48

En el camino de vuelta a Sanliurfa hablaron del documento, de la referencia al Libro de Enoc. Rob cambiaba de marcha con fuerza mientras Christine gritaba sus teorías entre el traqueteo del coche.

– El Libro de Enoc es una obra de… pseudoescritura.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que no forma parte de la Biblia oficial pero que se considera absolutamente sagrado por parte de algunas antiguas ramas de la cristiandad, como la Iglesia etíope.

– Muy bien…

– El Libro de Enoc tiene unos dos mil doscientos años y fue probablemente escrito por israelitas, aunque no estamos del todo seguros. -Ella miraba hacia delante, al desierto que se extendía ante sus ojos-. Fue encontrado entre los documentos que se conservan en lo que conocemos como «los manuscritos del mar Muerto». El Libro de Enoc describe una época en la que cinco ángeles caídos, los Cinco Satanes, o los Vigilantes, y sus subordinados se encuentran entre otros hombres primitivos. Estos ángeles eran supuestamente cercanos a Dios, pero no podían resistirse a la belleza de las mujeres. Las hijas de Eva. Así que, los ángeles malos tomaron a esas mujeres y, a cambio, prometieron a los humanos los secretos de la escritura y la construcción, del arte y la escultura. Estos… demonios también enseñaron a las mujeres a «besar el falo».

Rob la miró desde el otro extremo del coche y consiguió sonreír. Christine le devolvió la sonrisa.

– Ésa es la expresión exacta que utiliza el Libro de Enoc -explicó Christine, bebiendo agua de la botella-. ¡Puaj! Esta agua está caliente.

– Continúa -le pidió Rob-. El Libro de Enoc.

– De acuerdo. Pues… estos matrimonios entre demonios y hombres dieron como resultado una raza de gigantes malvados y fieros, los Nefilim, siempre según el Libro de Enoc.


Rob miraba la carretera tenuemente iluminada. Quería prestar atención a lo que ella le decía. De verdad que quería. Se esforzó. Hizo que lo repitiera…, pero luego se rindió. No podía dejar de pensar en Lizzie. Se preguntó si debían llamar a Cloncurry. Pero sabía que era una estupidez; tenían que sorprenderle. Tenían que anunciarle, de repente, que habían desenterrado el secreto, si es que alguna vez lo conseguían desenterrar. Ése era su plan.

Pero estaba cansado, quemado por el sol y asustado, y seguía sintiendo esa apariencia espectral del desierto. Podía notar la cercanía de las piedras de Gobekli. Seguían allí afuera, en el desierto. Recordó aquella talla de la mujer, cercada por estacas e inmovilizada, lista para ser violada por los jabalíes con sus penes. Pensó en los bebés, llorando en sus antiguas vasijas.

Y luego volvió a pensar en Lizzie y en Cloncurry y trató de apartar ese pensamiento de su mente.

La última parte del camino transcurrió en silencio. Y con ansiedad. Los kurdos murmuraron una despedida y se fueron a comer y a beber; Rob y Christine aparcaron los vehículos suspirando con cansancio y subieron en silencio hasta el hotel Harán. Rob llevaba el Libro Negro pegado a su pecho y el cansancio le subía por los brazos.

Pero no tenían tiempo de descansar. El periodista acusaba el agotamiento, pero estaba del todo decidido y quería discutir sus anotaciones. En cuanto llegaron a su habitación, antes de que Christine se diera siquiera una ducha, volvió a interrogarla.

– Una cosa que no comprendo es lo de las vasijas. Las vasijas con los bebés de Gobekli.

Christine lo miró. Sus profundos ojos marrones eran cariñosos, pero estaban enrojecidos del cansancio. Sin embargo, Rob insistió.

– ¿Te refieres… al simple hecho de que estuvieran en vasijas? ¿Eso te confunde?

– Sí. Siempre he pensado que la cultura que rodeaba a Gobekli Tepe era… ¿qué palabra utilizó Breitner? ¿Acerámica? Sin cerámica. Pero luego, de pronto, aparece alguien y les enseña a estos tipos a hacer vasijas mucho antes que en ninguna otra cultura de la región. Mucho antes que en ningún otro lugar de la tierra.

– Sí, es cierto… -Christine hizo una pausa-. Excepto en un lugar. Hubo un lugar que tuvo cerámica antes que Gobekli.

– ¿Sí?

