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Forrester y Boijer miraban el río Estigia. -Lo recuerdo del colegio -dijo Boijer-. El Estigia es el río que rodea el mundo de los muertos. Nosotros lo hemos cruzado para llegar al país de los fantasmas.

Forrester miró hacia la fría, húmeda y subterránea oscuridad. El río Estigia no era muy ancho, pero avanzaba con fuerza. Caía por su antiguo canal y después giraba en una esquina rocosa y desaparecía en las cuevas y cavernas. Era un buen lugar para abandonar esta vida terrenal. La única nota discordante la ponía una vieja bolsa de patatas fritas Kettle en la orilla de enfrente.

– Por supuesto -interrumpió el guía-, Estigia no se trata más c]ue de un nombre que le pusieron. En realidad, se trata de un río artificial construido por el segundo baronet Francis Dashwood cuando se reformaron las cuevas. Aunque hay muchos ríos y acuíferos de verdad en estas cuevas de caliza y pedernal. Es un laberinto infinito.

El guía, Kevin Bigglestone, se apartó su flequillo castaño y sonrió a los policías.

– ¿Les enseño el resto?

– Adelante.

Bigglestone comenzó su visita guiada de las cuevas del Fuego del Infierno a casi diez kilómetros de la casa Dashwood en West Wy combe.

– Muy bien -dijo-. Ya hemos llegado.

Levantó su paraguas como si fuera guiando a un grupo turístico, Boijer se rió con disimulo; Forrester le dedicó a su subalterno una mirada de atención. Necesitaban a ese tipo. Necesitaban la cooperación de todos los de West Wycombe si querían que su plan funcionara.

– Y bien -dijo Bigglestone con su cara gordinflona apenas visible en la oscuridad de las cuevas-, ¿qué sabemos del Club del Fuego del Infierno del siglo XVIII? ¿Por qué se reunían aquí, en estas frías y húmedas cavernas? Durante el siglo XVI surgieron en Europa varias sociedades secretas, tales como la Rosacruz. Todas ellas estaban comprometidas con el librepensamiento, las tradiciones ocultistas y la in vestigación de los misterios de la fe. En el siglo XVIII, los miembros de la élite de esas sociedades se sentían embargados por la idea de que po drían encontrarse pruebas en Tierra Santa, textos y materiales que socavaran la base histórica y teológica de la cristiandad. Quizá de todos los credos importantes. -El guía volvió a levantar su paraguas-. Por supuesto, aquello no era más que una ilusión, en una época de anticlericalismo y laicismo revolucionario. Pero estas leyendas y tradiciones fueron suficientes para tentar a algunos hombres muy ricos… Se acercó al puente que cruzaba el Estigia y se dio la vuelta-. Ciertos miembros inconformistas de la aristocracia inglesa se sintieron especialmente intrigados por aquellos rumores. De hecho, uno de ellos, el segundo barón Le Despencer, sir Francis Dashwood, viajó por Turquía en el siglo XVIII en busca de la verdad. Cuando volvió estaba tan inspirado por lo que había encontrado que fundó el primer club del Diván y después el Club del Fuego del Infierno. Y uno de los propósitos del Club del Fuego del Infierno era desprestigiar y refutar la fe establecida.

– ¿Cómo sabemos esto? -le interrumpió Forrester.

– Existen abundantes pruebas en esta zona que revelan el desprecio de Dashwood por la fe ortodoxa. Por ejemplo, adoptó el lema Fay ce que voudras, o «Haz lo que quieras». Esto fue copiado de Rabe lais, un gran escritor crítico con la Iglesia. De aquel lema se apropió luego el diabolista Aleister Crowley en el siglo xx y ahora suele ser comúnmente utilizado por los satánicos de todo el mundo. Dashwood hizo inscribir este lema sobre el arco de entrada de la abadía de Medmenham, un edificio en ruinas cerca de aquí que alquilaba para fiestas.

– Eso es cierto, señor -dijo Boijer, mirando a Forrester-. Lo he visto esta mañana.

Bigglestone les invitó a seguirle mientras seguía ofreciéndoles el discurso de la visita guiada.

– En 1752 Dashwood realizó otro viaje hacia el este, esta vez a Italia. Lo hizo en secreto. Nadie está seguro de adónde fue. Una de las teorías apunta a que se dirigió a Venecia a comprar libros sobre magia. Otros expertos creen que pudo haber visitado Nápoles para ver las excavaciones de un burdel romano.

– ¿Por qué haría eso?

– ¡Dashwood era un hombre muy libidinoso, inspector Forrester! En los jardines de West Wycombe hay una estatua de Príapo, el dios griego que sufre una erección constante.

Boijer se rió.

