No me había dado cuenta de lo cansada que me sentía hasta que me metí en el coche. El dolor de los hombros me volvió en una oleada que me forzó a recostarme débilmente en el asiento. Los ojos me escocieron con lagrimitas de sufrimiento y autocompasión. Los que abandonan no ganan nunca y los que ganan no abandonan nunca, me dije citando a mi antigua entrenadora de baloncesto sombríamente. Juega a pesar del dolor, no contra él.
Bajé la ventanilla del coche, moviendo el brazo resentido lentamente a órdenes de mi cerebro. Permanecí un rato sentada, observando la casa de los Chigwell y la calle a su alrededor, adormilándome un poco, y decidiendo al fin que la indomable anciana no estaba bajo vigilancia, antes de meter la marcha del coche y salir hacia mi casa.
La vía Eisenhower no está nunca vacía de tráfico del todo: los camiones retumban de entrada a la ciudad durante toda la noche, hay personas que salen de los últimos turnos nocturnos, otros que buscan la acción que no comienza hasta después de oscurecido. Me incorporé al flujo de vehículos anónimos en Hillside. La continua corriente de luces -rojas las de los coches, naranja a los costados de los camiones, filas de farolas avanzando hacia el horizonte hasta donde alcanzaba la vista- me hizo sentirme aislada y sola. Una motita en aquel gran universo de luces, un átomo de polvo que podía unirse al barro de la Laguna del Palo Muerto sin dejar un solo rastro.
Este estado de ánimo fragmentado me acompañó mientras avanzaba sin prisa por la Belmont hasta mi casa de Racine. Con la mitad de mi cabeza abrigaba la esperanza de que el Sr. Contreras y Peppy estuvieran aún levantados para recibirme; la otra mitad decía seriamente que no quería que el viejo metiera la nariz en mis asuntos a todas horas.
Puede que ese secreto anhelo me salvara la vida. Me había detenido en el piso bajo a la puerta del Sr. Contreras, dejando los volúmenes en el suelo para atarme el zapato, y comprobar si mi presencia lograba animar a la perra para poder disfrutar de un poco de compañía antes de acostarme.
El silencio que percibí al otro lado de la puerta me dijo que el piso estaba vacío. Era seguro que Peppy se habría dejado sentir al oírme, y el viejo no la habría dejado fuera y sola a estas horas de la noche. Miré escaleras arriba, preguntándome absurdamente si acaso estarían esperándome en el descansillo.
Mi pensamiento inconsciente comprendió que algo pasaba. Me forcé a permanecer inmóvil, obligué a mi fatigado cerebro a pensar. El rellano de arriba estaba oscuro. Era posible que se hubiera rundido una de las bombillas, pero ambas en la misma noche era llevar las coincidencias demasiado lejos. Puesto que el círculo del vestíbulo estaba iluminado, cualquiera que subiera por las escaleras hacia el segundo o tercer piso quedaría bien destacado en un pozo de luz.
Desde el rellano más alto provenía un débil murmullo, no el sonido del Sr. Contreras hablándole a Peppy. Recogiendo los cuadernos, me deslicé sin ruido hasta el vestíbulo. Me metí los volúmenes bajo el brazo, saqué la pistola y le quité el seguro. Me volví en dirección a la calle. Muy agachada, abrí la puerta de entrada y me confundí con la noche.
Nadie me disparó. La única persona que había fuera era un joven de aspecto taciturno que vivía en la misma manzana. Ni tan siquiera me miró cuándo pasé a su lado apresuradamente hacia Belmont. No quería llevarme el coche: si alguien me esperaba fuera del piso, es posible que estuvieran vigilando mi Chevy; mejor sería que creyeran que aún seguía por allí. Si alguien me esperaba. Quizá el miedo y la fatiga me hacían sobresaltarme por meras interpretaciones fantasiosas de la luz y los ruidos de la calle.
En Belmont me volví a guardar la Smith & Wesson en los vaqueros y paré un taxi para que me llevara a casa de Lotty. Estaba sólo a una milla de allí aproximadamente, pero no estaba en condiciones para caminar tanto aquella noche. Le pedí al taxista que esperara hasta comprobar si me abrían la puerta o no. Con el servicial estilo de los conductores de hoy, me contestó con un exabrupto.
