18

Rob se asomó a la ventana del apartamento. La ciudad vibraba. Los vendedores de pan desfilaban por las bulliciosas calles llevando sobre sus cabezas grandes bandejas con bollos, dulces y galletas saladas con sésamo. Los ciclomotores pasaban por las aceras esquivando a las colegialas de piel oscura con sus mochilas.

Rob volvió a oír el golpe. Escudriñó la escena. Un hombre troceaba baclava con un cortador de pizzas en una tienda al otro lado de la calle. Y una vez más, el golpe.

Entonces vio una motocicleta, una Triumph inglesa grasienta, negra y vieja que producía detonaciones por el tubo de escape. Su dueño se había bajado de la moto y golpeaba con rabia la máquina con su pie izquierdo. Rob estaba a punto de volver a entrar cuando vio algo más.

La policía. Había tres policías saliendo de dos coches en la calle. Dos de ellos llevaban uniformes manchados de sudor, el tercero vestía un pulcro traje azul y una corbata de color rosa claro. Los policías se acercaron a la entrada del edificio de Christine que estaba dieciocho metros más abajo y se detuvieron. Después pulsaron el botón.

El timbre sonó en el apartamento de Christine, muy fuerte.

Christine ya había salido de su dormitorio completamente vestida.

– Christine, la policía está…

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -exclamó-. ¡Buenos días, Robert! Su expresión parecía crispada, pero no asustada. Fue al portero automático y pulsó el botón para abrir la puerta. Rob se puso las botas. Segundos después, la policía estaba en el apartamento, en el salón y en el rostro de Christine.

El hombre pulcramente vestido era amable, hablaba bien, pero tenía un cierto aire siniestro. Apenas llegaba a los treinta años. Miró a Rob con curiosidad.

– Usted debe de ser…

– Rob Luttrell.

– ¿El periodista británico?

– Bueno, americano, pero vivo en Londres…

– Perfecto. Eso es más conveniente. -El oficial sonrió como si le hubieran dado un enorme cheque que no se esperaba-. Hemos venido a entrevistar a la señorita Meyer sobre el terrible asesinato de su amigo, Franz Breitner. Pero también nos gustaría hablar con usted. ¿Quizá después?

Rob asintió. Se había imaginado que tendría una reunión con la policía, pero se sintió extrañamente culpable de que lo acorralaran allí, en el apartamento de Christine a las nueve de la mañana. Quizá el policía estuviera jugando con su culpa. Su sonrisa era provocativa y de superioridad. Se acercó tímidamente al escritorio y dedicó otra mirada desdeñosa al periodista.

– Soy el oficial Kiribali. Como desearíamos hablar con la señorita Meyer primero y en privado, nos ayudaría que usted saliera durante una hora, más o menos.

– Bien, de acuerdo.

– Pero no se aleje mucho. Sólo una hora. Después podemos proceder con usted. -Otra sonrisa maliciosa-. ¿Le parece bien, señor Luttrell?

Rob miró a Christine. Ella asintió tristemente. Se sintió más culpable, por dejarla sola con aquel tipo asqueroso. Pero no tenía elección. Cogió su chaqueta y salió del apartamento.

Pasó la siguiente hora sentado en una silla de plástico sudorosa de un ruidoso cibercafé tratando de ignorar al anciano gruñón ataviado con un peto de panadero que, a su derecha, veía porno lésbico.

Rob pensó en los números del cuaderno de Breitner. Los escribió en todos los buscadores posibles, dándoles vueltas y cambiándolos de lugar. ¿Qué podrían ser aquellas cifras? Seguramente eran una pista, quizá la clave. Una posibilidad era que se tratara de números de páginas. Pero ¿de qué libro? Y no había duda de que se elevaban mucho…, mil trece.

El panadero turco había terminado su exploración. Pasó al lado de Rob con expresión petulante. Rob miró la pantalla con los ojos entrecerrados y volvió a mover los números. ¿Qué era todo aquello? ¿Se trataba de coordenadas geográficas? ¿Años? ¿Dataciones según el carbono 14? No tenía ni idea.


Pensó que el mejor método de solucionar un rompecabezas como ése era dejarlo estar y que el subconsciente se pusiera en marcha. Como un ordenador que emite su zumbido en un cuarto interior. Aquella idea tenía una buena garantía. Rob había leído una vez que un científico llamado Kekule trató de esclarecer la estructura molecular del benceno. Kekule trabajó en ello durante meses sin ningún éxito. Pero una noche soñó con una serpiente con la cola en la boca: un antiguo símbolo llamado uróboros.

