Forrester y Rob se reunieron en el aeropuerto de Dublín. El policía iba acompañado de varios oficiales irlandeses que llevaban gorras con la insignia de una estrella dorada.
Conversaron un poco. Forrester y la policía irlandesa condujeron a Rob a través de la sala de llegadas hasta el ventoso aparcamiento; subieron a un monovolumen sin decir nada.
Fue Rob quien rompió aquel sombrío y aterrador silencio.
– ¿Está aquí mi ex mujer?
Forrester hizo un gesto de asentimiento.
– Llegó en un avión una hora antes que usted. Está en el lugar de los hechos.
– Era el último asiento de ese vuelo -dijo Rob. Sintió la necesidad de explicarse. Ahora se sentía culpable a todas horas. Culpable por la muerte de Christine. Culpable por la inminente suerte de Lizzie. Culpable por su propia estupidez letal-. Así que… -dijo, tratando de controlar sus emociones-. Yo tomé el siguiente vuelo. Dejé que ella viniera primero.
Todos los policías asintieron. Rob no sabía qué más decir. Suspiró y se mordió los nudillos tratando de no pensar en Christine. Entonces levantó la mirada y les habló a Forrester y a Boijer sobre Isobel y sus intentos de encontrar el Libro Negro. Les contó que no había tenido noticias de ella desde hacía algo más de un día y que no conseguía ponerse en contacto con ella por teléfono; pero que ese silencio podía significar que estaba cerca de su objetivo. Allí en el desierto, sin cobertura.
Los policías se encogieron de hombros como si trataran de mostrarse impresionados, pero no lo consiguieron. Rob no podía culparlos. Parecía una posibilidad remota y bastante vaga, y muy lejana, comparada con la realidad de la fría y lluviosa Irlanda, de una banda de asesinos acorralada, un cadáver destripado y una niña a punto de ser descuartizada.
– ¿Y cuáles son las últimas noticias…? -preguntó finalmente.
El oficial superior irlandés se presentó. Tenía el pelo canoso y un rostro serio de mentón firme.
– Detective Liam Dooley.
Se dieron un apretón de manos.
– Hemos estado vigilándolos. Es obvio que no podemos entrar por las buenas. Es un grupo de tipos muy armado. Han asesinado a… la mujer…, su amiga. Lo siento. Pero la niña sigue viva y queremos salvarla. Lo haremos. Pero debemos tener cuidado.
– Sí -contestó Rob. Estaban atascados en el tráfico de las ajetreadas carreteras de circunvalación de Dublín. Miró por las ventanillas salpicadas de lluvia del vehículo.
Dooley se inclinó hacia delante y tocó el hombro del policía que iba conduciendo. Éste encendió la sirena y el monovolumen de la Gardai se abrió camino entre el tráfico, que se apartaba para dejar pasar el vehículo policial.
– Y bien -dijo Dooley, elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido de la sirena-, estoy seguro de que el inspector Forrester ya le ha puesto al corriente, pero ahora se trata del escenario de los hechos. Hemos arrestado a uno de ellos, al italiano.
– Marsinelli -interrumpió Forrester.
– Sí, ése. Marsinelli. Lo arrestamos ayer. Por supuesto, eso alertó al resto de la banda. Saben que los estamos rodeando y van fuertemente armados.
Rob asintió y suspiró. Luego sucumbió a sus sentimientos y se dejó caer hacia delante dándose fuerte con la cabeza en el asiento de delante. Pensaba en Christine. En el modo en que debió de oír sus propios órganos hirviendo…
Forrester puso una mano traquilizadora sobre su hombro.
– Los arrestaremos, no se preocupe, Rob. Los de la Gardai saben lo que hacen. Se enfrentaron al terrorismo irlandés durante treinta años. Sacaremos a Lizzie de allí.
Rob emitió un gruñido. No sólo se sentía triste y asustado, también tenía un resentimiento cada vez mayor hacia la policía. Habían arrestado sólo a uno de los miembros de la banda y su hija seguía en el interior de la casa de campo, aún en manos de Cloncurry. Y Christine ya estaba muerta. Los policías irlandeses la estaban fastidiando.
