33

Rob llevaba diez días en Dahuk. El taxista que había conducido desde Habur se negó a avanzar más.

Al principio, Rob se sintió razonablemente contento por ello. Dahuk era una ciudad kurda agradable y animada; más pobre que Sanliurfa, pero sin la sensación de permanente vigilancia turca. Dahuk era también atractiva porque los yazidis constituían una presencia visible. Incluso había un centro cultural yazidi, una casa otomana grande y antigua a las afueras de la ciudad, destartalada y ruidosa. Rob pasó los primeros días vagabundeando por el centro. Estaba lleno de preciosas chicas de cabello oscuro con tímidas sonrisas, largos vestidos bordados y muchachos alegres con camisetas del equipo de fútbol del Barcelona.

En la pared del interior del vestíbulo del centro había un llamativo cuadro del ángel pavo real, Melek Taus. La primera vez que lo vio, Rob se quedó mirándolo durante casi diez minutos. Se trataba de una imagen curiosamente serena, el dios demonio, el ángel caído, con su espléndida cola de color esmeralda y aguamarina. La cola de los mil ojos.

Los yazidis del centro eran cautelosos pero no antipáticos. Aquellos fieles con bigote le ofrecieron té y pistachos. Dos de ellos hablaban un inglés entrecortado y algunos, alemán. Le dijeron que se debía a que había una fuerte presencia yazidi en Alemania.

– Se nos ha destruido en el resto de los lugares, no tenemos futuro aquí, ahora sólo los cristianos pueden ayudarnos…

Lo que no harían nunca los yazidis sería hablar de los aspectos más sutiles de su fe. Cuando Rob comenzó a preguntar por el Libro Negro, por Sanliurfa, el sanjak o el culto a Melek Taus, sus expresiones cambiaban frunciendo el ceño o mostrando desdén o poniéndose a la defensiva. Y entonces, aquellos hombres se sulfuraban y dejaban de ofrecerle platos de pistachos.

Otro punto de fricción era el de Lalesh. Resultó, y Rob se enfadó consigo mismo por su falta de información previa, que en realidad nadie vivía en Lalesh. Era una ciudad sagrada en el sentido más literal de la expresión, una ciudad fantasma para los ángeles, exclusivamente para cosas sagradas: espíritus, textos antiguos y venerados sepulcros. Los pueblos que rodeaban Lalesh eran animados y estaban atestados de gente, pero los yazidis sólo entraban en Lalesh para rezar o durante los días de fiesta, lo cual hacía que cualquier forastero llamara la atención.

Además, según parecía, el simple hecho de llegar a Lalesh por parte de alguien que no fuera yazidi era una tarea difícil e incluso peligrosa. En realidad, nadie quería llevar a Rob. Ni siquiera con un soborno de cien dólares. El periodista lo intentó más de una vez. Los taxistas se limitaban a mirar el dinero con desconfianza y soltaban un cortante «¡La!».

La décima noche le entraron ganas de abandonar. Estaba tendido en la cama de la habitación de su hotel. Procedente del exterior se colaba el bullicio de la ardiente ciudad. Se acercó a la ventana abierta y miró los tejados de cemento y los callejones oscuros y sinuosos. El abrasador sol iraquí se ocultaba sobre los dorados y grisáceos montes Zagros. Ancianas con pañuelos rosados tendían la ropa limpia junto a enormes antenas parabólicas. Rob pudo ver varios chapiteles de iglesias entre los minaretes. Quizá fueran iglesias de los gnósticos o de los mandeanos, de los cristianos asirios o de los caldeos. Había muchas sectas antiguas allí.

Cerró la ventana para no oír la llamada a la oración de la tarde y regresó a la cama para coger su teléfono móvil. Encontró una buena cobertura kurda y llamó a Inglaterra. Tras unos cuantos tonos, Sally contestó. Rob esperaba que su mujer se comportara con su habitual tono cortante pero educado. Curiosamente se mostró amable y entusiasta. Después, le explicó por qué. Le contó a Rob que había conocido a su «nueva novia» y que lo cierto es que le gustaba, y mucho. Le dijo que Christine le había caído bien y que por fin parecía haber vuelto a entrar en razón si estaba empezando a salir con mujeres de verdad y no con las atontadas que normalmente se buscaba.

