Había empezado a caer una fina llovizna. Permanecí en el coche con los ojos fijos en el parabrisas, mirando cómo se estrellaba la lluvia contra el cristal grasiento. Pasado un rato lo puse en marcha, esperando robar un poquito de calor al ruidoso motor.
¿Qué había en el nombre de Pankowski para descomponer a Chigwell de tal modo? ¿O era yo? ¿Le habría llamado Joiner diciéndole que se cuidara de detectives polacas y de las preguntas que hacían? No, no podía ser eso. De ser así, Chigwell no habría accedido nunca a recibirme. Y, además, Joiner no debía conocer a Chigwell. El médico tenía casi ochenta años; habría pasado mucho tiempo desde su jubilación cuando Joiner entró en la fábrica hace dos años. Es decir que tuvo que haber sido la mención o bien de Pankowski o de Louisa. Pero ¿por qué?
Me pregunté con creciente inquietud qué sería lo que sabía Caroline y no se había molestado en decirme. Recordaba con todo detalle aquel invierno en que me había pedido que pleiteara contra una orden de desalojo presentada a Louisa. Tras una semana de correr entre los tribunales y el propietario, vi un artículo en el Sun-Times titulado «Otra clase de adolescentes». En él se veía a una radiante Caroline de dieciséis años en el comedor de beneficencia que había montado con el dinero del alquiler. Aquél fue el último grito de auxilio de Caroline al que respondí durante diez años, y estaba empezando a pensar que quizá debiera haberlo ampliado a veinte.
Rebusqué en el asiento trasero para coger un «Kleenex» y encontré la toalla que había llevado a la playa el verano pasado. Una vez hube limpiado un agujerito en el parabrisas puse el coche en marcha al fin y me dirigí hacia la autovía. Me atormentaba la indecisión entre llamar a Caroline y decirle que no había trato y mi insaciable curiosidad de niña elefante por enterarme qué era lo que había alterado tan terriblemente a Chigwell.
Al fin no hice absolutamente nada. Después de haber batallado entre el tráfico de medio día del Loop llegué a mi oficina, donde me esperaban mensajes de varios clientes; pesquisas que había dejado a un lado mientras removía la escoria del problema de Caroline. Uno era de un antiguo cliente que requería mi ayuda en medidas de seguridad para computadores. Le remití a un amigo mío que es experto en la materia y acometí otros dos asuntos. Se trataba de investigaciones financieras de rutina, mi pan de cada día. Resultaba grato trabajar en algo donde sabía localizar tanto el problema como la solución, y pasé la tarde fisgando en los archivos del Edificio del Estado de Illinois.
Regresé a mi oficina hacia las siete para mecanografiar mis informes. Me iban a suponer quinientos dólares; dado que ambos clientes pagaban con prontitud quería llevar las facturas al correo.
Matraqueaba alegremente en mi vieja Olympia standard cuando sonó el teléfono. Miré mi reloj de pulsera. Casi las ocho. Número equivocado. Caroline. Quizá Lotty. Descolgué el teléfono al tercer timbrazo, justamente antes de ponerse en marcha el contestador automático.
– ¿Srta. Warshawski? -era la voz de un anciano, frágil y temblorosa.
– Sí -dije.
– Quisiera, por favor, hablar con la Srta. Warshawski -temblona y todo, era una voz segura, acostumbrada a dar órdenes por teléfono.
– Al habla -respondí con toda la paciencia que me fue posible. No había comido y soñaba con un filete y un whisky.
– Al Sr. Gustav Humboldt le gustaría verla. ¿Cuándo sería conveniente acordar una cita?
– ¿Puede decirme para qué quiere verme? -volví unos espacios atrás y utilicé corrector blanco para tapar un error. Cada vez es más difícil encontrar líquido corrector y cinta de máquina en estos tiempos de procesadores de textos, por tanto cerré el bote cuidadosamente para ahorrar.
– Tengo entendido que es un asunto confidencial, señorita. Si está libre esta noche, podría verla ahora. O mañana por la tarde a las tres.