– No soy su esclavo. Le doy la carrera, no mis servicios perpetuos.
– Espléndido -retiré los cinco dólares que iba a entregarle-. Entonces le pagaré después que sepa si me voy a quedar aquí a pasar la noche o no.
Empezó a vociferar, pero no le hice el menor caso y abrí la portezuela. Eso le impulsó a utilizar la fuerza; se volvió hacia mí y me dirigió un revés. Yo le dejé caer el montón de cuadernos sobre el brazo con toda la rabia reconcentrada por las frustraciones de los últimos días.
– ¡Zorra! -escupió-. Fuera. Fuera de mi taxi. No me hace falta tu dinero.
Me deslicé sobre el asiento trasero, y salí con la precaución de no perderle de vista hasta que se fue con un gran chirrido de ruedas. Lo único que me faltaba es que Lotty se hubiera tenido que ir por una urgencia o tuviera el sueño demasiado pesado para oír el telefonillo. Pero los dioses no habían dispuesto que sufriera una racha total de desastres aquella noche. Tras unos minutos, en los que fue creciendo mi nerviosa irritación, su voz vibró por el sistema interior.
– Soy Vic. ¿Puedo subir?
Me recibió en la puerta de su piso envuelta en una bata rojo fuerte, con aspecto de mandarín y sus oscuros ojos parpadeando de sueño.
– Lo siento, Lotty; siento despertarte. Había salido esta noche. Cuando volví me pareció que podría haber un comité de recepción esperándome.
– Si quieres que vaya contigo para tirotear a unos cuantos cacos, la respuesta es decididamente no -dijo sardónica-. Pero me alegro de que tengas bastante apego a tu pellejo para no salir detrás de ellos sola.
No era capaz de responder a su tono jovial.
– Quiero llamar a la policía. Y no quiero volver a Racine hasta que hayan podido registrar la casa.
– Pero qué bien -dijo Lotty asombrada-. Empiezo a creer que incluso vas a llegar a los cuarenta.
– Mil gracias -murmuré, avanzando hacia el teléfono. No me agradaba enseñar los talones, traspasando mis dificultades a otros para que las resolvieran. Pero negarme a buscar ayuda simplemente porque Lotty se hubiera puesto sarcástica me parecía estúpido.
Bobby Mallory estaba en casa. Como Lotty, se mostró propenso a burlarse de mí por haber acudido a él, pero una vez que hubo escuchado los hechos su persona profesional predominó. Me hizo unas cuantas preguntas precisas y después me aseguró que habría un coche patrulla en mi casa con las luces apagadas antes de que él hubiera salido de la suya. Antes de colgar, sin embargo, no pudo evitar la tentación de restregarme la cuestión por las narices.
– Quédate donde estás, Vicki. No acabo de creerme que estés dejando a la policía ocuparse de los asuntos policiales, pero recuerda: lo último que queremos de ti es que te metas como un bólido entre nosotros y un par de maleantes.
– De acuerdo -dije agriamente-. Miraré en los periódicos de la mañana para enterarme de cómo ha ido la cosa.
Ahí se cortó la comunicación. Pasé la hora siguiente paseando inquieta por el salón de Lotty. Ésta procuró en un principio convencerme para que me acostara en su habitación libre, preparándome un vaso de leche con brandy, pero al final me dejó sola.
– Yo necesito dormir aun si tú puedes prescindir de ello Victoria. No te voy a sermonear sobre el descanso después del trago físico que has pasado -si no te has enterado ya de que te hace falta, nada de lo que yo diga te hará efecto-. Pero recuerda: tu cuerpo es un organismo que va envejeciendo. Se recuperará cada vez más lentamente con el paso del tiempo, y cuanto menos le ayudes, menos podrás confiar en él.
Sabía por el tono tanto como por las palabras que Lotty estaba realmente enfadada, pero yo seguía estando fragmentada en exceso para ofrecer respuesta alguna. Lotty me quiere; temía que me expusiera a tales peligros que pudiera morir y abandonarla. Eso lo entendía; simplemente no era capaz de reaccionar bien aquella noche.
