Parecía que Kiribali estaba solo, aunque Rob podía ver todavía el coche de policía aparcado, en silencio y esperando, junto a los jardines Golbasi.
El detective turco vestía otro traje elegante, esta vez de lino color crema. Llevaba una corbata de estilo inglés, con rayas verdes y azules. A medida que cruzaba el pequeño puente y se acercaba a la mesa, su sonrisa se iba haciendo más amplia y siniestra.
– Buenos días. Mis agentes me han dicho que estaban aquí. -Se inclinó para besar la mano de Christine y acercó una silla. Después se dirigió a un camarero que pasaba y cambió su comportamiento, de servil a dominante-: ¡Lokoum! -El camarero se estremeció asustado y asintió. Kiribali sonrió hacia la mesa-. He pedido delicias turcas. Deben probarlas aquí en Golbasi. Las mejores de Sanliurfa. Verdaderas delicias turcas. Por supuesto, ya conocerán la historia de su invención.
Rob contestó que no. Eso pareció gustar a Kiribali, que acercó su silla presionando el mantel con sus manos bien arregladas.
– La historia es que un jeque otomano estaba cansado de discutir con sus esposas. Su harén era un caos. Así que le pidió al confitero de la corte que le hiciera unos dulces tan deliciosos que hicieran callar a sus mujeres. -Kiribali se reclinó en su asiento cuando el camarero colocó sobre la mesa el plato de dulces espolvoreados con azúcar-. Aquello funcionó. Las mujeres se apaciguaron con las delicias turcas y la tranquilidad volvió al harén. Sin embargo, las concubinas se pusieron tan gordas por culpa de estas delicias con tantas calorías que el jeque se volvió impotente en su compañía. Así que… el jeque hizo que lastraran al confitero. -Kiribali se rió a carcajadas de su propia historia, cogió el plato y se lo ofreció a Christine.
Rob sintió, y no era la primera vez, un extraño sentimiento ambivalente hacia Kiribali. El policía era encantador, pero también había algo amenazador en él. Su camisa estaba demasiado limpia, su corbata era demasiado inglesa y su elocuencia demasiado estudiada y hábil. Resultaba evidente que era muy inteligente. Rob se preguntó si Kiribali se encontraba cerca de alguna solución al asesinato de Breitner.
Las delicias turcas estaban exquisitas. Kiribali volvió a ofrecérselas.
– ¿Han leído los libros de Narnia?
Christine asintió y Kiribali continuó hablando.
– Seguramente sea la referencia literaria más famosa de las delicias turcas. Cuando la reina de las Nieves ofrece los dulces…
– ¿El león, la bruja y el armario?
– ¡Exacto! -Kiribali se rió con satisfacción y después dio un sorbo a su pequeña taza de té-. A menudo me preguntó por qué los británicos son tan aficionados a la literatura infantil. Es un don especial de la raza de la isla.
– ¿Quiere decir comparado con los estadounidenses?
– Comparado con cualquiera, señor Luttrell. Piénselo. Las historias más famosas para niños. Lewis Carroll, Beatrix Potter, Roald Dahl, Tol kien… Incluso el vomitivo Harry Potter. Todos ellos británicos.
Una agradable brisa mecía los rosales de Golbasi.
– Creo que se debe a que los británicos no tienen miedo de asustar a los niños -afirmó Kiribali-. Y a los niños les encanta que los asusten. Algunas de las mejores historias infantiles son verdaderamente macabras, ¿no creen? Un fabricante de sombreros psicótico envenenado con mercurio, un chocolatero solitario que tiene como empleados a negros diminutos…
Rob levantó una mano.
– Oficial Kiribali…
– ¿Sí?
– ¿Existe algún motivo en especial por el que haya venido a hablar con nosotros?
El policía se limpió sus femeninos labios con el extremo de una servilleta.
– Quiero que se vayan. Los dos. Ahora.
Christine se mostró desafiante.
– ¿Por qué?
– Por su propio bien. Porque se están metiendo en asuntos que no comprenden. Éste… -Kiribali movió una mano por encima de ellos, un gesto que abarcaba la ciudadela, las dos columnas corintias de la cima y las oscuras cuevas que había debajo-. Éste es un lugar muy antiguo. Hay demasiados secretos aquí. Oscuros temores que ustedes no serían capaces de entender. Cuanto más se involucren, más peligroso será.