– Entonces, ¿qué me está diciendo? -preguntó-. ¿Que están en un punto muerto? Tienen el lugar rodeado de forma que no pueden salir, pero ustedes tampoco pueden entrar por si le hacen algo a mi hija. ¡Pero él ya ha asesinado a mi novia! Y ya sabemos que ha matado antes. Entonces, ¿cómo sabemos que no está matando a Lizzie ahora mismo? ¿Justo en este jodido momento?
Dooley negó con la cabeza.
– Sabemos que su hija está bien porque estamos hablando con Cloncurry en todo momento.
– ¿Cómo?
– Por la webcam. Tiene otra instalada que es transmisora y receptora. Hemos visto a su hija y está bien. No ha sido herida. Está atada. Igual que antes.
Rob miró a Forrester buscando confirmación. El inspector asintió.
– Cloncurry divaga mucho. Puede que esté drogado.
– Pero ¿qué pasa si se espabila de repente?
Hubo un pesado silencio en el automóvil. Habían apagado la sirena. Nadie dijo nada.
– Por alguna razón parece decidido a sacar algo de usted -dijo Dooley-. Quiere ese Libro Negro o lo que quiera que sea. Insiste mucho en ello. Creemos que está convencido de que usted lo tiene. No matará a su hija mientras lo crea.
Rob no podía entender esa lógica. No podía entender nada.
Salieron de la autovía dejando atrás los últimos suburbios de Du blín y avanzaron a toda velocidad por carreteras comarcales dirigiéndose hacia las verdes y frondosas colinas. Granjas pintadas de blanco salpicaban los campos. En una señal se leía: montañas de WICKLOW. CINCO KM. Seguía lloviznando.
– Y por supuesto, si detectamos alguna señal de que vaya a hacer daño a su hija -continuó Dooley con calma-, entraremos, sea cual sea el riesgo. Tenemos policías de la Gardai armados por todos los alrededores. Lo prometo.
Rob cerró los ojos. Pudo imaginarse la escena: la policía entrando rápidamente, el tumulto y el caos. Y Cloncurry sonriendo en silencio mientras degollaba a su hija con un cuchillo de cocina o le disparaba en la sien justo antes de la que policía tire abajo la puerta. ¿Qué iba a detenerlo? ¿Por qué un lunático como Jamie Cloncurry iba a mantener con vida a su hija? Pero quizá la policía tuviera razón. Cloncurry debía estar desesperado por encontrar el Libro Negro. Eso es lo que Isobel había conjeturado. Y aquel asesino debía de haber creído a Rob ruando dijo que podría encontrarlo. De otro modo, ya habría matado a Lizzie igual que a Christine.
El problema era que Rob no tenía ni idea de dónde estaba el libro. Y a menos que Isobel apareciera con algo, rápidamente, este hecho quedaría pronto patente. ¿Y entonces qué? Cuando Cloncurry supiera que Rob no tenía nada, ¿qué pasaría? No necesitaba imaginárselo. Cuando eso ocurriera, Cloncurry haría lo que ha hecho tantas veces: matar a su víctima. Conseguir esa lúgubre y macabra satisfacción y acallar esa voz ansiosa de sangre que gritaba en su interior. Aplacaría sus demonios de Whaley y mataría con enorme crueldad.
Rob miró hacia el paisaje verde y empapado. Vio otra señal se mioculta por las ramas de un roble. BOSQUE del FUEGO DEL INFIERNO.
PROPIEDAD DEL CONSEJO FORESTAL IRLANDÉS, COILLTE. Casi habían llegado.
Había estudiado la historia del lugar en el tren hasta el aeropuerto de Stansted, simplemente por hacer algo, para distraerse de sus horribles pensamientos. En la cima de una colina cerca de allí había un antiguo refugio de caza de piedra: Montpelier House. Construido sobre una cumbre también adornada por un círculo de piedra del Neolítico. Montpelier era conocido por estar embrujado. Se trataba de un lugar celebrado por ocultistas, chicos que iban allí a beber sidra e historiadores de la zona. El refugio era uno de los principales lugares donde los miembros del Fuego del Infierno irlandés se reunían para beber su scultheen , quemar gatos negros y jugar al whist con el diablo.
Mucho de lo que ocurrió en aquella casa era, por lo que Rob sabía, leyenda y mito. Pero los rumores de asesinato no fueron del todo refutados. Una casa en el valle debajo de Montpelier había sido también utilizada, según la leyenda, por los miembros del Club del Fuego del Infierno: Buck Egan, Jerusalem Whaley, Jack St Leger y el resto de los sádicos del siglo XVIII.
