11

Al día siguiente a la cena de Franz, Rob llamó a casa de su ex mujer. Su hija Lizzie contestó. Todavía no sabía bien cómo utilizar el teléfono. Rob trató de ayudarla.

– Cariño, utiliza el otro extremo.

– Hola, papi. Hola.

– Cariño…

El simple hecho de escuchar a Lizzie hablar le produjo a Rob un punzante sentimiento de culpa. Y también el placer puro y básico de tener una hija. Y el rabioso deseo de protegerla. Y después un sentimiento de culpa añadido por no estar allí, en Inglaterra, protegiéndola.

Pero ¿protegerla de qué? Estaba a salvo a las afueras de Londres. Estaba bien.

Cuando Lizzie consiguió usar el extremo correcto del teléfono, hablaron durante una hora, y Rob le prometió enviarle fotografías del lugar donde estaba. Después, muy a su pesar, colgó el teléfono y decidió que ya era hora de ponerse a trabajar. Oír a su hija tenía a menudo ese efecto; era como un instinto, algo genético. El recuerdo de sus deberes familiares estimulaba su instinto laboral, ir a ganar algo de dinero para alimentar a su prole. Era el momento de escribir el artículo.

Pero Rob se encontraba ante un dilema. Moviendo el teléfono de la cama al suelo, se reclinó y pensó. La historia era mucho más compleja de lo que se había imaginado. Compleja e interesante. Primero estaba la cuestión política: la rivalidad entre kurdos y turcos. Después el mal ambiente en la excavación y entre la gente de allí, su resentimiento y aquella oración de la muerte… ¿Y qué decir de las excavaciones clandestinas de Franz a altas horas de la noche? ¿Qué era aquello?

Se levantó y se acercó a la ventana. Estaba en la planta superior del hotel. Abrió la ventana y escuchó el sonido de la llamada de un almuecín desde una mezquita de los alrededores. El canto era discordante, incluso feroz. Sin embargo, seguía teniendo algo de hipnótico. El sonido inimitable de Oriente Medio. Se unieron más voces al cántico. La llamada a la oración resonaba por toda la ciudad.

Entonces, ¿qué iba a escribir para el periódico? Una parte de él deseaba ardientemente quedarse a investigar más. Llegar al fondo de la historia. Pero, en realidad, ¿de qué servía aquello? ¿No se trataba en verdad de un capricho? No tenía toda la eternidad. Y si incluía todo ese asunto extraño y desconcertante, alteraría e incluso estropearía el artículo. O, al menos, complicaría la narración y, por tanto, la pondría en peligro. El lector terminaría confuso y podría decirse que hasta insatisfecho.

Así pues, ¿qué debía escribir? La respuesta estaba clara. Si simplemente se ceñía a la simple y casi asombrosa cuestión histórica, se sentiría bien. Un hombre descubre el templo más antiguo del mundo. «Misteriosamente enterrado dos mil años después…».

Eso era suficiente. Se trataba de una historia de lo más amena. Y con algunas fotografías impactantes de las piedras, las excavaciones y de un kurdo enfadado, Franz con sus gafas y Christine con su elegante pantalón color caqui también quedarían bien.

Christine. Rob se preguntó si su deseo apenas reprimido de quedarse e investigar más a fondo aquella historia era, en realidad, por ella. Un deseo apenas reprimido por Christine. ¿Sabría la arqueóloga lo que él sentía? Probablemente. Las mujeres siempre lo sabían. Pero él no tenía la menor idea. ¿Le gustaba a ella? Se dieron aquel abrazo… Y la forma en que se cogió de su brazo anoche…

Basta. Agarró su mochila y, metiendo los bolígrafos, libretas y gafas de sol, salió de su habitación. Quería visitar la excavación una última vez, hacer unas cuantas preguntas más y así tendría suficiente material. Ya llevaba allí cinco días. Era hora de irse.

En el exterior del hotel, Radevan estaba apoyado en su taxi mientras discutía de fútbol o política con los demás taxistas, como siempre. Levantó la mirada cuando Rob salió a la luz del sol y sonrió. El periodista asintió.

– Quiero ir al sitio malo.

Radevan se rió.

