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Cuando Rob fue trasladado al otro lado de la frontera con Turquía, en Habur, telefoneó a Christine y después subió a un taxi para dirigirse a la ciudad más cercana. Mardin. Siete horas después reservó una habitación en un hotel, volvió a llamar a Christine, luego a su hija y, finalmente, se quedó dormido con el teléfono en la mano. Estaba muy cansado.

A la mañana siguiente, se sentó delante de su ordenador portátil y escribió -rápidamente, con pasión y de una sola vez- su historia.

«Secuestrado por las sectas del Kurdistán».

Pensaba que escribir aquel artículo apresuradamente y sin pensar era el único modo de hacerlo. Había tantos elementos dispares que, si se sentaba a reflexionar sobre ellos, si trataba de formular una narrativa coherente, correría el riesgo de perderse en infinidad de detalles e innumerables aspectos secundarios. Además, el artículo podría parecer artificial si lo trabajaba demasiado. La historia era tan extraña que tenía que parecer sencilla y sincera para que funcionara. Muy inmediata. Muy honesta. Como si le estuviera contando a alguien una anécdota larga y sorprendente mientras tomaban un café. Así que la escribió de un tirón. Gobekli Tepe y las vasijas del museo, los yazidis, el culto de los ángeles y la adoración a Melek Taus. Las ceremonias de Lalesh, el cráneo sobre el altar y el misterio del Libro Negro. Todo, la historia completa, salpimentada con violencia y asesinato. Y ahora tenía un buen final: concluía con él tumbado de lado, con una capuchn sobre la cabeza, en una mugrienta habitación en las montañas del Kurdistán, pensando que iba a morir.

Tardó cinco horas en escribir el artículo. Cinco horas en las que apenas levantó la vista del ordenador. Estaba muy concentrado, muy metido en la historia.

Tras seis minutos de corrección ortográfica, Rob copió el texto en un lápiz de memoria, salió del hotel y fue directo al cibercafé. Después, conectó la memoria y le envió el artículo a Steve, a Londres, que esperaba impaciente la copia.

Permaneció sentado, nervioso, en el tranquilo cibercafé junto al ordenador, esperando a que Steve le llamara pronto con la respuesta. El ardiente sol de Mardin brillaba en la calle, pero allí dentro hacía una temperatura casi sepulcral. Sólo había otro cliente en el café, bebiendo una oscura soda turca y entretenido con algún juego de ordenador. Aquel chico tenía puestos unos grandes auriculares. Estaba destripando a un monstruo de la pantalla con una AK-47 virtual. El monstruo tenía zarpas de color púrpura y ojos tristes. Los intestinos se le salían, vividos y verdes.

Rob volvió a su pantalla. Miró el tiempo en España sin ningún motivo en especial. Buscó en Google su propio nombre y luego el de Christine. Descubrió en un ejemplar reciente de American Archaeology que era autora de «El canibalismo neandertal en el norte de España de la Edad de Hielo». También encontró una bonita fotografía de ella recibiendo un premio poco conocido en Berlín.

Rob se quedó mirando la fotografía. Echaba de menos a Christine. No tanto como a su hija, pero la extrañaba. Su pausada conversación, su perfume, su elegancia. El modo en que sonreía cuando hacían el amor, con los ojos cerrados, como si estuviera soñando con algo muy dulce que hubiera ocurrido hace mucho tiempo.

El móvil sonó.

– ¡Robbie!

– Steve… -El corazón le latía con fuerza. Odiaba aquella sensación-. ¿Y bien?

– Bueno -respondió Steve-, no sé qué decir…

El ánimo de Rob decayó.

– ¿No te gusta?

Una pausa.

– No seas gilipollas. ¡Me encanta!

Rob recuperó el ánimo. Steve se reía.

– Dios mío, Rob. Sólo te envié para que te encargaras de una jodida historia de nada. Pensé que te vendría bien descansar un poco. Pero presencias un asesinato. Te asaltan unos satánicos. Descubres a un bebé en una vasija de conservas. Encuentras a otros adoradores del diablo. Escuchas oraciones kurdas a la muerte. Tú… tú… tú… -Steve se estaba quedando sin aliento-. Después vas a Iraq y conoces a un tipo misterioso que te lleva a una ciudad sagrada donde su pueblo le reza a una jodida paloma y descubres que todos le hacen reverencias al cráneo de algún alienígena. Y en ese momento entran los yezers y tratan de apuñalarte antes de contarte que todos ellos son descendientes directos de Adán y Eva.

