38

Rob estaba sentado en el despacho del inspector Forrester en Scot land Yard. Por la ventana abierta entraba una brisa fresca. Era un día demasiado frío, húmedo y nublado para esa época del año. Rob pensó en su hija y contuvo su rabia y desesperación.

Pero la rabia y la desesperación eran demasiado fuertes. Sintió como si estuviera hundido hasta la cintura en mitad de un veloz río desbordado: en cualquier momento lo perdería, perdería su asidero y se dejaría arrastrar por las emociones. Como las personas que quedaron atrapadas en medio del tsunami asiático. Rob tenía que concentrarse para mantenerse erguido.

Les había contado a los agentes de la policía todo lo que sabía sobre los yazidis y el Libro Negro. El ayudante de Forrester, Boijer, había tomado notas mientras aquél miraba a Rob con seriedad. Cuando Rob terminó, el superior suspiró e hizo girar su sillón.

– Pues está bastante claro cómo y cuándo las secuestraron.

Boijer asintió.

– ¿Sí? -respondió Rob sin esperanza.

Rob tenía noticia del secuestro de su hija desde hacía pocas horas, cuando había aterrizado en Heathrow procedente de Estambul. Había ido directamente a casa de su ex mujer y después a reunirse con los policías. Así que, no había tenido tiempo de imaginar cómo había ocurrido.

– Obviamente, Cloncurry leyó su artículo en The Times hace unos días -dijo el policía.

– Ya imagino… -Las palabras parecían mordaces y carentes de sentido en boca de Rob. Todo le parecía mordaz y sin sentido. Recordó algo que Christine le había dicho, el nombre asirio para designar al infierno: el Desierto de la Angustia.

Ahí estaba él. En el Desierto de la Angustia.

El policía seguía hablando.

– Está claro que creen que usted, señor Luttrell, sabe algo del Libro Negro. Por tanto, deben haber rastreado su nombre. Lo habrán buscado en Google. Y habrán sabido la dirección de su ex mujer. Era su antigua casa, ¿no? En la que usted estaba censado.

– Sí. Nunca la cambié.

– Pues así fue. Lo tuvieron fácil. Deben haber estado vigilando esa casa durante unos cuantos días. Esperando y vigilando.

– Y apareció Christine… -murmuró Rob.

– Ella les facilitó las cosas -intervino Boijer-. Las tres salieron para Cambridge seguidas por la banda. No hay duda. Y su novia se llevó a su hija a una casa remota a pasar la tarde. El peor lugar posible.

– Puede que ya supieran quién era De Savary -añadió Forrester-. Se trataba de un escritor famoso, con libros sobre sacrificios y el Club del Fuego del Infierno escritos por él. Seguramente Cloncurry los ha leído. O lo ha visto por televisión.

– Entonces… -Rob seguía tambaleándose en el río desbordado. Se esforzó por mantener la mente centrada-. Entonces esperaron fuera de la casa. Sabían que podían atrapar a Christine y a mi hija inmediatamente.

– Sí -respondió Boijer-. Suponemos que esperarían durante varias horas. Y después entraron corriendo en la casa.

El periodista miró enfurecido a Forrester.

– Va a morir, ¿verdad? Mi hija. ¿No? Han matado a todos los demás.

Forrester se estremeció. Y negó con la cabeza.

– No… En absoluto. No tenemos conocimiento de nada de eso…

– ¡Venga ya!

– Por favor.

– ¡No! -Rob casi estaba gritando. Se puso de pie y miró al policía-. ¿Cómo puede decir eso? «¿No tenemos conocimiento de nada de esa mierda?». No saben cómo es, detective. No saben cómo coño es. Mi hija ha sido secuestrada por unos jodidos asesinos. Voy a perder a mi única hija.

Boijer se acercó a Rob.

– Tranquilo. Siéntese. Tranquilo.

Rob respiró hondo y exhaló, pausadamente y despacio. Sabía que estaba montando un escándalo, pero no le importaba. Tenía que descargar sus emociones. No podía reprimirlas. Durante unos momentos, Rob se limitó a quedarse allí de pie, con los ojos inundados de rabia. Finalmente, se volvió a sentar.

El inspector Forrester continuó hablando con mucha calma.

