El Sr. Contreras se marchó finalmente hacia la una. Yo pasé una noche inquieta, con la cabeza hecha un remolino por la visita de Caroline. Caroline no temía nada. Por eso me seguía confiada hacia la espuma embravecida del Lago Michigan cuando tenía cuatro años. Ni siquiera se asustó cuando estuvo a punto de ahogarse; después que le hube limpiado de agua los pulmones, estuvo dispuesta a volver a entrar inmediatamente. Si alguien le hubiera dicho que mi vida pendía de un hilo, podría haberle enfurecido, pero no le habría aterrado.
Alguien la había llamado para decirle que Joey Pankowski era su padre. Eso no podía habérselo sacado del bolsillo. Pero ¿habían añadido la coletilla de que iban a hacerme daño, o era aquello una simple suposición fundada? Yo llevaba un decenio sin ver a Caroline, pero no se olvidan los gestos característicos de las personas con las que te crías: esa mirada de soslayo cuando pregunté directamente me inducía a pensar que mentía.
La única razón por la que me inclinaba a creerla -en cuanto a las amenazas, claro- era que yo también había recibido esa llamada. Hasta que Caroline apareció yo había supuesto que la llamada provenía de Art Jurshak por haber acosado a su hijo. O por haber hablado con Ron Kappelman. ¿Pero, y si provenía de Humboldt?
Cuando el brillo de los números verdes del reloj me informó de que eran las tres y cuarto, encendí la luz y me senté en la cama para llamar por teléfono. Murray Ryerson se había marchado del periódico cuarenta y cinco minutos antes de su hora. Todavía no estaba en casa. Probando suerte llamé al Golden Glow: Sal cierra a las cuatro. A la tercera fue la vencida.
– ¡Vic! Estoy abrumado. Tienes insomnio y has pensado en mí. Ya veo los titulares: «Mujer detective no puede dormir de amor».
– Y yo convencida de que eran las cebollas que me he comido para cenar. Eso es lo que me debió pasar el día que accedí a casarme con Dick. ¿Te acuerdas de nuestra pequeña conversación de ayer?
– ¿Qué conversación? -bufó-. Yo te conté cosas sobre Nancy Cleghorn y tú escuchaste con papel adhesivo en la boca.
– Me ha vuelto algo a la memoria -dije yo sin rodeos.
– Mejor será que sea bueno, Warshawski.
– Curtís Chigwell -dije-. Es el médico que vive en Hinsdale. Trabajó en la fábrica de Chicago Sur.
– ¿Él ha matado a Nancy Cleghorn?
– Por lo que yo sé, ni siquiera conocía a Nancy Cleghorn.
Sentí más que oí a Murray farfullar.
– He tenido un día duro, V. I. No me hagas jugar a las Veinte Preguntas contigo.
Del suelo, junto a la cama, alcancé una camiseta. Por algún motivo, la noche me estaba haciendo sentirme demasiado vulnerable en mi desnudez. Al inclinarme, la luz de la lámpara resaltó el polvo de un rincón de la habitación. Si vivía una semana más, pasaría el aspirador.
– Eso es lo que tengo para ti -dije pausadamente-. Veinte preguntas. Ni una respuesta. Curtís Chigwell sabe algo que no quiere contar. Hace veinticuatro horas no creía que tuviera la más remota relación con lo de Nancy. Pero he recibido una llamada de amenaza esta noche advirtiéndome que me largara de Chicago.
– ¿De Chigwell? -casi pude sentir el aliento de Murray a través de la línea telefónica.
– No. Yo pensé que tenía que ser de Jurshak o Dresberg. Pero es que hay otra cosa; un par de horas después me ha dicho lo mismo alguien que sólo me conoce por el lado de Xerxes; la fábrica donde trabajaba Chigwell.
Le expliqué las discrepancias que habían surgido entre la versión de Manheim y la de Humboldt sobre el pleito de Pankowski y Ferraro -sin decirle que lo había sabido por el propio Humboldt.
– Chigwell sabe cuál es la verdad y por qué. Pero no quiere contarlo. Y si los de Xerxes me están amenazando, él tiene que saber por qué.
Murray ensayó mil métodos distintos para lograr que le dijera más cosas. Pero, sencillamente, no podía entregarle a Caroline y a Louisa; Louisa no se merecía ver su triste pasado rodando por las calles de Chicago. Y no sabía nada más. Nada sobre la posible relación entre la muerte de Nancy y Joey Pankowski.
Al fin Murray afirmó:
– Tú no quieres ayudarme, tú lo que quieres es que te haga de correveidile. Lo presiento. Pero no es una mala historia; mandaré a alguien a hablar con el tipo.