– Espere un momento que compruebe mi agenda -dejé el teléfono y cogí el Quién es quién en el comercio de Chicago de lo alto de mi archivador metálico. La parte de Gustav Humboldt ocupaba columna y media en letra pequeña. Nacido en Bremerhaven en 1904. Emigró en 1930. Presidente y primer accionista de Químicas Humboldt, fundada en 1937, con fábricas en cuarenta países, ventas de 8 billones de dólares en 1986, activo de 10 billones, director de esto, miembro de aquello. Cuartel general en Chicago. Pues claro. Había pasado ante el Edificio Humboldt un millón de veces al bajar por la Calle Madison, una vieja y práctica estructura sin los ostentosos vestíbulos de los modernos gigantes.
Levanté el teléfono.
– Podría pasarme hacia las nueve y media esta noche -propuse.
– Muy bien, Srta. Warshawski. La dirección es Edificio Roanoke, planta doce. Le diré al portero que esté al tanto de su coche.
El Roanoke era una anciana señorona de la Calle Oak, uno de los seis o siete edificios que bordean el trecho entre el lago y la Avenida Madison. Había sido construido en las primeras décadas de este siglo, y albergado a personas como los McCormick, los Swift y otra gentuza. Hoy día, si tuvieras un millón de dólares para invertir en vivienda y estuvieras emparentado con la familia real inglesa quizá fueran tan amables de dejarte entrar tras un año o dos de indagaciones intensivas.
Establecí un récord de mecanografía a dos dedos y tuve informes y facturas metidas en sus sobres para las ocho y media. Tendría que olvidarme del filete y el whisky -no quería mostrarme remolona con alguien que podía apañarme para toda la vida- pero tuve tiempo para una sopa y una ensalada en el pequeño restaurante italiano que hay subiendo por Wabash desde mi oficina.
En el servicio del restaurante comprobé que el pelo se me había encrespado en torno a la cabeza a causa de la llovizna de la mañana, pero al menos el traje negro conservaba su aspecto aseado y profesional. Me apliqué un maquillaje ligero y recogí el coche del garaje subterráneo.
Eran exactamente las nueve y media cuando me detuve en el semicírculo cubierto por un toldo verde del Roanoke. El portero, resplandeciente en su librea del mismo verde, inclinó la cabeza cortésmente mientras le daba mi nombre.
– Ah, sí, Srta. Warshawski -tenía la voz afrutada y un tono avuncular-. El Sr. Humboldt la espera. ¿Quiere darme las llaves del coche?
Me condujo al vestíbulo. En la mayoría de los edificios para ricos que se construyen en estos tiempos figura un vestíbulo de cristal y cromados con plantas monstruosas y colgantes, pero el Roanoke se había levantado cuando la mano de obra era más barata y más diestra. El suelo era un intrincado mosaico de formas geométricas y las paredes recubiertas de madera tenían una greca de figuras egipcias.
Un hombre mayor, vestido también con uniforme verde, estaba sentado en una silla junto a unas puertas dobles de madera. Se puso en pie cuando vio entrar al portero.
– La señorita va a ver al Sr. Humboldt, Fred. Yo les comunicaré que está aquí mientras tú la acompañas arriba.
Fred abrió la puerta -aquí no se oían los clics de los controles remotos- y me llevó hasta el ascensor con paso solemne. Le seguí al interior de una jaula espaciosa con moqueta de flores y un banco lujosamente tapizado adosado a la pared del fondo. Me senté tranquilamente cruzando las piernas, como si el servicio personal de ascensor fuera para mí cosa de todos los días.
La puerta del ascensor se abrió en lo que podría ser el salón-recibidor de una mansión: baldosas de mármol blanco grisáceo con veta rosa, cubiertas por aquí y por allá con alfombras probablemente confeccionadas en Persia cuando el abuelo del Ayatollah era una criatura. El salón parecía formar un atrio, con el ascensor en el centro, pero antes de que pudiera avanzar de puntillas hasta la estatua de mármol del rincón izquierdo para empezar a explorar, se abrió la puerta de madera tallada que había frente a mí.