– ¿Al sitio malo? Sí, señor Rob.

Radevan hizo sus ademanes de chófer con la puerta del coche y Rob entró en él sintiéndose enérgico y decidido. Había hecho la elección correcta. Redactar el artículo, enviar la factura por el trabajo y después volver a Inglaterra e insistir en pasar un tiempo prudencial con su hija.

El camino hasta Gobekli transcurrió sin incidentes. Radevan se hurgó la nariz y se quejó en voz alta de los turcos. Rob observaba el inmenso desierto, hacia el Éufrates y las azules montañas del Taurus que se levantaban más allá. Había llegado a gustarle este desierto, aunque le turbaba. Tan antiguo, tan cansado, tan malévolo, tan agreste. El desierto de los demonios del viento. ¿Qué más se escondía en sus bajas colinas? Un pensamiento extraño. Rob miró el paisaje.

Llegaron rápidamente. Con un chirrido de neumáticos gastados, Radevan aparcó. Se asomó por la ventanilla mientras Rob se dirigía a la excavación.

– ¿Tres horas, señor Rob?

Rob se rió.

– Sí.

La excavación era aquel día frenética, más ajetreada de lo que Rob había visto antes. Se estaban abriendo nuevas zanjas. Nuevos agujeros profundos en las colinas que dejaban ver aún más piedras. Rob comprendió que la campaña de excavaciones estaba llegando a su fin y Franz quería seguir descubriendo. El periodo de excavaciones era extremadamente corto. Hacía demasiado calor en el yacimiento en pleno verano y estaba demasiado expuesto en invierno. Y, de todos modos, los científicos necesitaban al parecer nueve meses de interpretación y trabajo de laboratorio para procesar lo que habían encontrado en los tres meses de verdadera excavación. En eso consistía el año arqueológico: tres meses de trabajo preliminar y nueve de pensar. Bastante relajado, a decir verdad.

Franz, Christine y el paleobotánico Iván mantenían una discusión en la zona cubierta con el toldo. Saludaron a Rob con un movimiento de mano, él se sentó y se sirvieron más té. A Rob le gustaba la infinita cadena de producción del té turco, el ritual del tintineo de las cucharillas, los vasos con forma de tulipán y el sabor del dulce cay negro. Y aquel té caliente era curiosamente refrescante bajo el sol del seco desierto.

Mientras tomaba el primer vaso de té, el periodista les contó que estaba a punto de acabar, que ésa era su última visita. Examinó el rostro de Christine mientras lo decía. ¿Vio un atisbo de pena? Quizá. Se recreó un poco en ello. Pero después recordó su trabajo. Tenía que hacer unas cuantas preguntas más, sus últimas indagaciones. Por eso estaba allí. Nada más.


Necesitaba enmarcar la excavación en un contexto. Había leído algunos libros más de historia y de prehistoria, y quería colocar a Gobekli Tepe en algún lugar. Ver si encajaba y cómo se integraba dentro del mosaico de la historia más amplia de la humanidad, la evolución del hombre y la civilización.

Franz se mostró feliz de colaborar.

– En esta zona -elevó el brazo hacia las amarillas colinas que había más allá de los toldos sin paredes- es donde empezó todo. La civilización. El primer lenguaje escrito es el cuneiforme y comenzó no muy lejos de aquí. La fundición de cobre es de origen mesopotámico. Y las primeras ciudades de verdad se construyeron en Turquía. Isobel Previn puede hablarte de todo eso.

Rob estaba desconcertado. Entonces recordó el nombre. La tutora de Christine en Cambridge. Isobel Previn. Había leído también ese nombre en diferentes libros de historia. Previn había trabajado con el gran James Mellaart, el arqueólogo inglés que excavó Catalhöyük. Rob disfrutó leyendo sobre Catalhöyük, principalmente porque la excavaron muy deprisa. Tres años de trabajos intensos y todo quedó al descubierto. Aquella fue la época heroica y hollywoodiense de la arqueología. Hoy día, por lo que Rob sabía, las cosas habían disminuido de velocidad. Ahora había tantos expertos en diferentes campos -arqueometalúrgicos, zooarqueólogos, etnohistoriadores, geomorfólogos…-, que todo se había complicado mucho. Un yacimiento complejo podía tardar décadas en desentrañarse.

