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En el avión hacia Estambul Rob le dio un sorbo a su gin-tonic aguado servido en un vaso de plástico transparente con una diminuta varilla para agitar. Leyó el correo impreso que Steve le había enviado y algunas otras cosas que había encontrado en internet sobre la excavación turca.

El yacimiento que se estaba desenterrando se llamaba Gobekli Tepe. Durante una hora, Rob pensó que se pronunciaba «tip», pero más tarde vio los signos fonéticos en una de las hojas. Tepe se pronunciaba Tep-ay. Gobekli… Tep-ay. Rob lo pronunció en silencio -Gob-eckly Tep-ay- y después le dio un mordisco a una galletita salada.

Siguió leyendo.

Al parecer, el yacimiento era tan sólo uno de los muchos asentamientos de la Antigüedad que actualmente se estaban desenterrando en la zona kurda de Turquía. Nevali Cori, Karahan Tepe… Algunos de ellos parecían increíblemente antiguos. De ocho mil años o más. Pero ¿de verdad era éste tan antiguo? Rob no tenía ni idea. ¿Cuánto tiempo tenía la Esfinge? ¿Y Stonehenge? ¿Y las pirámides?

Apuró el gin-tonic, se echó hacia atrás y pensó en su escasa cultura general. ¿Por qué no conocía la respuesta a preguntas como ésta? Evidentemente, porque no tenía educación universitaria. Al contrario que sus compañeros de trabajo, que se habían licenciado en Oxford, Londres y UCLA o París, Munich, Kyoto, Austin o cualquier otro sitio, Rob no tenía más que su cerebro y una enorme capacidad de lectura rápida para asimilar información rápidamente. Había abandonado los estudios a los dieciocho años. A pesar de los gritos desesperados de su madre soltera, había rechazado las ofertas de varios institutos y universidades y, en lugar de eso, entró directamente en el mundo del periodismo. Pero, en realidad, ¿quién podía culparle por ello? Rob se tragó otra galletita.salada. No tenía elección. Su madre estaba sola, su padre se había quedado en Estados Unidos como un cabrón mezquino y cruel; Rob creció pobre en las afueras de un suburbio gris londinense. Desde una edad muy temprana había deseado conseguir dinero y posición social tan pronto como pudiera. No iba a ser nunca como esos niños ricos a los que envidiaba cuando era un chaval, que podían tomarse cuatro años de vacaciones para fumar chocolate, ir a fiestas y dejarse llevar por carreras cómodas a un ritmo pausado. Siempre había sentido la necesidad de avanzar rápido.

El mismo deseo de avance había gobernado su vida emocional. Cuando apareció Sally, sonriente, bonita e inteligente, se aferró a la felicidad y a la estabilidad que ella le ofrecía. El nacimiento de su hija poco después de su precoz matrimonio parecía ser la señal de que lo que había hecho era algo muy bueno. Sólo entonces se dio cuenta, aunque tarde, de que su vertiginosa carrera podría entrar en conflicto con la hogareña y cómoda tranquilidad.

El asiento El Al de la clase turista era tan incómodo como siempre. Rob se recostó y se restregó los ojos. Después le pidió a la azafata otro gin-tonic. Un reconstituyente que le ayudara a olvidar.

Recogió la bolsa que llevaba a sus pies y sacó dos libros comprados en la mejor librería de Tel Aviv, uno sobre arqueología kurda y otro sobre el hombre en la Antigüedad. Tenía una escala de tres horas en Estambul y después otro vuelo hasta Sanliurfa, en el agreste sureste de Anatolia. La mitad del día para practicar algo de lectura rápida.

A su llegada a Estambul, Rob estaba bastante borracho -y bien informado sobre la historia arqueológica reciente de Anatolia. Parecía que era de especial importancia un lugar llamado Catalhöyük. Pronunciado Chatal Hoy-uk. Descubierto en la década de los cincuenta, era uno de los pueblos más antiguos del mundo que jamás se habían desenterrado, probablemente de unos nueve mil años de antigüedad. Los muros de este asentamiento estaban cubiertos de pinturas de toros, leopardos y águilas. Montones de águilas. Signos muy antiguos de una religión. Imágenes muy extrañas.