Rob se rió y dijo que nunca había considerado a Sally una atontada; tras un silencio, Sally se rió también. Era la primera risa que habían intercambiado desde el divorcio. Charlaron un poco más de una forma que ya casi habían olvidado. Luego, ella le pasó el teléfono a su hija. Rob sintió una tristeza desgarradora cuando escuchó la voz de la niña. Lizzie le contó a su padre que había estado en el zoo viendo «namimales». Y que podía levantar los brazos por encima de su cabeza. Rob la escuchaba con una mezcla de alegría y dolor, le dijo que la quería y Lizzie le pidió a su papi que fuera a casa. Después él le preguntó si había conocido a Christine, la señora francesa. Lizzie dijo que sí, que le gustaba mucho y que a mami también. Rob respondió diciendo que era estupendo y, a continuación, le lanzó un beso a su hija, que no paraba de reír. Colgó el teléfono. Notaba una sensación extraña ante el hecho de que su nueva novia y su ex mujer se llevaran bien. Pero eso era mejor que una mutua animadversión. Y significaba que así había más personas que cuidaban de su hija cuando él no estaba.

En ese momento se le ocurrió que quizá fuera el momento de volver a casa. A lo mejor debería dejarlo todo. La historia no había tenido el éxito que él esperaba. Ni siquiera había conseguido llegar a Lalesh y, de todos modos, no parecía que tuviera ya sentido. Los yazidis eran demasiado herméticos. No sabía hablar el suficiente árabe o kurdo como para indagar más profundamente en su antiguo oscurantismo. ¿Cómo esperaba descubrir los secretos de una fe de hacía seis mil años simplemente paseándose por aquella antigua ciudad diciendo «Salaam»? Estaba bloqueado; sus esperanzas disminuían a cada momento. A veces ocurría eso. A veces no se conseguía la historia.

Cogió la llave de su habitación y salió. Tenía calor, estaba nervioso y necesitaba una cerveza. Y había un agradable bar en la esquina de su calle. Se hundió en su habitual silla de plástico en el exterior del café Suleiman. Su provisional amigo, Rawaz, el dueño del café, le trajo una cerveza turca fría y un plato de aceitunas. La vida de las calles de Dahuk pasaba ante él. Rob apoyó la frente sobre las manos y volvió a pensar en el artículo. Recordando su excitación decidida e impulsiva en casa de Isobel, se preguntó qué era lo que de verdad quería. Algún misterioso sacerdote que le explicara todo, quizá en un templo secreto con feroces esculturas en las paredes. Y llamas parpadeantes procedentes de lámparas de aceite. Y, por supuesto, un par de accesibles adoradores del diablo, encantados de que les sacaran unas cuantas fotos. Pero en lugar de estar haciendo realidad su ingenuo sueño periodístico, Rob bebía cerveza Efes y escuchaba pop kurdo chabacano procedente de la tienda de música vecina. También podría haber estado en Sanliurfa. O en Londres.

– ¿Hola?

Rob levantó la mirada. Un hombre joven, algo vacilante, se había acercado a su mesa. Llevaba vaqueros limpios y una camisa bien planchada. Su cara era redonda. Tenía aspecto de pedante, incluso de friki, pero de persona próspera y amable. El periodista le pidió que se sentara. Su nombre era Karwan.

Karwan sonrió.

– Soy un yazidi.

– Bien…

– Hoy he ido al centro cultural yazidi y algunas mujeres me hablaron de usted. Un periodista americano. ¿Desea saber de Melek Taus?

Rob asintió un poco avergonzado.

Karwan continuó hablando.

– Dicen que usted está aquí, pero que puede irse pronto porque no está contento.

– No es que no esté contento. Sólo estoy… frustrado.

– ¿Por qué?

– Porque estoy escribiendo un artículo sobre la fe yazidi. Ya sabe, sobre vuestras verdaderas creencias. Es para un periódico británico. Pero nadie me cuenta nada, así que es un poco frustrante.

– Debe comprender la razón. -Karwan se inclinó hacia delante con una expresión seria en su rostro-. Durante muchos miles de años, señor, hemos sido asesinados y atacados por defender nuestras creencias. Lo que la gente dice que son nuestras creencias. Los musulmanes nos matan, los hindúes, los tártaros… Todos dicen que adoramos a Shaitán, el diablo. Nos matan y nos alejan de ellos. Incluso Saddam nos persiguió, y nuestros amigos kurdos, y los sunníes y los chiitas. Todos tratan de matarnos. Todos.

– Pero ése es el motivo por el que yo quiero escribir mi artículo. Contar la verdadera historia. La verdadera creencia de los yazidis.

Karwan frunció el ceño, como si estuviera decidiendo algo. Se quedó en silencio durante más de un minuto.