– Debería dejar de tomar viagra.

Bigglestone ignoró la interrupción.

– Bajo la estatua de Príapo, Dashwood hizo que su escultor grabara la inscripción Peni tento non penitenti. Es decir, «Pene en tensión, no penitente», lo cual confirma, como puede ver, inspector Forrester, su firme rechazo del cristianismo, de la moralidad religiosa.

Ahora caminaban por la caverna principal. Bigglestone hundió su paraguas en el aire húmedo, como si fuera abriendo un camino.

– Miren aquí. Según Horace Walpole, estas pequeñas cuevas estaban equipadas con camas para que los hermanos pudieran practicar su deporte con mujeres jóvenes. Las fiestas de sexo eran muy habituales en estas cuevas en tiempos de Dashwood. Igual que las fiestas para emborracharse. También ha habido rumores de adoración al diablo, masturbaciones en grupo y cosas así.

Habían entrado en una cueva más grande, esta vez con esculturas góticas y tallas religiosas. Una versión algo burlesca de una iglesia.

El guía levantó en alto su paraguas.

– Justo encima de nosotros está la iglesia de St Lawrence, construida por el mismo Francis Dashwood. El techo de la iglesia es una copia exacta del techo del destruido templo del Sol de Palmira, en Siria. Francis Dashwood no sólo estaba influenciado por los misterios de la Antigüedad, sino también por los cultos al sol de la Antigüedad. Pero, ¿en qué creía él realmente? Ése es un tema de discusión. Algunos aseguran que su visión política y espiritual puede ser resumida de esta forma: que Gran Bretaña debería estar gobernado por una élite; y que esta élite de nobles debería practicar una religión pagana. -Sonrió-. Y, sin embargo, unida a esta perspectiva había una decidida tendencia al libertinaje: orgías de borrachos, insultos blasfemos, etcétera. Todo lo cual da lugar a una pregunta: ¿cuál era la verdadero base del club?

– ¿Qué cree usted? -le preguntó Forrester.

– ¡Me hace esa pregunta como si esperara una respuesta precisa! Me temo que eso es imposible, inspector. Lo único que sabemos es que, en sus buenos tiempos, el Club del Fuego del Infierno acogió entre sus miembros a los personajes más destacados de la sociedad británica. De hecho, en 1762 los frailes de Medmenham, como se llamaban a sí mismos, dominaron las más altas esferas del gobierno británico y, por tanto, el naciente Imperio Británico. -Bigglestone inició el camino de vuelta a través de las cuevas más altas hacia el aparcamiento, siguiendo con su explicación a medida que avanzaban-. En 1762 la existencia del club fue por fin hecha pública. Se reveló que el primer ministro, el ministro de hacienda y varios lores, nobles y ministros del gobierno eran miembros de él. Esta revelación provocó que el Club del Fuego del Infierno se convirtiera en sinónimo de exclusividad aristocrática, malvada y lasciva. -Bigglestone se rió-. Tras este escándalo, muchos de los miembros más famosos, como Walpole, Wilkes, Hogarth y Benjamin Franklin decidieron dejarlo. La última reunión del club fue celebrada en 1774.

Se encontraban en el estrecho pasillo de roca que conducía desde las cuevas a la entrada y la taquilla. Las paredes estaban muy cerca y llenas de humedad.

– A partir de ahí, las cuevas del Fuego del Infierno se enfrentaron a siglos de abandono, aunque siguieron siendo un recuerdo doloroso y, a veces, molesto. Pero es poco probable que revelen nunca su último secreto, porque los miembros del club se esforzaron en enterrar sus misterios con sus propios cadáveres. Se dice que el último encargado de la orden, Paul Whitehead, pasó tres días antes de su muerte quemando todos los papeles importantes. Así que, lo que de verdad ocurrió en el interior de las cuevas es una pregunta cuya respuesta sólo podrá encontrarse… en los fuegos del infierno.

Se detuvo. Boijer aplaudió cortésmente. El guía hizo una pequeña reverencia y después miró su reloj.

– ¡Dios mío! Son casi las seis. Tengo que irme. Espero que el plan de mañana salga bien, agentes. El duodécimo baronet está encantado de poder ayudar a la policía a cazar a esos horribles asesinos.

Avanzó rápidamente a través del asfalto y desapareció por un camino de la ladera. Boijer y Forrester se dirigieron despacio hacia su coche de policía, aparcado a la sombra de un roble.

Mientras caminaban repasaron su plan. Hugo De Savary había convencido a Forrester por teléfono y correo electrónico de que era muy probable que la banda visitara las cuevas del Fuego del Infierno porque, si buscaban el Libro Negro, el tesoro que Whaley había traído de Tierra Santa, éste era el lugar apropiado en el que tenían que buscar: en el epicentro del fenómeno del Club del Fuego del Infierno.

