Louisa y Caroline volvían del centro de diálisis cuando pasé a verlas. Ayudé a Caroline a colocar a Louisa en la silla de ruedas para cubrir el corto camino hasta la puerta. Diez minutos de esfuerzo laborioso tardamos en subirla los cinco escalones, mientras se apoyaba pesadamente en mi hombro para impulsarse en cada ascenso y descansaba después hasta volver a tomar aliento para el siguiente.
Cuando estuvo metida en la cama, su respiración había pasado a un jadeo entrecortado y estertoroso. Me alarmó un poco aquel ruido y el tinte amoratado bajo su piel cérea y verdosa, pero Caroline la trataba con una eficiencia alegre, dándole oxígeno y masajes en los hombros huesudos hasta que pudo volver a respirar sola. Por mucho que me irritara Caroline, no podía por menos que admirar su inquebrantable buena voluntad en el cuidado de su madre.
Me dejó sola con Louisa mientras se preparaba algo ligero de comer. Louisa estaba adormilándose, pero recordó al médico de Xerxes con una risita ahogada: Chigwell. Le llamaban Chigwell el Chinche porque siempre les estaba chupando la sangre. Esperé hasta que estuvo profundamente dormida antes de liberar mi mano de la presión de sus dedos huesudos.
Caroline daba vueltas por el comedor, con su cuerpo menudo vibrando de ansiedad.
– He querido llamarte todos los días, pero me he forzado a no hacerlo. Especialmente la semana pasada cuando mamá me dijo que habías pasado a verla y te había ordenado que no lo buscaras -estaba comiendo un sándwich de mantequilla de cacahuete y le salían las palabras confusamente-. ¿Te has enterado de algo?
Moví la cabeza.
– He rastreado a los dos tipos que mejor recuerda Louisa, pero han muerto los dos. Es posible que uno de ellos pudiera ser tu padre, pero no tengo realmente modo de saberlo. Mi única esperanza es el médico de la compañía. Al parecer solía compilar datos abundantes sobre los empleados, y la gente dice al médico cosas que no diría a nadie más. Hay también un dependiente que trabajaba en el ultramarinos de la esquina hace veinticinco años, pero Connie no logró recordar su nombre.
Advirtió mi tono de duda.
– ¿No crees que fuera ninguno de esos tipos?
Fruncí los labios, intentando expresar mis dudas con palabras. Steve Ferraro había querido casarse con Louisa, con criatura y todo. Ello parecía indicar que la había conocido después del nacimiento de Caroline, no antes. Joey Pankowski podría, en efecto, haber sido la clase de tipo que hubiera dejado a Louisa embarazada y la hubiera abandonado después sin más averiguaciones. Eso encajaría. El ambiente represivo de la casa, la total ignorancia sobre el sexo de Connie y Louisa, podría muy bien haberse encandilado con algún tarambana. Pero en ese caso, ¿por qué se descomponía ahora de tal manera? A menos que hubiera absorbido el radical temor al sexo de los Djiak hasta tal punto que el solo recuerdo de aquello la aterrara. Pero eso no encajaba con el recuerdo que yo guardaba de Louisa joven.
– No lo sé -dije al fin débilmente-. Simplemente no me da buena espina.
Sostuve un debate interior de un minuto, después añadí:
– Creo que tienes que prepararte para el fracaso. Mi fracaso, quiero decir. Si no descubro nada por medio del médico o consigo rastrear al dependiente, voy a tener que tirar la toalla.
Frunció el entrecejo ferozmente.
– Vic, cuento contigo.
– No volvamos otra vez a esa matraca, Caroline. Estoy rendida. Te llamaré dentro de un día o dos y entonces hablamos.
Eran casi las cuatro, hora de que el atasco de la tarde coagulara el tráfico. Faltaba poco para las cinco y media cuando terminé de sudar las veinte y pico millas hasta casa. Cuando llegué, el Sr. Contreras me paró para indagar sobre las cardas que había permitido que su sagrada perra adquiriera en su cola cobriza. La perra por su parte salió y se mostró dispuesta para una carrera. Los escuché a los dos con toda la paciencia que pude acopiar, pero pasados cinco minutos de rociada ininterrumpida me marché bruscamente en mitad de la frase y me dirigí a mi casa en el tercer piso.
Me quité el traje sastre y lo dejé en el suelo del recibidor donde con seguridad no olvidaría llevarlo al tinte al día siguiente. No sabía qué hacer con el zapato, de modo que lo dejé con el traje; quizá en la tintorería sabrían de algún sitio donde pudieran resucitarlo.