Rob miró los dibujos de Catalhóyük. Hojeó unas cuantas páginas más. Tras aterrizar en el aeropuerto de Estambul, recogió sus maletas de la cinta transportadora y se abrió camino entre la multitud de hombres de negocios turcos de mejillas caídas, deteniéndose en una pequeña tienda en la que compró un periódico estadounidense con una de las últimas informaciones sobre Gobekli Tepe y, después, se dirigió directamente a la puerta de embarque para esperar su siguiente vuelo. Sentado allí, en la sala de embarque, leyó algo más sobre la excavación.

La historia moderna de Gobekli Tepe comenzó, según decía, en 1964, cuando un equipo de arqueólogos de Estados Unidos peinaba una provincia remota del sureste de Turquía. Los arqueólogos habían encontrado varias colinas de aspecto extraño cubiertas de miles de pedernales rotos: una señal clara de antigua actividad humana. Sin embargo, aquellos científicos estadounidenses no hicieron excavaciones. Como decía el periódico: «Estos tipos deben de sentirse ahora como la editorial que rechazó el primer manuscrito de Harry Potter».

Sin hacer caso a los ronquidos de la señora turca que estaba dormida en los asientos del aeropuerto justo a su lado, Rob siguió leyendo.

Tres décadas después del despiste de los americanos, un pastor de la zona estaba cuidando de su rebaño cuando vio algo raro: varias piedras de formas extrañas en mitad de aquella arena iluminada por el sol. Eran las piedras de Gobekli Tepe.

Tep-ay, se recordó a sí mismo. Tep-ay. Se acercó a una máquina expendedora, compró una Coca-Cola light y después volvió de nuevo y continuó la lectura.

El «redescubrimiento» del yacimiento llegó a los oídos de los conservadores del museo de la ciudad de Sanliurfa, a cincuenta kilómetros de distancia. Las autoridades del museo se pusieron en contacto con el pertinente ministerio del gobierno que, a su vez, se puso en contacto con el Instituto Arqueológico Alemán de Estambul. Y así, en 1994, el «experimentado arqueólogo alemán Franz Breitner» fue designado por las autoridades turcas para excavar el yacimiento.

Rob echó un vistazo al resto del artículo. Inclinó el periódico para ver mejor. Había una fotografía de Breitner en el diario americano. Y debajo de la imagen se leía una cita suya: «Me sentí intrigado. El yacimiento ya tenía una importancia emocional para los lugareños. El árbol solitario de la colina más alta es sagrado. Pensé que podríamos estar ante algo importante».

Apoyándose en esta percepción, Breitner hizo un estudio más detallado. «Desde el primer minuto supe que si no me alejaba de inmediato, pasaría aquí el resto de mi vida».

Rob miró la fotografía de Breitner. Realmente parecía como pez en el agua. Su sonrisa era la de un hombre al que lo ha tocado la lotería.


– Turkish Airlines anuncia la salida del vuelo TA628 a Sanliurfa…

Rob cogió el pasaporte y la tarjeta de embarque y se puso en la fila que entraba en el avión. Iba medio vacío. Estaba claro que no había mucha gente que viajara a Sanliurfa. En el salvaje este de Anatolia. En el Kurdistán peligroso, polvoriento e insurrecto.

Durante el vuelo, Rob estuvo leyendo el resto de los documentos y libros sobre la historia arqueológica de Gobekli. Las inquietantes piedras desenterradas por el pastor resultaron ser piezas superiores, alargadas y lisas, de megalitos, grandes piedras de color ocre con relieves de imágenes extrañas y delicadas, principalmente de animales y pájaros. Águilas, buitres y extraños insectos. Otro de los motivos más frecuentes eran unas sinuosas serpientes. Según los expertos, las mismas piedras parecían representar a hombres -las piedras tenían «brazos» estilizados que se doblaban a los lados.

Hasta el momento, habían sido sacadas a la luz cuarenta y tres piedras. Estaban colocadas en círculos de cinco a diez metros de ancho. Alrededor de los círculos había bancos de piedra, nichos más bien pequeños y muros de adobe.

Rob pensó en lo que había leído. Todo esto era razonablemente interesante. Pero era la antigüedad del yacimiento lo que de verdad emocionaba a la gente. Gobekli Tepe era asombrosamente antiguo. Según Breitner, el complejo tenía unos diez mil, puede que once mil años. Eso era alrededor del año 8000 o 9000 antes de Cristo.