La llamaban Killakee House. Y durante las obras de rehabilitación del edificio, hacía varias décadas, habían desenterrado el esqueleto de un niño o un enano junto a una pequeña estatua de latón de un demonio.
Rob se giró y miró por la otra ventanilla. Ahora sí podía ver Montpellier House: una mole lúgubre y gris en lo alto de las colinas, incluso más oscura y gris que las nubes que había más allá.
Era un infame día de junio. Convenientemente lluvioso y satánico. Rob pensó en su hija, temblando en aquella casa de campo situada en algún lugar cerca de allí. Tenía que controlarse, pensar en positivo, incluso lo menos posible. No había felicitado a Forrester por su golpe.
– Por cierto, bien hecho.
El inspector se encogió de hombros.
– ¿Cómo?
– Por su corazonada, ya sabe. Por encontrar a estos tipos.
Forrester movió la cabeza negando.
– No ha sido nada. Sólo una suposición lógica. Traté de pensar con su mente. La ingenua mente de Cloncurry. Le gusta el reconocimiento histórico. Mire su familia. Dónde viven. Se ocultaría en algún lugar que significara algo para él. Y por supuesto, buscan el Libro Negro, el tesoro de Whaley. De aquí eran Burnchapel Whaley y Jeru salem Whaley. Habrían comenzado a buscar aquí, así que ¿por qué no establecer su base en este lugar?
La furgoneta se detuvo con un fuerte rechinar de las ruedas en el exterior de una granja con una enorme carpa levantada en el patio delantero y todos salieron. Rob entró en la bulliciosa carpa y vio a su ex mujer en el rincón, sentada con una mujer policía de la Gardai, bebiendo una taza de té. Había montones de policías allí con sus gorras de insignias doradas y monitores de televisión.
Dooley agarró a Rob del brazo y le explicó la situación. La casa de campo de la banda estaba a sólo unos cuantos cientos de metros colina abajo. Si se caminaba tres minutos hacia la izquierda desde la puerta de atrás de la granja podría verse, situada en un estrecho valle verde. Montpelier House estaba justo en la cima de la majestuosa colina que había detrás.
– Cloncurry alquiló la pequeña finca hace unos meses -le informó Dooley-. A la mujer del granjero. Ella fue la que nos dio la información cuando empezamos a indagar de puerta en puerta. Dijo que había visto entradas y salidas extrañas. Así que pusimos la casa bajo vigilancia. Los hemos estado observando durante veinte horas. Creo que hemos llegado a contar a cinco hombres en el interior. Apresamos a Marsinelli cuando iba a hacer la compra.
Rob asentía mucho. Se sentía estupefacto. Estaba en un estancamiento mudo y estúpido. Al parecer, había policías con rifles situados por los campos y colinas de alrededor. Las miras de sus armas apuntaban hacia la casa. Dentro había cuatro hombres liderados por un jodido lunático. Rob quería correr colina abajo y… hacer algo. Lo que fuera. En lugar de eso, miraba las pantallas de televisión. Al parecer, la Gardai tenía varias cámaras, una de ellas de infrarrojos, dirigidas a la guarida de la banda. Cualquier movimiento era inspeccionado y anotado, día y noche. Aunque no se había visto nada importante durante horas: las cortinas estaban cerradas y, evidentemente, las puertas también.
Sobre un escritorio delante de los monitores de televisión había un ordenador portátil. Rob imaginó que sería el equipo colocado para recibir las comunicaciones de Cloncurry por medio de la webcam. El ordenador tenía otra.
Sintiendo como si alguien le hubiera llenado los pulmones de proyectiles de plomo congelados, Rob se acercó a Sally. Intercambiaron palabras y un abrazo.
Dooley llamó a Rob para que fuera al otro lado de la carpa.
– ¡Es Cloncurry! Está otra vez en la webcam. Le hemos dicho que usted está aquí. Quiere hablarle.
Rob atravesó la carpa corriendo y se puso delante de la pantalla del ordenador. Allí estaba. Aquel rostro anguloso, casi simpático y, sin embargo, tan completamente escalofriante. Sus ojos inteligentes pero acerados. Detrás de Cloncurry estaba Lizzie, vestida con ropa limpia. Seguía atada a la silla. Esta vez sin capucha.
