Lotty y yo pasamos los siguientes días con mi abogado. No sé si fueron los esfuerzos de Carter Freeman, o los de Anton, o simplemente que la escena del Roanoke la había aterrorizado, pero la Sra. Portis perdió todo interés en demandar a Lotty. Más trabajo nos costó lo de mi hipoteca; durante unas semanas pareció que tendría que buscarme una casa de alquiler. Pero Freeman consiguió arreglar ese asunto también de algún modo. Tengo la sospecha de que él personalmente me avaló, pero cuando intento preguntárselo arquea las cejas, pretende no saber nada y cambia de conversación.
Pasado un período corto mi vida recobró su curso normal: correr con Peppy, pasar tiempo con los amigos, romperme el corazón con los equipos deportivos de Chicago en general -los Black Hawks en aquella temporada en particular-. Volví también al carácter normal de mi trabajo, indagando en el fraude industrial, realizando pesquisas sobre los antecedentes de candidatos para puestos económicos delicados, ese tipo de cosas.
Me esforcé mucho por mantener a raya todo pensamiento de Humboldt o Chicago Sur. En circunstancias normales no habría dejado que los cabos sueltos se me fueran de las manos al finalizar el caso, pero sencillamente me sentía incapaz de tolerar nuevas inmersiones en la antigua barriada. De modo que resolví dejar el papel de Ron Kappelman en aquel embrollo como interrogante sin respuesta. Si la acusación de Bobby era cierta, en el sentido de que hubiera estado facilitando a Jurshak datos sobre mis movimientos, habría sido de justicia que me fuera a Pullman a pedirle cuentas. Pero simplemente carecía de la energía mental necesaria para seguir más adelante. Que el fiscal estatal esclareciera todo ello cuando Jurshak y Dresberg fueran juzgados.
El sargento McGonnigal fue otro cabo suelto que no llegué a atar. Le vi con Bobby un par de veces mientras pasaba por interminables declaraciones e interrogatorios. Fue más bien frío conmigo hasta que comprendió que no iba a irme de la lengua sobre su lapsus en decoro policial de aquella noche. Con el tiempo comprendí que no me convenía intimar demasiado con un policía, por muy sensible que fuera, pero nunca hablamos del asunto.
Hacia mayo, con los Cubs rivalizando ya por la última posición, Químicas Humboldt se cotizaba en los cincuenta y muchos. Frederick Manheim había consultado a los suficientes expertos en derecho y medicina para que los vientos comerciales llevaran rumores de posibles dificultades hasta Wall Street. Manheim vino a entrevistarse conmigo un par de veces, pero yo estaba harta hasta el fondo de mi alma de Humboldt.
Le dije a Manheim que testificaría en cualquier juicio sobre mi parte en sacar a la luz pública la conspiración, pero que no contara conmigo para ninguna otra clase de ayuda. De modo que no sabía lo que Humboldt estaba haciendo para preparar el contraataque. Unos cuantos días después de nuestro último encuentro supe por unos subtítulos de la prensa que estaba recibiendo tratamiento por stress en Passavant, pero dado que el Herald-Star publicaba una foto de él haciendo el lanzamiento inaugural de los Sox el primer día de temporada, supuse que ya se había recuperado.
Por aquellos mismos días, mientras los Cubs se trasladaban hacia el norte desde Tempe, recibí una postal de Florencia. «No esperes hasta los setenta y nueve años para verla», rezaba el breve mensaje escrito con los alargados caracteres de la Srta. Chigwell. Cuando regresó unas semanas después me llamó.
– Sólo quería decirte que ya no vivo con Curtís. Le compré su parte de casa. Él se ha mudado a una residencia de jubilados en Clarendon Hills.
– ¿Y te gusta vivir sola?
– Me encanta. Sólo hubiera querido hacerlo hace sesenta años, pero entonces no tuve el valor. Quería decírtelo porque te lo debo a ti, porque me demostraste que las mujeres pueden llevar una vida independiente. Eso es todo.
Colgó el teléfono mientras yo enunciaba una protesta incoherente. Sonreí ligeramente; brusca hasta el fin. Deseé ser así de fuerte dentro de cuarenta años.
