32

Hugo De Savary tomó un taxi en la pequeña estación. En pocos minutos iba a toda velocidad por el hermoso paisaje de Dorset, bajo todo el esplendor del mes de mayo. Flores de espino e irregulares manzanos. Grandes nubes bajo un cielo cálido y sonriente.

El taxi avanzó por un camino flanqueado por grandes hayas y se detuvo en el exterior de una enorme casa solariega de varias alas laberínticas y elegantes chimeneas de piedra. Rodeando todo el perímetro había policías vestidos con mono que peinaban el jardín en busca de pruebas; otros salían por la puerta principal sacándose los guantes de goma. Pagó al taxista, salió del coche y vio el letrero delante del edificio: Colegio Canford. Por lo que había investigado de forma apresurada en el tren, sabía que no hacía mucho tiempo que era un colegio. Al menos, por lo que decían sus registros.

La construcción databa de la época sajona, cuando abarcaba una gran parte de Canford Magna, el pueblo próximo. Pero sólo la iglesia normanda y la cocina de Juan de Gante del siglo XIV sobrevivieron a la primera época. El resto del edificio era de finales del XVIII y principios del XIX. Pero, pese a eso, seguía siendo hermoso. La casa, convertida en colegio en la década de 1920, se alzaba en una magnífica zona verde junto al río Stour. De Savary podía oler el aroma fresco en el aire a pesar del calor de aquel espléndido día. Era evidente que el río estaba cerca.

– ¡Profesor De Savary! -Se trataba del inspector Forrester-. Es estupendo que haya podido venir habiéndole avisado con tan poca antelación.

De Savary se encogió de hombros.

– No estoy muy seguro de que pueda servir de mucha ayuda.

Forrester sonrió, aunque, como De Savary pudo ver, el policía parecía tener muy mala cara.

El profesor se preguntó hasta qué punto sería horrible aquel nuevo asesinato. Lo único que Forrester le había dicho por teléfono esa mañana era que tenía «algunas trazas de sacrificio», lo cual era el motivo por el que el profesor hubiese aceptado ir. El interés profesional de De Savary se había despertado. No podía dejar de pensar vagamente si aquel asunto de los sacrificios humanos podría desembocar en otro libro. O puede que incluso en una serie de televisión.

– ¿Cuándo descubrieron el cuerpo? -preguntó.

– Ayer. Por pura casualidad. Estamos en periodo vacacional, así que el colegio está cerrado. La única persona que había aquí era el conserje. La víctima. Pero hubo una entrega… equipo deportivo. Un niño que estaba curioseando pensó que ocurría algo y entró a fisgonear.

– ¿Encontró él el cuerpo?

– Pobre diablo. Aún le están dando asistencia. -Forrester miró al profesor a los ojos-. Señor De Savary…

– Llámeme Hugo.

– Se trata de una escena extremadamente desagradable. Soy detective de la policía y he visto una buena cantidad de asesinatos espantosos, pero éste…

– Mientras que yo sólo soy un inocente académico, ¿no? -De Savary sonrió-. Por favor, Mark, he estudiado las sectas satánicas y los impulsos psicóticos durante más de una década. Estoy acostumbrado a manejar materiales un poco perturbadores. Y tengo una constitución bastante fuerte, o eso espero. Incluso me he comido un sándwich de gambas de la compañía de trenes Southwest Trains cuando venía de camino.

El policía no esbozó siquiera una sonrisa. Simplemente hizo un inexpresivo gesto de asentimiento con la cabeza. De Savary percibió de nuevo lo escalofriante que era su expresión. El detective había visto algo horrible. Por primera vez, el profesor sintió un indicio de aprensión.

– No le he contado lo que está a punto de ver porque no deseo predisponerlo -dijo el policía tras un ligero carraspeo-. Quiero su honesta opinión de lo que cree que está ocurriendo. Sin ninguna idea preconcebida… La puerta de entrada fue abierta por un obediente agente. En el interior había un vestíbulo bastante común en cualquier colegio público inglés: cuadros de honor de la guerra, listas de chicos que dieron sus vidas, trofeos, tablones de anuncios y alguna que otra antigüedad marcada y deteriorada por culpa de generaciones de entusiastas escolares que pasaban corriendo con botas de rugby colgando de sus jóvenes hombros. De Savary sintió nostalgia. Recordó sus días de colegio en Store.