Kekule se despertó después, recordó el sueño y se dio cuenta de que su inconsciente le estaba hablando: la molécula del benceno era un anillo, como una serpiente que se muerde la cola. Como el uróboros. Kekule se apresuró a entrar en su laboratorio para comprobar su hipótesis. La solución que había soñado era la correcta en todos los aspectos.

Así de poderoso era el inconsciente. Así que quizá Rob tuviera que aparcar el problema en la bodega de la mente durante un tiempo, para dejar que fermentara. Era probable que después apareciera en su mente la solución a los números de Breitner cuando estuviera pensando en otra cosa: en la ducha, afeitándose, durmiendo o conduciendo. O cuando lo estuviera interrogando la policía…

¡La policía! Rob miró su reloj. Había pasado una hora. Empujó la silla hacia atrás, pagó al dueño del cibercafé y se dirigió rápidamente al apartamento de Christine.

Uno de los policías uniformados le abrió la puerta. Christine estaba sentada en el sofá frotándose los ojos. El otro agente le ofrecía pañuelos de papel. Rob se mostró enfadado.

– No se preocupe, señor Luttrell. -El oficial Kiribali estaba sentado sobre la mesa, con las piernas cruzadas por los tobillos. Su tono de voz era despreocupado y presuntuoso-. Aquí no somos iraquíes. Pero hablar de la muerte de su amigo ha sido para la señorita Meyer un poco… incómodo.

Christine miró al policía con recelo y Rob detectó bastante resentimiento en su expresión. Después, ella fue a su dormitorio y dio un portazo.

Kiribali se tiró de los resplandecientes y blancos puños de la camisa y señaló el sofá con su mano de uñas arregladas con manicura, indicándole a Rob que se sentara. Los otros dos policías se habían instalado en diferentes rincones de la habitación. Mudos y vigilantes. Kiribali le sonrió a Rob.

– Así que es usted escritor.

– Sí.

– Qué encantador. Rara vez tengo la oportunidad de conocer a escritores. Esta ciudad es muy inculta. Ya sabe, por los kurdos… -Suspiró-. No son exactamente eruditos. -Se dio un golpecito en el mentón con el bolígrafo-. Yo estudié literatura inglesa en Ankara. Es mi placer privado, señor Luttrell.

– Bueno, yo no soy más que un periodista.

– ¡Hemingway no era más que un periodista!

– Es cierto. Yo soy sólo un reportero.

– Pero es usted demasiado modesto. Es un hombre de letras. -Los ojos de Kiribali eran de un color azul muy oscuro. Rob se preguntó si llevaba lentillas de contacto. Rebosaba vanidad-. A mí siempre me gustaron los poetas estadounidenses. En especial, las mujeres. Emily Dickinson. Y Sylvia Plath. ¿Las conoce? -Miró a Rob con una expresión hierática en su rostro-. «Una locomotora, una locomotora, que me apartaba con desdén como a un judío… ¡Creo que podría ser judía yo misma!». -Kiribali sonrió, cortés-. ¿Verdad que son unos de los versos más aterradores de la literatura?

Rob no sabía qué decir. No quería hablar de poesía con un policía.

Kiribali dejó escapar un suspiro.

– Quizá en otra ocasión. -Movió el bolígrafo entre sus dedos-. Sólo tengo unas cuantas preguntas. Sé que usted no presenció el presunto asesinato. Por tanto…

Y así avanzó la entrevista. Fue breve e incluso superficial. Casi sin sentido. Kiribali apenas tomó nota de las respuestas de Rob y uno de los policías encendía y apagaba la grabadora con apatía. Después, Kiribali terminó con algunas preguntas más personales. Parecía más interesado en la relación de Rob con Christine.

– Es judía, ¿verdad?

Rob asintió. Kiribali sonrió contento, como si su mayor problema hubiera quedado resuelto, y después dejó el bolígrafo sobre la mesa, colocado de forma precisa en paralelo al borde. Chasqueó los dedos y los somnolientos agentes se levantaron. Los tres policías se dirigieron hacia la puerta. Deteniéndose en el umbral, Kiribali le pidió a Rob que le dijera a Christine que probablemente la llamarían para hacerle más preguntas «en el futuro». Después se fue, con una última bocanada nociva de colonia.

