17

Rob y Christine volvieron a su barrio. Aparcaron, con una sacudida, en la esquina de la calle de ella. Mientras bajaba del Land Rover, miró a izquierda y derecha. Al fondo de la calle había una mezquita, con esbeltos y majestuosos minaretes, bañada con una espeluznante iluminación verde. Dos hombres con bigote y traje discutían entre las sombras justo al lado de un BMW grande y negro. Los hombres miraron por un momento a Rob y a Christine y después volvieron a su encendida discusión.

Christine condujo a Rob hasta la entrada de un edificio moderno. El ascensor estaba ocupado o estropeado, así que subieron los tres tramos de escaleras. El apartamento era grande, espacioso y luminoso, y casi desprovisto de muebles. Pilas ordenadas de libros se amontonaban sobre el suelo de madera pulida o estaban agrupados en las estanterías de una pared. En un extremo del salón había un escritorio grande de acero y un sofá de piel. En la otra esquina reposaba una silla de mimbre.

– No me gustan los espacios atestados. Una casa es una máquina para vivir en ella.

– Le Corbusier.

Ella sonrió y asintió. Rob también sonrió. Le gustaba ese piso. Era muy… de Christine. Sencillo, intelectual, elegante. Se fijó en un cuadro que había en la pared: se trataba de una fotografía grande e inquietante de una torre muy extraña. Una torre de ladrillos dorados y naranjas rodeada de algunas ruinas, con vastas extensiones de desierto por detrás.

Los dos se sentaron juntos en el sofá de piel y Christine sacó de nuevo el cuaderno. Mientras hojeaba una vez más las páginas garabateadas de Breitner, Rob tuvo que hacerle una pregunta.

– Y bien, ¿trigo einkorn?

Pero Christine no le escuchaba. Sujetaba el cuaderno muy cerca de la cara.

– ¿Este plano? -se dijo a sí misma-. Estos números… y estos de aquí… Esa mujer, Orra Keller… Quizá…

Rob hizo una pausa antes de responder. No hubo respuesta. Sintió la brisa en la habitación. Las ventanas estaban abiertas a la calle. Rob podía oír voces en el exterior. Se acercó a la ventana y miró hacia abajo.

Los hombres seguían allí, pero ahora se encontraban justo debajo del edificio de apartamentos de Christine. Otro hombre, vestido con un anorak oscuro y acolchado merodeaba por la puerta de la tienda de enfrente: un enorme concesionario de motocicletas Honda. Los dos hombres con bigote levantaron la vista cuando Rob se asomaba por la ventana. Lo miraron sin decir nada. Simplemente lo miraron. El hombre del anorak también alzó los ojos hacia él. Tres hombres lo miraban fijamente. ¿Era aquello amenazador? El periodista pensó que se estaba volviendo paranoico. No podía ser que todo Sanliurfa estuviera siguiéndolos; aquellos hombres no eran más que… hombres. Se trataba tan sólo de una coincidencia. Se apartó de la ventana y miró la habitación.

Puede que alguno de los muchos libros que había en las estanterías le sirviera. Pasó el dedo por algunos títulos. El epipaleolítico sirio, Microanálisis moderno del electrón, Antropofagia precolombina… No eran exactamente éxitos de ventas. Vio un libro más general. Enciclopedia de arqueología. Lo bajó de la estantería, pasó directamente al índice y lo encontró de inmediato. «Trigo einkorn, página noventa y siete».

Con la brisa nocturna de Sanliurfa llenando la habitación y Christine examinando en silencio el cuaderno, Rob echó un vistazo, tratando de asimilar toda la información.

Resultaba que el trigo einkorn era una especie de hierba silvestre. Según el libro, crecía de forma natural en el sureste de Anatolia. Miró un pequeño mapa en la página siguiente de la enciclopedia que mostraba que el einkorn era natural de la zona que rodeaba a Sanliurfa. De hecho, crecía en muy pocas regiones más. Rob continuó leyendo.