El vestíbulo estaba dominado por una gran puerta al fondo, que estaba cerrada y vigilada por otro policía. Forrester miró los pies de De Savary y le dio unos plásticos para cubrirse los zapatos.

– Hay mucha sangre -dijo el detective en voz baja, y luego se dirigió al agente que estaba junto a la puerta del interior. El agente le dedicó una especie de saludo y abrió la puerta dejándoles entrar.

Detrás había una sala muy señorial, con paneles de madera y heráldicos escudos de armas; una imitación victoriana de un gran salón noble del medievo. Pero De Savary pensó que estaba bastante bien hecha. Pudo imaginarse a unos juglares en un lado, en la galería de la primera planta, cantándole al duque que daba el banquete y que estaba sentado en la mesa de honor al otro extremo. Pero ¿qué había en el otro extremo? La policía había levantado una gran mampara.

Forrester se abrió paso entre los crujidos de las tablas del suelo. Cuanto más se acercaban más resonaban los pasos que iban dando, pero ya no crujían, sino que chapoteaban. De Savary se dio cuenta de que estaba caminando sobre charcos de sangre salpicada. El suelo de madera pulida parecía estar pegajoso por aquellas manchas sanguinolentas.

Forrester apartó la mampara móvil y De Savary se quedó boquiabierto. Delante de él había una portería de fútbol portátil. Un armazón de madera que habían introducido desde el campo de deportes del exterior. Extendido entre los postes y la barra, atado con tiras de cuero, había un hombre.

O más bien, lo que quedaba de un hombre. La desnuda víctima había sido colgada boca abajo desde la barra por los tobillos. Tenía los brazos extendidos y atados a cada uno de los postes por las muñecas. La horrenda expresión de dolor en su rostro, allí abajo, junto a los tablones del suelo, mostraba el tormento por el que había pasado.

Había sido despellejado. Despellejado vivo, según parecía, muy despacio y con esmero, pelando o cortando la piel, trozo a trozo, colgajo a colgajo doloroso, del cuerpo del hombre. La carne abierta y palpitante estaba sin cubrir por todas partes, dejando gotas de grasa amarilla; aunque a veces, esta grasa había sido retirada dejando al aire los rojos músculos en carne viva de debajo. Hasta podían verse los órganos y los huesos en algunos lugares.


De Savary se puso el dedo índice en la nariz. Podía oler el cuerpo, oler los músculos y la grasa resplandeciente. Podía ver los músculos del cuello, tensos por la agonía, los pulmones de color gris y blanco, la curva definida de la caja torácica. Era como una ilustración de los músculos y tendones del cuerpo humano de un libro de biología. Faltaban los genitales, por supuesto. Habían dejado un hueco oscuro y escarlata donde deberían estar el pene y los testículos. De Savary imaginó que los habrían introducido a la fuerza en la boca de la víctima. Probablemente le habían obligado a comérselos.

Dio unos pasos alrededor. Parecía obra de más de una persona. Para hacerlo con cuidado, sin matar a la víctima rápidamente, necesitaban esmero y destreza. Si se despelleja a una persona de la forma adecuada puede vivir varias horas mientras los músculos y los órganos se van secando y arrugando despacio. De Savary imaginó que, a veces, la víctima pudo desmayarse a causa del dolor, pero podían haberla reanimado antes de volver a empezar. No quería reconstruir la escena. Pero tenía que hacerlo. El aterrorizado conserje fue llevado allí. Lo ataron boca abajo, con los pies colgando del larguero. Después le amarraron los brazos a cada poste. Como una crucifixión invertida.

Y después -después De Savary lo imaginó-, el terrible horror que debió de invadir a la víctima cuando fuera realmente consciente de lo que estaban haciendo. El primer intento de raspado de la carne del tobillo o del pie. Después el dolor agudo mientras le quitaban la piel dejando la musculatura expuesta al frío y al calor. Si había habido algo que tocara la carne abierta, debió de ser prácticamente insoportable. Tendría que haber gritado hasta la extenuación mientras la banda hacía su trabajo por todo el tembloroso y agonizante cuerpo, trabajando como expertos carniceros, convirtiendo la piel en cuero. Quizá hubo un momento en que gritó demasiado alto, de modo que le cortaron los genitales, doblaron el puñado de carne y lo metieron en la boca, que no paraba de gritar, para hacerle callar.

