12

En los estanques de peces de Abraham, las carpas se movían con excitación, pidiendo los diminutos trozos de pan de pita que él lanzaba al agua. Rob las miraba, hipnotizado. Aquel frenesí desesperado era una visión repulsiva.

Había ido allí tratando de serenarse. Era el único espacio verde y tranquilo que conocía en aquella bulliciosa ciudad. Pero la tranquilidad no funcionaba. Mientras veía a los peces devorar la comida, Rob seguía dándole vueltas en la mente a los sucesos del día anterior. La espantosa visión de Franz atrapado en la piqueta. Las frenéticas llamadas de teléfono. La fatídica decisión final de serrar el poste de acero por la mitad y llevar a Franz, atravesado, hasta Sanliurfa en el coche de Christine.

Rob había ido detrás con Radevan. El maltrecho Toyota siguió al Land Rover por las colinas cruzando las llanuras hasta el Hospital Universitario de Harán en la zona nueva de la ciudad. Allí esperó Rob, en los miserables pasillos, con Christine, Ivány la sollozante esposa de Franz. Seguía allí cuando los médicos salieron para darles la inevitable noticia: Franz Breirner había muerto.

Las carpas luchaban ahora por el último trozo de pan. Mordiéndose unas a otras. Rob se dio la vuelta. Vio a un soldado turco armado con una ametralladora apostado junto a un jeep aparcado fuera de los setos. El soldado lo miró con el ceño fruncido.

La ciudad estaba más alborotada de lo normal y aquello no tenía nada que ver con la muerte de Breirner. Una bomba había explotado en Dyarbakir, la ciudad turco-kurda a trescientos polvorientos kilómetros al este, el centro del separatismo kurdo. No había muerto nadie, pero había diez personas heridas y, una vez más, se había vuelto a elevar la tensión en la zona. La policía y el ejército se dejaban ver por todas partes esa tarde.

Rob suspiró cansado. A veces parecía que la violencia fuera universal. Ineludible. Y él quería eludirla.

Cruzó un pequeño puente de madera sobre un diminuto canal y se sentó en una mesa. El camarero de la tetería se acercó limpiándose las manos con una toalla que colgaba de su cintura y Rob le pidió agua, té y unas aceitunas. Tenía que esforzarse de verdad para dejar de pensar en Franz por un momento. Pensar en la visión de la sangre en el coche de Christine. La punta de acero clavada obscenamente en el torso de Franz…

– ¿Señor?

El camarero había traído el té de Rob. La cucharilla tintineó. El terrón de azúcar se disolvió en el líquido de color rojo oscuro. El sol brillaba entre los árboles del pequeño parque. Un niño pequeño vestido con una camiseta del Manchester United jugaba con un balón de fútbol en el césped. Su madre estaba envuelta en color negro.

Se terminó el té. Tenía que ponerse en marcha. Tras comprobar la hora que era en Londres, cogió su teléfono móvil y marcó.

– ¡Sí! -La habitual brusquedad de Steve.

– Hola, soy…

– ¡Robbie! Mi corresponsal arqueológico. ¿Cómo van esas piedras? -El alegre acento cockney animó un poco a Rob. Se preguntaba si debería echar a perder ese buen humor contándole a Steve lo que había pasado. Antes de que pudiera decidirlo, Steve dijo-: Me gustaron las notas que enviaste. Estoy deseando ver el artículo. ¿Cuándo vuelves?

– Pues iba a ser mañana, pero…

– Buen chico. Ven a las cinco.

– Sí, pero…

– ¡Y envíame alguna foto! Son buenas las de…

– Hay un problema, Steve.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Por fin. Rob aprovechó la oportunidad para lanzarse. Le contó todo a Steve. Los extraños misterios y las dificultades que rodeaban a la excavación, el resentimiento de los obreros, el insólito cántico de la muerte, la envenenada política local y las curiosas excavaciones nocturnas. Le explicó a su editor que no le había mencionado todo esto antes porque no estaba seguro de su importancia.

– ¿Y ahora sí es importante? -replicó Steve con brusquedad.

– Sí, porque…

Rob miró al castillo que había sobre el risco con la roja bandera turca. Respiró hondo. Después le relató a Steve la terrible historia de la muerte de Franz, al final de la cual, Steve dijo simplemente:

– ¡Dios mío! ¿Cómo estás?