– Japón. -Christine hizo una mueca de confusión-. Los jomon de Japón.

– ¿Los qué?

– Una cultura muy primitiva. Japoneses aborígenes. Los ainu, que aún viven en el norte de Japón. Quizá estén relacionados… -Se puso de pie y se frotó la dolorida espalda. Luego fue al minibar, sacó una botella de agua fría y bebió con avidez. Tumbándose boca arriba en la cama, se explicó-: Los jomon no vinieron literalmente de ningún sitio. Quizá fueron los primeros en cultivar el arroz. Y luego comenzaron a crear una cerámica sofisticada. Se conoce como cerámica de cuerdas.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Dieciséis mil años.

– ¿Dieciséis mil años? -Rob miró a su alrededor-. Eso es más de tres mil años anterior a Gobekli.

– Sí. Y hay gente que piensa que los jomon de Asia Oriental pueden haber aprendido sus técnicas de una cultura aún más primitiva. Como los kondons del Amur. Puede ser. El Amur es un río al norte de Mongolia en el que hay discutibles restos de cerámica que son incluso anteriores. Es un gran misterio. Estos pueblos curiosamente avanzados del norte vienen y van. Son cazadores-recolectores básicos, pero de repente dan un enorme e irracional salto tecnológico.

– ¿Qué quieres decir con irracional?

– Este no es el territorio más prometedor para la civilización primitiva. Siberia, el interior de Mongolia, la zona más septentrional de Japón… Estos lugares no son la media luna fértil, soleada y calurosa. Son las tierras heladas e impracticables del norte de Asia. La cuenca del Amur es uno de los lugares más fríos de la tierra durante el invierno. -Se quedó mirando fijamente el techo desnudo de la habitación-. De hecho, a veces me he preguntado si pudo haber una proto-cultura al norte de allí, en Siberia, que ahora esté perdida para nosotros. Una cultura que influenciara a todas estas tribus. Porque, de lo contrario, es demasiado extraño…

Rob movió la cabeza. Tenía el cuaderno abierto sobre el regazo y el bolígrafo en la mano.

– Pero quizá no se fueran, Christine. ¿Eh? Quizá estas culturas no desaparecieron.

– ¿Cómo dices?

– Los cráneos parecen asiáticos. Mongoloides. Quizá estas culturas orientales no se desvanecieron. Simplemente se fueron… al oeste. ¿Podría haber alguna relación entre estas tribus asiáticas avanzadas y Gobekli?

Christine asintió y bostezó.

– Sí. Supongo que sí. Imagino que sí. Dios mío, Rob, estoy cansada.

Rob se reprendió a sí mismo mentalmente. No habían dormido en veinticuatro horas; habían hecho todo lo humanamente posible. Estaba exigiéndole demasiado a Christine. Dijo que lo sentía y se acercó a ella, tumbándose a su lado en la cama.

– Robbie, la salvaremos -dijo Christine-. Te lo prometo. -Lo abrazó-. Te lo prometo.

Rob cerró los ojos.

– Vamos a dormir.

A la mañana siguiente a Rob lo despertó una violenta pesadilla. Por unos momentos soñó que Cloncurry le golpeaba, que le daba una paliza, pero cuando se despertó se dio cuenta de que eran tambores. Tambores de verdad. Unos hombres caminaban por las oscuras calles de Sanliurfa, fuera del hotel, golpeando grandes bombos, despertando a la gente para la comida anterior al amanecer. El tradicional ritual del Ramadán.

Rob suspiró y miró su reloj, que estaba sobre la mesilla de noche. No eran más que las cuatro de la madrugada. Se quedó mirando el techo, escuchando los golpes y el estruendo de los tambores mientras Christine roncaba dulcemente a su lado.

Dos horas después, Christine le daba con el codo para despertarlo. Él se espabiló perezosamente. Se levantó y se dio una ducha con agua fría y tonificante.

Radevan y sus amigos esperaban fuera. Le ayudaron a cargar el Libro Negro en el maletero. Rob se comió un huevo duro y pan de pita en el coche mientras traqueteaban por el desierto hacia el valle de las Masacres. No tenían tiempo para quedarse a desayunar en el hotel.

Observó a los kurdos mientras cavaban. Era como si supieran que su trabajo casi había terminado, ocurriera lo que ocurriera. Parecían contentos de que aquel asunto llegara a su fin. Aquélla era su última jornada. Al día siguiente por la mañana llegaría el momento. Pasara lo que pasara. El estómago de Rob se retorció por la tensión.

