Me ahogaba en un mar de xerxina densa y gris. Yo me asfixiaba mientras Gustav Humboldt y Caroline permanecían en la orilla absortos en su charla sin escuchar mis gritos de auxilio. Me desperté a las cuatro y media, sudorosa y jadeante, demasiado alterada por mi sueño para volverme a dormir.
Al fin salí de la cama cuando empezaba a clarear. Mi habitación no estaba fría, pero yo tiritaba. Saqué una sudadera de la pila de ropa que había junto a mi cama y vagué por el piso, intentando encontrar algo en lo que fijar mi atención. Toqué una escala en el piano, pero lo dejé en seguida: no sería justo para los vecinos que ejercitara mi voz enmohecida a estas horas de la mañana. Me trasladé a la cocina para preparar un café, pero perdí todo interés tras haber fregado la cafetera.
Mis cuatro habitaciones me parecen por regla general despejadas y espaciosas, pero hoy se me hacían estrechas. El revoltijo de libros, papeles y ropa, que normalmente me resulta hogareño, empezó a parecerme vergonzante y mísero.
No me digas que estás infectada de Djiakismo, me reprendí irritada. Antes de darte cuenta vas a estar de rodillas en el recibidor restregando los suelos todas las mañanas.
Finalmente me puse vaqueros y zapatillas de correr y salí. La perra reconoció mi paso al otro lado de la puerta cerrada del primer piso y emitió un ladrido lastimero. Me hubiera gustado su compañía, pero no tenía llave de la casa del Sr. Contreras. Caminé sola hasta el lago, incapaz de encontrar energías para correr.
Era otro día gris. Sabía que estaba saliendo el sol por el cambio de intensidad de la luz tras las nubes que cubrían el horizonte por el este. Bajo aquel cielo hosco el lago parecía hecho del espeso líquido gris de mi pesadilla. Lo miré con fijeza, intentando disipar mi persistente inquietud racionalizándola, intentando perderme en las cambiantes formas y colores del agua.
No obstante ser tan temprano, había ya corredores en el camino del lago, haciendo sus millas antes de vestirse el traje mil rayas o las medias para el día. Parecían los hombres huecos, envuelto cada uno en la urna sonora de su propia radio, los rostros inexpresivos, su aislamiento helador. Hundí las manos hasta el fondo de mis bolsillos, temblando, y me dirigí hacia mi casa.
Me detuve de camino para desayunar en el Hotel Chesterton. Es un hotel residencial para viudas bien provistas. El pequeño restaurante húngaro donde sirven capuccinos y croissants funciona atendiendo al ritmo pausado y los buenos modales de estas señoras.
Mientras removía la espuma de mi segundo capuccino me preguntaba con insistencia por qué me habría llamado Gustav Humboldt a su presencia. Sí, no quería que anduviera husmeando en su fábrica. No hay presidente de consejo al que le haga gracia eso. Y sí, tenía aquel asuntillo interno con Pankowski y Ferraro ¿Pero era aquello para que el presidente de la junta directiva llamara a la humilde detective para comunicárselo en persona? Pese a todo lo que dijo de Gordon Firth, yo no había visto nunca al presidente de Ajax en el curso de mis tres investigaciones relacionadas con los seguros de la compañía. Los jefes de las corporaciones multinacionales, aun si tienen ochenta y cuatro años y se les cae la baba con sus nietos, tienen capas y capas de subalternos encargados de hacerles esa clase de trabajos.
La noche anterior mi vanidad se había visto halagada. Sólo la invitación era ya excitante, no digamos el entorno refinado y el increíble brandy. No me había parado a pensar sobre el fraternal caudal de información ofrecido por Humboldt, pero quizá debiera hacerlo.
¿Y la pequeña Caroline? ¿Qué sabía ella que no me hubiera dicho? ¿Qué habían puesto en la calle a los dos amigos de Louisa? ¿O acaso que la propia Louisa estuvo implicada en los intentos de sabotaje de la fábrica? Podría ser que Gustav Humboldt hubiera sido su amante hace mucho tiempo y ahora se hubiera aprestado a defenderla. Ello explicaría su intervención personal. Quizá fuera él el padre de Caroline y a ésta le esperaba una herencia gigantesca, de la cual sería eminentemente viable extraer una modesta remuneración para mí.
Según iba en aumento la extravagancia mis especulaciones, me iba animando. Volví hacia casa mucho más rápidamente de lo que había salido, saludando a los inquilinos del segundo que marchaban a trabajar con un «buenos días» casi bastante alegre para ser digno de una azafata.