El einkorn era, al parecer, una especie de la parte baja de las montañas y de las faldas de las colinas. Fue determinante para la primera agricultura, el paso de la caza-recolección al cultivo. Junto al trigo emmer, se trata probablemente de la «primera forma de vida domesticada por el hombre». Y esa primera domesticación había tenido lugar en el sureste de Anatolia y sus alrededores. Cerca de Sanliurfa.


La página que estaba leyendo le remitía a otro artículo sobre los orígenes de la agricultura. A juzgar por lo leído sobre el einkorn, este asunto era importante en todo el misterio de Gobekli, así que Rob se concentró también en el siguiente artículo. Leyó rápidamente las páginas. Cerdos y pollos. Perros y ganado. Emmer y einkorn. Pero los últimos párrafos le llamaron la atención: «El gran misterio de los comienzos de la agricultura está en el porqué, no en el cómo. Existen abundantes pruebas de que la transición a la agricultura primitiva supuso una gran penuria para los primeros agricultores, sobre todo si se compara con el estilo de vida relativamente libre y generoso de los cazadores-recolectores. Los restos de los esqueletos muestran que estos primitivos agricultores estuvieron sometidos a más enfermedades que sus antepasados cazadores y que contaron con vidas más cortas y duras. Los animales domesticados de la primera etapa de la agricultura tienen asimismo físicos más escuálidos que sus ancestros salvajes…».

Rob pensó en el pequeño tallo de trigo y después siguió leyendo: «Los antropólogos contemporáneos atestiguan además que los cazadores-recolectores tuvieron una existencia relativamente ociosa, no tenían que trabajar duro más de dos o tres horas diarias. Sin embargo, los agricultores necesitan trabajar durante la mayor parte de las horas del día, especialmente en primavera y verano. Buena parte de la agricultura primitiva es agotadora y monótona». El artículo concluía: «Es tan asombroso el cambio en las condiciones que algunos pensadores han visto cierto declive trágico en los comienzos de la agricultura, desde la libertad edénica del cazador al trabajo diario del agricultor. Dichas especulaciones quedan claramente más allá de la competencia de la ciencia y de este artículo, pese a que…».

Rob cerró el libro. Podía oír la brisa entre las cortinas. El fresco y algo triste viento del desierto iba en aumento. Encajó el libro en la estantería y, por un momento, cerró los ojos. Volvía a estar cansado. Quería irse a dormir, acunado por ese agradable viento. Su suave y gentil reproche.

– ¡Robert! -Christine examinaba la última página del cuaderno con minuciosidad.

– ¿Qué?

– Estos números. Tú eres periodista. Conoces la historia. ¿Qué piensas?

Rob se sentó junto a Christine y miró las últimas páginas del cuaderno. Una vez más, allí estaba el «mapa». Una línea temblorosa que se convertía en cuatro y que parecía que podían ser ríos. Las líneas con bultos parecían ser montañas. O el mar. Probablemente montañas. Y después había un símbolo burdo de un árbol. ¿Quizá indicaba un bosque? Además, estaba representado una especie de animal. Un caballo o un cerdo. Definitivamente, Breitner no era Rembrandt. Rob se acercó más. Los números eran extraños. En una página había una lista sencilla de dígitos. Pero muchos de estos mismos números estaban repetidos en la página del mapa. Sobre éste figuraba el símbolo de una brújula con el número veintiocho junto a la flecha del este. Después doscientos once, junto a una de las líneas temblorosas. Había un veintinueve escrito junto al símbolo del árbol. Y luego sesenta y uno, sesenta y dos… y cifras más altas, mil once, mil ciento treinta y dos. Y después, aquella última línea sobre Orra Keller. No había más números después de aquello. No había nada más. El cuaderno terminaba de esa forma patética, en mitad de una página.