Pero ¿cuándo iría la banda a las cuevas? Forrester había calculado que sólo atacaban un objetivo cuando era más probable que estuviera vacío. Craven Street en una noche de fin de semana; el colegio Can ford por la mañana temprano en plenas vacaciones.

Así pues, la policía había preparado una trampa. Forrester había ¡do a ver al actual dueño de la casa de West Wycombe, el duodécimo baronet Edward Francis Dashwood, descendiente directo de los miembros del Fuego del Infierno, quien le había dado permiso para cerrar las cuevas durante un día. El motivo del inesperado cierre sería falsamente anunciado como «la celebración del aniversario de bodas del baronet, y para dar un día de vacaciones al fiel personal de West Wycombe». A tal efecto, se habían publicado anuncios en todos los periódicos locales. La noticia se había colocado también en las páginas de internet pertinentes. Scotland Yard había convencido a la BBC de que diera una pequeña noticia en televisión centrada en la escandalosa historia del lugar, pero mencionando el cierre temporal. En consecuencia, con respecto al público en general, las cuevas del Fuego del Infierno iban a estar completamente vacías. Se había colocado el cebo.

¿Aparecería la banda? Era una apuesta arriesgada y Forrester lo sabía, pero ésta fue la única idea que se les ocurrió. Forrester sentía un evidente pesimismo mientras Boijer conducía su coche a toda velocidad por las carreteras comarcales con dirección al hotel.

La otra pista que les quedaba era la grabación del circuito cerrado de televisión del colegio Canford. La banda había inutilizado el resto de las cámaras del colegio cortando los cables. Pero habían dejado atrás una de ellas que había captado una imagen borrosa de Cloncurry caminando por el colegio. Cloncurry había lanzado a la cámara una mirada escalofriante al pasar. Como si supiera que lo estaban grabando y no le importara.

Forrester había mirado la difusa imagen de Cloncurry durante horas tratando de entrar en la mente de aquel joven. Era difícil; se trataba de un hombre que podía desollar viva a una víctima inmovilizada. Un hombre que podía cortar alegremente una lengua y enterrar una cara aterrada en el suelo. Un hombre que podía hacer cualquier cosa.

Era tremendamente atractivo, con pómulos altos y ojos casi orientales. Un perfil anguloso y elegante. Y de algún modo, ello hacía que su gran maldad fuera aún más siniestra.

Boijer estaba aparcando el coche. Se alojaba en el High Wycombe Holiday Inn, justo al lado de la M40. Era una mala noche. Forrester se fumó un porro diminuto después de la cena, pero no le ayudó a dormir. Durante toda la noche, soñó, sudoroso, con cuevas, mujeres desnudas y fiestas morbosas; soñó con una chica perdida entre adultos que se reían, una chica que lloraba por su padre, desorientada en las cuevas.

Se despertó temprano con la boca seca. Incorporándose en la cama, cogió el teléfono y llamó a Boijer, que todavía estaba durmiendo. Luego se dirigieron en coche directamente hasta su caseta prefabricada.

La caseta estaba oculta al otro lado de la colina, en el otro extremo de la entrada principal a la cueva. El entramado de cuevas estaba vacío y la taquilla cerrada con llave. La propiedad de Dashwood había quedado totalmente desierta. Se había pedido a todo el personal que se mantuviera alejado.

Boijer y Forrester estaban con tres agentes en la caseta. Se organizaron en turnos para ver las imágenes del circuito cerrado. Hacía calor; era un perfecto día sin nubes. Mientras pasaban las horas, Forrester miraba por la pequeña ventanilla y pensó en el artículo del periódico que había leído, un reportaje de The Times sobre los yazidis y el Libro Negro. Al parecer, un periodista estaba siguiendo en Turquía otro hilo de la misma y extraña historia.

Forrester había leído el artículo de nuevo la noche anterior y luego llamó a De Savary para preguntarle su opinión. De Savary le confirmó que había visto el artículo y estaba de acuerdo en que había una relación peculiar y bastante interesante. Después le dijo al detective que existía otra conexión. La novia francesa del periodista, mencionada en el artículo, era en realidad una antigua alumna y amiga suya. Y que iba a visitarlo al día siguiente.

El inspector Forrester le había pedido a De Savary que le preguntara algunas cosas a la chica. Que descubriera cuál era la posible conexión entre Turquía e Inglaterra. Entre aquello y esto. Entre el repentino miedo de los yazidis y la súbita violencia de Cloncurry. De Savary le dijo que se lo preguntaría. Y, en aquel momento, Forrester sintió algo de esperanza. Quizá sí pudieran resolver aquello. Pero ahora, quince horas después, aquel optimismo había vuelto a desaparecer. No ocurría nada.