– Sé que es muy difícil que usted se dé cuenta de esto ahora, pero lo cierto es que la banda, por lo que sabemos, no le hizo daño a su hija Lizzie ni a Christine Meyer.

Rob asintió apesadumbrado y no dijo nada. No se fiaba de lo que él mismo pudiera decir.

El policía insistió en su teoría.

– No hemos encontrado sangre, aparte de la de De Savary, en la escena del crimen. Como usted dice, el resto de las ocasiones en las que la banda ha actuado, no ha mostrado escrúpulos para asesinar. Pero esta vez no es así. Han secuestrado. ¿Por qué? Porque quieren llegar a usted.

Las aguas que se arremolinaban alrededor de Rob parecieron debilitarse. Miró a Forrester con atención e incluso con esperanza. Había una cierta lógica en lo que decía, cierta lucidez. Rob quería creerle. Realmente deseaba confiar en ese hombre.

– ¿Daba usted una dirección de correo electrónico al final de su artículo? -le preguntó Forrester.

– Sí -contestó Rob-. Es una práctica habitual. Una dirección de correo de The Times.

Boijer tomaba notas en su cuaderno. Forrester terminó.

– Estoy seguro de que Jamie Cloncurry se pondrá en contacto con usted. Muy pronto. Quiere el Libro Negro. Con desesperación.

– ¿Y si lo hace? ¿Qué coño hago entonces?

– Me llama inmediatamente. Aquí tiene mi móvil. -Le dio una tarjeta-. Tenemos que darle falsas esperanzas. Convenza a la banda de que usted tiene el libro. Los objetos de los yazidis.

Rob estaba confuso.

– ¿Aunque no tenga nada?

– Ellos no lo saben. Si les dejamos claro que usted tiene lo que ellos desean, ganaremos tiempo. Un tiempo precioso para que podamos atrapar a Cloncurry.

Rob miró por encima del hombro de Forrester hacia la pared de cristal que había detrás. Pensó en los cientos de policías que estaban trabajando ahora en aquel edificio. Docenas de ellos en este caso. ¿Seguro que podrían encontrar a una banda de asesinos? El rastro de sangre y crueldad estaba ahora en todos aquellos papeles. Rob quería salir de esa oficina y gritarles a todos: «¡Atrápenlos! Cumplan con su deber. ¡Atrapen a esa jodida gente! ¿Tan difícil es?».

– ¿Dónde cree que están? -dijo en lugar de ello.

– Tenemos unas cuantas pistas -respondió Boijer-. El italiano, Luca Marsinelli, tiene licencia de piloto. Puede que estén utilizando aviones para entrar y salir del país, aviones privados.

– Pero si no son más que unos crios…

El inspector hizo un gesto de negación con la cabeza.

– No son unos simples crios. En todo caso, no unos crios normales. Éstos son niños ricos. Marsinelli es huérfano, pero heredó una fortuna procedente de negocios textiles en Milán. Es inmensamente rico. Otro miembro de la banda, según creemos, es el hijo del director de unos fondos de inversión de Connecticut. Estos chicos tienen fondos fiduciarios, fortunas privadas y cuentas en el banco de Jersey. Pueden comprarse un coche nuevo simplemente haciendo así. -Chasqueó los dedos-. Hay muchos aeródromos privados en East Anglia, antiguas pistas de aterrizaje americanas de la guerra. Puede que se llevaran a su hija fuera del país; creemos que Italia es el lugar más obvio, dadas las conexiones de Marsinelli. Tiene una propiedad cerca de los lagos italianos. Después está la familia de Cloncurry, en Picardía. También están siendo vigilados. La policía francesa y la italiana están al corriente de todo esto.

Rob bostezó. Se trataba de un bostezo de frustración y amargura, no de cansancio, que procedía de un exceso de adrenalina. Se sintió sediento y cansado, tenso y furioso. Las dos mujeres a las que más quería, Lizzie y Christine, secuestradas; llorando, sufriendo; perdidas en el Desierto de la Angustia. No podía soportar pensar en ello.

Se levantó.

– De acuerdo, inspector, miraré mis correos electrónicos.