A las once, el periodista subió a la colina cercana al valle y miró el agua lisa y plateada del Gran Proyecto Anatolia. Ya no estaba en la lejanía, sino a tan sólo un kilómetro y medio, y el agua parecía tomar velocidad, cayendo sobre las colinas e inundando los valles. El dique los protegería, pero la invasora inundación seguía siendo una visión amenazadora. Había una pequeña cabaña de pastores en la cima del dique. Como un centinela que los protegía de las aguas.

Se sentó sobre una roca y tomó algunas notas más, ensartando las preciosas perlas de la evidencia en el collar de la narrativa. Había una cita que no dejaba de aparecer en su mente. Recordó a su padre, en la iglesia mormona, recitándola. Del capítulo 6 del Génesis. «Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y tuvieron hijas, viendo los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres a las que quisieron…».

Durante media hora hizo anotaciones, tachó y volvió a escribir. Estaba muy cerca. La historia casi había acabado. Cerró el cuaderno, se giró y bajó la colina en dirección al valle. Encontró a Christine tumbada en el suelo, como si durmiera. Pero no estaba dormida. Miraba atentamente entre el polvo.

– Estoy buscando anomalías -dijo, levantando la vista hacia él-. Y he encontrado algunas. ¡Allí! -Se levantó, dio palmadas con las manos y los kurdos la miraron-. Por favor, señores. Pronto podrán volver a casa con sus familias y olvidarse de esta loca francesa. Sólo les pido un esfuerzo más, por favor. Allí.

Radevan y sus amigos cogieron sus palas y siguieron a Christine al otro extremo del valle.

– Caven hacia abajo, todo recto. Aquí. Y no muy hondo. A lo ancho y de forma superficial. Gracias.

Rob fue a buscar su pala para unirse a ellos. Le gustaba cavar con los kurdos. Así tenía algo que hacer en lugar de preocuparse por la posible insensatez de lo que estaban haciendo. Y de Lizzie. Lizzie. Lizzie. Lizzie.

Mientras cavaban, Rob le preguntó a Christine por los neanderta les. Ella le contó que había trabajado en varios yacimientos en los que vivieron los neandertales. Como Moula-Guercy, en la orilla del Ródano, en Francia.

– ¿Crees que se mezclaron con el Homo sapiens?

– Es posible.

– Pero yo pensaba que había una teoría que afirmaba que los neandertales simplemente habían desaparecido.

– La había. Pero también tenemos pruebas de que pudieron haberse mezclado con los humanos. -Christine se limpió el sudor de la cara con la manga-. Puede que incluso los neandertales se abrieran camino hasta el acervo genético humano. Si estaban despareciendo, incapaces de competir por comida o cualquier otra cosa, estarían desesperados por preservar su propia especie. Y eran más grandes que el Homo sapiens. Aunque posiblemente más estúpidos.

Rob vio a un pájaro que daba vueltas en el aire: otro buitre. Hizo una segunda pregunta:

– Si consiguieron mezclarse, ¿podría eso haber alterado el comportamiento de los humanos? ¿La cultura humana?

– Sí. Una posibilidad es el canibalismo. No consta que hubiera canibalismo organizado en el repertorio humano antes de, más o menos, el 300000 antes de Cristo. Pero no hay duda de que los neandertales eran caníbales. Así que… -Inclinó la cabeza, pensativa-. Así que es posible que los neandertales pudieran introducir algunos rasgos suyos. Como el canibalismo. -Un avión de la Fuerza Aérea turca cruzó el cielo. Christine añadió una idea más-: Esta mañana estuve pensando en el tamaño de los homínidos, los grandes. Los huesos que encontramos.

– Continúa…

– Bueno… Tu teoría de que podría haber una relación con el Asia Central tiene sentido. En cierto modo.

– ¿Cómo?

– El homínido más grande que jamás se ha encontrado apareció en Asia Central. Gigantopithecus. Absolutamente enorme. Un simio de quizá dos metros con setenta y cinco centímetros de altura. Como una especie de… yeti…

– ¿En serio?

Su novia asintió.