Rob se dio la vuelta. Christine estaba en la puerta del dormitorio y volvía a parecer serena y relajada con una camisa blanca y unos pantalones de color caqui.

– Es un completo gilipollas.

Christine se encogió de hombros con aprobación.

Peut-étre. Sólo estaba haciendo su trabajo.

– ¿Te ha hecho llorar?

– Al hablar de Franz. Sí… No lloraba desde hacía días.

Rob agarró su chaqueta. Después la dejó. Miró al cuaderno de Breitner sobre el escritorio. No sabía qué hacer ahora. No sabía adónde se dirigía ni hacia dónde avanzaba esta historia, sólo era consciente de que estaba involucrado en ella e incluso en peligro. ¿O no era más que una paranoia? Rob miró el cuadro de la pared. La extraña torre. Christine siguió su mirada.

– Harán.

– ¿Dónde está?

– No muy lejos, a una hora más o menos. -Se le iluminaron los ojos-. ¿Sabes? Tengo una idea. ¿Te gustaría verla? ¿Salir de nuevo de Urfa? Preferiría estar en otro sitio. En cualquiera menos en éste.

Rob asintió interesado. Se sentía cada vez más arrastrado hacia el desierto cuanto más tiempo pasaba allí, en la Turquía kurda. El paisaje agreste de las sombras del desierto, el silencio de los valles vacíos…, le gustaba todo eso. Y más ahora que el vacío del desierto era preferible a su alternativa: un día merodeando por la calurosa y vigilante Sanliurfa.

– Vamonos.

Era un viaje largo: el paisaje al sur de Urfa resultaba aún más brutal que el desierto que rodeaba Gobekli. Grandes llanuras amarillas se extendían hacia el titilante horizonte gris; las inmensidades de arena asediaban la destartalada y extraña aldea kurda. El sol ardía. Rob bajó la ventanilla del coche del todo, pero la brisa seguía siendo caliente, como si hubieran encendido un montón de sopletes sobre el Land Rover.

– En verano pueden alcanzarse los cincuenta grados aquí -dijo Christine cambiando de marcha con un fuerte crujido-. A la sombra.

– Puedo creerlo.

– No siempre fue así, por supuesto. El clima cambió hace diez mil años. Como te contó Franz…

Durante unos veinte kilómetros hablaron del cuaderno de Breitner: el mapa, los garabatos y, por supuesto, los números. Pero a ninguno de ellos se le había ocurrido nada nuevo. El subconsciente de Rob estaba de vacaciones. Su idea sobre Kekule no había funcionado.

Pasaron por un control del ejército. Las bandera rojo sangre del estado turco colgaba mustia bajo el sol del mediodía. Uno de los soldados se puso de pie, comprobó cansinamente el pasaporte de Rob, le lanzó una fugaz mirada lasciva a Christine por la ventanilla del coche y después les hizo una señal con la mano para que siguieran por la abrasadora carretera.

Media hora después, Rob vio, de repente, la extraña torre, amenazante. Se trataba del pilar roto de un edificio construido con ladrillos de adobe calcinado de siete pisos de altura, pero destrozado por la parte superior. Era enorme.

– ¿Qué es?

Christine viró bruscamente, dejando la carretera principal y dirigiéndose hacia la torre.

– Pertenece a la universidad islámica más antigua del mundo: Harán. Tiene aproximadamente unos mil años. Ahora está abandonada y en ruinas.

– Se parece a la torre de las cartas del Tarot. La torre golpeada por un rayo.

Christine asintió distante, mirando por la ventanilla mientras aparcaba; escudriñaba una fila de casas pequeñas con cúpulas de adobe como tejado. Tres niños daban patadas a un balón hecho de harapos en el patio que colindaba con las diminutas casas. Unas cabras balaban en medio del calor.

– ¿Ves aquello?

– ¿Las casas de adobe? Ajá.

– Puede que lleven aquí desde el tercer milenio antes de Cristo. Harán es tremendamente antigua. Según la leyenda, se supone que Adán y Eva vinieron aquí, después de ser expulsados del paraíso.

Rob pensó en su nombre: Harán. Le hizo recordar a su padre, leyendo la Biblia.

– Y es mencionada en el Génesis.

– ¿Qué?

– El libro del Génesis -repitió Rob-, capítulo 11, versículo 32 y capítulo 27, versículo 43. Abraham vivió aquí. En Harán.