¿Once mil años? Parecía increíblemente antiguo. Pero ¿lo era? Rob volvió a su libro de historia para comparar esta antigüedad con otros lugares. Stonehenge fue construido en torno al 2000 a. C. La Esfinge puede que fuera del 3000 a. C. Antes del descubrimiento y datación de Gobekli Tepe, el complejo megalítico «más antiguo» había sido localizado en Malta y estaba fechado en torno al 3500 a. C.

Gobekli Tepe tenía, por tanto, cinco mil años más que cualquier otra estructura que se le pudiera comparar. Rob se dirigía a una de las edificaciones humanas más antiguas que se hayan construido jamás. Puede que la más antigua de todas.

Sintió cómo se le movían sus antenas receptoras de buenas historias. ¿Encontrada en Turquía la construcción más antigua del mundo? Puede que no fuera para una portada, pero sí que era bastante probable que ocupara la tercera página. Un titular bastante bueno. Además, a pesar de los reportajes aparecidos en el periódico, parecía que ningún periodista occidental había ido a Gobekli. Todos los artículos en los medios de comunicación occidentales eran de segunda o tercera mano a través de agencias de noticias turcas. Rob sería el primer hombre en acudir al lugar de los hechos.

Por fin había terminado su viaje. El avión se ladeó, descendió en picado y rodó hasta detenerse en el aeropuerto de Sanliurfa. Era una noche oscura y despejada. Tan despejada que a través de las ventanillas del avión daba la sensación de que la temperatura era muy baja. Pero cuando se abrió la puerta y descendió la escalerilla del avión, Rob sintió una ráfaga de aire caliente y sofocante. Como si alguien acabara de abrir un enorme horno. Se trataba de un lugar caluroso. Muy caluroso. Al fin y al cabo, estaban en los límites del gran desierto sirio.

El aeropuerto era diminuto. A Rob le gustaban los aeropuertos diminutos. Los enormes aeropuertos modernos siempre carecían de personalidad. Las maletas fueron transportadas a mano hasta la sala de llegadas por un hombre gordo con barba y una camiseta manchada, y el control de pasaportes consistía en un tipo somnoliento sentado en un mostrador desvencijado.

En el aparcamiento del aeropuerto una brisa caliente y polvorienta golpeaba las hojas de unas palmeras medio secas. Varios taxistas le miraron desde la fila de taxis. Rob miró y eligió.

– A Sanliurfa -le dijo a uno de los más jóvenes.

El hombre con barba de varios días le sonrió. Tenía una camisa de tela vaquera rasgada pero limpia. Parecía simpático. Más que el resto de los taxistas, que se dedicaban a bostezar y escupir. Y algo a tener en cuenta: el joven parecía hablar inglés. Tras una breve discusión sobre el precio y el paradero del hotel de Rob, el conductor cogió las maletas y las lanzó resueltamente en el maletero, después subió al asiento delantero, asintió y dijo:

– ¡Urfa! No Sanliurfa. ¡Urfa!

Rob se recostó en el asiento de taxi. Estaba muy cansado. Había sido un viaje muy largo desde Tel Aviv. Al día siguiente iría a ver la extraña excavación. Pero ahora tenía que dormir. Sin embargo, el taxista prefería seguir charlando.

– ¿Quiere cerveza? Conozco sitio bueno.

Rob gruñó en silencio. Unos campos llanos y oscuros iban pasando a toda velocidad a su lado.

– No, gracias.

– ¿Mujer? ¡Conozco mujer buena!

– Pues no. No, de verdad.

– Alfombra. Quiere alfombra. Yo tengo hermano…

Rob suspiró y miró al espejo retrovisor. Después vio que el taxista le devolvía la mirada. El hombre sonreía. Estaba bromeando.

– Muy gracioso.

El taxista se rió.

– ¡Mierda de alfombras!

Entonces, sin apartar la vista de la carretera, se dio la vuelta y le extendió una mano. Rob se la estrechó.

– Mi nombre Radevan -se presentó-. ¿Usted?

– Robert. Rob Luttrell.

– Hola, señor Robert Luttrell.