Estaba realmente harta de las medias y los tacones, pero tenía que volver a ponérmelos para causar una impresión favorable en el Departamento de Trabajo. Un amigo mío de la facultad de derecho trabajaba en su delegación de Chicago; es posible que él pudiera informarme sobre el sabotaje y si era verdad que aquellos hombres habían demandado a Humboldt por despido improcedente. Los zapatos rojos seguían en el recibidor junto a mi traje sastre azul. A la larga tendría que arreglarlos, pero a la larga. Los recogí y salí.
Cuando al fin encontré donde aparcar cerca del Edificio Federal eran ya las diez pasadas. En los últimos años, el Loop es objeto de un fervor urbanístico que ha convertido el distrito comercial en una copia atascada y ruidosa de Nueva York. Muchos de los garajes públicos han sido sustituidos por rascacielos más altos de lo permitido por las leyes municipales, de modo que tenemos cuatro veces más tráfico y nos disputamos la mitad de espacio para estacionar.
Cuando llegué al piso dieciséis del Edificio Dirksen no estaba del mejor humor posible. Y a ello no contribuyó la actitud de la recepcionista, que miró brevemente hacia mí antes de volver a su mecanografía con el lacónico anuncio de que no podía ver a Jonathan Michaels.
– ¿Se ha muerto? -repliqué insolente-. ¿No está en la ciudad? ¿Está procesado?
Me miró fríamente.
– Le he dicho que no puede verle y no necesita saber más.
Las puertas que llevaban a los despachos estaban siempre cerradas. O la recepcionista o alguien del interior podían apretar el botón para abrirlas, pero era evidente que esta mujer no me iba a permitir recorrer los cubículos para encontrar a Jonathan. Me senté en una de las sillas de plástico de respaldo recto y le informé de que esperaría.
– Como quiera -respondió bruscamente, apretando las teclas con furia.
Al entrar un hombre negro con traje de calle montó todo un número de amabilidad, cloqueando a su alrededor y hasta coqueteando un poco. Le lanzó una sonrisa almibarada y le deseó un buen día mientras abría el resorte de la puerta. Cuando me introduje detrás de él se quedó tan sorprendida que no pudo ni graznar.
Mi acompañante me miró arqueando las cejas.
– ¿Es usted de aquí?
– Pues sí -dije-. Yo le pago su sueldo. Y estoy aquí para contárselo a Jonathan Michaels.
Su expresión se volvió momentáneamente alarmada, mientras procuraba imaginar qué burócrata de Washington podría ser yo. Después comprendió lo que había querido decir y exclamó:
– En tal caso, quizá sea mejor que espere fuera hasta que Gloria le diga que puede entrar.
– Dado que no se ha molestado en preguntarme ni mi nombre ni lo que me trae, debo suponer que su interés en servir al público contribuyente no es abrumador.
Yo sabía dónde estaba el despacho de Jonathan y aceleré mi ritmo para adelantarme a mi acompañante. Oí sus pasos sobre la moqueta apresurarse tras de mí, exclamando:
– Señorita, señorita, por favor -mientras yo abría la puerta del rincón.
Jonathan estaba en el despacho de fuera junto a la mesa de su secretaria. Cuando me vio, su cara rubicunda se iluminó con una sonrisa.
– Ah, eres tú, Vic.
Yo sonreí a mi vez.
– ¿Es que te ha llamado Gloria para decirte que venía hacia tu despacho la guerrilla urbana para hacértelo añicos y arrancarte tu rubia cabellera?
– La que me queda -dijo quejumbroso. Estaba parcialmente calvo, lo cual le daba el aspecto de un Padre William rejuvenecido.
Jonathan Michaels era un idealista callado cuando éramos compañeros de curso en la facultad de derecho. Mientras que algunos estudiantes como yo -encerrados en nuestras camisas de fuerzas liberales, como lo expresara un doctor en leyes conservador- nos lanzamos a la defensa de oficio, Jonathan había estudiado las cuestiones sociales con sosiego. Había sido secretario judicial en un tribunal de jurisdicción federal durante dos años y después había pasado al Departamento de Trabajo. En estos momentos era magistrado en el distrito de Chicago.
Me llevó a su despacho y cerró la puerta.
– Tengo una docena de abogados de St. Louis en la sala de juntas. ¿Puedes exponerme tu asunto en treinta segundos?
Lo expliqué con rapidez.
– Quiero saber si existe algún rastro -a través de OSHA, la Comisión Nacional de Relaciones Laborales, la gente de Cumplimiento de Contratos, o quizá por Justicia- de Ferraro y Pankowski. Sobre un sabotaje y un pleito.