En ella apareció un viejo con traje de mañana. A través de algunos mechones de pelo fino y blanco se veía un cuero cabelludo rosáceo. Inclinó la cabeza brevemente, una reverencia simbólica, pero sus ojos azules eran gélidos y distantes. Poniéndome a la altura de la solemnidad de la ocasión, metí la mano en mi bolso y le entregué una tarjeta sin decir palabra.
– Muy bien, señorita. El Sr. Humboldt va a recibirla. Si es tan amable de seguirme…
Caminaba con paso lento, ya fuera por su avanzada edad o por sus ideas sobre el ademán apropiado para el mayordomo, dándome tiempo a mirarlo todo atónita aunque confiaba que con cierta discreción. Aproximadamente a medio camino de toda la longitud del edificio, abrió una puerta a la izquierda y la sostuvo para permitirme entrar. Al observar los libros que cubrían tres paredes y el opulento mobiliario de cuero rojo frente a la chimenea que había en la cuarta, mi aguda intuición me dijo que estábamos en la biblioteca. Había un hombre sanguíneo, fuerte sin ser corpulento, sentado frente al fuego con un periódico. Al abrirse la puerta dejó el periódico y se levantó.
– Srta. Warshawski. Qué amable por su parte venir en plazo tan breve -extendió una mano firme.
– No tiene importancia, Sr. Humboldt.
Me indicó con la mano un sillón de cuero al otro lado de la chimenea, frente a él. Sabía por la entrada del Quién es quién que tenía ochenta y cuatro años, pero podría haber dicho que tenía sesenta sin sorprender a nadie. Su cabello poblado mostraba aún algún vestigio de rubio claro, sus ojos azules eran despiertos y despejados y su rostro casi falto de arrugas.
– Anton, tráenos un coñac -¿bebe usted coñac, Srta. Warshawski?-, y después ya nos arreglamos solos.
El mayordomo desapareció durante un par de minutos, durante los cuales mi anfitrión inquirió cortésmente si el fuego no era excesivamente caluroso para mí. Antonio regresó con una botella de cristal y copas anchas, nos sirvió, colocó cuidadosamente la botella en el centro de una mesita a la derecha de Humboldt, removió el fuego con las tenazas. Comprendí que tenía curiosidad con respecto a las intenciones de Humboldt y buscaba modos de remolonear, pero Humboldt le despidió con ligereza.
– Srta. Warshawski, tengo una cuestión delicada que hablar con usted, y le ruego sea indulgente si no lo hago con la máxima elegancia. Después de todo, soy industrial, un ingeniero industrial más a sus anchas entre productos químicos que entre jóvenes bonitas.
Había venido a América ya adulto; aún después de casi sesenta años conservaba un leve acento.
Sonreí burlona. Cuando el propietario de un imperio de diez billones de dólares empieza a disculparse por su estilo, ha llegado el momento de agarrar tu bolso con fuerza y contarte los dedos.
– Estoy segura de que se subestima, señor.
Me dirigió una mirada rápida de reojo y decidió que aquello merecía una carcajada ronca.
– Veo que es usted una mujer prudente, Srta. Warshawski.
Bebí un sorbo de coñac. Era pasmosamente suave. Por favor, que me llame muchas veces a consulta, pedí al dorado líquido.
– Puedo ser temeraria si hace falta, Sr. Humboldt.
– Bien, eso está muy bien. De modo que es investigadora privada. ¿Y le resulta un trabajo en que puede ser prudente y temeraria al mismo tiempo?
– Me gusta ser mi propio jefe. Y no tengo deseo de llegar a serlo hasta el nivel que ha logrado usted.
– Sus clientes hablan maravillas de usted. Hoy mismo, mientras charlaba con Gordon Firth mencionó lo agradecida que estaba la junta directiva de Ajax a sus esfuerzos.
– Me alegro mucho de saberlo -dije, recostándome en el sillón y tomando otro sorbo.
– Gordon se ocupa de gran parte de mis seguros, claro.
Claro. Gustav llama a Gordon y le comunica que necesita diez toneladas de seguros y Gordon dice no faltaba más y treinta jóvenes de ambos sexos trabajan un mes a ochenta horas semanales para dejarlo todo listo y después ambos se estrechan las manos cordialmente en el Club Standard y se agradecen mutuamente las molestias que se han tomado.