– Sí, de acuerdo -dijo al fin-. Así es como yo lo veo. Ustedes los americanos, el gran águila, ayudaron a los kurdos y han protegido al pueblo yazidi. Veo a los soldados americanos, son buenos. De verdad intentan ayudarnos… Así que… ahora yo le ayudo. Porque usted es americano.

– ¿De verdad?

– Sí, y le ayudaré porque estudié un año en América, en la Universidad de Texas. Por eso mi inglés no es muy malo. Los americanos fueron buenos conmigo.

– ¿Estuvo en la Universidad de Texas?

– Sí, ¿la conoce? Los cuernos de vaca. En Austen.

– Estupenda música en Austen.

– Sí. Un lugar agradable. Excepto… -Karwan mordisqueó una aceituna-. Excepto que las mujeres de Texas tienen los culos más enormes. Eso es problema para mí.

Rob se rió.

– ¿Qué estudió en la Universidad de Texas?

– Antropología religiosa. Así que, como comprenderá, puedo contarle todo lo que necesite saber. Y después usted puede irse y decirle a todos que no somos… satánicos. ¿Empezamos?

Rob alcanzó con una mano su libreta; pidió dos cervezas más. Y durante una hora asedió a Karwan a preguntas. La mayor parte de la información ya la conocía por Isobel y por su propia investigación. Los orígenes del yazidismo y el culto a los ángeles. Rob se sintió un poco decepcionado, pero, de pronto, Karwan dijo algo que le hizo incorporarse en su asiento y ponerse muy recto.

– La historia del origen de los yazidis proviene del Libro Negro. Por supuesto, el Libro Negro ha desaparecido, pero la historia sigue transmitiéndose. Nos dice que tenemos un diferente… linaje. Demuestra que somos distintos a todas las demás razas.

– ¿Cómo?

– Quizá esté mejor expresado en un mito. Un mito yazidi. En una de las leyendas sobre nuestra creación había setenta y dos Adanes, y cada Adán era más perfecto que el anterior. Después, el número setenta y dos se casó con Eva. Y Adán y Eva depositaron su semilla en dos vasijas.

Rob lo interrumpió dejando el bolígrafo suspendido sobre la libreta.

– ¿Dos vasijas?

Karwan asintió.

– Estas vasijas fueron selladas durante nueve meses. Cuando se abrieron, la que contenía la semilla de Eva estaba llena de insectos y cosas horribles, como serpientes y escorpiones. Pero cuando se abrió la vasija de Adán, encontraron a un precioso niño. -Karwan sonrió-. El niño fue llamado Shahid ibn Jayar, «el Hijo de la Vasija». Y su nombre es también utilizado para los yazidis. ¿Sabe? Nosotros somos los Hijos de la Vasija. Estos niños de Adán se convirtieron en los antepasados de los yazidis. Adán es nuestro abuelo. Mientras que el resto de las naciones son descendientes de Eva.

Rob terminó de tomar notas. Un Chevrolet blanco de la ONU pasó lentamente por el cruce enfrente de la cafetería.

– Muy bien. ¡Eso es todo! -dijo Karwan con cierta brusquedad-. Ahora tengo que irme. Pero, señor, los yazidis del centro también me dicen que usted quiere ir a Lalesh. ¿Sí?

– ¡Sí! Pero todos dicen que es peligroso. Nadie me quiere llevar. ¿Podría hacer algo?

Karwan esbozó una sonrisa. Mordisqueaba con discreción otra aceituna; ahuecó la mano y depositó el hueso en el borde del cenicero.

– Yo puedo llevarle. Tenemos una fiesta. No es tan peligroso.

– ¿Cuándo?

– Mañana. A las cinco de la mañana. Nos vemos aquí. Y después le traeré de vuelta. Y luego usted puede ir a escribir sobre nosotros en ese famoso periódico de Inglaterra, The Times.

– Estupendo. Es fantástico… Shukran!

– Bien. -El joven se inclinó y estrechó la mano de Rob-. Nos vemos mañana. A las cinco. Así que ahora debemos dormir. Adiós. -Y dicho eso, se puso en pie y desapareció por la calurosa calle.

Rob engulló lo que quedaba de cerveza. Estaba contento. Entusiasmado. Iba a conseguir la historia. ¡El primer hombre que visita la capital sagrada de los yazidis! Nuestro hombre con los fanáticos religiosos de Iraq. Casi corría de vuelta al hotel. Después telefoneó a Christine y le contó excitado la noticia; la voz de ella sonaba preocupada y encantada al mismo tiempo. Rob se echó sobre la cama con una sonrisa mientras hablaban: iba a volver pronto a casa y vería a su hija y a su novia, tras un trabajo bien hecho.