Cuando colgamos conseguí dormir un poco, pero volví a despertarme definitivamente hacia las seis y media. Amaneció otro día gris de febrero. El frío cortante y la nieve habrían sido preferibles a esta eterna neblina inclemente. Me puse la ropa de gimnasia, hice mi calentamiento y después levanté a la brava al Sr. Contreras llamando en su puerta hasta que la perra le despertó a ladridos. Me la llevé de ida y vuelta al lago, deteniéndome de vez en cuando para atarme el zapato, sonarme la nariz, tirarle un palo: gestos que me permitían vigilar mi retaguardia disimuladamente. No creí ver a nadie en ella.
Tras haber depositado a la perra me fui al café de la esquina para desayunarme unas tortitas. De vuelta a casa para cambiarme, estaba casi decidida a hacerle una visita a Louisa por ver si ella podía darme alguna pista sobre el pánico de Caroline, cuando llamó Ellen Cleghorn. Estaba muy alterada: había ido a casa de Nancy en Chicago Sur para recoger sus documentos financieros y la había encontrado arrasada.
– ¿Arrasada? -repetí absurdamente-. ¿Cómo lo sabe?
– Como se sabe siempre, Victoria; la casa estaba hecha auténticas trizas. Nancy no tenía mucho dinero y sólo había podido amueblar dos habitaciones. Los muebles estaban destrozados y había papeles desparramados por todas partes.
Me estremecí involuntariamente.
– Parece como si fueran ladrones enloquecidos. ¿Sabe si falta alguna cosa?
– No intenté comprobarlo -la voz se le quebró ligeramente con un sollozo nervioso-. Miré en su habitación y salí corriendo todo lo deprisa que pude. Yo… te agradecería si pudieras venir a revisar la casa conmigo. No soporto estar allí sola con esa… esa destrucción de Nancy.
Le prometí que me reuniría con ella frente a su casa dentro de una hora. Habría preferido ir directamente a casa de Nancy, pero la Sra. Cleghorn estaba excesivamente nerviosa por el asalto para acercarse a casa de su hija, aunque permaneciera en el exterior. Terminé de ponerme los vaqueros y la sudadera, y después, sin muchas ganas, me dirigí a la pequeña caja fuerte que tengo empotrada en el armario de mi habitación y saqué la Smith & Wesson.
Yo no suelo llevar pistola; si la llevas, tiendes a depender de ella y se te entorpece la sesera. Pero estaba ya bastante asustada entre el asesinato de Nancy y la amenaza de mandarme al pantano a hacerle compañía. Y ahora esta agresión a la casa. Supuse que cabía la posibilidad de que fueran gamberros del barrio que hubieran espiado la casa y comprobado que no había nadie. Pero el destrozo del mobiliario. Podía haber sido un drogata tan absolutamente ido que hubiera despedazado los muebles en busca de dinero. Pero también pudieron ser sus asesinos buscando algo que ella tenía y podía incriminarlos. Por eso, introduje un segundo cargador en el bolso y me metí la pistola cargada en la cintura de los vaqueros; mi sesera no era lo bastante rápida para detener una bala a toda velocidad.
La casa de los Cleghorn tenía un aspecto distante y destartalado bajo la niebla grisácea. Incluso la torrecilla que había sido habitación de Nancy parecía algo lánguida. La Sra. Cleghorn me esperaba frente al camino de acceso, su cara redonda, por lo general plácida, estaba demacrada y tensa. Me ofreció una sonrisa trémula y subió al coche.
– Vamos en tu coche si no te importa. Estoy tan agitada que no sé cómo he conseguido llegar a casa.
– Si quiere puede simplemente darme las llaves de la casa -dije-. No hace falta que venga si se siente mejor quedándose aquí.
Sacudió la cabeza.
– Si fueras sola no haría más que pasar el tiempo preocupándome por si alguien te estuviera acechando
Mientras seguía sus directrices para hacer el camino más corto hacia allí, a través de Chicago Sur hasta Yates, le pregunté sí había llamado a la policía.
– Creí mejor esperar. Esperar hasta que hubieras visto lo que ha pasado. Entonces -torció la boca en una sonrisita-, podrías llamarla tú en mi lugar. Creo que ya he hablado con la policía todo lo que puedo soportar. No ya ahora, sino para toda la vida.
Pasando el brazo por encima de la palanca de cambios le estreché ligeramente la mano.
– Está bien. Encantada de poder ayudarla.