Hasta que no hubo cerrado la puerta con un chasquido iracundo no recordé los cuadernos de Chigwell. No era el momento para llamar a su habitación y pedirle que me descifrara su taquigrafía médica. Bebí un poco de leche y me tumbé en el sofá cama quitándome las botas, pero no conseguí relajarme. No lograba sino pensar en que había huido asustada de mis problemas, que había recurrido a la policía, y ahora esperaba a que me rescataran como cualquier damisela desfasada en peligro.
Era demasiado. Poco después de media noche me calcé las botas otra vez. Dejando a Lotty una nota en la mesa de la cocina, salí sigilosamente del piso, cerrando la puerta con cuidado tras de mí. Empecé a caminar en dirección sur, siguiendo las calles principales con la esperanza de encontrar un taxi. Mi inquieta energía mantenía mi agotamiento a raya; cuando llegué a Belmont dejé de buscar taxis y recorrí la última media milla con paso ligero.
Había imaginado la calle llena de destellos azul y blancos y hombres uniformados corriendo de aquí a allá. Pero cuando llegué a mi casa toda actividad policial había desaparecido sin dejar huella. Entré con cautela en el vestíbulo, agachándome ligeramente, apretándome a las paredes que no eran visibles desde la escalera.
Las luces del rellano superior estaban nuevamente encendidas. Al subir el primer medio tramo, de costado, con la espalda resbalando contra la pared, se abrió la puerta del piso del Sr. Contreras. Peppy salió de un salto seguida por el viejo.
Cuando me vio, empezaron a correrle lágrimas por las mejillas.
– Ay, niña, gracias a Dios que estás bien. Vino la poli, pero no quisieron decirme si sabían dónde estabas. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado?
Tras unos cuantos minutos descoyuntados empezamos a contar nuestras mutuas historias. Hacia las diez y media alguien le había llamado, diciéndole que yo estaba en mi oficina y en mal estado. No se le ocurrió buscar ayuda o preguntarse quién sería el extraño que llamaba. Por el contrario, preparó a Peppy, forzó a un taxista que pasaba para que los llevara a ambos, y se lanzó hacia el centro. Como nunca había estado en mi oficina, había perdido algún tiempo hasta encontrar el sitio. Cuando comprobó que la puerta estaba cerrada y las luces apagadas, no tuvo paciencia para buscar al vigilante nocturno: había utilizado su eficaz llave inglesa para romper la cerradura.
– Lo siento, niña -dijo apesadumbrado-. Te la arreglaré por la mañana. Si hubiera utilizado la cabeza, supongo que me habría dado cuenta de que alguien quería quitarnos de en medio a mí y a la perra.
Yo asentí abstraída. Había alguien siguiéndome los pasos lo bastante cerca para saber que mi vecino de abajo estaría al acecho si me ponían una trampa. Ron Kappelman. ¿Qué otro había visto al Sr. Contreras tan de cerca?
– ¿Encontró a alguien la policía? -pregunté bruscamente.
– Se llevaron a un par de tipos en una furgoneta, pero yo no pude echarles ni un vistazo. Ni siquiera pude hacer eso por ti. Vinieron para arrinconarte y me quitaron de en medio con un truco burdo que no habría engañado a un niño de seis años. Y encima yo sin saber dónde te habías ido ni nada. Sabía que no era a casa de tu tía, después de lo que me habías dicho de ella y tu mamá, pero no tenía la menor idea de dónde habrías ido.
Tardé un rato en tranquilizarle lo bastante para que me dejara pasar la noche sola. Tras unos cuantos ensayos más de preocupación y autorreproche, me acompañó por último hasta mi piso. Habían intentado forzar la entrada, pero la doble puerta de acero que había instalado después de la última intrusión en mi casa había resistido. No habían conseguido traspasarla ni habían podido abrir mi tercer cerrojo de seguridad. Aun así, hice un pormenorizado recorrido de la casa con el Sr. Contreras y la perra, la cual dejó conmigo esperando fuera hasta que oyó cerrarse el último cerrojo antes de bajar a su propia casa.
Hice un intento de llamar a Bobby en el Distrito Central, pero había desaparecido; o no quería responder a mi llamada. Ninguno de los restantes agentes que conocía estaban allí y los que no conocía no me dirían nada sobre los hombres que habían pescado en mi casa. No tenía otro remedio que dejarlo hasta la mañana.