– ¿Qué?

– Te envié a esa excavación porque pensé que necesitabas un descanso. Un lugar agradable y tranquilo. Unas cuantas piedras de mierda. Sin dramas. Nada de problemas para Luttrell.

– Sí, ya imagino… y…

– Y terminas en medio de una guerra civil con una panda de sacerdotes maliciosos y luego un tipo termina ensartado como un kebab. -Steve se rió-. Lo siento, amigo. No debería hacer bromas con eso. Debe de haber sido una mierda. Pero ¿qué es lo que quieres hacer ahora?

Rob lo pensó bien. ¿Qué quería hacer? No lo sabía.

– No estoy seguro… En realidad, creo que necesito que mi editor me aconseje. -Se puso de pie apretando todavía el teléfono contra su oreja-. Steve, tú eres el jefe. Yo estoy perdido. Dime qué hacer y lo haré.

– Confía en tu instinto.

– ¿Qué quieres decir?

– Que confíes en ti mismo. Tienes un gran olfato para las buenas historias. Eres como un jodido sabueso. -La voz de Steve era firme-. Así que, dime: ¿hay una buena historia ahí?

Rob lo supo de inmediato. Se dio la vuelta, miró al camarero y le pidió la cuenta por señas.

– Sí, creo que sí.

– Entonces, ahí lo tienes. Hazlo. Ponte a escarbar por ahí. Quédate dos semanas más, por lo menos.

Rob asintió. Sintió una excitación profesional. Pero estaba teñida de tristeza. La muerte de Breitner había sido escalofriante. Y deseaba irse a casa a ver a su hija. Decidió confesar.

– Pero, Steve, quiero ver a Lizzie.

– ¿Tu hijita?

– Sí.

– Blandengue. -Steve se rió-. ¿Cuántos años tiene?

– Cinco.

El editor se quedó en silencio. Rob miró hacia la antigua mezquita que había al otro lado del reluciente estanque. Christine le había dicho que en su momento fue una iglesia, una iglesia de los cruzados.

– Está bien, Rob. Si haces esto por mí te llevaremos en un avión de vuelta a casa justo a continuación. En business, ¿de acuerdo?

– Gracias.

– En The Times nos gusta cuidar de nuestros colaboradores. Pero necesitaré algo de tu parte mientras tanto.

– ¿Como qué?

– Pásame la historia básica de las piedras. Necesito una copia para el jueves. Pero meteré en ella un pequeño avance, una pista de que hay más. Podemos hacer una serie. De nuestro hombre de la Edad de Piedra. Con los demonios del desierto.

Rob se rió sin pretenderlo. Steve siempre tenía la virtud de ponerle de buen humor con su cinismo de periodista británico y su humor despiadado.

– Hasta luego, Steve.

Volvió a meterse el teléfono en el bolsillo sintiéndose mucho mejor. Tenía un trabajo que hacer, una historia que escribir, una pista que investigar. Y después podría ir a ver a su hija.

Dejando la tranquilidad del parque, Rob se introdujo en las calles kurdas, donde los taxistas se gritaban unos a otros y un hombre tiraba de un burro que, a su vez, tiraba de un carro lleno de sandías hasta arriba. Había tanto ajetreo y ruido que Rob apenas pudo oír su teléfono. Pero sintió la vibración.

– ¿Sí?

– ¿Robert?

Christine. Se detuvo en mitad de la polvorienta acera. Pobre Chris tine. Había tenido que llevar a Franz al hospital. No dejó que nadie más lo hiciera. Rob había visto la sangre por todo el coche, la sangre del amigo de Christine. Espantosa y escalofriante.

– ¿Estás bien? ¿Christine?

– Sí, sí, gracias. Estoy bien…

No parecía estarlo. Rob trató de entablar una agradable conversación; no sabía qué podía hacer. Christine no mostró interés. Su forma de hablar era entrecortada, como si estuviera reprimiendo la emoción.

– ¿Sigue en pie tu vuelo de esta noche?

– No -dijo Rob-. Tengo que escribir más cosas. Seguiré aquí, por lo menos, una semana o dos más.

