Cuando Hugo De Savary se despertó, su novio ya casi estaba saliendo por la puerta, repasando entre dientes su examen de antropología en St John.
Al bajar, el profesor vio que su joven y atractivo amante había dejado tras de sí el habitual desorden en la cocina: migas de pan por todas partes, un ejemplar destripado de The Guardian, mermelada derramada sobre un plato y un rastro de café en el fregadero. Pero a De Savary no le importó. Estaba contento. Su novio lo había besado con pasión esa mañana. Lo despertó con un beso. Les iba realmente bien. Y lo que era aún mejor, a De Savary le esperaba por delante uno de sus días favoritos, dedicado a la pura investigación. Nada de escritura estresante, ni de reuniones aburridas en Cambridge, y mucho menos en Londres; nada de llamadas importantes. Lo único que tenía que hacer era sentarse en el jardín de su casa de campo, revisar algunos papeles y leer una o dos tesis sin publicar. Un día muy agradable de lectura y pensamiento ociosos. Quizá se acercara más tarde a Grantchester para hacer algunos recados y comprar libros. Sobre las tres de la tarde tenía su única cita de la jornada con su antigua alumna, Christine Meyer. Vendría por la tarde y traería n la hija de su novio, el periodista que había escrito el artículo tan interesante en The Times sobre los yazidis, el Libro Negro y ese extraño lugar llamado Gobekli Tepe. Cuando se puso en contacto con él, Christine le había dicho que quería hablar sobre la relación entre la historia de su novio y los asesinatos que estaban ocurriendo en Inglaterra.
De Savary se mostró encantado de hablar de ello. Pero también estaba igual de encantado simplemente de volver a ver a Christine. Había sido una de sus alumnas más brillantes, su favorita, y parecía que estaba haciendo un buen trabajo en Gobekli Tepe. Un trabajo estupendo pero bastante espeluznante, a juzgar por los detalles emocionantes del artículo de The Times.
Dedicó diez minutos escasos a limpiar los restos del desayuno. Después le envió un mensaje a su novio: «¿Es completamente imposible cortar pan sin destrozar la cocina? Besos, Hugo».
Mientras vaciaba los restos del café por el fregadero, recibió un mensaje de respuesta: «No me bombardees, ¿ok? Tengo exámenes finales. Besos».
De Savary se rió a carcajadas. Se preguntó si se estaba enamorando de Andrew Halloran. Sabía que sería estúpido hacerlo. El chico sólo tenía veintiún años. De Savary cuarenta y cinco. Pero Andrew era muy guapo, de una forma seductoramente despreocupada. Cada mañana, simplemente se ponía cualquier prenda y parecía perfecto. Sobre todo, cuando se dejaba barba de tres días para compensar sus profundos ojos azules. Y a De Savary le gustaba el hecho de que Andrew estuviera viéndose con otros hombres también. Un poco de mostaza en el sándwich le venía bien. El dulce tormento de los celos. Recogió sus papeles y libros y salió al jardín. Era un hermoso día. Tanto que casi podría distraer su antención: el canto de los pájaros era muy dulce. El aroma de las flores de finales de mayo era demasiado embriagador. De Savary pudo oír a niños riéndose en un jardín de la campiña de Cambridgeshire, aunque su casa estaba muy aislada.
Trató de concentrarse en su trabajo. Estaba examinando un artículo largo y bastante sesudo del suplemento literario de The Times sobre la violencia como parte integrante de la cultura inglesa. Pero cuando se sentó bajo el sol de la mañana su mente volvió a divagar sobre los asuntos que últimamente habían dominado sus pensamientos. La banda que estaba cometiendo asesinatos por toda Inglaterra. Y sus conexiones con la curiosa historia procedente de Turquía.
De Savary recogió del césped el teléfono móvil calentado por el sol y pensó en llamar al inspector Forrester para ver si la policía estaba teniendo suerte en las cuevas de West Wycombe. Pero se lo pensó mejor y volvió a dejar el teléfono en el suelo. Confiaba en que la banda iría a las cuevas en algún momento. Si buscaban el Libro Negro con tanto frenesí, las cuevas del Fuego del Infierno eran uno de los lugares obligados en donde mirar. Que la trampa preparada por la policía funcionara era otro asunto. Suponía un riesgo. Pero los riesgos a veces merecían la pena.