Christine movió la cabeza.
– No me van a ahuyentar.
Kiribali la miró con el ceño fruncido.
– Son ustedes estúpidos. Están acostumbrados a las cafeterías de Starbucks y a… ordenadores portátiles y… sofás-cama. A la vida cómoda. Esto es el antiguo Oriente. Está más allá de su comprensión.
– Pero dijo que probablemente querría hacernos preguntas…
– ¡Ustedes no son sospechosos! -El detective hablaba con expresión de enfado-. ¡No les necesito!
Christine no se inmutó.
– Lo siento, pero no me van a dar órdenes. Ni usted ni nadie.
Kiribali se giró hacia Rob.
– Entonces debo apelar a su lógica masculina. Ya sabemos cómo son las mujeres…
Christine se incorporó en su asiento.
– Quiero saber qué hay en el sótano. ¡El museo!
Este arrebato dejó sin palabras al detective turco. En su cara se dibujó una expresión extraña y confusa. Después, frunció el ceño. Miró a su alrededor como si esperara que un amigo se uniera a ellos. Pero la terraza de la cafetería estaba vacía. Sólo quedaba una pareja de dos hombres gordos y trajeados que fumaban shishas en un rincón sombrío. Miraron a Rob con languidez y sonrieron.
Kiribali se puso de pie de forma repentina. Sacó unas cuantas liras turcas de una elegante cartera de piel y dejó el dinero con cuidado sobre el mantel.
– Lo diré de una manera clara para que lo entiendan. Se les ha v isto entrando sin permiso en un yacimiento, en Gobekli Tepe. La semana pasada.
Rob sintió un escalofrío de miedo. Si Kiribali lo sabía, tenían problemas.
El turco continuó hablando.
– Tengo amigos en las aldeas turcas.
Christine trató de explicarse.
– Simplemente buscábamos…
– Simplemente buscaban al diablo. Las judías deberían saberlo.
Kiribali pronunció la palabra «judías» con un tono sibilante que a Kob le recordó al siseo de una serpiente-. Mi paciencia… no es infinita. Si no salen de Sanliurfa antes de mañana terminarán en la celda de una prisión turca. Allí podrán descubrir que algunos de mis colegas del proceso judicial de la república de Ataturk no comparten mi actitud humanitaria hacia su bienestar. -Les sonrió de la forma más falsa que le fue posible y después se fue, rozando a su paso las gruesas rosas, que se balancearon y dejaron caer unos cuantos pétalos escarlata.
Durante un momento, Rob y Christine se quedaron allí sentados. Rob percibió la inminencia del problema. Casi podía oír cómo se disparaban las alarmas. ¿En qué se estaban metiendo? Aquélla era una buena historia periodística pero, ¿merecía la pena ponerse en peligro? El tren del pensamiento lo condujo, inconscientemente, de vuelta a Iraq. Ahora recordaba a la terrorista suicida de Bagdad. Todavía podía ver el rostro de aquella mujer. Una hermosa joven de pelo largo y oscuro y exuberantes labios pintados de rojo brillante. Una terrorista suicida con los labios pintados. Y entonces ella le sonrió, casi de una forma seductora, mientras acercaba la mano al detonador para asesinarlos a todos.
Sintió un escalofrío al recordarlo. Pero aquella horrible imagen le proporcionó también una especie de firmeza. Estaba harto de que lo amenazaran. O de que lo atemorizaran. ¿Quizá debía quedarse esta vez y superar sus temores?
Christine estaba del todo decidida.
– Yo no me voy.
– Nos arrestarán.
– ¿Por qué? ¿Por conducir de noche?
– Entramos en la excavación sin permiso.
– No puede mandarnos a la cárcel por eso. Es un farol.
Rob puso reparos.
– Yo no estoy tan seguro. No sé…
– A mí me parece muy débil. No es más que un juego…
– ¿Débil? ¿Kiribali? -Rob negó firmemente con la cabeza-. No, no lo es. He investigado un poco sobre él. He hecho algunas preguntas. Es respetado, incluso temido. Dicen que es un experto perdonavidas. No es bueno tenerle de enemigo.
– Pero no podemos irnos aún. ¡No hasta que sepa algo más!
– ¿Te refieres a ese asunto del sótano? ¿Al museo? ¿Qué es todo eso?