– Vivieron hace unos trescientos mil años. Podrían haber existido más tiempo, y algunos piensan que el Gigantopithecus podría haber sobrevivido lo bastante como para que su recuerdo persistiera en el Homo sapiens. Recuerdos de un simio enorme. -Movió la cabeza con un gesto de negación-. Pero por supuesto, esto es mucha imaginación. Lo más probable es que el Gigantopithecus desapareciera debido a la competencia del Homo sapiens. Nadie está muy seguro de lo que le ocurrió al Gigantopithecus. Sin embargo… -Hizo una pausa, inclinándose sobre su pala como un granjero que contempla sus campos.

Rob fue cayendo en la obvia conclusión. Sacó su cuaderno de notas y escribió con excitación.

– Lo que quieres decir es que quizá exista una tercera explicación, ¿no? Puede que el Gigantopithecus sí evolucionara, pero convirtiéndose en un rival mucho más serio para el Homo sapiens. ¿Es eso también posible?

Christine asintió frunciendo el ceño.

– Sí, es posible. De todos modos, no tenemos pruebas.

– Bien. Supongamos que ocurrió algo semejante -continuó Rob-. Entonces, ese nuevo homínido sería muy grande, agresivo y de gran inteligencia, ¿no es así? Algo que evolucionara para resistir condiciones brutales y rigurosas. Un fiero competidor por los recursos.

– Sí, estoy de acuerdo. Así sería.

– Y este gran homínido agresivo tendría también un temor instintivo a la naturaleza, a los inviernos sin fin y letales, a un Dios cruel y severo. Y sentiría una necesidad desesperada de expiación.

Christine se encogió de hombros como si no comprendiera la última idea; pero no tuvo tiempo de contestar porque Radevan los llamaba. Cuando Rob llegó, Christine ya estaba agachada sobre pies y manos limpiando más restos.

Había tres grandes vasijas a los pies de Radevan.

Estaban marcadas con sanjaks.

Rob supo enseguida lo que contenían las vasijas. Y no tuvo que decírselo a Christine, porque ella ya estaba abriendo una de ellas con el mango de una paleta. La antigua tinaja se desmenuzó y una cosa viscosa y de olor fétido rezumó sobre el polvo: un bebé medio momificado, medio licuado. El rostro no se conservaba tan intacto como los de los bebés que habían encontrado en la bodega de Edessa. Pero el grito de terror y dolor en la diminuta cara del pequeño era exactamente igual. Se trataba de otro sacrificio de un niño. Otro bebé enterrado vivo en una vasija.

Rob trató de no pensar en Lizzie.

Algunos de los kurdos habían visto la vasija y los restos. El bebé muerto y podrido. Lo señalaban y discutían. Christine les pidió que continuaran cavando. Pero ellos gritaban.

Mumtaz se acercó a Rob.

– Dicen que esto es peligroso. Que este lugar está maldito. Ven el bebé y dicen que deben irse. El agua llegará aquí pronto.

Christine les suplicó a los hombres en inglés. La discusión continuó. Algunos de los kurdos cavaban, otros se limitaron a quedarse de pie y discutir. El sol fue levantándose, ardiente y amenazador. Las palas y las paletas permanecían en el suelo sin ser utilizadas, lanzando destellos bajo la despiadada luz. El sol caldeaba el pequeño y viscoso cadáver del bebé. Aquel pequeño e indecente bulto de carne. Rob sintió un enorme deseo de enterrarlo de nuevo, cubrir aquella obscenidad. Sabía que se encontraba cerca de la solución del rompecabezas, pero también se sentía próximo a una especie de rendición nerviosa. La tensión era horrible.

Y entonces, aquella tensión empeoró. Algunos de los kurdos, lide rados por Mumtaz, tomaron una decisión: se negaron a continuar. A pesar de las súplicas de Christine, tres de ellos subieron las pendientes del valle y se subieron al segundo Land Rover.

Mumtaz miró en dirección a Rob cuando se iban, una extraña y nostálgica mirada. Después, el vehículo aceleró alejándose entre el polvo y la calima.

Pero se quedaron cuatro hombres, incluido Radevan. Y con el encanto que le quedaba a ella y el dinero que todavía poseía Rob, Christine les convenció de que terminaran la tarea. Así que todos recogieron sus palas y cavaron juntos. Cavaron durante cinco horas, atravesando el valle en oblicuo, removiendo la suficiente superficie seca y amarilla para dejar al descubierto lo que fuera necesario y, después, cambiando a otra parte.