Suspiró. Boijer estaba contando una jugosa historia sobre un compañero en una piscina. Todos se reían. Alguien trajo más café. El día fue avanzando lentamente y el aire de la caseta se fue cargando. ¿Dónde estaban estos tipos? ¿Qué hacían? ¿Estaba Cloncurry engañándoles?


El anochecer se fue aproximando, suave y ligero. Una tranquila y silenciosa noche de mayo. Pero los ánimos de Forrester no eran buenos. Salió a pasear. Eran entonces las diez de la noche. La banda no venía. No había funcionado. El detective arrastraba los pies en la oscuridad, mirando a la luna. Pateó con el zapato una vieja botella de refresco Appletise. Pensó en su hija. «An-ana. An-ana. An-ana papi». La pena fue invadiéndole el corazón. Volvió a enfrentarse a aquella sensación de despropósito; la sensación de fría rabia que no conduce a ningún lado; lo desesperanzador que era todo.

Puede que el viejo sir Francis Dashwood tuviera razón. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué permitía unas cosas tan horribles? ¿Por qué permitía que hubiera muertes? ¿Por qué permitía que murieran los niños? ¿Por qué permitía la existencia de personas como Cloncurry? No había Dios. No había nada. Sólo un niño pequeño perdido en las cuevas y, después, silencio.

– ¡Señor!

Era Boijer, que salía corriendo de la caseta seguido de tres agentes armados.

– Señor. Un Beamer grande en el aparcamiento. ¡Ahora mismo!

Forrester recuperó la energía al instante. Corrió detrás de Boijer y los policías armados. Cogieron velocidad al doblar la esquina con dirección al aparcamiento. Alguien encendió las luces: los focos antirrobo que habían instalado en la valla que rodeaba el aparcamiento. La entrada a las cuevas se inundó de una luz cegadora.

En mitad del aparcamiento vacío había un gran BMW negro, reluciente y nuevo. Las ventanillas del coche eran polarizadas, pero Forrester pudo ver unas formas grandes en su interior.

Los agentes apuntaron al coche con sus rifles. Forrester agarró el megáfono de las manos de Boijer y su voz amplificada retumbó en aquel vacío inundado de luz.

– Alto. Están rodeados de policías armados.

Contó las sombras oscuras que había en el coche. ¿Eran cinco o seis?

El coche permaneció inmóvil.

– Salgan del coche. Muy despacio. Ahora.

Las puertas del coche permanecieron cerradas.

– Están rodeados por policías armados. Deben salir del coche. Ahora.

Los agentes se agacharon mientras apuntaban con sus rifles. La puerta del conductor se estaba abriendo muy despacio. Forrester se inclinó hacia delante para echar su primer vistazo a aquel grupo sanguinario.

Una lata de sidra rodó por el cemento con un estrépito. El conductor salió del coche. Tenía unos diecisiete años, estaba visiblemente borracho y claramente aterrorizado. Salieron dos figuras más levantando sus manos temblorosas. También tenían diecisiete o dieciocho años. Llevaban restos de serpentinas sobre los hombros. Uno de ellos tenía restos de lápiz de labios rojo en la mejilla. El más alto de ellos se estaba haciendo pis encima, con una gran mancha de orín extendiéndose por la parte delantera de sus vaqueros.

Niños. No eran más que niños. Estudiantes haciendo diabluras. Probablemente trataban de introducirse a escondidas en las diabólicas cuevas.

– ¡Joder! -le gritó Forrester a Boijer-. ¡Joder! -Dio un zapatazo en el suelo maldiciendo su suerte. Después le dijo a Boijer que fuera a arrestar a los chicos. Le daba igual por lo que fuera. Por conducir borrachos-. ¡Dios! -El inspector volvió cabizbajo a la caseta sintiéndose estúpido. Ese bastardo de Cloncurry se estaba burlando de él. Aquel joven psicópata y pijo se les había vuelto a escapar. Era demasiado listo para caer en una trampa tan idiota como aquella. ¿Y qué iba a pasar ahora? ¿A quién mataría? ¿Y cómo lo haría?

Una idea desgarradora y horrible se apoderó del inspector. Estaba claro.

Forrester corrió hasta el coche de policía, cogió su chaqueta y buscó el teléfono móvil. Con manos temblorosas marcó el número. Se acercó el teléfono a la oreja deseando que la señal dejara de sonar. «Vamos, vamos, vamos». Forrester rezaba ansiosamente para que no fuera demasiado tarde.

Pero el teléfono seguía sonando.

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