Mientras se llenaba la bañera saqué mi montón de guías telefónicas urbanas y suburbanas de debajo del piano. No había ningún Chigwell en la zona metropolitana. Era natural. Probablemente también él habría muerto. O se habría retirado a Mallorca.
Me serví un dedo de whisky y caminé pesadamente hasta el cuarto de baño. Mientras yacía medio sumergida en la anticuada bañera, se me ocurrió que acaso estuviera en las listas telefónicas de médicos. Salí del agua con impulso y entré en la alcoba para llamar a Lotty Herschel. Ésta se disponía a marcharse de la clínica que dirige cerca de la esquina de Irving Park y Damen.
– ¿No puede esperar hasta mañana por la mañana, Victoria?
– Sí, claro, puede esperar. Pero es que quiero quitarme este monstruo de encima lo antes posible -le esbocé la historia de Caroline y Louisa todo lo concisamente que pude-. Si consigo localizar a ese Chigwell, no me queda más que otra pista que investigar y después puedo volver al mundo real.
– Sea eso lo que sea -dijo secamente-. No sabes el nombre de pila de ese hombre o su especialidad, ¿verdad? No, claro. Probablemente medicina industrial, ¿hmm?
Oí el susurro de las páginas de la guía al pasar.
– Chan, Chessick, Childress. Ningún Chigwell. Pero mi guía no es completa. Probablemente Max la tenga. ¿Por qué no le das un telefonazo? ¿Y por qué aguantas que esa Caroline te lleve por la calle de la amargura? La gente te avasalla sólo si te dejas, querida.
Con ese comentario alentador colgó el teléfono. Intenté llamar a Max Loewenthal, que era director ejecutivo del Hospital Beth Israel, pero ya se había ido a casa. Como habría hecho cualquier persona sensata. Sólo Lotty permanecía en su clínica hasta las seis, y es evidente que el trabajo del detective no acaba nunca. Aun si no haces más que responder voluntariamente a las manipulaciones de una antigua vecina.
Vertí el resto del whisky por la pila y me puse la ropa de deporte. Cuando estoy de talante febril lo mejor es hacer ejercicio. Recogí a Peppy en casa del Sr. Contreras -tanto él como la perra son incapaces de rencores-. Para cuando Peppy y yo volvimos a casa, jadeantes, me había sacado el malestar del cuerpo. El viejo me frió unas chuletas de cerdo y estuvimos sentados bebiendo su repugnante grappa y charlando hasta las once.
Por la mañana localicé a Max sin dificultades. Escuchó mi saga con su habitual urbanidad educada, me pidió que esperara cinco minutos y volvió con las nuevas de que Chigwell estaba jubilado pero vivía en la zona suburbana de Hindsdale. Max me dio incluso su dirección y su nombre de pila, que era Curtis.
– Tiene setenta y nueve años, V. I. Si no tiene ganas de hablar, no le aprietes -concluyó, sólo medio en broma.
– Muchísimas gracias, Max. Intentaré contener mis impulsos animales, pero los viejos y los niños suelen despertar mis peores instintos.
Rió y colgó el teléfono.
Hindsdale es un antiguo pueblo unas veinte millas al oeste del Loop, cuyos altos robles y airosas residencias iban paulatinamente siendo absorbidos por la extensión urbana. No es el paradero más elegante de Chicago y alrededores, pero es un lugar que conserva una cierta aureola de tradicional compostura. Esperando no desentonar con esta atmósfera de buen tono, me puse un vestido negro de falda amplia y botones dorados. Completaba el conjunto una cartera de piel. Eché un vistazo al traje azul marino en el suelo del recibidor al salir, pero decidí que podía aguantar un día más.
Cuando se va desde la ciudad a las zonas periféricas del norte o el oeste, lo primero que se advierte es su discreta pulcritud. Después del día pasado en Chicago Sur tuve la sensación de haber entrado en el paraíso. Pese a estar los árboles desnudos de hojas y la hierba apelmazada y parda, todo estaba barrido y aseado en espera de la primavera. No tenía una fe absoluta en que la esterilla parda se volvería verde, pero no podía siquiera imaginar qué habría que hacer para crear algo de vida en el cenagal que rodeaba la fábrica Xerxes.
Chigwell vivía en una de las calles antiguas cercana al centro del pueblo. Era una casa de dos pisos y estructura neo-georgiana cuyo revestimiento de planchas de madera relucía de blancura a la luz opaca del día. Sus contraventanas, amarillas y bien cuidadas, y unos cuantos árboles añosos y arbustos creaban un aire de señorial armonía. Un porche cerrado con tela metálica miraba hacia la calle. Seguí el camino de losas entre los arbustos hasta la puerta del costado y toqué el timbre.