A la mañana siguiente, Rob encontró a Karwan esperándole, como había prometido, junto a las mesas de la cafetería. Aparcada junto al local cerrado había una vieja camioneta Ford cargada de panes y fruta en sacos de plástico.

– Fruta para la fiesta -explicó Karwan-. Venga. No hay mucho espacio.

En la cabina de la camioneta se apretaban tres personas: Karwan, Rob y un anciano con bigote. Le pareció que el conductor era tío de Karwan. Rob estrechó su mano.

– Solamente ha tenido tres accidentes este año. Así que estaremos bien -dijo Karwan.

La camioneta salió de Dahuk traqueteando y fue subiendo a las montañas. Era un largo e incómodo viaje, pero a Rob no le importó. Estaba seguro de encontrarse muy cerca de su historia.

El camino los condujo por el interior de bosques de pinos y de robles. A medida que ascendían, el aire gris de la mañana comenzó a clarear. El sol se elevaba brillante y cálido. Después, el camino desembocó en un valle de un vivido color verde. Había casas de piedra pobres, pero bonitas junto a los torrentes de los arroyos. Unos niños sucios con sonrisas deslumbrantes se acercaron corriendo a la camioneta y los saludaron con la mano. Rob les devolvió el saludo y pensó en su hija.

El camino serpenteaba cada vez más, avanzando sinuoso alrededor de la gran montaña. Karwan le contó a Rob que aquella montaña era uno de los Siete Pilares de Satán. Rob hizo un gesto con la cabeza. El camino atravesó ríos por encima de desvencijados puentes de madera. Y entonces, por fin, se detuvieron.

Karwan le dio un golpe con el codo.

– ¡Lalesh!

Lo había conseguido. Lo primero que vio fue un curioso edificio de forma cónica con el tejado extrañamente acanalado. Había otros edificios cónicos situados alrededor de una plaza central. Aquella plaza estaba llena de gente que desfilaba, entonaba himnos y cantaba. Unos ancianos caminaban en fila india tocando largas flautas de madera. Rob salió de la camioneta junto a Karwan y se quedó mirando.

Una figura cubierta de negro salió de un edificio mugriento, dirigiéndose hacia una especie de maceteros de piedra de los que salían pequeñas hogueras. Le seguían en procesión otros hombres con túnicas blancas.

– Estas son las hogueras sagradas -le explicó Karwan, señalando a las amarillas llamas que danzaban en el interior de los maceteros-. Los hombres deben dar siete vueltas alrededor de ellas.

La multitud avanzaba gritando un nombre: «¡Melek Taus! ¡Melek Taus!».

Karwan hizo un gesto con la cabeza.

– Están alabando al ángel pavo real, por supuesto.

La ceremonia continuó. Era pintoresca, extraña y curiosamente conmovedora. Rob observó a los transeúntes y a los espectadores. Tras la inicial agitación de la ceremonia, muchos yazidis se habían desplazado hasta unas pequeñas áreas de hierba cercanas y a las laderas de las colinas desde donde se veían las torres cónicas de Lalesh. Estaban preparando meriendas de tomates, queso, pan y ciruelas. El sol se elevaba alto en el cielo. Era un agradable día para estar en la montaña.

– Todos los yazidis -le contó Karwan a Rob- deben venir a Lalesh en algún momento de su vida. Hacer una peregrinación a la tumba del jeque Mussafir. Él creó las ceremonias de los yazidis.

Rob se acercó más para mirar la lúgubre entrada de un templo. El interior estaba oscuro, pero pudo entrever a algunos peregrinos que envolvían los pilares de madera con telas de colores. Otros colocaban panes sobre unos estantes bajos. En una pared Rob vio signos de escritura que eran claramente cuneiformes. Tenían que serlo. El alfabeto más antiguo y primitivo del mundo. Databa de la época de los sumerios.

¡Cuneiforme! Cuando volvió a salir del templo, Rob se sintió un auténtico privilegiado sólo por estar allí. Era un milagro que aquello hubiera sobrevivido: la ciudad, la fe, el pueblo, la liturgia y el ritual. Todo el ambiente de Lalesh y la fiesta era lírico, poético y hermosamente pastoral. Los únicos aspectos amenazadores eran las morbosas y sarcásticas imágenes de Melek Taus, el omnipresente dios-diablo, que estaba retratado en paredes y puertas, e incluso en carteles. Sin embargo, la gente en sí parecía simpática, feliz de estar al sol, contenta por practicar su peculiar religión.

Rob quería hablar con algún yazidi. Convenció a Karwan para que hiciera de intérprete. En una zona de césped encontraron a una graciosa mujer de mediana edad que estaba sirviendo té a sus hijos.

