.

Los kurdos no entendieron. Christine se lo dijo a Radevan, de nuevo, en kurdo: «Cava hacia el otro lado. No te molestes en cavar más hondo». Se trataba de cubrir ahora todo el terreno. Les quedaban menos de dos días.

Los hombres trabajaban según sus órdenes, aparentemente encantados por la obstinación de Christine. Rob se puso también a cavar una vez más. Cada pocos minutos desenterraban un nuevo cráneo. Rob les ayudaba a apartar la tierra con una energía febril. Otro cráneo; otro esqueleto. Siempre que encontraban los restos de otro cuerpo no se molestaban en desenterrarlo todo. En cuanto detectaban uno, Christine les decía que pasaran a otro.

Otro cráneo; otro esqueleto. Se trataba, por lo que Rob percibió, de personas de baja estatura. Típicos cazadores-recolectores, tal y como le explicó Christine, de metro y medio de altura como mucho. Robustos hombres de las cavernas y los desiertos de constitución sana. Pero no más altos de la media para aquella época.

Cavaban cada vez más rápido. De forma desordenada y descuidada. El sol había alcanzado su cénit y Rob pudo apreciar también que el gran muro de agua se acercaba. La inundación quedaba a sólo unos pocos días.

Pero siguieron cavando.

De pronto, Rob escuchó otro grito. Esta vez de Radevan.

– Señor Rob. ¡Mire esto! Un hombre muy grande. Como americano. -Estaba apartando la tierra de un fémur-. Como americano que come muchos McNuggets. -El fémur era casi dos veces más largo que cualquiera de los otros.

Christine saltó a la zanja; Rob se unió a ella. Ayudaron a desenterrar el resto del esqueleto. Les llevó tiempo porque era enorme. Medía, por lo menos, dos metros treinta. Todos retiraron la tierra de la pelvis. De las costillas. De la espina dorsal, sacando a la luz grandes huesos blancos en mitad del polvo amarillo y mugriento. Y después llegaron al cráneo. Radevan lo sacó de una vez y lo sostuvo en sus manos.

Rob lo miraba boquiabierto. Era enorme.

Christine tomó el gran cráneo de las manos de Radevan y lo examinó. No se trataba de un cráneo humano. Era mucho más grande, con ojos inclinados, como los de los pájaros, pómulos salientes, una mandíbula más pequeña y una cavidad para el cerebro muy grande.

Rob miró más de cerca la sonriente mandíbula, con sus dientes aún intactos.

– Esto es… -Se quitó el sudor, la sal y el polvo de la cara-. Esto es un homínido, ¿verdad?

– Sí -dijo Christine-. Pero… -Le dio la vuelta para verlo sin sombras a la luz del sol.

El cráneo estaba lleno de tierra de color amarillo oscuro, dándole a las enormes y sesgadas cuencas de los ojos una mirada vacía y hostil. Rob oyó a un pájaro en algún sitio, llamando la atención. Un pájaro solitario que daba vueltas lánguidamente en el cielo. Probablemente se tratara de un águila ratonera atraída por los huesos.

Christine limpió parte del polvo amarillo que se había adherido al cráneo.

– Es claramente un homínido. No es un Homo sapiens. No se parece a nada que se haya encontrado antes. Una cavidad craneal muy grande, presumiblemente muy inteligente.

– Parece como… asiático, ¿no?

Christine asintió.

– Mongoloide en ciertos aspectos, sí. Pero… pero mira los ojos, y el cráneo. Increíble. Pero tiene sentido. Porque creo… -Miró a Rob-. Creo que aquí tenemos la respuesta a la hibridación. Ésta es la otra esperie de homínido. La que se mezcló con las personas más pequeñas de aquí para producir la calavera del Libro Negro.


Los kurdos seguían cavando. Un esqueleto tras otro. El número de huesos que habían desenterrado resultaba casi escalofriante. El sol se acercaba al horizonte; el ayuno del día terminaría pronto y los hombres estarían encantados de regresar a casa para el banquete, el final del ayuno del día de Ramadán.

Cuando estuvo demasiado exhausto para seguir, demasiado asqueado por la blancura de los huesos y las sonrisas de las enormes calaveras, Rob se tumbó sobre la polvorienta pendiente y se limitó a mirar. Después, sacó su libro de notas y comenzó a hacer anotaciones rápidas tratando de hacer encajar las piezas de la historia. Aquél era el único modo que él conocía para resolver un rompecabezas: escribirlo; exponerlo. Y de esa forma, componer una narración. Notó cómo la luz se desvanecía mientras escribía.

Tras terminar sus notas, levantó la mirada. Christine medía los huesos y sacaba fotos de los esqueletos. Pero el día había terminado. La brisa del desierto era suave y fresca. El agua de la inundación estaba ya tan cerca que Rob podía olería en el aire. Probablemente no estaba a más de tres o cuatro kilómetros. Miró las zanjas con ojos cansados. Habían desenterrado un enorme y triste cementerio, un osario de protohumanos que yacían al lado de gigantes casi humanos. Pero el verdadero rompecabezas seguía oculto. Rob no lo había resuelto; sus notas no tenían sentido. No habían podido descubrir todavía el secreto. Y la oscuridad del desierto les decía que solamente les quedaba un día.

El corazón de Rob lloró por su hija.

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