Pasados unos minutos se abrió la puerta. Ésa es la segunda cosa que se percibe en la periferia: cuando llamas al timbre la gente abre las puertas, no te observa por mirillas ni descorre cerrojos.
Una mujer mayor con un severo traje azul oscuro apareció en la puerta con el entrecejo fruncido. Era un ceño que parecía habitual en su expresión, no dirigido a mí personalmente. Le ofrecí una sonrisa viva y eficiente.
– ¿Sra. Chigwell?
– Señorita Chigwell. ¿La conozco a usted?
– No, señora. Soy investigadora profesional y me gustaría hablar con el Dr. Chigwell.
– No me ha dicho que esperara a nadie.
– Bueno, señora, es que nos gusta hacer nuestras indagaciones sin avisar. Si le dejamos a la persona mucho tiempo para pensarlo, sus respuestas tienden a parecemos forzadas.
Saqué una tarjeta del bolso y se la entregué, avanzando unos pocos pasos.
– V. I. Warshawski. Servicios de investigaciones financieras. Si hiciera el favor de decirle que estoy aquí, no le entretendré más de media hora.
No me invitó a entrar, sino que tomó la tarjeta con desgana y volvió hacia el interior de la casa. Eché un vistazo a las casas de ventanas cerradas que había a un lado y otro de la calle. Lo tercero que se advierte en la periferia es que podrías estar en la luna. En un barrio de ciudad o de pueblo, aletearían los visillos cuando los vecinos intentaran ver a aquella desconocida que venía a ver a los Chigwell. A continuación vendrían las llamadas telefónicas y los comentarios en la lavandería. «Sí, su sobrina. Ya sabes, la que se mudó a vivir a Arizona hace un montón de años.» Aquí, ni una sola cortina se estremeció. Ninguna voz chillona anunció la presencia de críos pequeños recreando guerra y paz. Tuve la incómoda sensación de que con todo su ruido y su mugre, prefería la ciudad.
La Srta. Chigwell volvió a materializarse en la puerta.
– El Dr. Chigwell ha salido.
– ¿Ha sido un tanto repentino, no? ¿Cuándo cree usted que volverá?
– No… no me lo ha dicho. Será un buen rato.
– Entonces esperaré un buen rato -dije apaciblemente-. ¿Va a invitarme a pasar o prefiere que espere en el coche?
– Será mejor que se vaya -dijo intensificando el ceño-. No desea hablar con usted.
– ¿Cómo lo sabe, señora? Si no está, no le ha podido decir nada de mí.
– Yo sé con quién desea y no desea hablar mi hermano. Y si quisiera verla me lo habría dicho -cerró la puerta con toda la fuerza que pudo, dada la edad de ambas y la gruesa moqueta del suelo.
Volví al coche y lo trasladé a un lugar donde fuera claramente visible desde la puerta. La emisora WNIV estaba radiando un ciclo de canciones de Hugo Wolf. Me recosté en el asiento, con los ojos entornados, escuchando la voz aterciopelada de Kathleen Battle, preguntándome qué sería lo que ponía tan nervioso a Curtís Chigwell de hablar con una investigadora.
En la media hora que estuve esperando vi una persona pasar por la calle. Empezaba a tener la impresión de hallarme en un decorado cinematográfico y no formar parte en modo alguno de la comunidad humana, cuando la Srta. Chigwell apareció en el camino de losas. Avanzó resuelta hacia el coche, su cuerpo delgado rígido como el armazón de un paraguas e igualmente huesudo. Me bajé cortésmente.
– Tengo que pedirle que se vaya, joven.
Sacudí la cabeza.
– Estoy en propiedad pública, señora. No hay ley que me prohíba estar aquí. No tengo la música a todo volumen ni estoy vendiendo droga ni haciendo nada que la ley pueda considerar una molestia.
– Si no se va ahora mismo, voy a llamar a la policía en cuanto entre en casa.
Me admiró su valor: se necesitan agallas para enfrentarse a una joven desconocida teniendo setenta y tantos años. Pude advertir que el miedo se mezclaba con la determinación en sus ojos pálidos.
– Soy procuradora de tribunales, señora. No tengo ningún inconveniente en explicarle a la policía por qué quiero hablar con su… ¿hermano, no?
Aquello era sólo parcialmente cierto. Cualquier abogado colegiado es procurador de tribunales, pero a ser posible prefiero no hablar nunca con la policía, especialmente suburbana, que detesta a los detectives urbanos por principio. Afortunadamente, la Srta. Chigwell, impresionada (eso esperaba yo) por mi proceder profesional, no me exigió placa ni comprobante. Apretó los labios hasta que casi le desaparecieron en el rostro anguloso y volvió a la casa.