– Bien. Y puede llamarme en cualquier momento, señor Luttrell. A las cinco de la mañana. No me importa. -Los ojos del policía parecieron nublarse un momento-. Rob, comprendo de verdad por lo que está pasando. Créame. -Tosió y después continuó-. Cloncurry es un joven arrogante y un psicópata. Cree que es más listo que los demás. La gente como él no puede resistirse a burlarse de la policía con su inteligencia. Y así es como se les atrapa.

Apretó la mano del periodista. Había una determinación en el saludo del policía que, por lo que Rob pudo percibir, iba más allá del consuelo profesional, una cierta empatia. Y también pudo apreciar algo en su mirada: una clara pena, incluso dolor, en aquellos ojos de detective.

Rob le dio las gracias, luego se dio la vuelta y salió del edificio, caminando como un zombi hacia la parada. Fue en autobús hasta su casa, un diminuto apartamento do Islington. El trayecto fue extenuante. Mirara hacia donde mirara, veía niños: niñas pequeñas jugando con amigos, dando saltos por la acera, de compras con sus madres. Quiso seguir mirándolas por si acaso alguna de ellas era Lizzie. El olor de su pelo después de bañarla cuando era un bebé. Sus ojos azules y confiados. Volvió a sentir un maremoto de agonía por todo su cuerpo, enorme y aplastante.

Cuando llegó al apartamento, no hizo caso de sus maletas sin deshacer ni de la leche que se echaba a perder sobre la mesa de la cocina y fue directo a su ordenador portátil, lo enchufó a la pared, lo encendió y consultó su correo electrónico.

Nada. Volvió a mirar actualizando la pantalla. Aún nada.

Se dio una ducha, después empezó a vestirse y se detuvo. Deshizo una maleta, pero la dejó a medias. Trataba de no pensar en Lizzie y no lo consiguió; estaba muy enfadado y tenso. Pero lo único que podía hacer era seguir consultando su correo de forma ridicula e insistente.

Sin camisa y descalzo, volvió al ordenador y le dio al botón del ratón. Se estremeció. Allí estaba, enviado hacía diez minutos. Un correo de Jamie Cloncurry.

Rob leyó el título con miedo y esperanza. «Su hija».

¿Iba a ser una espantosa imagen de su cadáver? ¿Enterrada y muerta? ¿O iba a decir que estaba bien?

La tensión y la ansiedad le resultaron insoportables. Con fuertes sudores, Rob abrió el correo. No había fotografía; sólo texto. Comenzaba bastante lacónico:

Tenemos a su hija, Rob. Si quiere que se la devolvamos debe darnos el Libro Negro. O decirnos exactamente dónde está. De otro modo, morirá. De una forma que no le diré. Estoy seguro de que su imaginación puede hacer el resto. Tampoco le hemos hecho nada a su novia, pero la mataremos de igual modo si usted no nos ayuda.

Rob quiso estampar el ordenador contra la pared. Pero continuó leyendo. Quedaba mucho más.

Por cierto, he leído su artículo sobre los palestinos. Muy conmovedor. Desgarrador. Escribe con una prosa bastante efectiva cuando no es tan previsiblemente liberal. Pero me pregunto si alguna vez ha pensado de verdad en la situación israelí y en lo que en ella subyace. ¿Lo ha hecho, Rob?

Mírelo de este modo: ¿A quién tiene más miedo? En lo que a razas se refiere, ¿cuál de ellas le pone más nervioso en el fondo? Me atrevería a decir que son los negros, los africanos, ¿verdad? Tengo razón, ¿no? ¿Se cruza de acera cuando ve una pandilla de jóvenes negros con sus capuchas por las calles de Londres? Si es así, no es el único, Rob. Todos lo hacemos. Y el miedo a los negros es estadísticamente lógico, por lo que respecta a delitos callejeros menores. Es mucho más probable que le asalte y le robe un negro que un blanco, por no hablar de los japoneses o los coreanos, dada la proporción de gente negra en la población general.

Pero piénselo un poco más.

He leído sus artículos y sé que no es estúpido. Puede que sí sea imbécil en lo que se refiere a la política, pero no es estúpido. Así que, piense. ¿Qué raza es la que de verdad asesina más? ¿Cuál de las razas humanas es la más letal?

La de los listos, ¿verdad?