La casa de Nancy estaba en Crandon, cerca de la Calle Setenta y Tres. Comprendí por qué la Sra. Cleghorn la calificaba de elefante blanco: era un enorme monstruo blanco de madera, tres pisos que llenaban un solar de tamaño excesivo. Pero también comprendí por qué la había comprado Nancy; las pequeñas cúpulas de las esquinas, las ventanas de vidriera artística, la barandilla de madera tallada de la escalera una vez dentro, todo ello evocaba el confort y el orden de una Alcott o un Thackeray.
No era inmediatamente evidente que alguien hubiera estado en la casa. Al parecer, Nancy había invertido todo lo que tenía en comprarla, de modo que el vestíbulo de entrada no tenía muebles. Hasta que no hube subido las escaleras de roble y encontrado el dormitorio principal no vi los daños. Entonces comprendí plenamente la decisión de la Sra. Cleghorn de esperarme en la entrada.
Al parecer, Nancy había convertido este dormitorio en objeto de sus primeros planes de rehabilitación. El suelo estaba acuchillado, las paredes emplastecidas y pintadas, y en la pared frente a la cama se había instalado una chimenea, con marco de azulejo y accesorios de latón reluciente. El efecto habría sido encantador, pero el mobiliario y la ropa de cama estaban desparramados por el suelo de la habitación.
De puntillas avancé entre aquel destrozo. Estaba violando todas las normas policiales posibles: no llamar para informar de los daños, recorrer el lugar alterando la evidencia, añadir mis detritus a los de los vándalos. Pero es sólo en los libros de reglamento donde todo delito recibe una inspección detallada en el laboratorio. En la vida real no creía que prestaran demasiada atención, pese a haber sido asesinada la propietaria del inmueble.
Fuera lo que fuera lo que buscaban los asaltantes, no debía ocupar mucho espacio. No sólo habían desgarrado la funda del colchón y hecho cortes en el relleno, sino que habían sacado la parrilla de la chimenea y quitado varios ladrillos. O bien dinero, si me atenía a la teoría del adicto con mono. O papeles. Algún tipo de prueba que Nancy poseía de algo tan espantoso, que había gente dispuesta a matar para ocultarlo.
Volví al piso bajo, con las manos algo temblorosas. La destrucción de una casa es una violación terriblemente personal. Si no puedes sentirte seguro entre las paredes de tu vivienda, no tienes seguridad en ningún sitio.
La Sra. Cleghorn me esperaba al pie de la escalera. Me rodeó la cintura con un brazo maternal; el verme tan descompuesta le ayudó a lograr cierta compostura.
– El comedor es la única otra habitación que Nancy había arreglado realmente. Estaba utilizando los armarios empotrados como una especie de despachito hasta que tuviera tiempo y dinero para hacer su estudio.
Le sugerí a la Sra. Cleghorn que permaneciera en el vestíbulo. Si los merodeadores no habían encontrado arriba lo que buscaban, tuve la visión involuntaria del aspecto que podrían tener aquellos armarios.
La realidad era mucho peor que todo lo que había podido imaginar. Por el suelo se veían desparramados platos y vajilla. Habían sido arrancados los asientos de las sillas. Todos los estantes de los armarios de nogal que formaban parte del fondo de la habitación estaban hechos astillas. Y los papeles que componían la vida privada de Nancy estaban esparcidos por todas partes como serpentinas después de un gran desfile.
Apreté los labios fuertemente, procurando contener mis emociones mientras avanzaba con cuidado entre toda aquella devastación. Pasado un tiempo, la Sra. Cleghorn me llamó desde la puerta: yo llevaba allí tanto tiempo que estaba preocupada y se había preparado para enfrentarse a la destrucción. Juntas reunimos estadillos bancarios, sacamos una agenda del amontonamiento y nos llevamos todo lo relativo a hipotecas o seguros para que la Sra. Cleghorn lo repasara posteriormente.
Antes de salir, metí la cabeza en las restantes habitaciones. Aquí y allá habían levantado una tabla del entarimado. En las chimeneas -había seis en total- faltaban las parrillas. La anticuada cocina había sido también sometida a su parte de destrozo. Posiblemente no era demasiado atractiva para empezar: instalaciones de los años veinte, pila vieja, nevera vieja, y la pintura de la pared descascarillándose por todas partes. En típico estilo vandálico, los intrusos habían arrojado harina y azúcar al suelo y sacado todo lo que contenía la nevera. Si la policía les llegaba a echar el guante, yo recomendaría hacerles pasar un año arreglando la casa como parte de la condena.