Apenas me hube instalado otra vez en el coche, volvió al camino y me hizo enérgicas señas de que me acercara. Cuando llegué donde se encontraba a un lado de la casa me dijo ásperamente:
– La va a recibir. No ha salido de aquí, claro. No me gusta mentir por él, pero después de tantos años es difícil negarse. Es mi hermano. Gemelo, por eso le he malacostumbrado mucho y desde hace mucho tiempo. Pero no creo que eso le interese demasiado.
Mi admiración por ella iba en aumento, pero no sabía cómo expresárselo sin parecer condescendiente. La seguí en silencio al interior de la casa. Atravesamos un pasillito que se abría al garaje. Había un bote de remos apoyado pulcramente contra la pared al lado de la puerta. Más allá se veía toda una serie de ordenadas herramientas de jardinería.
La Srta. Chigwell me condujo rápidamente hasta el salón. No era grande, pero era gratamente proporcionado, con muebles de chinz colocados frente a una chimenea de mármol sonrosado. Mientras iba a buscar a su hermano estuve merodeando un poco.
En el centro de la repisa había un hermoso reloj antiguo del tipo que tiene esfera de esmalte y péndulo de latón. Tenía figuras de porcelana a ambos lados, pastorcillas, vihuelistas. En los estantes empotrados de una esquina se veían unas pocas fotos viejas de familiares, una de las cuales mostraba a una pequeña vestida con un almidonado traje marinero muy orgullosa junto a su padre ante un barco de vela.
Cuando volvió la Srta. Chigwell con su hermano, era evidente que habían estado discutiendo. Las mejillas de éste, de contorno más suave que el rostro anguloso de su hermana, estaban acaloradas y tenía los labios comprimidos. Ella empezó a hacer las presentaciones, pero él la interrumpió bruscamente:
– No me hace falta que fiscalices mis asuntos, Clio. Soy perfectamente capaz de arreglármelas solo.
– Pues a ver cuándo empiezas -dijo ella con encono-. Si tienes alguna cuestión con la ley quiero saber lo que es ahora, no el mes que viene o cuando te sientas lo bastante valiente para contármelo.
– Lo siento -dije-. Al parecer he causado algún conflicto del modo más involuntario. No hay cuestión ninguna con la ley que yo sepa, Srta. Chigwell. Sencillamente necesito cierta información sobre unas personas que trabajaron en la fábrica Xerxes de Chicago Sur.
Miré a su hermano.
– Me llamo V. I. Warshawski, Dr. Chigwell. Soy abogada e investigadora privada. Y he sido contratada a consecuencia de un pleito cuya resolución adjudica cierta cantidad de dinero a la testamentaría de Joey Pankowski.
Cuando él optó por hacer caso omiso de mi mano extendida miré a mi alrededor y elegí una butaca cómoda para sentarme. El Dr. Chigwell permaneció en pie. En aquella postura tiesa se parecía a su hermana.
– Joey Pankowski trabajó en la fábrica Xerxes -proseguí-, pero murió en 1985. Pues bien, existe alguna posibilidad de que Louisa Djiak, que también trabajaba allí, tuviera una hija cuyo padre fuera Pankowski. Esta hija tiene también derecho a una parte del dinero, pero la Sra. Djiak está muy enferma y no coordina bien; no hemos conseguido que nos diga claramente quién es el padre.
– No puedo ayudarla, jovencita. No recuerdo ninguno de esos nombres.
– En fin, tengo entendido que usted hizo análisis de sangre e historiales médicos a todos los empleados al llegar la primavera durante una serie de años. Si fuera tan amable de volver y buscar en sus archivos, quizá encontrara…
Me interrumpió con una violencia que me sorprendió.
– No sé con quién ha estado hablando, pero eso es absolutamente falso. No tolero que me molesten y me sermoneen en mi propia casa. Ahora haga el favor de salir de aquí o llamo a la policía. Y si es usted procuradora de tribunales, se lo cuenta desde la cárcel. Me volvió la espalda sin esperar respuesta y salió de la habitación.
Clío Chigwell le observó al salir, con el ceño más fruncido que nunca.
– Va a tener que marcharse.
– Hizo esos análisis -dije-. ¿Por qué se descompone de esa manera?
– No sé nada del asunto. Pero no le puede pedir que viole la confianza de sus pacientes. Ahora váyase, por favor, a menos que desee hablar con la policía.
Me puse en pie todo lo imperturbablemente que pude dadas las circunstancias.
– Tiene mi tarjeta -le dije en la puerta-. Si se le ocurre algo, llámeme.