Profundicemos en ello. Usted tiene miedo a los negros. Pero, en realidad, ¿cuántas personas han sido asesinadas por africanos a nivel global? ¿Por ejércitos africanos? ¿Por el poder africano? ¿Unos cuantos miles? ¿Quizá unos cientos de miles? Y eso en lo que respecta a toda África. Así que ya ve: en proporción, no son tan peligrosos. Son muy caóticos y claramente incapaces de autogobernarse, pero no son peligrosos a escala mundial. Ahora hablemos de los árabes. Los árabes apenas han llegado a dominar la informática. No han conseguido invadir a nadie desde el siglo XV. El 11 de septiembre fue su mejor intento de matar a montones de personas en doscientos años. Y mataron a tres mil. Los americanos podrían bombardear con napalm a esa misma cantidad en un solo minuto. Por control remoto.

Entonces, ¿cuál es el pueblo organizado que de verdad asesina, Rob? Por ello, necesitamos ir al norte. Donde están los inteligentes.

Entre las naciones europeas, los británicos y los alemanes han asesinado más que ningún otro. Veamos el Imperio Británico. Los británicos eliminaron del mapa a los aborígenes de Tasmania, por completo. Los asesinaron absolutamente a todos. Los británicos de Tasmania tenían de hecho un deporte en el que salían a cazarlos. Un deporte sangriento, como la caza del zorro.

El único pueblo europeo que puede asemejarse al británico en puros términos letales es el alemán. Tardaron en ponerse a la altura, sin imperio ni nada, pero lo hicieron bastante bien en el siglo XX. Se cargaron a seis millones de judíos. Asesinaron a cinco millones de polacos y puede que entre diez y veinte millones de rusos. Demasiados para contarlos. ¿Y cuáles son los coeficientes intelectuales de los británicos y de los alemanes? En torno al ciento dos y ciento cinco, significativamente por encima de la media y muy por encima de otras razas. Este pequeño margen es lo suficientemente importante para convertir a los británicos y a los alemanes en algunos de los pueblos más letales del mundo, así como los más inteligentes.

Pero vayamos más lejos. ¿Quién es aún más inteligente que los británicos y los alemanes, Rob? Los chinos. Tienen una media de coeficiente intelectual de ciento siete. Y los chinos asesinaron quizá a cien millones en el siglo XX. Por supuesto, asesinaron a su propia gente, pero sobre gustos no hay nada escrito.

Y vayamos a los que están en lo más alto.

Por número de población, ¿quién tiene más probabilidad de matarle? ¿Los alemanes o los británicos? ¿Un negro o un chino? ¿Un coreano o un kazajo? ¿Un nigeriano o un italiano?

No. Son los judíos. Los judíos han asesinado a más personas en este planeta que ningún otro. Por supuesto, dado el diminuto tamaño de la población judía han tenido que hacer su masacre a través de apoderados, por así decirlo, aprovechando el poder de otras naciones o haciendo que otros países luchen entre sí. Viven y matan utilizando su inteligencia como arma. Y no se puede negar a cuántos han pasado por la espada. Piénselo. Los judíos inventaron el cristianismo, ¿cuántos han muerto por la cruz? ¿Cincuenta millones? Los judíos soñaron con el comunismo. Otros cien millones. Después está la bomba atómica. Inventada por judíos. ¿A cuántos matará?

Los judíos, disfrazados de neoconservadores, incluso idearon la segunda guerra de Iraq. Sí, ésa fue una operación corta comparada con lo que acostumbran. Sólo mataron a un millón. Muy poca cosa. Pero, al menos, se mantienen en forma. Quizá estén ensayando para la gran guerra entre el islam y la cristiandad. Se acerca lo que todos sabemos, y los judíos comenzarán lo que todos sabemos. Pero ellos empiezan todas las guerras; porque son muy listos.

¿Cuál es la media del coeficiente intelectual del judío asquenazí? Ciento quince. Son, con diferencia, la raza más inteligente del planeta. Y es más probable que los judíos le quiten la vida, según su historial, que ningún otro. Sólo que no lo hacen en la calle, con una navaja, buscando diez dólares para comprar crack.

Kob se quedó mirando el correo. Aquella basura racista resultaba casi hiriente por su psicosis. Era de una demencia vertiginosa. Pero probablemente hubiera en ella alguna clave.

Volvió a leerlo dos veces más. Después cogió el teléfono y llamó al inspector Forrester.

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