Notó que el calor del sol se hacía más intenso. Dejó caer sus papeles sobre la hierba, se reclinó sobre su hamaca y cerró los ojos. Los niños seguían riéndose en algún lugar de la campiña. Pensó en los yazidis. Estaba claro que el periodista, Rob Luttrell, había descubierto algo. El Libro Negro de los yazidis debió revelar en el pasado cierta información importante sobre aquel extraordinario templo, Gobekli Tepe, que parecía ocupar una posición tan primordial para su fe y sus antepasados. Le recorrió un pequeño escalofrío de inquietud cuando pensó en el artículo de The Times. Seguro que la banda lo había visto y lo habría estudiado a fondo. No eran tontos. El artículo dejaba claro que Rob Luttrell había obtenido información esencial sobre el Libro Negro. Y también mencionaba el nombre de Christine. La banda podría, por tanto, buscar a la pareja más adelante. Se recordó que tenía que advertir a Christine cuando viniera de que posiblemente estuviera en peligro. Los dos, Rob y Christine, debían tener cuidado hasta que la banda fuera arrestada.
Se incorporó en su hamaca y recogió las fotocopias de la tesis: «Miedo a la muchedumbre: disturbios y alboroto en el Londres de la Regencia». Los pájaros gorjeaban en el manzano que había detrás de él. Leyó y tomó notas; después leyó un poco más e hizo más anotaciones.
Tres horas después había terminado. Se puso unos zapatos, montó en su pequeño deportivo e hizo derrapar las ruedas de camino a Grantchester. Fue a la librería y rebuscó entre los estantes durante una apacible hora; después, se acercó a la tienda de informática y compró cartuchos de tinta para la impresora. Luego recordó que Christine iba a visitarlo, así que hizo una parada en el supermercado para comprar limonada fresca y tres canastillas de fresas. Podrían sentarse en el jardín y comerse las fresas al sol.
En el camino de vuelta a su casa de campo, tarareó una melodía. El concierto para dos violines de Bach. Era una pieza musical hermosa. Decidió bajarse de internet una nueva versión cuando tuviera tiempo.
Durante una hora estuvo haciendo búsquedas en Google en su estudio; después sonó la aldaba de la puerta y allí estaba Christine. Sonriendo y luciendo bronceado, con una niña rubia y angelical en brazos. De Savary sonrió encantado. Siempre había pensado que, de no haber sido homosexual, Christine sería el tipo de chica del que podría haberse enamorado: etérea y sexy, pero también recatada y algo inocente. Y por supuesto, de un extremado talento e inteligencia. Y aquel bronceado le sentaba bien. Igual que a la pequeña que estaba a su lado.
Christine puso una mano sobre el hombro de la niña.
– Ésta es Lizzie, la hija de Robert. Su madre está en Londres en un curso… y yo soy su madre adoptiva por un día.
La niña hizo una especie de dulce reverencia como si estuviera delante de la reina, y luego se rió y estrechó con solemnidad la mano de De Savary.
Mientras Christine le seguía de camino al jardín ya le fue hablando de cotilleos, historias y teorías: era cómo si volvieran a estar en las clases del King's. Riendo y hablando apasionadamente sobre arqueología y amor, sobre Sutton Hoo y James Joyce, sobre el príncipe de Palenque y el significado de la palabra sexo.
En el jardín, De Savary le sirvió la limonada y le ofreció las fresas. Christine le describió animadamente a Rob. De Savary pudo ver el amor en sus ojos. Hablaron de él durante un rato y Lizzie dijo que estaba deseando ver a su «papi» porque le iba a traer un león. Y una llama. Después preguntó si podía jugar en el ordenador y De Savary aceptó con alegría, siempre que se quedara donde pudieran verla. La pequeña entró en la casa y se sentó junto a las ventanas, distraída con su juego de ordenador.
El profesor estaba encantado de que él y Christine pudieran charlar ahora con más libertad. Porque quería hablarle de algo más.
– Y bien, Christine -dijo-, háblame de Gobekli. Suena incro yable.
Durante la siguiente hora Christine le resumió lo más importante de la historia. Cuando terminó, el sol estaba rozando las copas de los árboles de los prados. El profesor sacudió la cabeza. Hablaron sobre el extraño enterramiento del lugar. Pasaron al Club del Fuego del Infierno y al Libro Negro, conversando como solían hacer; dos mentes ocupadas y vivaces con intereses culturales similares: literatura, historia, arqueología, pintura… De Savary disfrutaba mucho de la conversación. Christine le contó en un aparte que estaba tratando de inculcarle a Rob los sobrecogedores placeres de James Joyce, el gran escritor modernista irlandés, y los ojos de su antiguo profesor brillaron. Esto le llevó a una de sus últimas teorías. Decidió contársela.
– ¿Sabes una cosa, Christine? El otro día estuve echando un vistazo a James Joyce de nuevo y hubo algo que me sorprendió…
– ¿El qué?