Escribí los nombres en uno de sus cuadernos amarillos y añadí el de Louisa Djiak.
– Es posible que estuviera implicada. No quiero contarte ahora toda la historia -no tienes tiempo- pero los datos me los proporcionó personalmente Gustav Humboldt. No está precisamente deseando que se hagan públicos.
Jonathan descolgó el teléfono mientras seguía hablando.
– Myra, di a Dutton que venga, por favor. Tengo un trabajo de investigación -enunció la cuestión en unas cuantas palabras y colgó-. Vic, la próxima vez, hazme un gran favor y cumple lo que pide el anuncio: llama antes.
Le besé en la mejilla.
– Desde luego, Jonathan. Pero solamente cuando pueda pasarme dos días jugando al ratón y al gato con tu teléfono antes de poder hablar contigo. Ciao, ciao, bambino.
Jonathan estaba de vuelta en la sala de juntas antes de que yo hubiera alcanzado la puerta de salida. Cuando Gloria me vio otra vez en la zona de recepción empezó a aporrear las teclas con energía nuevamente. Por pura malevolencia esperé fuera un minuto, después eché un vistazo entreabriendo la puerta. Gloria había cogido el Herald-Star.
– A trabajar -dije severamente-. Los contribuyentes esperan recibir algo a cambio de su dinero.
Me dirigió una mirada de aborrecimiento. Llegué hasta el ascensor riendo quedamente para mis adentros. Espero poder superar algún día esta clase de placeres juveniles.
Caminé las cuatro manzanas hasta mi oficina. Al comprobar las llamadas de mi contestador supe que Nancy Cleghorn había estado intentando localizarme. Primero esta mañana, mientras yo me autocompadecía junto al camino del lago, y otra vez hacía diez minutos. Con esa irritante costumbre que suele tener la gente, no se había molestado en dejar un número de teléfono.
Suspiré afligida y saqué la guía telefónica urbana de debajo de un montón de papeles que había en el hueco de la ventana. El metro elevado de Wabash pasa bajo mis ventanas y la guía tenía una fina capa de tizne, con el que embadurné el delantero de mi traje de lana verde.
Nancy era directora de asuntos medioambientales en el grupo pro desarrollo de la comunidad regentado por Caroline. Busqué PRECS, lo cual fue una pérdida de tiempo, porque, naturalmente, estaba bajo Proyecto de Rehabilitación de Chicago Sur. Y aquello fue también una pérdida de tiempo porque Nancy no estaba allí, ni lo había estado en todo el día, y no sabían cuándo iría. Y no, no podían darme su teléfono particular, especialmente si era su hermana la que llamaba, porque allí todos sabían que tenía cuatro hermanos, y si no dejaba de molestar iban a llamar a la policía.
– ¿Puedo por lo menos dejar un mensaje? Es decir, ¿sin que llamen a la policía? -deletreé mi nombre lentamente, dos veces, aunque ya sabía que no serviría de nada; al final saldría Watchski o alguna otra mutación horripilante. La secretaria me dijo que se ocuparía de entregar el mensaje a Nancy con ese tono por el que sabes que el papel irá al cesto en cuanto cuelgues.
Volví a la guía. Nancy no aparecía, pero Ellen Cleghorn seguía viviendo en Muskegon. Hablar con la madre de Nancy supondría un cambio grato frente a las acogidas de que había sido objeto en el día de hoy. Me recordaba perfectamente, le encantaba leer cosas sobre mí cuando algunos de mis casos llegaba a la prensa, le hubiera gustado que me acercara a cenar con ellos alguna vez cuando estaba en el barrio.
– Nancy se ha comprado una casa en South Shore. Una de esas mansiones inmensas que se cae a pedazos. La está arreglando. Es un poco grande para una mujer sola, pero a ella le gusta -me dio el número y colgó con repetidas invitaciones a cenar.
Nancy no estaba en casa. Me di por vencida. Si tantas ganas tenía de hablar conmigo ya me volvería a llamar.
Miré las manchas del delantero de mi vestido. El traje sastre seguía en el coche. Si me iba a casa ahora, podía ponerme los vaqueros, llevar todo al tinte, y dedicarme a mí el resto de la tarde.
Eran casi las cinco -yo estaba pacíficamente enfrascada en la síncopa de «In dem Schatten meiner Locken», sin la voz de Kathleen Battle- cuando sonó el teléfono. Dejé el piano de mala gana, y me arrepentí más aún cuando descolgué el auricular: era Caroline.
– Vic, tengo que hablar contigo.
– Pues habla -le dije resignada.