Después, la parte más importante del desuello: el pecho y los brazos. Técnicamente, bastante difícil. Suponía que tendrían que haber practicado antes con corderos, cabras o quizá gatos para hacerlo bien.

Se dio la vuelta, sintiendo escalofríos.

Forrester le colocó una mano sobre el hombro.

– Sí, lo siento.

– ¿Qué edad tenía? No es fácil saberlo cuando no tiene… piel en la cara.

– Unos cuarenta -respondió Forrester-. ¿Salimos?

– Por favor.

El policía fue primero. Cuando estuvieron fuera se acercaron a la valla del jardín. De Savary se mostró encantado de poder sentarse.

– Simplemente espantoso -comentó.

El sol seguía calentando. Forrester se quitó los plásticos con un gruñido. Se quedaron allí sentados sumidos en un profundo silencio. La fragancia del aire del comienzo del verano parecía ahora empalagosa.

– Creo que puedo ayudarle -afirmó De Savary al cabo de un rato.

– ¿Sí?

De Savary lo expresó de otro modo.

– Es decir, creo que entiendo cuál ha podido ser su psicología…

– ¿Y bien?

– Está claro que hay componentes aztecas. Los aztecas tenían… muchos métodos de sacrificio humano. El más famoso, por supuesto, es la extracción del corazón en vivo. El sacerdote clavaba el cuchillo de obsidiana en el pecho, abría la cavidad torácica y sacaba el corazón palpitante.

Los dos observaron cómo un coche de policía entraba por el camino de acceso y de él salían dos agentes con maletas de metal. Saludaron a Forrester con un enérgico movimiento de cabeza y él les devolvió el saludo.

– Los de patología -aclaró Forrester-. Continúe, Hugo. Los aztecas…

– Alimentaban a los jaguares con personas. Los desangraban hasta morir. Lanzaban pequeñas flechas a los guerreros hasta que morían. Pero uno de los métodos más elaborados era el del desuello. Incluso destinaban un día especial para ello, la Fiesta del Desuello de Hombres.

– ¿Un día especial para el desuello?

– Arrancaban la piel de los prisioneros enemigos y después bailaban por las calles de la ciudad llevando encima las pieles desolladas. Los nobles aztecas se ponían a menudo las pieles arrancadas de las víctimas. Lo consideraban un honor para la víctima. De hecho, hay una historia que dice que una vez capturaron a una princesa, hija de un rey enemigo, y unas semanas después invitaron a su padre a una fiesta para hacer las paces. El rey supuso que iban a devolverle a su hija, viva, como parte de esa celebración de la paz. Pero el emperador azteca dio una palmada con sus manos después de la cena y entró un sacerdote vestido con la piel de la princesa asesinada. Los aztecas pensaban que aquello era un gran honor para el rey enemigo. Creo que el intento de paz no tuvo mucho éxito.

Forrester se había quedado muy pálido.

– ¿Cree usted que se están vistiendo con esta piel? ¿Qué Clon curry está moviéndose por ahí vestido con la jodida piel de este tipo?

– Es muy posible. Eso es lo que los aztecas harían. Vestirse con la piel humana de sus víctimas, como un traje, hasta que literalmente se pudra. El hedor debe de ser horroroso.

– La verdad es que aún no hemos encontrado la piel. Hemos llamado a la unidad canina.

– Es una buena idea. Considero que es muy posible que lleven puesta la piel, puesto que están siguiendo muy de cerca el método azteca.

Los dos se volvieron a quedar en silencio. De Savary miró hacia el ondulado jardín, los majestuosos árboles inclinándose sobre el río, la hermosa escena tan tranquila, bucólica y típicamente inglesa. Era difícil conciliar aquello… esa cosa colgada de un marco de madera, a sólo unos cuantos metros de allí. El cadáver rosado e invertido, con su espantosa expresión de dolor.

El detective se puso de pie.

– ¿Y qué estaban buscando? La banda. He estado investigando. No existe conexión alguna con el Club del Fuego del Infierno.

– No -contestó De Savary-. Pero sí existe una curiosa conexión entre este colegio y Oriente Medio.

– ¿Y qué conexión es ésa?

De Savary sonrió muy vacilante.