Christine sonrió.

– Estoy impresionada.

– Yo no. Ojalá no recordara ninguna de esas gilipolleces. De todos modos -añadió-, ¿cómo pueden estar seguros?

– ¿De qué?

– ¿Cómo pueden estar seguros de que es la ciudad en la que Adán y Eva vivieron tras la caída? ¿Por qué no en Londres? ¿O Hong Kong?

– No lo sé… -Ella sonrió ante su sarcasmo-. Pero está bastante claro, como tú dices, que las primeras tradiciones abrahámicas se remontan a esta zona. Abraham está estrechamente relacionado con Sanliurfa. Y sí, Harán es el lugar donde Abraham recibió la llamada de Dios.

Rob bostezó, salió del coche y oteó entre la polvareda. Christine se unió a él. Juntos observaron a una cabra sarnosa rascándose contra un autobús viejo y oxidado; inexplicablemente, aquel autobús tenía sangre en uno de sus lados. Rob se preguntó si los agricultores del lugar lo utilizaban como matadero improvisado. Era un lugar extraño.

– Así que -dijo él- hemos quedado en que Abraham era de aquí. Y que fue el fundador de… las tres religiones monoteístas, ¿no?

– Sí. El judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Fundó todas ellas. Y cuando partió de Harán se fue a la tierra de Canaán, propagando la palabra de Dios, el Dios único de la Biblia, el Talmud y el Corán.

Rob escuchó esto con una vaga pero persistente sensación de intranquilidad. Se apoyó en el coche y deliberó; estaba teniendo más recuerdos de su infancia. Su padre leyendo el Libro de Mormón. Sus tíos citando el Eclesiastés. «Alégrate, joven, en tu juventud». Aquél era el único versículo de la Biblia que le había gustado de verdad. Recitó el verso en voz alta y después siguió hablando.

– ¿Y qué hay del sacrificio, la muerte de su hijo? -Miró la inteligente expresión de Christine en busca de confirmación-. Recuerdo que había una historia de Abraham y su hijo, ¿no?

Christine asintió.

El sacrificio de Isaac. El profeta Abraham iba a matar a su propio hijo como sacrificio, un sacrificio ordenado por Jehová. Pero Dios le quitó el cuchillo.

– Ahí lo tienes. Descendientes del viejo.

Christine se rió.

– ¿Quieres quedarte aquí o prefieres que te lleve a algún sitio más raro?

– ¡Oye! ¡Estamos en racha!

Volvió al coche de un salto. Christine metió una marcha y se aleja ion a toda velocidad. Rob se echó hacia atrás mirando el paisaje desdibujándose entre el polvo. De vez en cuando, las onduladas colinas mostraban en su cúspide un edificio en ruinas o un castillo otomano desmoronado. O un demonio del polvo que se abría paso con un zumbido entre las inmensidades del desierto. Y después, increíblemente, la desolación se intensificó. El camino se volvió más rocoso. Incluso el azul del cielo del desierto pareció oscurecerse, hasta convertirse en un púrpura melancólico. El calor era casi insoportable. El coche traqueteaba entre los promontorios de color amarillo descolorido y los ardientes surcos de los caminos. Apenas un árbol irrumpía entre aquella infinita esterilidad.

– Sogmatar -anunció por fin Christine.

Se acercaban a una pequeña aldea, sólo unas cuantas chozas de cemento perdidas en el valle desnudo y silencioso en mitad de la nada calcinada y poderosa.

Había un gran jeep aparcado incongruentemente en la puerta de una de las casuchas; pero las calles y los patios estaban vacíos de gente; a Rob le recordó de inmediato y curiosamente a Los Angeles. Grandes coches e infinita luz del sol. Y sin gente.

Como una ciudad azotada por una plaga.

– Algunos habitantes de Urfa tienen aquí su segunda vivienda -comentó Christine-. Junto a los kurdos.

– ¿Por qué demonios iba a vivir nadie aquí?

– Tiene mucho ambiente. Ya verás.

Salieron del coche sumergiéndose en el horno del calor polvoriento. Christine avanzó abriéndose paso por los antiguos muros decadentes, tras pasar por unos cuantos bloques de mármol esparcidos y tallados. El último se parecía a los capiteles romanos.

– Sí -dijo Christine, percibiendo cuál iba a ser la siguiente pregunta de Rob-. Los romanos estuvieron aquí, y los asirios. Todos vinieron aquí.