– En persona, quiero decir -su voz ronca tenía un tono apremiante, pero siempre era así.
– Si quieres venirte a Lake View, bienvenida. Pero no pienso meterme en el jaleo de Chicago Sur esta tarde.
– Coño, Vic. ¿Es que no puedes hablarme sin ser desagradable?
– Quieta ahí, Caroline. Si quieres hablar conmigo, empieza. Si no, me vuelvo a lo que estaba haciendo cuando me has interrumpido.
Se produjo una pausa durante la cual imaginé sus ojos color genciana relampagueando. Después dijo, tan rápidamente que apenas pude entenderlo:
– Quiero que lo dejes.
Quedé confusa durante unos instantes.
– Caroline, si alguna vez consigues darte cuenta de lo molesto que me resulta que me compliques la vida constantemente, quizá entenderías por qué te parezco desagradable.
– No me refiero a eso -dijo con impaciencia-. Que dejes de buscar a mi padre.
– ¡Qué! -grité-. Hace dos días bajabas tus ojitos azules y me decías patéticamente que contabas conmigo.
– Eso fue entonces. No sabía -entonces no sabías- pero, vamos, por eso tengo que verte en persona. No puedes entenderlo por teléfono si armas semejante alboroto. Pero, Por Dios, no busques más hasta que podamos hablar personalmente.
No se podía negar la hebra de pánico en su voz. Tiré de un hilo del roto a través del cual me asomaba la rodilla izquierda por los vaqueros. Sabía lo de Pankowski y el sabotaje industrial. Tiré de otro hilo. No lo sabía.
– Llegas tarde, chiquilla -le dije al fin.
– ¿Es que ya lo has encontrado?
– No. Quiero decir que la investigación ha sobrepasado tu capacidad para detenerla.
– Vic, yo te contraté. Yo rescindo el contrato -dijo con una ferocidad aterradora.
– Pues no -repetí con firmeza-. La semana pasada sí. Pero la investigación ha pasado a una fase nueva. No puedes despedirme. No es eso. Claro que puedes despedirme. Acabas de hacerlo. Lo que quiero decir es que puedes decidir no pagarme pero no puedes detener mis pesquisas ahora. Y por encima de todo, lo primero de la lista, está que no me dijeras lo de Ferraro y Pankowski.
– ¡No sé siquiera quienes son! -gritó-. Mamá nunca me habla de sus antiguos amantes. Es como tú; se cree que soy una jodida niña.
– No lo de que fueran amantes. Lo del sabotaje y el despido. Y el pleito.
– No sé de qué demonios me estás hablando, V. I. Sabelotodo Warshawski, y no tengo por qué seguir escuchándote. Por lo que a mí respecta, lo de V. I. va por venenoso insecto, que cubriría de D.D.T. si lo tuviera a mano -me colgó el teléfono con un golpazo.
Fue aquel insulto infantil de la despedida lo que me convenció de que realmente no sabía lo de aquellos dos hombres. También me di cuenta de pronto de que no tenía la menor idea de por qué me despedía. Fruncí el ceño y marqué el número de PRECS, pero se negó a ponerse al teléfono.
«Pues vete a paseo mocosa», susurré, tirando también el teléfono.
Intenté volver a Hugo Wolf, pero mi entusiasmo había desaparecido. Me acerqué hasta la ventana del salón y contemplé la vuelta a sus casas de los del horario de nueve a cinco. Supongamos que mis especulaciones de esta mañana no fueran tan descabelladas después de todo. Supongamos que Louisa Djiak estuviera efectivamente implicada en el sabotaje de la fábrica y que Humboldt estuviera protegiéndola. Incluso cabía que hubiera llamado a Caroline para exigirle que me despidiera. Aunque Caroline no era persona a la que se pudiera presionar fácilmente. Si alguien del calibre de Humboldt fuera a por ella, lo más probable sería que Caroline le hundiera los dientes en la pantorrilla y no soltara hasta que el otro no aguantara más el dolor.
Se me ocurrió que tal vez lo que Nancy quería comentar conmigo pudiera arrojar alguna luz sobre el problema general. Volví a marcar su número, pero seguía sin contestar.
«Venga, Cleghorn», susurré. «Tú eras la que tenías interés suficiente en hablar conmigo para dejarme dos mensajes. ¿Es que te ha pillado un tren o algo?»
Al fin me harté de mis rutiles elucubraciones y llamé a Lotty Herschel. Estaba libre para la cena y encantada de tener compañía. Nos fuimos al Gypsy y compartimos un pato asado, después volvimos a su casa, donde me ganó cinco veces seguidas al ginrummy.