– ¡Vaya! El caballero de The Times.
Rob miraba la pantalla en silencio. Sintió un codazo proveniente de algún lado. Dooley le hacía gestos y articulaba palabras para que le leyera los labios: «Hable con él, que siga hablando».
– Hola -dijo Rob.
– ¡Hola! -Cloncurry se rió-. Lamento mucho que tuviéramos que cocer a su prometida, pero su hijita permanece completamente ilesa. De hecho, yo prefiero pensar que se encuentra en un estado excelente. Le estamos dando mucha fruta, así que se mantiene fuerte. Por supuesto, no estoy muy seguro de cuánto tiempo podremos mantener esta situación, pero eso lo decide usted.
– Usted… -dijo Rob-. Usted… -Lo intentó de nuevo. Aquello no era bueno; no sabía qué decir. Desesperado, se giró y miró a Dooley, pero en ese momento, se percató de algo. Sí que tenía algo que decir. Tenía un as en la mano y ahora tenía que jugárselo. Miró directamente a la pantalla.
– De acuerdo, Cloncurry, éste es el trato. Si usted me entrega a Lizzie, yo puedo darle el libro. Puedo hacerlo.
Jamie Cloncurry se estremeció. Aquél fue el primer indicio de inseguridad, aunque sutil, que Rob había visto jamás en su rostro. Eso le dio esperanzas.
– Por supuesto -contestó Cloncurry-. Por supuesto que puede. -La sonrisa era sarcástica; no estaba convencido-. Supongo que lo encontró en Lalesh.
– No.
– Entonces, ¿dónde lo consiguió? ¿Qué cojones está diciendo, Luttrell?
– En Irlanda. Está aquí, en Irlanda. Los yazidis me dijeron dónde. Me dijeron en Lalesh dónde encontrarlo.
Fue una apuesta arriesgada y pareció funcionar. Hubo un indicio de preocupación y duda en la cara de Cloncurry, preocupación disfrazada de desprecio.
– Muy bien. Pero por supuesto, no puede decirme dónde está. Aunque pueda hacer pedazos la nariz de su hija con un cortador de puros.
– No importa dónde esté. Yo puedo traérselo aquí. En un día o dos. Después, usted tendrá su libro y me devolverá a mi hija. -Miró fijamente a los ojos de Cloncurry-. Si después usted huye abriéndose camino a tiros, no me importa.
Los dos hombres se miraron. Rob sintió un ansia de curiosidad, la vieja investigación periodística.
– Pero, ¿por qué? ¿Por qué está tan obsesionado con él? ¿Por qué todo… esto?
Cloncurry apartó la mirada de la cámara, como si estuviera pensando. Sus ojos verdes brillaron cuando volvió a mirar.
– Supongo que yo también podría contarle cosas. ¿Cómo lo llaman ustedes, los periodistas? ¿Un rompecabezas?
Rob notó que los policías se movían a su izquierda. Estaba ocurriendo algo. ¿Era ésa la señal? ¿Iba a entrar la policía? ¿La suerte de su hija se iba a decidir justo ahora?
Forrester le hizo una señal con la mano: «Siga hablándole».
Pero fue Cloncurry el que continuó.
– Hace trescientos años, Rob, Jerusalem Whaley, volvió de Tierra Santa con un alijo de materiales traídos de los yazidis. Debía de venir contento porque había encontrado exactamente lo que el Club del Fuego del Infierno había estado buscando, lo que Francis Dashwood persiguió durante todos esos años. Había encontrado la prueba definitiva de que todas las religiones, todas las creencias, el Corán, el Talmud y la Biblia, todas esas bobadas rancias e inventadas eran gilipo lleces. La religión no es más que el viciado tufo de la orina del orfanato del alma humana. Para un ateo, para un anticlerical como mi antepa sado, aquella prueba definitiva era el Santo Grial. La más importante. El Gordo. El premio de la lotería. Dios no sólo está muerto, sino que el muy cabrón nunca vivió. -Cloncurry sonrió-. Y sin embargo, Rob, lo que Whaley encontró iba más allá que eso. Lo que encontró era tan humillante que le rompió el corazón. ¿Cómo es el dicho? Ten cuidado con lo que deseas. ¿No es así?
– ¿Y qué era? ¿Qué es lo que encontró?