Desenterraron partes de unos treinta esqueletos que yacían junto a las vasijas. Pero no se trataba de esqueletos normales. Eran una mezcla de los homínidos grandes, los híbridos y los pequeños cazadores-recolectores. Todos ellos mezclados, de manera indiscriminada y desordenada. Y todos los esqueletos mostraban algún daño, signos de muerte violenta. Golpes atroces en el cráneo, agujeros de arpones en la pelvis, brazos rotos, fémures rotos, cabezas destrozadas.

Habían desenterrado un campo de batalla. Un yacimiento terrible de masacre y lucha. Habían desenterrado el valle de la Matanza.

Christine miró a Rob. Él le devolvió la mirada.

– Creo que ya hemos acabado aquí. ¿Tú no? -dijo.

Christine asintió solemnemente.

Rob se metió la mano en el bolsillo y sacó el teléfono. La sensación era casi de euforia. La podía sentir en los pulmones y en su corazón. Lo había resuelto. Había descifrado el gran secreto que Cloncurry se había empeñado en ocultar. El secreto del Génesis. Y eso significaba que Rob, por fin, tenía poder sobre Cloncurry. Iba a conseguir que le devolvieran a su hija.

Ansioso, pero esperanzado por primera vez en estas amargas semanas, marcó el número. Estaba a punto de telefonear a Cloncurry y exigirle la devolución inmediata de su hija cuando escuchó una voz.

– Vaya. Hola.

Rob se giró. Había una figura de pie en la cima de la colina que se encontraba sobre ellos, entre el valle y el sol del oeste. El sol brillaba tanto por detrás de aquella figura que Rob no pudo adivinar quién era. Entrecerró los ojos y levantó un brazo.

– ¿He engordado? Qué deprimente. ¿Seguro que no me reconoce?

Rob sintió que la sangre se le coagulaba del susto.

Jamie Cloncurry estaba en la colina con una pistola en la mano. El arma apuntaba a Rob. El asesino tenía dos hombres grandes a su lado. Dos kurdos enormes con negros bigotes y visiblemente armados. Los dos matones sostenían entre ellos una pequeña figura atada con correas.

¡Lizzie! Viva, pero claramente asustada y amordazada con fuerza.

Rob miró a izquierda y a derecha, hacia Radevan y sus amigos. Buscaba ayuda.

Cloncurry se rió.

– Yo no esperaría ninguna ayuda de su parte, señor Robbie. -Con un gesto lánguido, le hizo una señal a Radevan.

Radevan asintió obediente. Se giró, miró a Rob y a Christine y luego frotó el dedo pulgar con el índice.

– Inglés mucho dinero. Dólares y euros. Dólares y euros…

Luego hizo una señal a sus amigos y el resto de los kurdos dejaron caer sus herramientas alejándose del periodista y de Christine, abandonándolos a su suerte con despreocupación.

Rob vio, boquiabierto, derrotado y desolado, cómo los kurdos subían con calma la colina en dirección al Land Rover. Radevan abrió el maletero del vehículo y sacó Libro Negro. Lo acercó hasta Cloncurry, dejándolo sobre el polvo junto a Lizzie. El asesino sonrió y asintió y Radevan volvió al coche, se montó en el asiento delantero y se alejó levantando el polvo con las ruedas y llevándose con él las escopetas y la pistola.

El polvo naranja quedó suspendido en el aire, como un reproche, mientras el vehículo desaparecía por el horizonte quemado por el sol, dejando a Rob y a Christine solos e indefensos en el fondo del valle.

Por encima de ellos estaba Cloncurry, armado, con los otros dos kurdos. El asesino tenía su vehículo de tracción a las cuatro ruedas aparcado a unos cientos de metros, plateado y reluciente bajo la luz del desierto. Obviamente, había ido a pie para sorprenderles. Y había funcionado.

Estaban atrapados. Lizzie se puso de rodillas, amordazada y atada, sobre el polvo, mirando a su padre con ojos de desesperación y perplejidad, implorándole que la salvara.

Pero Rob sabía que no podía. Sabía qué iba a ocurrir a continuación. Y no iba a ser un rescate heróico.

Cloncurry iba a matar a Lizzie delante de él. Iba a sacrificar a la primogénita de Rob, allí, en el desierto, mientras los cuervos y las águilas ratoneras daban vueltas por el cielo. Su hija iba a morir, cruel y brutalmente, en los próximos minutos. Y Rob se vería obligado a mirar.

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