El camarero merodeaba alrededor de ellos, esperando a que se fueran. Pero Christine pidió otros dos vasos de cay dulce de color rubí.
– La última línea del cuaderno -explicó-. «Calaveras de Cayonu, cf. Orra Keller». ¿Recuerdas las calaveras de Cayonu?
– No -confesó Rob-. Cuéntame.
– Cayonu es otro yacimiento famoso. Casi tan antiguo como Gobekli. Está a unos ciento cincuenta kilómetros al norte. Allí fue el primer lugar donde se domesticaron cerdos.
El camarero colocó sobre la mesa dos vasos más y dos cucharas de plata. Rob se preguntó si alguien podría intoxicarse por tomar demasiado té.
Christine siguió hablando.
– Cayonu está siendo excavado por un equipo estadounidense. Hace unos cuantos años encontraron un estrato de cráneos y de esqueletos despedazados bajo una de las salas centrales del yacimiento.
– ¿Cráneos humanos?
Christine asintió.
– Y también huesos de animales. Los análisis demostraron también que se había derramado mucha sangre humana. Ese lugar es conocido ahora como la Cámara de la Calavera. A Franz le fascinaba Cayonu.
– ¿Y qué?
– Las pruebas encontradas en Cayonu apuntan a una especie de sacrificios humanos. Esto crea controversia. Los kurdos no quieren creer que sus antepasados… estaban sedientos de sangre. ¡Ninguno de nosotros quiere creerlo! Pero la mayoría de los expertos piensan ahora que los huesos en la Cámara de la Calavera son restos de muchos sacrificios humanos. El pueblo de Cayonu construyó sus casas sobre cimientos hechos de huesos, los huesos de sus propias víctimas.
– Qué agradable.
Christine revolvió el azúcar de su té.
– De ahí la última línea del cuaderno. La bodega de Edessa.
– ¿Cómo?
– Así es como suelen llamar los conservadores del museo de San liurfa a la mayoría de los archivos ocultos del museo dedicados a los restos preislámicos.
Rob hizo una mueca.
– Perdona, Christine. Me estoy perdiendo.
Christine se explicó.
– Sanliurfa ha tenido muchos nombres. Los cruzados la llamaron Edessa, como los griegos. Los kurdos lo llaman Riha. Los árabes,al-Ruha. La ciudad de los profetas. Orra es otro nombre. Es la transcripción del nombre griego. Así que, Edessa quiere decir Orra.
– ¿Y Keller?
– ¡No es un nombre! -Christine sonrió triunfante-. Es la palabra alemana sótano, bodega, cripta. Franz lo escribió en mayúsculas porque así es como se hace en alemán. Los sustantivos se escriben en mayúscula.
– Entonces… Creo que ya entiendo…
– Cuando escribió «Orra Keller» se refería básicamente a la bodega de Edessa. ¡En los sótanos del museo de Urfa!
Christine se recostó en su asiento. Rob se inclinó hacia delante.
– Así que nos está diciendo que hay algo en la bodega de Edessa. Pero ¿no sabíamos eso ya?
– Pero ¿por qué ponerlo en el cuaderno si no es como recordatorio de algo especial? ¿Y qué significa «cf.»?
– ¿Puede encontrarse…? ¿Puede…?
– Es del latín. Confer. Quiere decir comparar o contrastar. Es una abreviatura académica. Cf. Está diciendo que se comparen los famosos cráneos de Cayonu con algo que hay en los sótanos del museo. Pero no hay, ni había, nada importante allí abajo. Yo misma revisé los archivos cuando llegué aquí. Pero recuerda -dijo, moviendo un dedo como lo haría un profesor-, Franz estaba excavando cosas en Gobekli en secreto y de noche, justo antes de que lo asesinaran. -Su rostro se enrojeció lleno de emoción, o puede que de rabia.
– ¿Y crees que colocó sus hallazgos allí? ¿En las bodegas preislá micas?
– Es el lugar ideal. La parte más polvorienta del sótano del museo, la que está más apartada. Es seguro, está oculto y prácticamente olvidado.
– De acuerdo -dijo Rob-. Pero sigue siendo una teoría bastante disparatada. Poco convincente.
– Puede que sí. Sin embargo…
Rob cayó en la cuenta.
– Estabas poniendo a prueba a Kiribali.