Rob se rió y le devolvió el saludo. Estaban ya a las afueras de la ciudad. Las farolas y las tiendas de neumáticos se alineaban a lo largo de una calle vacía y llena de basura esparcida. La señal roja de una gasolinera Conoco brillaba en medio de la sofocante oscuridad. Bloques de pisos de cemento se elevaban a ambos lados. Había una sensación de calor por todas partes. Aun así, Rob podía ver a mujeres detrás de las ventanas en cocinas lejanas con pañuelos en la cabeza.

– ¿Necesita conductor? ¿Usted aquí por trabajo? -preguntó Radevan.

Rob lo pensó. ¿Por qué no? El hombre parecía simpático, tenía sentido del humor.

– Claro. Necesito un conductor y un intérprete. ¿Para mañana? Puede que para más tiempo.

Radevan se puso tan contento que dio un golpe al volante con la palma de la mano mientras encendía un cigarro con la otra. Ninguna de las dos estaba en el volante. Rob pensó que iban a salirse de la carretera y chocar contra una pequeña mezquita con luces de neón, pero entonces Radevan golpeó el volante y retomaron el camino. Mientras daba caladas a su cigarro con olor acre, el conductor siguió charlando.

– Puedo ayudarle. Soy buen traductor. Hablo kurdo, inglés, turco, japonés, alemán.

– ¿Habla alemán?

Nein.

Rob volvió a reírse. Empezaba a sentir mucha simpatía por Radevan, sobre todo por haber avanzado quince kilómetros en diez minutos sin tener un accidente y estar ya en el centro de la ciudad. Por todas partes había puestos de kebab cerrados y tiendas nocturnas de baclava. Vio a un hombre vestido con traje y a otro con una túnica árabe. Dos niños pasaron corriendo en ciclomotores. Unas mujeres jóvenes vestidas con pantalones vaqueros y la cabeza cubierta con pañuelos de colores brillantes se reían de un chiste. Los coches hacían sonar su claxon en un cruce. El hotel de Rob estaba justo en el centro de la ciudad.

Radevan miró a Rob por el espejo retrovisor.

– Señor Rob, ¿usted inglés?

– Algo así -contestó. No quería entrar en un largo debate sobre su origen exacto; ahora no. Estaba demasiado cansado-. Más o menos.

Radevan sonrió.

– ¡Me gusta hombre inglés! ¡Inglés muy rico!

Rob se encogió de hombros.

– Bueno… algunos.

Radevan insistió.

– ¡Dólares y euros! ¡Dólares y libras! -Otra sonrisa-. De acuerdo, yo le llevo mañana. ¿Adónde va?

– Gobekli Tepe. ¿Lo conoce? -Silencio. Rob volvió a intentarlo-: ¿Gobekli Tepe?

Radevan no dijo nada y detuvo el coche en seco.

– Su hotel -anunció con rotundidad. Su sonrisa había desaparecido de repente.

– Entonces… ¿viene mañana? -preguntó Rob, enfatizando el inglés pidgin-. ¿Radevan?

Radevan asintió. Ayudó a Rob a llevar las maletas a las escaleras del hotel y después se giró de nuevo hacia el taxi.

– ¿Usted dice… usted dice quiere Gobekli Tepe?

– Sí.

Radevan frunció el ceño.

– Gobekli Tepe lugar malo, señor Rob.

Rob se quedó de pie en la puerta del hotel sintiéndose como si se encontrara en una adaptación cinematográfica del Drácula de Bram Stoker.

– Bueno, no es más que una excavación, Radevan. ¿Puede llevarme o no?

Radevan escupió en el suelo. Después se subió a su taxi y sacó la cabeza por la ventanilla.

– Nueve en punto mañana.

El taxi desapareció haciendo patinar las ruedas con fuerza entre el maloliente alboroto de las calles de Saliurfa.

A la mañana siguiente, después de un desayuno de huevos cocidos, queso de leche de oveja y tres dátiles, Rob subió al taxi. Se dirigieron hacia la salida de la ciudad. Mientras avanzaban, Rob le preguntó a Radevan por qué había mostrado esa actitud hacia Gobekli.