Rob se quedó en silencio. Y entonces, se echó a reír a carcajadas, hasta que que el chico asesino de monstruos que estaba en el ordenador al otro lado de la sala, levantó la vista y le dio golpecitos a sus auriculares para ver si funcionaban correctamente.

– ¿Entonces piensas que la historia está bien? He intentado ser justo con los yazidis… Puede que demasiado, pero sólo…

Steve le interrumpió.

– ¡Está mejor que bien! Me encanta. Y también al jefe. Vamos a publicarla mañana en las páginas centrales, a doble página, y con una referencia en la portada.

– ¿Mañana?

– Sí. Va directa a la imprenta. Tenemos también tus fotografías. Has hecho un gran trabajo.

– Es estupendo. Es…

– Es cojonudo, lo sé. ¿Y cuándo vuelves?

– No estoy seguro… Es decir, voy a tratar de conseguir el primer vuelo que pueda, pero no hay plazas. Y no me apetece un viaje de veinticuatro horas en autobús hasta Ankara. Seguro que estaré en Londres para el fin de semana.

– Bien hecho. Ven a la oficina y te invito a comer. Incluso podríamos ir a un buen restaurante. Con pizzas.

Rob se rió. Se despidió de su jefe. Después pagó al dueño del ci bercafé y salió a la calle.

Mardin era una agradable ciudad. Por lo poco que Rob había visto, parecía pobre pero con mucha historia y ambiente. Se decia que databa de la época del Diluvio Universal. En ella se mezclaban las ca lles romanas con restos bizantinos y orfebres sirios. Tenía extraños ca llejones que pasaban por debajo de las casas. Pero a Rob ya no le importaba. Ya había tenido suficientes fantasías históricas y orientales. Ahora deseaba volver a casa, a la fresca, moderna, lluviosa, hermoso, tecnológica y europea Londres. Abrazar a su hija y besar a Chrintine.

Junto a la puerta de la panadería llamó a Christine. Ya la había llamado dos veces ese día, pero le gustaba hablar con ella. Contestó de inmediato. Le contó que su artículo había gustado en el periódico y ella le dijo que era estupendo y que estaba deseando que volviera a Inglaterra. Él le contestó que volvería allí tan pronto como le fuera posible, en cinco días como máximo. Después, Christine le contó que seguía visitando muy a menudo a su hija, que se estaban haciendo buenas amigas. De hecho, Sally le había preguntado si podía echarle una mano con Lizzie porque tenía que asistir a un curso de jornada completa en Cambridge, y Christine había accedido a cuidar a la niña. Iban a pasar la tarde con De Savary, su viejo amigo y profesor; es decir, si a Rob no le importaba. Quería hablar con De Savary sobre la relación con los asesinatos de Inglaterra, puesto que él parecía tener mucha información sobre lo que estaba haciendo la policía. Y Lizzie estaba encantada con ir a ver vacas y ovejas.

Luego le aseguró que le echaba mucho de menos, y Rob respondió que estaba deseando verla. Después, los dos colgaron. Caminó por la calle de vuelta a su hotel, pensando en comer. Deambulaba contento. Pero cuando se guardó el teléfono en el bolsillo, de pronto se dio cuenta de algo y se paró en seco. De Savary. Cambridge. Los asesinatos.

Quedaba todavía una parte de historia sin resolver. La parte británica. Aquello no había terminado. Simplemente, había cambiado.

De sentirse feliz y satisfecho, Rob pasó ahora a estar de nuevo tenso y hambriento. Preparado para la acción. Listo para el siguiente episodio. Más que eso, estaba preocupado de que pudiera ocurrir algo mientras él no estuviera. Necesitaba volver a Inglaterra lo más rápido posible. Quizá pudiera conseguir otro vuelo vía Estambul. O alquilar un avión…

Su cuerpo se estremeció por el hormigueo de una nueva preocupación.

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