Lo único que realmente me inquietaba era Caroline Djiak; no conseguía que quisiera hablar conmigo. Había reaparecido tras un día de ausencia, pero no se ponía al teléfono, y cuando fui hasta la Calle Houston me cerró la puerta en las narices, sin permitirme siquiera ver a Louisa. Yo no hacía más que pensar que había cometido un terrible error; no sólo por contarle lo de Jurshak, sino por haber insistido en mi obstinada búsqueda cuando ella pretendía que la interrumpiera.
Lotty sacudió la cabeza seriamente cuando me mostré preocupada por ello.
– No eres Dios, Victoria. No puedes apartar y elegir lo que es más conveniente para las vidas de los demás. Y si te vas a pasar muchas horas en esa autocompasión lacrimógena, hazme el favor de hacerlo en otro sitio; no es un espectáculo muy apetecible. O busca otra clase de trabajo. Tus obstinadas búsquedas, como tú las llamas, surgen de una fundamental claridad de visión. Si has perdido esa aptitud, no estás ya capacitada para tu quehacer.
Sus tonificantes palabras no acabaron con mis dudas, pero con el tiempo disminuyeron mis preocupaciones sobre Caroline. Cuando ella llamó a principios de junio para decirme que Louisa había muerto, conseguí aceptar su desabrida conversación con relativa ecuanimidad.
Fui al funeral en San Wenceslao, pero no a la casa de Houston para el refrigerio posterior. Los padres de Louisa presidían la ocasión, y tanto si fingían un pío dolor como si murmuraban solapadas censuras contra la divina providencia me costaría un gran esfuerzo contener mis deseos de liquidarlos.
Caroline no hizo el menor intento de hablar conmigo durante el funeral; cuando llegué a casa aquella lacrimógena autocompasión que me había suscitado había sido sustituida por un sentimiento anterior, más conocido: irritación por su ñoñería. Por eso, cuando la encontré esperándome a la puerta alrededor de un mes después, no la acogí precisamente con los brazos abiertos.
– Estoy aquí desde las tres -me dijo sin más preámbulo-. Me estaba temiendo que no estuvieras en la ciudad.
– Siento no haberle dejado mi horario a tu secretaria -respondí irónica-. Pero es que no me esperaba este placer.
– No seas cruel, Vic -me rogó-. Sé que me lo merezco; me he portado como un auténtico trasero de mula durante los últimos cuatro meses. Pero necesito disculparme o explicarme… o… en fin, no quiero que sólo te irrites cuando pienses en mí.
Abrí la puerta del vestíbulo.
– Sabes una cosa, Caroline, esto me recuerda irresistiblemente a Lucy y Charlie Brown con la pelota de football. Lucy está siempre prometiéndole que esta vez no la va a retirar justo cuando él va a lanzarla de una patada, y siempre la retira, y Charlie Brown acaba siempre cayéndose sobre las posaderas. Tengo la sensación de que voy a terminar de culo una vez más, pero sube.
Su fácil rubor le cubrió el rostro.
– Vic, por favor; sé que me merezco todo lo que me digas, pero he venido a disculparme. No me lo pongas más difícil de lo que ya es.
Eso me calló la boca, pero no aquietó mis recelos. La conduje en silencio a mi piso, le preparé una Coca mientras yo me preparaba un ron con tónica, y la llevé al pequeño saledizo que me sirve de porche trasero. El Sr. Contreras nos saludó con la mano desde sus tomates, pero permaneció allí. La perra se acercó para unirse al grupo.
Después que hubo acariciado las orejas a Peppy y bebido su Coca, Caroline respiró hondo y dijo:
– Vic, siento de verdad haberte dejado con tres palmos de narices el invierno pasado, y… haberte evitado después. Por alguna… alguna razón hasta después de la muerte de Louisa no he podido verlo desde tu punto de vista, comprender que no estabas burlándote de mí.
– ¡Burlándome de ti! -me quedé atónita.
Se volvió a poner de color grana.