¿Qué significaba aquello? Rob comenzó a sumar los números. Después dejó de hacerlo porque le parecía que no tenía sentido. Quizá estuvieran relacionados con la excavación. ¿Podía ser que los números fueran un código de localización y que esas señales mostraran los lugares donde se habían desenterrado determinados hallazgos? Rob ya había especulado con la idea de que aquél fuera un mapa de Gobekli. Era la solución más evidente. Pero no parecía cuadrar. Sólo había un río cerca de Gobekli, el Éufrates, y estaba a más de cincuenta kilómetros. Además, en el mapa no aparecía ningún símbolo para el mismo Gobekli y nada indicaba los megalitos.

Rob se percató de que había estado ensimismado durante varios minutos. Christine lo estaba mirando.

– ¿Estás bien?

Él sonrió.

– Estoy intrigado. Es fascinante.

– ¿Verdad? Como un rompecabezas.

– Me preguntaba si los números se referían a algunos de los hallazgos, cosas que se hayan descubierto en Gobekli. Recuerdo haber visto números escritos en algunas de aquellas bolsitas que tenéis…, en las que metéis las puntas de flecha y esas cosas.

– No. Es una buena idea, pero no. Los hallazgos son numerados cuando van a los sótanos del museo. Tienen letras junto a los números.

Rob sintió que la había decepcionado.

– Bueno. No era más que una teoría.

– Las teorías son buenas. Aunque estén equivocadas.

Rob volvió a bostezar. Ya había hecho suficiente en un solo día.

– ¿Tienes algo de beber?

La simple pregunta tuvo un efecto vigorizante sobre la francesa.

– ¡Dios mío! -Se puso de pie-. Lo siento mucho. No estoy siendo nada hospitalaria. ¿Quieres un whisky?

– Eso sería estupendo.

– ¿Un malta solo?

– Mejor aún.

La miró mientras ella desaparecía en el interior de la cocina. Un momento después, volvió con una bandeja que llevaba una jarra llena de hielo, dos vasos bajos y una botella de agua mineral junto a una botella alta de whisky. Colocó los vasos sobre la mesa y abrió la botella de Glenlivet vaciando dos buenos palmos. El licor oscuro y atigrado brilló a la luz de la lámpara.

– ¿Hielo?

– Agua.

Comme les britanniques.

Vació un poco de agua de la botella de plástico, le pasó a Rob el vaso y se sentó junto a él. El periodista notó el vaso frío entre sus dedos, como si hubiera estado guardado en el frigorífico. Todavía podía oír las voces de fuera. Llevaban discutiendo una hora. ¿Sobre qué? Suspiró y apretó el frío cristal contra su frente, pasándoselo de un lado a otro.

– ¿Estás cansado?

– Sí. ¿Tú no?

– Sí. -Hizo una pausa-. Y bien, ¿quieres dormir aquí? El sofá es muy cómodo.

Rob pensó en ello y en los dos hombres que había fuera. En la figura oscura que merodeaba por la puerta. De repente, sintió un fuerte deseo de no quedarse solo y la verdad era que no quería andar los ochocientos metros que le separaban de su hotel.

– Sí, si no te importa.

– Por supuesto que no. -Se bebió rápidamente lo que le quedaba de whisky y después fue a buscar un edredón y unas almohadas.

Rob estaba tan cansado que se quedó dormido en el momento en que Christine apagó la lámpara. Y nada más dormirse, empezó a soñar. Soñó con los números, con Breitner y con un perro. Un perro negro que corría por un camino y un sol ardiente. Un perro. Un rostro.

Un perro.


Y después, sus sueños fueron interrumpidos por un golpe. Lo despertó un golpe muy fuerte.

Saltó del sofá. Había luz. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Qué era ese ruido? Adormilado, miró el reloj. Eran las nueve de la mañana. El piso estaba en silencio. Pero esos golpes que se repetían, ¿qué eran?

Corrió hacia la ventana.

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