Al principio, el conductor estaba malhumorado. Se encogió de hombros y farfulló algo. Pero a medida que las calles se iban vaciando y eran sustituidas por amplios campos regados, se abrió igual que el paisaje.

– No es bueno.

– Hábleme de él.

– Gobekli Tepe podría ser rico. Podría hacer pueblo kurdo rico.

– ¿Pero?

Radevan dio enfadado una calada a su tercer cigarro.

– ¿Ve este lugar, estas personas?

Rob miró por la ventanilla. Estaban pasando por un pequeño pueblo de casas de adobe y sumideros al descubierto, niños mugrientos que jugaban entre la basura. Los pequeños saludaron al coche. Más allá del pueblo había un campo de algodón donde las mujeres con la cabeza cubierta con pañuelos de color lavanda se inclinaban ante la cosecha en medio del polvo, la suciedad y el calor abrasador. Volvió a mirar al conductor.

Radevan dio un fuerte chasquido con la lengua.

– Pueblo kurdo pobre. Yo taxista. ¡Hablo idiomas! Pero taxista.

Rob asintió. Sabía del descontento de los kurdos. Su lucha por la independencia.

– Gobierno turco nos mantiene pobres…

– De acuerdo, es cierto -intervino Rob-. Pero no entiendo qué tiene esto que ver con Gobekli Tepe.

Radevan tiró la colilla de su cigarro por la ventanilla. Estaban de nuevo en el campo y el maltrecho Toyota traqueteaba por una carretera sucia y borrosa. En la distancia, las montañas azules titilaban entre la calima.

– Gobekli Tepe podría ser como pirámides o como… Stonehenge. Pero lo mantienen oculto. Podría haber muchos muchos turistas aquí, pagar dinero a pueblo kurdo, pero no. Gobierno turco dice no. Ni siquiera ponen señales ni construyen carretera aquí. Como secreto.

Tosió y escupió por la ventanilla y después la cerró para impedir que entrara el polvo.

– Gobekli Tepe mal lugar -insistió y después guardó silencio.

Rob no sabía qué decir. Por delante de él las bajas colinas de un color pardo amarillento se iban ondulando infinitamente hacia Siria. Pudo ver otra diminuta aldea kurda con un esbelto minarete marrón elevándose por encima de los tejados de zinc, como la torre vigía de una prisión. Rob quiso decir que si había algo que frenara a los kurdos eran posiblemente sus tradiciones, su aislamiento y su religión. Pero no creyó que Radevan estuviera de humor para escucharlo.

Siguieron avanzando en silencio. El camino empeoró y aquel semi desierto se volvió más hostil. Por fin, Radevan rozó el coche al girar por otra esquina y Rob levantó la mirada para ver una morera solitaria que se elevaba austera hacia un cielo sin nubes. El conductor asintió y dijo «Gobekli» y, a continuación, detuvo el coche de repente. Se dio la vuelta en su asiento y sonrió. Al parecer, había vuelto su buen humor. Entonces salió del vehículo y abrió la puerta de Rob como un chófer. Rob se sintió algo avergonzado. No quería un chófer.

Radevan volvió al coche y cogió un periódico que mostraba una gran fotografía de un jugador de fútbol. Era evidente que iba a esperar. Rob le dijo adiós y, a continuación, «¿Tres horas?». El hombre sonrió.

Dándose la vuelta, Rob subió la colina y alcanzó la cima. Por detrás de él se extendían treinta kilómetros de aldeas polvorientas, desierto vacío y campos de algodón abrasados. Por delante, se encontró una escena asombrosa. En mitad de aquella árida desolación había siete inesperados montículos y docenas de trabajadores y arqueólogos estaban desperdigados por la ladera más grande. Las excavadoras y los trabajadores levantaban cubos llenos de piedras y excavaban el suelo con dedicación. Había tiendas de lona, bulldozers y teodolitos.

Rob siguió caminando, sintiéndose como un intruso. Algunos de los excavadores dejaron de trabajar y se giraron para mirarle. En el momento en que se estaba sintiendo más avergonzado, se acercó un simpático europeo de cincuenta y tantos años. Rob reconoció a Franz Breitner.

Wilkommen -saludó el alemán con alegría, como si ya conociera a Rob-. ¿Es usted el periodista de Inglaterra?

– Sí.

– Tiene usted mucha suerte.

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