– Si no recuerdo mal lo que he leído en el tren, la tienda de golosinas debe de estar por aquí. -Fue dando zancadas alrededor del edificio y Forrester le siguió. En el otro extremo del ala sur había un curioso edificio de techo inclinado pegado al cuerpo principal. Parecía una capilla. De Savary se detuvo.

Forrester miró el diseño en rojo y negro de las impresionantes puertas: un motivo de leones de metal alados.

– ¿Qué es eso?

– Es el Pórtico de Nínive. Tiene una fuerte relación con Iraq y Su meria. ¿Vemos si nuestros chicos bajaron por aquí?

Forrester asintió.

De Savary empujó la puerta metálica y ésta se abrió con facilidad. El interior, aparte de algunas curiosas vidrieras de colores, parecía la típica tienda de golosinas de un colegio caro. Había una máquina de Pepsi, una caja registradora y cajas de tentempiés y patatas fritas desperdigadas de manera caótica por el suelo. Pero estaban esparcidas demasiado al azar. La escasamente iluminada habitación había sido saqueada. Una inspección más profunda dejaba ver que el revestimiento de madera de una de las paredes había sido arrancado; una de las ventanas estaba rota. Allí había estado alguien que buscaba algo con ahínco. Si se habían llevado alguna cosa o no era otro asunto. De Savary se imaginaba que no. La dispersión de los objetos por la tienda dejaba ver que estaban enfadados, frustrados y contrariados.

Salieron a la tranquilidad del sol y caminaron por el sendero. El polen vagaba por el suave aire soleado mientras De Savary contaba la historia de la Pórtico de Nínive.

– El Pórtico fue ordenado hacer por lady Charlotte Guest y su marido, sir John, alrededor de 1850. Fue construido según el diseño del arquitecto Charles Barry, más conocido por ser el creador de…

– Las Casas del Parlamento -interrumpió Forrester sonriendo tímidamente-. La arquitectura es mi afición privada.

– ¡Así es! Las Casas del Parlamento. En fin, el Pórtico de Nínive era una logia privada construida expresamente con el fin de albergar algunos famosos relieves asirios recopilados en exploraciones victo rianas en Mesopotamia. De ahí las puertas tan poco usuales con sus leones asirios.

– De acuerdo.

– Estos relieves que se guardaron en el Pórtico fueron excavados por Austen Henry Layard, primo de lady Charlotte Guest. Eran piezas de considerable valor. Cada uno pesaba varias toneladas. Originalmente habían adornado importantes puertas de Nimrud.

– ¿Y Layard y Barry los trajeron aquí?

– Sí. Y permanecieron aquí, en el Pórtico de Nínive, junto a otros relieves hasta poco después de la Primera Guerra Mundial. Luego, toda la colección fue puesta a la venta.

– Entonces, ¿no queda nada?

– ¡Espere! Lasantigüedades del Pórtico fueron sustituidas por humildes moldes. En 1923 el mismo Canford Hall fue vendido por la familia Guest y se convirtió en un colegio para chicos. En aquel momento, el Pórtico de Nínive, ahora despojado de sus antiguos tesoros, fue conver tido en tienda de golosinas para vender sándwiches y chocolatinas.

– Así que nuestros amigos debían de saber esto, que no quedaba nada. Entonces, ¿por qué vinieron de nuevo?


– Esta historia tiene un extraño desenlace. En 1992 vinieron aquí dos académicos. Los dos eran expertos en asiriología. Iban de camino a una conferencia en Boumemouth, pero tenían algo de tiempo libre, así que decidieron hacer una rápida peregrinación a este lugar tan importante en su disciplina. No esperaban encontrar nada. Pero vieron las vidrieras con sus dibujos de Sumeria y admiraron los detalles vagamente asirios de la arquitectura. Y después, miraron detrás de la máquina de Pepsi y encontraron un relieve original.

– Está usted de broma.

– No. Se suponía que sólo quedaban los moldes. Pero ¡quién lo iba a decir! Quedaba una pieza más. Reconocieron su autenticidad aunque estaba cubierta por varias capas de pintura blanca. Sacaron el relieve y lo llevaron a Londres, donde fue puesto en venta en una subasta en Christie's. Lo compró un comerciante japonés que, al parecer, actuaba en nombre de una secta religiosa. Creo que el precio rondó los ocho millones de libras. La cantidad más alta jamás pagada por una antigüedad en todo el mundo. Et voilà.