– ¡Ah! -Cloncurry se rió-. Le gustaría saberlo, ¿no, Robbie, mi pequeño reportero? Pero no se lo voy a decir. Si de verdad sabe dónde está el libro, léalo usted mismo. Pero si se lo cuenta a alguien haré pedazos a su hija con un juego de cuchillos de carne que he comprado en eBay. Lo único que puedo decir por ahora es que Thomas Buck Whaley escondió el libro. Y le contó a unos cuantos amigos lo que había en él. Y que en determinadas circunstancias, el libro debía ser destruido.
– ¿Por qué no lo destruyó él mismo?
– ¿Quién sabe? El Libro Negro es un extraordinario… tesoro oculto. Una revelación tan terrorífica, Rob, que quizá no se atreviera a hacerlo. Debió de sentirse orgulloso por su descubrimiento. Había encontrado lo que el gran Dashwood no logró. Él. El humilde Tom Whaley, de un lugar remoto de la Irlanda colonial, había superado al ministro británico. Debió de sentirse orgulloso de sí mismo. Así que, en lugar de destruirlo, lo ocultó. En un lugar concreto en el que ha estado olvidado a lo largo del tiempo. De ahí nuestra heroica búsqueda del descubrimiento de mi antepasado. Pero aquí viene lo curioso, Rob. ¿Me escucha?
Definitivamente, la policía estaba haciendo algo. Rob pudo ver hombres armados saliendo de la carpa. Oyó órdenes dadas entre susurros. Podía sentir la actividad: las pantallas de vídeo parpadeaban con imágenes en movimiento. Al mismo tiempo, la banda parecía estar levantando algo en el jardín. Era una gran estaca de madera. Como algo que se podría utilizar para empalar.
Rob sabía que tenía que hacer que Cloncurry siguiera hablando; permaneció tranquilo y le pidió al asesino que continuara.
– Siga, siga. Le escucho.
– Whaley dijo que si alguna vez se desenterraba un templo de Turquía…
– ¿Gobekli Tepe?
– Muy listo. Gobekli Tepe. Whaley le dijo a sus confidentes exactamente lo que los yazidis le habían dicho a él: que si alguna vez se desenterraba Gobekli Tepe debería destruirse el Libro Negro.
– ¿Por qué?
– Ésa es la jodida cuestión, imbécil. Porque en las manos adecuadas, visto de la forma correcta y combinado con las pruebas de Gobekli, el libro es algo que pondrá el mundo patas arriba, Rob. Lo cambiaría todo. Rebajaría y degradaría a la sociedad. No sólo a las religiones. Toda la estructura de nuestras vidas, la forma de existencia del mundo, correría peligro si se revelara la verdad. -Cloncurry se acercó mucho a la cámara. Su rostro invadió toda la pantalla-. Ésa es la gran ironía de esto, Rob. Desde el primer momento he estado tratando de protegerles a ustedes de sí mismos, estúpidos, proteger a toda la humanidad. Ésa es la labor de los Cloncurry. Protegerles a todos ustedes. Encontrar el libro si es necesario y destruirlo. ¡Salvarlos a todos! ¿Sabe? Prácticamente somos santos. Espero una invitación por correo electrónico del Papa cualquier día de éstos. -La sonrisa de serpiente había vuelto.
Rob miró las pantallas que había tras el ordenador portátil. Pudo ver movimiento. Una de las cámaras mostraba tres figuras claramente ar madas, avanzando lentamente hacia el jardín de la casa. Tenía que ser la policía. Entrando. Mientras trataba de concentrarse en la conversación ron Cloncurry se dio cuenta de que probablemente éste estuviera inten tando hacer exactamente lo mismo: distraer a Rob y a la policía.
Pero Dooley y sus hombres habían visto la estaca de madera; sabían que ése era el momento. Rob miró el perfil de su hija. Atada a su silla, divisándola por encima del hombro de Cloncurry. Con un enorme esfuerzo, Rob controló sus emociones.
– ¿Y por qué tanta violencia? ¿Por qué matar? Si sólo quería el li bro de los yazidis, ¿por qué todos los sacrificios?
El rostro del ordenador frunció el ceño.