– Bien. ¿Podemos vernos? ¿En el caravasar?

Rob estaba perplejo.

– De acuerdo, pero…

– ¿Ahora?

Aún confuso, Rob aceptó. La comunicación se cortó. Girando a la izquierda, volvió a subir la cuesta a grandes zancadas, justo al interior del bullicioso mercado cubierto.


El zoco era un mercado clásico árabe, de los que desaparecieron rápidamente de Oriente Medio. Lleno de lúgubres callejones, herreros mugrientos, vendedores de alfombras que le hacían señas para que se acercara y entradas a diminutas mezquitas. La brillante luz del sol se filtraba a través de los agujeros del techo ondulado. En los rincones oscuros y antiguos, los afiladores de cuchillos lanzaban chispas doradas al aire inundado de olor a especias. Y allí, en mitad de todo aquello, había un antiguo caravasar de verdad, un patio fresco y espacioso con mesas de café y preciosas arcadas de piedras. Un lugar para el comercio y el cotilleo, un lugar en el que los comerciantes regateaban por la seda y los hombres habían desposado a sus hijos durante mil años.

Entró en la animada plaza al aire libre y examinó las diferentes mesas y grupos de personas. No fue difícil localizar a Christine. Era la única mujer.

Su rostro estaba demacrado. Se sentó frente a ella, que le miraba fijamente a los ojos, como si buscara algo. Rob no tenía ni idea de qué era. Permanecía callada; la situación le resultó embarazosa.

– Escucha, Christine, yo… siento mucho lo de Franz. Sé que erais muy amigos y…

– Por favor. No. -Christine miraba hacia abajo conteniendo las lágrimas, el enfado o lo que fuera-. Ya basta. Eres muy amable. Pero ya es suficiente. -Volvió a levantar la mirada y Rob fue incómodamente consciente del color marrón topacio de sus ojos. Profundos y lánguidos. Hermosos y llenos de lágrimas. Ella tosió para aclararse la garganta. Entonces dijo-: Creo que Franz fue asesinado.

– ¿Cómo?

– Yo estaba allí, Rob. Lo vi. Hubo una discusión.

El palmoteo producido por las palomas cuando echaron a volar invadió el caravasar. Los hombres daban sorbos a sus cafés sentados sobre alfombrillas de color bermellón. Rob volvió a mirar a Christine.

– Discutir no quiere decir asesinar.

– Lo vi, Rob. Lo empujaron.

– Dios mío.

– Exacto. Y no fue un accidente. Lo empujaron deliberadamente hacia ese poste.

Rob frunció el ceño.

– ¿Has ido a la policía?

Christine movió la mano rechazando la idea, como si fuera una mosca que la molestara.

– Sí. No quieren saber nada.

– ¿Estás segura?

– Prácticamente me echaron de la comisaría. Una simple mujer.

– Gilipollas.

– Puede ser. -Christine forzó una sonrisa-. Pero para ellos también resulta difícil. Los trabajadores son kurdos, la policía es turca. La política está imposible. Y ayer hubo un atentado en Dyarbakir.

– Lo vi en las noticias.

– Así que -continuó Christine-, ir a arrestar a un grupo de kurdos por asesinato… no es una cuestión sencilla ahora mismo. Dios mío…-Inclinó la cabeza sobre sus brazos cruzados.

Rob se preguntó si iba a llorar. Detrás de ella se elevaba un minarete por encima de la galería del caravasar. Tenía grandes altavoces negros en la parte superior pero, por ahora, guardaban silencio.

Christine se recuperó y volvió a incorporarse.

– Quiero saber, quiero… investigar.

– ¿A qué te refieres?

– Quiero saberlo todo. ¿Por qué excavaba por las noches, por qué querían matarlo. Franz era mi amigo. Así que quiero saber por qué murió. ¿Vienes conmigo? Quiero ir a Gobekli y ver las notas de Franz, su material, los trabajos…

– Pero seguro que se han llevado todo eso. La policía turca.

– Mantenía muchas cosas en secreto -dijo Christine-. Pero yo sé dónde las guardaba. En un pequeño armario dentro de su cabina del yacimiento. -Ella se inclinó hacia delante, como si confesara algo-: Rob, tenemos que entrar allí y robarlas.

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