Habían llegado a la ribera del río. El torrente del Stour estaba ante ellos; la luz del sol moteaba el agua de colores, adornándola con la bóveda de hojas que había sobre ella.

– Sigo sin entenderlo -dijo Forrester. Cogió un palo y lo lanzó al agua-. ¿Qué conexión tiene esto con el Fuego del Infierno?

– ¿Recuerda lo que le conté el otro día por teléfono?

– ¿Sobre los yazidis y el Libro Negro? ¿Y que eso podría ser lo que están buscando?

– Exacto. Verá. Austen Henry Layard fue uno de los primeros occidentales en conocer a los yazidis, en 1847. Estaba haciendo excavaciones en el norte de Iraq, en Ur y Nínive. Los primeros años de la arqueología moderna. Después tuvo noticias de una extraña secta que vivía cerca de Mosul, en los alrededores de Dahuk. Layard contactó con los yazidis. Luego fue invitado a Lalesh, su capital sagrada. En las montañas. Ha sido un lugar peligroso y hostil hasta la fecha.

– ¿Qué hizo allí?

– Ésa es la cuestión. Sabemos que fue invitado a que presenciara algunas de sus ceremonias más secretas. Por lo que yo sé, un privilegio que no se había concedido hasta entonces a nadie, y tampoco después.

– ¿Le dieron el Libro Negro?

De Savary sonrió.

– ¡Detective! Un trabajo de primera. Sí, ésa es una teoría. Los expertos han especulado con la idea de que Layard debió de tener una relación muy estrecha con los yazidis para que lo trataran de ese modo. Algunos piensan que pudo haberse llevado el Libro Negro, dando así lugar a las leyendas de que llegó a Inglaterra.

– Entonces, de haberlo traído, pudo haber sido aquí, al edificio diseñado para las mejores antigüedades, las que se guardaba para sí mismo, ¿no?

Vraiment!

Forrester frunció el ceño.

– Pero yo creía que habíamos dejado claro que Jerusalem Whaley ya tenía el Libro Negro. ¿Cómo encaja aquí Layard?

De Savary se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Puede que Jerusalem Whaley pensara que tenía el libro, pero no fuera así. Puede que le devolviera el libro a los yazidis y Layard fuera de nuevo a por él un siglo después. ¡Llevándolo de un sitio a otro! Mi impresión personal, si es que sirve de algo, es que Jerusalem Whaley tuvo el libro todo el tiempo y que lo de Layard no es más que una distracción.

– Pero lo más importante es que podemos suponer que esto es lo que busca la banda. De otro modo, no habrían venido aquí. Así que no tiene necesariamente nada que ver con el Club del Fuego del Infierno. La banda está buscando en realidad el Libro Negro de los yazidis. Ése es su verdadero objetivo.

– Sí.

Forrester silbó casi alegremente. Dio una palmada en la espalda a De Savary.

– Gracias por venir, Hugo.

De Savary sonrió, aunque se sentía culpable por hacerlo. El olor de la carne del hombre expuesta al aire no terminaba de desaparecer de su nariz.

Un fuerte grito atravesó el silencioso bosque.

– ¡Angus! ¡Angus!

Algo ocurría. El eco de otro grito sonó por el jardín, un poco más cercano.

De Savary y Forrester se abrieron paso pendiente arriba. Un agente corría por el jardín buscando algo. Gritaba el nombre de Angus.

– Ése es el encargado del perro -dijo Forrester-. Lo ha perdido. ¡Oye, Johnson! ¿Dónde está el animal?

– Acaba de pasar por su lado, señor. ¡Por allí!

De Savary se giró y vio un enorme can que galopaba hacia el edificio del colegio. Le costaba correr porque iba arrastrando algo. Algo largo, resbaladizo y de color plomizo. ¿Qué era aquello? Parecía muy extraño. Por un momento, el profesor tuvo la idea surrealista y enfermiza de que el perro arrastraba una especie de fantasma. Corrió hacia él. El animal se dio la vuelta para proteger su premio, gruñendo cuando De Savary se acercó.

El profesor se estremeció al bajar la mirada. El perro babeaba sobre una larga y apestosa funda hecha jirones y tiras.

Se trataba de una piel humana completa.

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