– Yo creía que… como tenías un padre tan encantador. Yo quería tanto a tu padre, que deseaba que fuera también el mío. Por las noches al acostarme me lo imaginaba, me imaginaba lo bien que íbamos a pasarlo cuando estuviéramos todos juntos en una sola familia, él y mamá y Gabriella. Y tú serías mi hermana de verdad, y no te fastidiaría tener que cuidarme.
Me tocaba a mí sentirme avergonzada. Quise susurrar algo y por último dije:
– No hay niño de once años que quiera cargar con el cuidado de un bebé. Supongo que si hubieras sido mi hermana de verdad me habría fastidiado más en lugar de menos. Pero no me burlaba de ti por tener… un padre distinto al mío. Jamás me cruzó por la mente.
– Esto lo sé ahora -dijo-. Pero he tardado mucho en entenderlo. Era yo la que me sentía humillada por la idea de que Art Jurshak fuera… bueno le hubiera hecho eso a mamá. Comprendes. Después, cuando murió, comprendí de pronto lo que debió ser para ella. Y me hizo darme cuenta de que había sido una mujer extraordinaria, porque era una excelente madre, y era animosa y sabía amar la vida, y más cosas. Le habría resultado tan fácil ser una persona agresiva y amargada y desquitarse conmigo.
Me miró con seriedad.
– Y entonces la semana pasada fui… fui a ver al joven Art. Mi hermano, supongo que será. Reaccionó muy bien al asunto, aunque se veía que le estaba costando un infierno. Tener que hablar conmigo, quiero decir. La infancia, para él, fue horrible, Art no era padre de ninguna clase. Se casó simplemente para que los Djiaks no le estropearan la carrera política, y cuando nació el joven Art se trasladó a la habitación de invitados. Jamás quiso saber nada de su propio hijo. De modo que en un sentido algo demencial veo que estaba mejor antes. Ya sabes, sólo con mamá. Aunque… aunque no hubiera sido su tío, habría sido mucho peor vivir con él que criarme sin padre.
Sentí un nudo en la garganta.
– Estos cuatro últimos meses no he tenido más que recriminaciones, pensando que había cometido el colosal error del egomaníaco al seguir con el caso cuando me pediste que lo dejara. Y después al contártelo todo.
– No -dijo-. Me alegro de saberlo. Era mejor enterarse con certeza, en lugar de darle vueltas a la cabeza, incluso si lo que yo me contaba era muchísimo mejor que la realidad. Además, si Tony Warshawski hubiera sido mi padre de verdad, habría sido un mal bicho al instalarnos a mamá y a mí en la puerta de al lado de Gabriella y tuya.
Rió, pero yo le cogí la mano y se la sostuve. Pasados unos instantes dijo titubeante:
– Me… me resulta difícil hablarte de esto, después de todos los insultos que te he dirigido por abandonar el barrio. Pero yo me voy también. En realidad me voy de Chicago. Siempre quise vivir en el campo, el campo de verdad, de modo que me voy a Montana a estudiar ingeniería forestal. Nunca lo he admitido porque creía que si no era como tú, y hacía algo de activismo social, tú, ya sabes, me despreciarías.
Yo emití un chillido inarticulado que hizo saltar a Peppy.
– No, Vic, en serio. Pero después de todo lo que he estado pensando, pues, he visto que tú nunca pretendiste que yo fuera igual que tú. Era todo parte de los líos de mi coco, pero creía que si hacía lo mismo que tú me querrías lo bastante para dejarme ser realmente parte de tu familia.
– Ni lo sueñes, pequeña; quiero que hagas lo que te convenga a ti, no lo que me convenga a mí.
Asintió.
– Por eso he solicitado plaza allí y estoy solucionando todo aquí rápidamente; me marcho dentro de dos semanas. He encargado a los padres de mamá que vendan la casa de Houston y con eso tengo dinero para empezar. Pero quería decírtelo personalmente, y espero que dijeras de verdad lo de que siempre serás mi hermana, porque, bueno, por lo que sea, espero que fuera en serio.
Me arrodillé junto a su silla y la abracé.
– Hasta que la muerte nos separe, chiquilla.