Rob se acercó y le dijo:

– Hábleme del Libro Negro.

La mujer sonrió clavando un dedo a Rob con fuerza.

Karwan tradujo sus palabras.

– Dice que el Libro Negro es la Biblia de los yazidis y que está escrito con oro. ¡Dice que ustedes los cristianos lo tienen! Los ingleses. Que ustedes se llevaron nuestro libro sagrado. Y que por eso los occidentales tienen ciencia y educación. Porque tienen el libro que vino del cielo.

La mujer sonrió a Rob afectuosamente. Después le dio un mordisco a un tomate grande, derramando por su falda las semillas de fuerte color rojo y haciendo que su marido se riera a carcajadas.

La ceremonia de la plaza estaba casi acabando. Chicas y chicos jóvenes vestidos de blanco estaban en el espacio central terminando sus danzas en círculo alrededor de las llamas sagradas. Rob los miró con atención. Hizo con discreción algunas fotografías con la cámara de su teléfono Tomó algunas notas. Y después, cuando levantó la vista, se dio cuenta de algo más. Casi inadvertida junto a la multitud,la élite de los ancianos iba entrando de uno en uno a un edificio de techo bajo al otro extremo de la plaza. Su forma de actuar era de algún modo furtiva, clandestina. O al menos, significativa. En la puerta del edificio estaba apostado un guardia, y resultaba curioso que fuese la única puerta custodiada. ¿A qué se debía? Además, aquella puerta era completamente diferente a todas las demás. Tenía una extraña serpiente negra junto a ella tallada en piedra.

Rob sintió un cosquilleo. Allí estaba. Tenía que descubrir qué ocurría en aquel sitio y entrar por aquella misteriosa puerta. Pero ¿sería capaz de conseguirlo? Echó un vistazo a su alrededor. Karwan estaba ahora tumbado sobre la hierba, dormitando. El conductor de la camioneta no aparecía por ningún sitio. Probablemente estaría durmiendo en la cabina. Había sido un día largo.

Era su oportunidad. Justo ahora. Bajó la colina y cruzó la plaza con decisión. Uno de los chicos que cantaban había dejado caer su tocado junto al pozo que había bajo la fuente. Rob miró a izquierda y derecha, agarró la prenda y se la puso sobre la cabeza. Volvió a mirar otra vez. Nadie se había fijado en él. Se acercó sigilosamente al edificio de techo bajo. El guarda estaba en la puerta, a punto de cerrarla. Rob sólo tenía una oportunidad. Se tapó la parte inferior de la cara con la tela blanca y después entró como una flecha por el umbral del templo.

El enorme guarda miró a Rob distraídamente. Por un momento, pareció desconcertado. Después, se encogió de hombros y cerró la puerta detrás de él. El periodista había conseguido acceder al templo.

Estaba muy oscuro. El humo acre de las lámparas de aceite viciaba el aire. Los ancianos yazidis se alineaban en filas, entonando himnos, murmurando y cantando en voz muy baja. Recitaban oraciones. Otros estaban de rodillas, haciendo reverencias e inclinándose, tocando el suelo con la frente. Un rayo de luz iluminaba el otro extremo del templo. Rob entrecerró los ojos para poder ver en medio del humo. Una puerta se había abierto un poco. Una muchacha ataviada con una túnica blanca traía un objeto cubierto con una manta basta. Los cánticos se elevaron ligeramente. La chica colocó el objeto sobre un altar, en cuya parte superior destacaba la resplandeciente imagen del ángel pavo real que los miraba fijamente a todos, con serenidad y superioridad, con desdén y crueldad.

Rob se movió hacia delante para acercarse todo lo posible sin llamar la atención, deseoso de ver lo que había escondido bajo la manta. Se acercó cada vez más. Las oraciones y los cánticos se hicieron más fuertes, pero también más lúgubres. Con tonos más bajos. Un mantra hipnótico. El humo de las lámparas era tan denso que hacía que a Rob le picaran y lloraran los ojos. Se frotó la cara y se esforzó por mirar.

Y en aquel instante la chica apartó la manta y el cántico se detuvo.

Colocado sobre el altar había un cráneo. Pero no se parecía a ningún otro que Rob hubiera visto. Era humano, pero no lo era. Tenía las cuencas de los ojos curvadas y sesgadas. Pómulos altos. Parecía el cráneo de un pájaro monstruoso o de una extraña serpiente. Pero seguía siendo humano.

Entonces Rob notó una dura hoja de cuchillo que se apretaba fría sobre su garganta.

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