Gobekli Tepe era un yacimiento de esa clase. Franz llevaba excavando en Gobekli desde 1994, Christine había dado entender que él pasaría el resto de su vida laboral trabajando allí. ¡Toda una vida de trabajo en una sola excavación! Pero una vez más, se trataba del yacimiento arqueológico más impresionante del mundo. Y probablemente por esa razón parecía Franz tan contento casi siempre. En ese momento sonreía, explicándole a Rob los comienzos de la historia de la cerámica y la agricultura, cuya existencia vino después de que se construyera Gobekli Tepe. Y ambas habían comenzado también cerca de allí.

– Pueden verse los primeros signos de cultivos de la historia en Siria. Gordon Childe lo denominó la revolución neolítica y ocurrió no muy lejos de allí, hacia el sur. Abu Hureyra, Tell Aswad, lugares como ésos. Así que, ya ves que esto es una verdadera cuna. El trabajo del metal, la cerámica, la agricultura, la fundición y la escritura comenzaron cerca de Gobekli. ¿Ja?

– Sí, aunque en realidad hay pruebas de plantaciones de arroz en Corea del 13000 antes de Cristo, pero no se sabe bien -añadió Chris tine.

Ivan, que había permanecido en silencio hasta ahora, también participó:

– Y hay algunas curiosas evidencias de que la cerámica pudo haberse desarrollado y luego sufrir una especie de retraso antes de eso en Siberia.

Rob se giró.

– ¿Cómo? -Franz pareció un poco enfadado por la interrupción de su colega, pero Rob estaba intrigado-. Continúa.

Iván se ruborizó.

– Pues tenemos evidencias en la parte más oriental de Siberia, y puede que en Japón, de una civilización aún más primitiva. Un pueblo del norte. Posiblemente se extinguieron porque las pruebas desaparecen. No lo sabemos. No tenemos ni idea de qué fue de ellos.

Franz parecía molesto.

Ja, ja, ja, Ivan. Pero, aun así, esta zona es donde de verdad ocurrió. ¡El Oriente Próximo! Aquí. -Golpeó la mano contra la mesa para darle énfasis, haciendo que las cucharillas vibraran-. Todo eso. Todo comenzó aquí. Los primeros hornos para hacer cerámica. Fue en Siria y en Iraq. Los hititas hicieron el primer acero. En Anatolia. Los primeros cerdos domésticos estaban en Cayonu, los primeros pueblos en Anatolia y… y por supuesto, el primer templo…

– ¡Gobekli Tepe!

Todos rieron. La paz había quedado restablecida y la conversación continuó. Rob pasó diez minutos aplicado en tomar notas mientras los arqueólogos charlaban entre sí sobre la domesticación de los animales y la distribución de «microlitos». La conversación era técnica y compleja; a Rob no le importó. Tenía las últimas piezas del rompecabezas. No era un retrato completo -seguía habiendo misterios-, pero sí que era bueno y convincente, y funcionaría. Además, él era periodista, no historiador. No había venido aquí para solucionarlo todo, sino para recoger una impresión vivida y rápida. ¿A qué llamaban periodismo? Al «primer esbozo de la historia». Eso es lo que él hacía y lo que se suponía que tenía que hacer: estaba escribiendo el primer borrador.

Levantó la mirada. Llevaba media hora tomando notas. Los científicos lo habían dejado ocupado en ello; se habían dispersado por la excavación para hacer lo que de verdad hacían cuando no estaban discutiendo: examinar la tierra y limpiar antiguas piedras. Sentado en aquella tienda, con más argumentos ya para su artículo, Rob se puso de pie, se frotó su entumecido cuello y decidió ir a dar una vuelta por el lugar antes de irse. Levantó su mochila y caminó entre los montículos más cercanos, bordeando los recintos vallados y las piedras.

Más allá de la zona principal de la excavación había una amplia zona descubierta sembrada de piedras. Christine le había enseñado aquel lugar en su visita anterior. Rob se había sorprendido al ver tantas piezas de sílex de hacía doce mil años, talladas por hombres de la Edad de Piedra, esparcidas alrededor. Literalmente, se trataba de miles de ellas. Simplemente podías arrodillarte y, tras una breve búsqueda, coger un hacha antigua, una punta de flecha o una herramienta para cortar.