Se acercaron al gran agujero negro de un edificio extraño y muy achaparrado, esculpido literalmente en la roca. Entraron en el interior de la estructura de techo bajo. Rob tardó unos segundos en acostumbrar la vista a la oscuridad.

Dentro, el olor a excrementos de cabra era agobiante. Fuerte, húmedo y asfixiante.

– Esto es un templo pagano. A los dioses de la luna -explicó Christine, señalando a unas figuras grabadas de forma rudimentaria en las paredes del oscuro interior-. El dios de la luna está aquí, se pueden ver sus cuernos. ¿Ves? La curva de la luna nueva.

La efigie erosionada tenía una especie de casco: dos cuernos en forma de luna creciente se balanceaban sobre su cabeza. Rob pasó una mano por la piedra. Estaba caliente y extrañamente húmeda. Retiró la mano. Las decadentes efigies de los dioses extintos lo mirabanfijamente con sus erosionados ojos. Aquello estaba tan silencioso que Rob podía oír los latidos de su propio corazón. El ruido del mundo exterior apenas era perceptible, sólo los tintineos de los cencerros de las cabras y el sonido del viento del desierto agitándose. La cálida luz del sol ardía en la puerta, haciendo que la oscura habitación pareciera aún más tenebrosa.

– ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien…

Ella se dirigió hacia la pared opuesta.

– El templo data del siglo II después de Cristo. El cristianismo se estaba extendiendo por esta zona, pero aún adoraban a los dioses antiguos. Con sus cuernos. Me encanta esto.

Rob miró a su alrededor.

– Muy bonito. Deberías comprarte un apartamento.

– ¿Siempre eres sarcástico cuando te sientes incómodo?

– ¿Podemos ir a tomarnos un café?

Christine se rió.

– Tengo que enseñarte un sitio más. -Lo sacó del templo y Rob sintió un verdadero alivio al salir de aquella húmeda y fétida oscuridad. Subieron una pendiente pedregosa de polvo caliente. Al darse la vuelta un momento para recuperar el aliento, Rob vio a un niño que los miraba fijamente desde una de las humildes casas. Un pequeño rostro oscuro en una ventana rota.

Christine se abrió camino hacia arriba por una última cuesta.

– El templo de Venus.

Rob subió los últimos metros de pedregal hasta llegar al lado de ella. El viento era fuerte allí arriba, pero seguía ardiendo. Podía ver varios kilómetros de distancia. Se trataba de un paisaje extraordinario. Kilómetros y kilómetros de desolación infinita, ondulante y pálida. Colinas agonizantes de rocas muertas. Las montañas estaban marcadas por los huecos vacíos de las cuevas. Aquéllas eran, según pensó Rob, más ermitas y templos paganos, cada uno en peor estado que el anterior. Miró hacia el suelo que pisaban, el suelo de un templo, al aire libre.

– ¿Y cuándo se construyó esto?

– Posiblemente por los asirios o los cananeos. Nadie lo sabe con seguridad. Es muy antiguo. Los griegos se hicieron cargo de él y después los romanos. Era con seguridad un lugar de sacrificios humanos. -Ella le señaló algunos surcos tallados en la roca que había debajo de ellos-. ¿Ves? Esto era para que la sangre fluyera por aquí.

– Vale…

– Todas estas primitivas religiones orientales eran muy aficionadas a los sacrificios.

Rob miró las colinas del desierto y hacia la pequeña aldea que había abajo. El niño se había ido; la ventana rota estaba vacía. Uno de los coches se movía, tomando el camino que salía de Sogmatar. La carretera pasaba al lado de la ribera seca de un antiguo río. El curso de un río muerto.

El periodista trató de imaginarse cómo serían los sacrificios allí. Las piernas atadas con bramante basto, las manos amarradas por detrás de la espalda, el repugnante aliento del sacerdote sobre el rostro; y después el ruido sordo del dolor cuando el cuchillo atravesaba la caja torácica…

Respiró hondo y se quitó el sudor de la frente con la mano. Seguro que ya era hora de irse. Hizo un gesto en dirección al coche. Christine asintió y bajaron la colina hasta el Land Rover que los esperaba. Pero en mitad de la pendiente, Rob se detuvo, mirando fijamente la colina.

De repente, lo supo. Había adivinado lo que significaban los números.

Los números del cuaderno de Breitner.

Загрузка...