– ¡Y ya viste cómo reaccionó! Yo tenía razón. Hay algo en ese sótano.
El té se había quedado casi frío. Rob vació el vaso y miró al otro lado de la mesa. Christine tenía una cara oculta. Y era muy astuta.
– ¿Quieres ir a mirar?
Ella asintió.
– Sí, pero está cerrado. Y la puerta tiene una clave de acceso.
– ¿Otra vez entrar sin permiso? Es demasiado peligroso.
– Lo sé.
El viento susurró entre los limeros. Por encima del puente, una mujer vestida con un chador hasta los pies sostenía en brazos a su bebé y le besaba sus rechonchos y rosados dedos, uno a uno.
– ¿Por qué quieres hacer todo esto, Christine? ¿Por qué tanto esfuerzo? ¿Por una corazonada?
– Quiero saber cómo y por qué murió.
– Yo también. Pero a mí me pagan por ello. Ése es mi trabajo. Estoy trabajando en una historia. Tú estás arriesgándote mucho.
– Lo hago… -suspiró-. Lo hago porque… él lo habría hecho por mí.
Rob empezaba a darse cuenta.
– Perdóname, Christine. ¿Franz y tú fuisteis… alguna vez…?
– ¿Amantes? Sí. -La francesa se giró, como si tratara de ocultar sus sentimientos-. Hace unos años. Él me dio mi primera oportunidad de verdad en la arqueología. En este increíble yacimiento. Gobekli Tepe. Entonces no había huesos. No necesitaba a ninguna osteoar queóloga. Pero me invitó porque admiraba mi trabajo. Y pocos meses después de llegar, nos… enamoramos. Pero luego se acabó. Me sentía culpable. La diferencia de edad era demasiada.
– ¿Rompiste tú?
– Sí.
– ¿Él seguía amándote?
Christine asintió y se ruborizó.
– Creo que sí. Fue muy elegante y cortés al respecto. Nunca dejó que lo nuestro se interpusiera. Podría haberme pedido que me fuera, pero no lo hizo. Debió de resultarle muy difícil tenerme allí, sintiendo algo por mí todavía. Era un buen arqueólogo, pero era aún mejor como persona. Uno de los hombres más buenos que he conocido nunca. Cuando conoció a su mujer fue más fácil, gracias a Dios.
– ¿Así que crees que se lo debes?
– Sí.
Permanecieron sentados en silencio durante varios minutos. Los soldados estaban dando de comer a las carpas del estanque. Rob observó a un hombre que transportaba agua en su burro, bajando por un sendero. En ese momento tuvo una idea.
– Creo que sé cómo conseguir la clave.
– ¿Cómo?
– Los conservadores del museo. Tus amigos.
– ¿Casam? ¿Beshet? ¿Los kurdos?
– Sí. Sobre todo Beshet.
– Pero…
– Está colado por ti.
Ella volvió a ruborizarse, esta vez con más intensidad.
– No es posible.
– Sí, sí que es posible. Completamente. -Rob se inclinó hacia delante-. Confía en mí, Christine. Sé cómo es la patética adoración masculina. He visto cómo te mira, como un perro spaniel… -Christine parecía muy avergonzada. Él se rió-. No estoy seguro de si eres consciente del efecto que provocas en los hombres.
– Pero ¿qué importa eso?
– ¡Ve a por él! ¡Pídele la clave! Es muy probable que te la dé. -La mujer con el chador había dejado de besar a su bebé. El camarero de la tetería los miraba esperando su mesa para nuevos clientes. Rob sacó dinero y lo dejó sobre el mantel-. Así que ve a por esa clave. Y después iremos al museo a ver qué hay allí. Y si no hay nada, nos marcharemos. ¿De acuerdo?
Christine asintió.
– De acuerdo. -Y después añadió-: Mañana es fiesta.
– Mejor aún.
Los dos se pusieron de pie. Pero ella parecía dubitativa y preocupada.
– ¿Qué? -preguntó Rob-. ¿Qué más?
– Estoy asustada, Robert. ¿Qué podría ser tan importante para que Franz lo ocultara en el sótano sin decírnoslo? ¿Qué podría ser tan horripilante como para que tuviera que esconderlo? ¿Qué era tan espantoso como para que debiera ser comparado con los cráneos de Cayonu?