Habían entrado por la puerta trasera. La cerradura había sido apalancada y no se habían molestado en cerrarla bien al salir. El patio trasero estaba tan lleno de hierbajos altos, que los que pasaran por el callejón no se habrían percatado de que la casa estaba abierta. La Sra. Cleghorn encontró un martillo y clavos en el taller que había montado Nancy contiguo a la despensa; yo clavé un tablón cruzando la puerta trasera para que quedara cerrada. No parecía que pudiéramos hacer nada más para devolver su integridad al lugar. Nos marchamos en silencio.
De regreso a la casa de Muskegon, llamé a Bobby para comunicarle lo ocurrido. Emitió un gruñido y dijo que iba a referir el asunto al Tercer Distrito, pero que no me marchara por si deseaban hacerme alguna pregunta.
– Sí, claro -farfullé-. Me quedaré pegada al teléfono el resto de la semana para complacer a la policía -probablemente fuera una suerte que Bobby hubiera colgado ya el teléfono.
La Sra. Cleghorn empezó a preparar un café. Me lo trajo al comedor, con lo que quedaba de un bizcocho y una ensalada.
– ¿Qué buscaban, Victoria? -preguntó al fin después de su segunda taza.
Pellizqué distraídamente un poco de bizcocho de especias.
– Algo pequeño. Plano. Papeles de algún tipo, supongo. No creo que hayan podido encontrarlos, si no, no habrían arrancado los ladrillos de las demás chimeneas. Entonces, ¿en qué otro lugar pudo Nancy haber guardado cosas? ¿Está segura de que no dejó nada por aquí?
La Sra. Cleghorn movió la cabeza.
– Es posible que viniera mientras yo estaba trabajando. Pero… no sé. ¿Quieres buscar en su antigua habitación?
Me mandó sola por las escaleras del ático arriba hasta la vieja torrecilla donde Nancy y yo habíamos esperado a la Hermana Ana o a piratas armados hasta los dientes. Era una habitación insoportablemente triste, con los restos de la infancia olvidados sobre el gastado mobiliario. Levanté ositos de peluche y trofeos y carteles descoloridos de los primeros Beatles con estudiada indiferencia, pero no encontré nada.
La policía llegó cuando bajaba nuevamente la escalera y pasamos alrededor de una hora hablando con ellos. Les dijimos que yo había ido con la Sra. Cleghorn para ayudarla a recoger los papeles de Nancy; que no quería ir sola y yo era una antigua amiga de su hija, que nos habíamos encontrado con el caos y les habíamos llamado. Hablamos con un par de detectives principiantes que lo apuntaron todo cuidadosamente a mano pero que no parecían más preocupados por este allanamiento que por el de cualquier otro inquilino del Sector Sur. Al fin, se fueron sin ofrecernos ni instrucciones ni advertencias especiales.
Yo me dispuse a marchar poco después.
– No quiero alarmarla, pero cabe la posibilidad de que los que registraran la casa de Nancy vengan también aquí. Debería plantearse el trasladarse con alguno de sus hijos, por mucho que le desagrade.
La Sra. Cleghorn asintió con desgana; el único de sus hijos que no tenía niños vivía en un remolque con su novia. No era precisamente una casa de huéspedes ideal.
– Supongo que debo guardar el coche de Nancy en algún lugar seguro también. ¿Quién sabe dónde darán el próximo golpe esos dementes?
– ¿El coche? -paré en seco-. ¿Dónde está su coche?
– Ahí fuera. Lo había dejado al lado de las oficinas de PRECS y una de las mujeres que trabaja allí me lo trajo después del funeral. Yo tenía un juego de llaves de repuesto, o sea que debieron… -su voz fue apagándose al percatarse de la expresión de mi cara-. Es verdad. Tendríamos que mirar en el coche ¿no? Si es que Nancy tenía efectivamente algo que pudiera querer un… un asesino. Aunque no puedo imaginar qué pueda ser.
La Sra. Cleghorn había dicho aquello mismo anteriormente y yo me repetí mis propias palabras tranquilizadoras y absurdas: que era probable que Nancy no supiera que poseía algo tan deseado por otra persona. Salí hacia el Honda azul pálido de Nancy con la Sra. Cleghorn y saqué un montón de papeles del asiento trasero. Nancy había tirado allí su portafolios junto con una serie de carpetas que no cabían dentro.
– ¿Por qué no te lo llevas todo, querida? -la Sra. Cleghorn me sonrió trémula-. Si puedes ocuparte de los papeles, de devolver los que correspondan a PRECS, me serviría de gran ayuda.
Me metí todo el montón bajo el brazo izquierdo y le pasé el derecho sobre los hombros.
– Sí, claro. Llámeme si ocurre alguna otra cosa, o si le hace falta ayuda con la policía -era más trabajo del que quería, pero era lo menos que podía hacer dadas las circunstancias.