– Hay un pasaje en Retrato del artista adolescente. Simplemente me pregunté si…
– ¿Qué?
– ¿Cómo?
– ¿Qué ha sido eso?
Entonces lo oyó. Un fuerte golpe detrás de ellos. Venía de la casa. Un fuerte golpe extraño y siniestro.
De Savary pensó de inmediato en Lizzie. Se puso de pie y se giró, pero Christine ya había pasado por su lado corriendo. Él dejó caer su limonada sobre el césped y corrió tras ella y, mientras lo hacía, oyó algo peor: un grito sordo.
Encontró a Christine dentro de la casa en manos de varios hombres que llevaban vaqueros y pasamontañas oscuros. Sólo había un hombre con la cara descubierta. Tenía el cabello oscuro y era atractivo. De Savary lo reconoció de inmediato. Había visto la imagen del circuito cerrado de televisión en un correo electrónico que le había enviado Forrester.
Se trataba de Jamie Cloncurry
De Savary tuvo deseos de gritar por el despropósito de todo aquello. La banda contaba con cuchillos y pistolas. Una de las pistolas le apuntaba a él. Aquello era claramente ridículo. Estaban en Cambridgeshire. Era una agradable tarde de mayo. Acababa de ir al supermercado a comprar fresas. De camino a casa había silbado un concierto de Bach. ¡Y ahora había psicópatas armados en su casa!
Christine trataba de gritar mientras se retorcía, pero, en ese momento, uno de los hombres le dio un fuerte puñetazo en el estómago y ella dejó de hacerlo. Se quejó. Tenía los ojos desorbitados y muy abiertos. Miró a De Savary y él pudo ver el absoluto terror que ella sentía.
El hombre más alto, Jamie Cloncurry, levantó con languidez su pistola hacia De Savary.
– Atadlo a la silla.
Su tono de voz era muy educado, escalofriantemente educado. De Savary pudo oír gritos reprimidos que provenían de la cocina. Lizzie estaba allí, llorando. Entonces, el llanto de la niña cesó.
Dos de los miembros de la banda ataron a De Savary a la silla. Le pusieron una mordaza sudada alrededor de la boca y la apretaron fuerte, haciendo que sus labios sangraran al clavarse en sus incisivos. Pero no era ese dolor lo que más inquietaba a De Savary, sino el modo en que lo estaban sujetando a la silla del comedor. Lo estaban atando de forma que quedaba sentado al revés, a horcajadas sobre el asiento con el pecho presionado contra el respaldo de madera. Dispusieron grandes correas a su alrededor. Los tobillos quedaban fuertemente inmovilizados bajo la silla, al igual que las muñecas; su barbilla estaba dolorosamente apoyada sobre el respaldo. Le dolía todo.
No podía moverse. No podía ver a Christine ni a Lizzie. Sus oídos detectaron un gimoteo apenas perceptible en otra habitación. De repente, sus pensamientos fueron invadidos por el terror cuando oyó las siguientes palabras de Jamie Cloncurry, que estaba de pie en algún lugar detrás de él.
– ¿Ha oído hablar alguna vez del águila de sangre, profesor De Savary?
Tragó saliva y, después, no pudo evitarlo: comenzó a llorar. Las lágrimas corrían por su rostro. Imaginaba que iban a matarlo. Pero ¿esto? ¿El águila de sangre?
Jamie Cloncurry se le acercó y le miró de cerca, con su rostro pálido y atractivo algo enrojecido.
– Por supuesto que ha oído hablar de ello, ¿verdad? Al fin y al cabo, usted escribió ese libro. Esa obra tan alarmante de historia popular. La ira de los hombres del norte. -Cloncurry hizo una mueca de desprecio-. Todo sobre los ritos y creencias vikingas. Bastante morboso, si me permite decirlo. Pero supongo que es así como consigue mayores ventas… -El joven sostenía un libro en sus manos y leía textualmente de una página-: «Y ahora llegamos a uno de los conceptos más repugnantes en los anales de la crueldad vikinga: el conocido como águila de sangre. Algunos expertos dicen que este espantoso ritual de sacrificio nunca existió, pero hay varias referencias en las epopeyas y en la poesía escáldica que dejan a las mentes abiertas poco espacio para la duda: el rito del águila de sangre existió. Se trataba de una auténtica ceremonia de sacrificio en el norte». -Cloncurry sonrió mirando a De Savary y luego continuó-: «El tristemente célebre rito del águila de sangre se llevó a cabo, según las explicaciones escandinavas, sobre varios personajes eminentes, incluido el rey Ella de Northumbria, Halfdan, el hijo del rey Harfagri de Noruega, y el rey Edmund de Inglaterra».