– De modo que pensé que podría echarle una mano con una de sus investigaciones. Después de escuchar el caluroso informe de Gordon me di cuenta que era usted inteligente y discreta y no inclinada a abusar de una información que se le diera confidencialmente.
Con mucho esfuerzo conseguí no saltar en el asiento y llenarme toda la falda de coñac.
– No puedo imaginar dónde coinciden nuestras respectivas esferas de acción, señor. Por cierto, este coñac es excelente. Es como beber un buen licor de malta.
Ante aquello Humboldt soltó una carcajada estrepitosa y auténtica.
– Estupendo, querida Srta. Warshawski. Estupendo. ¡Recibir con tanta serenidad mis palabras y después alabar mi licor con el más sutil insulto! Me gustaría convencerla para que dejara de ser su propio jefe.
Sonreí y dejé la copa.
– Me gustan los cumplidos tanto como a cualquiera, y he tenido un día duro; me vienen muy bien. Pero empiezo a preguntarme quién tiene que ayudar a quién. Y no es que no sea un privilegio poder prestarle algún servicio.
Asintió con la cabeza.
– Creo que podremos prestarnos servicios mutuos. Me preguntó dónde coincidían nuestras esferas de acción -una excelente expresión-. Y la respuesta es que en Chicago Sur.
Reflexioné unos instantes. Por supuesto. Tenía que haberme dado cuenta. Xerxes debía formar parte de Químicas Humboldt. Pero yo estaba tan acostumbrada a considerarlo parte de mi paisaje de infancia que no había visto la relación cuando Anton me llamó.
Mencioné el nombre con indiferencia y Humboldt volvió a asentir.
– Muy bien, Srta. Warshawski. La industria química realizó una gran contribución al esfuerzo bélico. Hablo de la Segunda Guerra Mundial, claro. Y el esfuerzo bélico a su vez fomentó la investigación y el desarrollo a gran escala. Muchos de los productos de los que todos -hablo de Dow, Ciba, Imperial Chemical, todos- comemos hoy día se remontan a las investigaciones que realizamos entonces. La xerxina fue uno de los grandes descubrimientos de Xerxes, uno de los 1, 2 dicloretanos. A este último yo mismo pude dedicarle tiempo.
Se interrumpió con una mano vuelta hacia arriba.
– Usted no es química. Todo eso no le interesará nada. Pero llamamos Xerxes al producto debido a la xerxina, claro está, y abrimos la fábrica de Chicago Sur en 1949. Mi mujer se dedicaba al arte. Ella hizo el dibujo del logotipo, la corona en campo morado.
Paró de hablar para ofrecerme la botella. No quería parecer ansiosa. Por otra parte, rehusar habría podido parecer descortés.
– Pues bien, esa planta de Chicago fue el comienzo de la expansión internacional de Humboldt, y siempre le he tenido mucho cariño. De modo que pese a que yo no me ocupo ya del funcionamiento diario de la compañía… tengo nietos, Srta. Warshawski, y a los viejos nos gusta creer que rejuvenecemos con los niños. Pero mi gente sabe lo que quiero a esa fábrica. O sea que cuando empieza a fisgar por allí una detective joven y bonita, a hacer preguntas, es natural que me lo comuniquen.
Sacudí la cabeza.
– Sentiría mucho que le hubieran alarmado innecesariamente, señor. No estoy fisgando en la fábrica. Simplemente intento rastrear a unos hombres como parte de una indagación personal. Por algún motivo su Sr. Joiner -el jefe de personal- ha querido hacerme creer que nunca trabajaron en su empresa.
– Entonces ha encontrado al Dr. Chigwell -su voz profunda había bajado a un murmullo sordo, difícil de entender.
– Al que mi pregunta causó aún mayor conmoción que al joven Joiner. No pude evitar el pensar que acaso tuviera sus propias cuentas pendientes. Alguna transacción de su juventud que estuviera pesándole en la conciencia a la vejez.
Humboldt levantó la copa para mirar al fuego a través de ella.