Rob decidió hacer eso mismo. Le apetecía tener un recuerdo. El sol le calentó la espalda cuando se arrodilló en medio de la tierra reseca. A los pocos minutos tuvo suerte. Examinó su descubrimiento dándole vueltas con cuidado entre sus dedos. Se trataba de una punta de flecha tallada con habilidad e incluso exquisitez. Se imaginó al hombre que la había fabricado doce mil años atrás. Trabajando bajo el sol y vestido con un taparrabos, con un arco atado a su musculosa espalda. Un hombre primitivo. Sin embargo, alguien que había construido un templo enorme, tallado con verdadera destreza. Aquello era una paradoja. ¡Hombres de las cavernas que construyeron una catedral! También era una buena introducción para su artículo. Una poderosa imagen.

Se levantó y guardó la punta de flecha en un bolsillo lateral de su mochila y lo cerró con la cremallera. Probablemente estuviera incumpliendo cien leyes turcas al robar utensilios antiguos, pero no parecía que Gobekli Tepe se fuera a quedar sin piezas de sílex de la Edad de Piedra en poco tiempo. Colgándose la mochila a la espalda, Rob echó un último vistazo a las llanuras onduladas y sin árboles quemadas por el implacable sol. Pensó en Iraq, en algún lugar más allá. No muy lejos de allí. Si subía al coche y le decía a Radevan que lo llevara, podría estar en la frontera iraquí en pocas horas.

Y después, una imagen de Bagdad atravesó su mente. La cara de la terrorista. Rob tragó saliva en su boca seca. No era una buena sensación. Se dio la vuelta para disponerse a regresar cuando oyó aquel espantoso sonido, un grito horrible.

Parecía como un animal al que estuvieran torturando. Como un mono al que estuvieran abriendo en canal. Espantoso.


Aceleró el paso. Oyó más gritos. ¿Qué estaba pasando? Después, alguien volvió a gritar. Corrió con la mochila golpeándole la espalda.

Se había alejado más de lo que creía. ¿Dónde estaba la zona principal de la excavación? Las colinas parecían todas iguales. Las voces venían desde lejos con el despejado aire del desierto. Y no eran sólo voces, sino gritos y llantos. Dios. Algo malo estaba ocurriendo. Giró a la izquierda y luego a la derecha y subió a toda velocidad a la cima de una colina. Allí estaba la excavación. Una multitud de personas se había congregado alrededor de uno de los recintos cerrados, una de las zanjas nuevas. Los obreros se empujaban unos a otros.

Sus botas del desierto resbalaban entre el polvo y las piedras. Rob fue dando tumbos hasta un lateral de la multitud y se abrió paso entre ella, oliendo el sudor y el miedo. Apartando con malos modos al último hombre, llegó hasta el borde de la zanja y miró hacia abajo. Todos miraban hacia abajo.

En el fondo de la fosa había una pieza de acero, una de las piquetas de apariencia letal que se usaban para sujetar las lonas. Franz Breitner estaba clavado en ella con la cara hacia abajo. Atravesado por completo por la parte superior izquierda de su pecho. La sangre salía de la herida a borbotones. Christine estaba de pie a su lado, hablándole. Ivánse encontraba detrás de ellos llamando frenético por su teléfono móvil. Dos obreros trataban con desesperación de arrancar la piqueta de la tierra.

Rob miró a Franz. Parecía estar vivo, pero la herida era tremenda, posiblemente le habría atravesado los pulmones. Un empalamiento sin esperanza. Rob había visto montones de heridas en Iraq, heridas como ésa -explosiones que hacían volar vigas y postes hacia la gente, clavándose en sus pechos y cabezas, atravesándolos brutalmente.

Rob sabía que Franz no lo soportaría. Una ambulancia tardaría más de una hora en llegar hasta allí. Probablemente no habría helicópteros de emergencias médicas entre ese lugar y Ankara. Franz Breitner iba a morir, allí, en una zanja. Rodeado por las silenciosas piedras de Gobekli Tepe.

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