De Savary sintió que los intestinos se le empezaban a licuar. Se preguntó si iba a hacérselo encima.
Cloncurry pasó la página y continuó leyendo:
– «Todos los relatos del águila de sangre difieren en los detalles, pero sus elementos esenciales siguen siendo los mismos. Primero se le abría la espalda a la víctima hasta llegar a la columna vertebral. A veces, se le desollaba la piel previamente. Después, se rompían las costillas expuestas al aire, puede que con un martillo o un mazo; o quizá se cortaban. Luego se abrían las destrozadas costillas como si se tratara de un pollo listo parn ser asado, dejando ver los grises pulmones por debajo. La víctima permanece completamente consciente y se le arrancan de la cavidad torácica los pulmones aún en movimiento dejándolos encima de los hombros, de forma que la víctima parece un águila con las alas extendidas. A veces, se le espolvorea sal sobre las enormes heridas. La muerte debía llegar antes o después, quizá por asfixia o por pérdida de sangre; o por un simple ataque al corazón a causa del verdadero terror provocado por la crueldad del acto. El poeta irlandés Seamus Heaney cita el águila de sangre en su poema Dublín vikingo: "Con el aplomo del carnicero desparraman tus pulmones y te ponían calientes alas en los hombros"».
Cloncurry cerró el libro de golpe y lo dejó sobre la mesa del comedor. De Savary temblaba de miedo. El joven le dedicó una amplia sonrisa.
– «La muerte llega más pronto que tarde». ¿Vemos si es cierto eso, profesor De Savary?
El profesor cerró los ojos. Pudo oír a los hombres detrás de él. Los intestinos se le habían vaciado; se lo había hecho encima por el terror. Un fuerte olor fecal llegó a sus narices. Hubo algunos murmullos detrás de él. De Savary sintió el primer dolor atroz, cuando le clavaron el cuchillo en la espalda y fueron cortando hacia abajo. La conmoción casi le hizo vomitar. Se removió a un lado y a otro en la silla. Uno de los hombres se reía por detrás de él.
– Voy a cortarle las costillas con unos humildes alicates. Me temo que no tenemos ningún mazo… -dijo Jamie Cloncurry.
Otra carcajada. De Savary escuchó el ruido de algo rompiéndose y sintió un enorme dolor cerca del corazón, como si le hubieran disparado; se dio cuenta de que le estaban cortando las costillas una a una. Notó cómo se doblaban y luego se rompían. Clac. Como si quebraran algo muy tenso. Oyó otra fractura; y luego otra. Vomitó entre la mordaza. Esperaba ahogarse con su propio vómito y morir muy rápido.
Pero aún no estaba muerto. Lo cierto es que podía sentir las manos de Cloncurry hurgándole en la cavidad torácica. Tuvo la sensación surrealista de que alguien le tiraba de los pulmones y luego el agonizante éxtasis del dolor cuando fueron sacados al aire. Tenía sus propios pulmones apoyados sobre los hombros, grasientos y calientes. Sus propios pulmones… Un extraño olor invadió el aire. Una mezcla a pescado y a metal: el olor de sus propios pulmones. De Savary casi se desmayó.
Pero no. Aquellos sanguinarios habían hecho bien su trabajo: mantenerlo vivo y consciente para que sufriera.
El profesor vio por un espejo cómo la niña y Christine eran sacadas a empujones de la habitación. Se las llevaban. La banda estaba recogiendo sus cosas. Iban a dejar a De Savary allí, para que muriera solo. Con las costillas rotas y abiertas, con sus pulmones cubriéndole los hombros.
La puerta se cerró con un golpe. Se habían ido.
Atado a la silla, De Savary calmó sus gritos de dolor y la angustia de la frustración. Iba a decirle algo a Christine, pero no tuvo tiempo. Y ahora estaba muriéndose. Nadie podía salvarle.
Entonces se fijó en algo. Había un bolígrafo sobre la mesa, muy cerca, junto a su libro sobre los vikingos. La mordaza se había aflojado por el esfuerzo y los ácidos de su vómito, volviéndose blanda y menos apretada en su boca. Podía empujarla hacia abajo y coger el bolígrafo con sus dientes para tratar de escribir alguna cosa; hacer que sus últimos momentos sirvieran para algo.
Las lágrimas de dolor le empañaron los ojos mientras se estiraba y forcejeaba; el título de su libro le devolvía la mirada.
La ira de los hombres del norte, de Hugo De Savary.