– Cómo se apresura la gente a protegerte cuando eres viejo y quieren que sepas que tus intereses no les son indiferentes -hablaba al cristal-. Y qué conflictos causan innecesariamente. Es un constante tema de discusión con mi hija, una de las preocupaciones de la naturaleza.
Volvió a dirigirme la mirada.
– Tuvimos una cuestión con esos hombres, con Pankowski y Ferraro. Una cuestión lo bastante problemática para que incluso recuerde sus nombres, comprende, entre los cincuenta y tantos mil empleados que tengo en todo el mundo. Intentaron llevar a cabo un acto de sabotaje en la fábrica. En el producto, en realidad. Un cambio de proporción en la mezcla de modo que resultaba un gas muy inestable y unos residuos que bloqueaban las tuberías de salida. Tuvimos que cerrar la planta tres veces en 1979 para limpiarlo todo. Hizo falta un año de investigación para descubrir quién estaba detrás de aquello. Ellos y otros dos hombres fueron despedidos, y entonces nos demandaron por despido improcedente. Todo aquello fue una pesadilla. Una pesadilla horrible.
Hizo una mueca y vació el vaso.
– Por eso cuando apareció usted mi gente supuso lógicamente que venía a instancias de algún abogado desaprensivo que busca de abrir viejas heridas. Pero por mi amigo Gordon Firth yo sabía que no podía ser eso. Por eso me he arriesgado, invitándola aquí. Le he explicado todo el asunto. Y espero no equivocarme, si pienso que no se va a ir corriendo a un abogado a decirle que he querido sobornarla o como se diga.
– Sobornar me sirve a la perfección -dije, apurando también mi copa y rechazando con un gesto la oferta de la botella-. Y puedo asegurarle con confianza que mis indagaciones nada tienen que ver con los pleitos en que estos hombres estuvieron implicados. Es un asunto puramente personal.
– Bien, si atañe a empleados de Xerxes, me ocuparé de que reciba toda la ayuda que precise.
No soy amiga de revelar los asuntos de mis clientes. En especial, no a desconocidos. Pero al final decidí contárselo: era la forma más fácil de que me asistiera. No toda la historia, por supuesto. No le hablé de Gabriella y mis cuidados de Caroline, ni de la repetida manipulación de que me hacía objeto ni de los enfurecidos Djiak. Pero sí de que Louisa estaba muriéndose y que Caroline deseaba saber quién era su padre y Louisa no quería revelarlo.
– Soy europeo y anticuado -dijo cuando hube acabado-. No me hace gracia que la muchacha no quiera respetar los deseos de su madre. Pero si está usted comprometida, lo está. ¿Y piensa que posiblemente él le hubiera dicho algo a Chigwell por ser el médico de la fábrica? Le llamaré para preguntarle. Probablemente no quiera hablar con usted en persona. Pero mi secretaria la llamará dentro de unos días con la información.
Aquello era una despedida. Me deslicé hasta el borde de mi asiento para poder levantarme sin tener que impulsarme apoyándome a ambos lados y me complació comprobar que me movía con agilidad, sin que me hubiera afectado el brandy. Si conseguía llegar hasta la puerta de entrada sin chocar con algún valiosísimo objeto de arte, podría manejarme sin dificultad con el coche para volver a casa.
Agradecí a Humboldt el coñac y la ayuda. Le quitó importancia con otra risita franca.
– Ha sido un placer para mí, Srta. Warshawski, hablar con una joven atractiva, lo bastante valiente además para mantenerse firme ante un viejo león. No deje de venir a verme si vuelve por este barrio.
Anton rondaba junto a la puerta de la biblioteca para escoltarme hasta la salida.
– Lo siento -le dije cuando llegamos a la entrada-. He prometido no contarlo.
Pretendió con altivez no haberme oído y llamó al ascensor con gélida indiferencia. No estaba muy segura de qué debía hacer en cuanto al portero y mi coche, pero cuando tentativamente saqué un billete de cinco dólares lo hizo desaparecer mientras me ayudaba tiernamente a subir al Chevy.
Dediqué el trayecto hasta casa a pensar en razones por las que era mejor para mí ser investigadora privada que químico billonario. La lista fue mucho más breve que la carrera.