– Porque soy un Cloncurry. Descendemos de los Whaley. Ellos descienden de Oliver Cromwell. ¿Capisce? ¿Ha oído el asunto de las personas que se quemaron allí? ¿Personas quemándose en las igle sias? ¿Delante de una gran audiencia? Se oyó a Cromwell reír cuando mataba a gente en la batalla.
– ¿Y?
– Échele la culpa a mi jodido haplotipo. Pregúntele a mi doble hé lice. Eche un vistazo a la secuencia genética disbindina DTNBP-1.
Rob trataba de no pensar en su hija. Empalada.
– Entonces, ¿está diciendo que usted heredó este rasgo?
Cloncurry aplaudió con sarcasmo.
– Brillante, Holmes. Sí. Está bastante claro que soy un psicópata ¿Cuántas pruebas quiere? Siga sintonizando este canal y podrá verme comiéndome el cerebro de su hija. Con patatas al horno. ¿Esa prueba es suficiente?
Rob se tragó la rabia. Tenía que mantener a Cloncurry allí y a Lizzi a la vista a través de la webcam. Y eso significaba tener que escuchar ese loco despotricando. Hizo un gesto de asentimiento.
– Por supuesto que tengo los jodidos genes de la violencia, Rob. Y es bastante curioso que también tenga los genes de una gran inteligencia. ¿Sabe cuál es mi coeficiente intelectual? Ciento cuarenta y siete. Sí, ciento cuarenta y siete. Eso me convierte en un genio, incluso; para la media de los genios. El coeficiente intelectual de un ganador del premio Nobel es de ciento cuarenta y cinco. Soy inteligente, Rob. Mucho. Probablemente sea demasiado inteligente como para que us ted perciba lo inteligente que soy. Para mí, relacionarme con la gente normal es como tratar de mantener una conversación seria con un molusco.
– Pero le hemos encontrado.
– Vaya, buen trabajo. Usted y su ridículo coeficiente intelectual de posgrado de… ¿cuánto? ¿ciento veinticinco? ¿ciento treinta? Dios mío. Soy un Cloncurry. Llevo los genes nobles de los Cromwell y los Whaley. Por desgracia para usted y su hija, también llevo los de la tendencia a una excesiva violencia. La cual estamos a punto de ver. De todos modos…
Cloncurry miró a su izquierda. Rob levantó la vista y miró los monitores de vídeo. La policía estaba entrando. Al menos, las armas habían abierto fuego. Los disparos y los ecos resonaban por todo el valle.
Se oían gritos, ruidos y disparos por todas partes. Por el ordenador, por los monitores y por el valle. La pantalla se fundió y luego volvió a encenderse, como si alguien hubiese golpeado la cámara. Cloncurry estaba de pie. Se escuchó otro disparo por el valle; luego, cuatro más. Y después, ocurrió. Rob vio cómo una segunda unidad de policías se movía abriendo fuego mientras entraban. Disparando a toda velocidad.
Los francotiradores de la Gardai estaban sacando a los asesinos. Vio las oscuras figuras de los miembros de la banda en los monitores de televisión tirándose al suelo. Cayeron dos cuerpos. Después oyó otro grito. No sabía si venía de los monitores, del ordenador o de la vida real, pero los ruidos resultaban desconcertantes. Eran rifles de alta velocidad. Hubo un grito; quizá uno de los policías había caído. Y luego otro. Pero el asalto continuó, en directo en los monitores de televisión por toda la carpa.
La policía disparaba contra la pared de atrás del jardín de la casa saltando las vallas. Mientras Rob miraba las pantallas, el patio posterior de la casa se llenó de policías con pasamontañas y gorros negros gritando órdenes. Gritándole a la banda.
Todo estaba ocurriendo a una velocidad impresionante e increí ble. Al menos uno de los asesinos parecía gravemente herido, estaba tendido y sin apenas moverse; otro podría estar muerto. Luego alguien dio un salto adelante y lanzó una granada paralizante al interior de la casa y Rob escuchó una enorme explosión; nubes de humo negro salían por la ventana rota.
A pesar del humo, el ruido ensordecedor y la confusión, la imagen era clara. La policía iba ganando. Pero ¿podrían también con Clon curry? Rob miró al ordenador. Cloncurry tenía a Lizzie, que se retorcía en sus brazos. Miraba con el ceño fruncido mientras retrocedía, saliendo de la habitación. Al salir corriendo, Cloncurry cerró el ordenador con una mano y la imagen se volvió negra.