A la mañana siguiente, hojeaba el periódico mientras se hacía el café cuando saltó a mi vista el nombre de Nancy Cleghorn. El artículo estaba en la primera página del Chicago Beat, y explicaba por qué no había contestado al teléfono ayer. Su cuerpo había sido hallado en torno a las ocho de la tarde anterior por dos muchachos que, haciendo caso omiso tanto del gobierno como de sus padres, se habían metido en la zona acotada cercana a la Laguna del Palo Muerto.
Una pequeña parte de la marisma original se había conservado como tierras húmedas de Illinois para aves migratorias, pero estaba tan llena de bifenilo policlorado que era escaso lo que allí podía sobrevivir. Aun así, en medio de las fábricas difuntas se veían garzas y algún que otro castor y rata almizclera.
Los dos muchachos habían avistado una rata almizclera en una ocasión y esperaban volver a verla. A la orilla del agua habían topado con una bota abandonada. Puesto que había unas cincuentas botas por cada animal -y estaba oscuro- tardaron unos minutos en comprobar que tenía un cuerpo conectado a ella.
Nancy había recibido un golpe en la parte posterior de la cabeza. La lesión interna habría bastado para matarla, pero al parecer se había ahogado al arrojar su cuerpo a la laguna. La policía no tenía noticias de que nadie tuviera motivo para matarla. Era persona muy respetada, su labor en PRECS le había procurado muchas alabanzas por parte de aquella comunidad acosada por problemas medioambientales, y esto y lo otro. Tenía madre y cuatro hermanos.
Terminé de hacer el café pausadamente y me llevé el periódico al salón de estar, donde releí el artículo seis o siete veces. No me dijo nada nuevo. Nancy. Mi malhumorado pensamiento de la noche anterior -quizá la hubiera pillado el tren- me erizó el vello a ambos lados de la cara. Mi pensamiento no había causado su muerte. Mi cabeza lo sabía, pero no mi cuerpo.
Si no me hubiera dado aquel paseo por el lago ayer por la mañana… interrumpí esta línea de pensamiento al comprender su absurdo. Si me quedaba encadenada al teléfono las veinticuatro horas del día, estaría siempre en casa para amigos en apuros y para el comercio telefónico, y no tendría más vida que esa. Pero Nancy. La conocía desde que tenía seis años. En mi interior seguía creyendo que éramos aún pequeñas; que por el hecho de haber crecido juntas íbamos a protegernos mutuamente del paso de los años.
Deambulé hasta la ventana y miré al exterior. Volvía a llover con fuerza en densas cortinas de agua que impedían ver la calle. Entorné los ojos fijándolos en la lluvia, moviendo la cabeza para formar dibujos con ella, preguntándome qué hacer. No eran más que las ocho y media; demasiado temprano para llamar a mis amigos de la prensa y comprobar si tenían datos que no hubieran podido insertarse en la edición de la mañana. Las personas que se acuestan a las cuatro o las cinco de la mañana son más complacientes si las dejas dormir a gusto.
La habían encontrado en el Cuarto Distrito Policial. Allí no conocía a nadie; mi padre trabajaba las zonas del Loop y las secciones noroeste, no su propia vecindad. Además, de eso hacía más de diez años.
Me estaba mordisqueando la punta del dedo, intentando decidir a quién llamar, cuando sonó el timbre de la puerta. Me imaginé que sería el Sr. Contreras, queriendo convencerme para que sacara a la perra en medio del chaparrón, y fruncí las cejas mirando hacia la ventana neblinosa sin moverme. La tercera vez que el timbre vociferó abandoné mi escondite a regañadientes. Taza en mano, apreté el automático de la puerta exterior y bajé descalza los tres tramos de escalera.
Había dos figuras voluminosas en el portal. La lluvia relucía en sus caras rasuradas y goteaba de sus impermeables azules formando charcos sucios en el suelo de baldosa.
Cuando abrí la puerta el mayor de los dos dijo con cargado sarcasmo:
– Buenos días, sol. Espero que no hayamos interrumpido tu descanso de belleza.
– En absoluto, Bobby -dije sinceramente-. Llevo levantada por lo menos una hora. Pero hubiera querido que fuera el timbre equivocado. Hola, sargento -añadí dirigiéndome al más joven-. ¿Os apetece un café?
Cuando pasaron ante mí para subir la escalera me cayó agua fría de sus impermeables a los pies descalzos. Si sólo hubiera estado Bobby Mallory habría pensado que era intencionada. Pero el sargento McGonnigal había sido siempre escrupulosamente educado conmigo, sin participar nunca en la hostilidad que me mostraba su teniente.
La verdad era que Bobby había sido el mejor amigo de mi padre, tanto dentro como fuera del cuerpo. Sus sentimientos hacía mí eran una mezcla de mala conciencia por haber prosperado mientras mi padre se quedaba en la patrulla de zona y por seguir vivo mientras que Tony había muerto, y de frustración porque yo hubiera crecido y fuera investigadora profesional en lugar de la niña que él podía sentar en sus rodillas.
Echó un vistazo al pequeño recibidor de mi casa buscando dónde dejar su impermeable mojado, tirándolo finalmente al suelo al otro lado de la puerta. Su mujer era un ama de casa meticulosa y estaba bien entrenado. El sargento McGonnigal siguió su ejemplo, pasándose los dedos por el espeso cabello rizado para sacudir el agua todo lo posible.
Les hice pasar al salón gravemente y traje tazas de café, recordando poner más azúcar en la de Bobby.
– Me alegro de veros -les dije cortésmente cuando estuvieron sentados en el sofá-. Especialmente en un día tan repugnante. ¿Cómo estáis?
Bobby me miró con severidad, apartando la vista rápidamente cuando comprobó que no llevaba sostén debajo de la camiseta.
– Yo no quería venir. El capitán creyó conveniente que alguien hablara contigo y, como te conozco, pensó que debía ser yo. Aunque no estuve de acuerdo, el capitán es el capitán. Si respondes seriamente a mis preguntas y no intentas hacerte la listilla, todo irá más deprisa y mejor para los dos.
– Y yo que creía que era una visita amistosa -dije tristemente-. No, no, lo siento, mal comienzo. Voy a ser tan seria como… como un juez de delitos de tráfico. Pregúntame lo que quieras.
– Nancy Cleghorn -dijo Bobby sin rodeos.
– Eso no es una pregunta, y no tengo respuesta. Acabo de leer en el periódico de esta mañana que la mataron ayer. Estoy segura de que tú sabes mucho más del asunto que yo.
– Desde luego -asintió secamente-. Sabemos mucho: que murió hacia las seis de la tarde, Por la cantidad de hemorragia interna el forense dice que probablemente fuera golpeada alrededor de las cuatro. Sabemos que tenía treinta y seis años y que estuvo embarazada por lo menos una vez, que comía cantidades excesivas de alimentos grasos y se había roto la pierna derecha de mayor. Sé que un hombre, o una mujer con zapatos tamaño trece y una zancada de cuarenta pulgadas, la arrastró en una manta verde hasta la parte sur de la Laguna del Palo Muerto. La manta se adquirió en alguna sucursal nacional de Sears en algún momento entre 1978, cuando empezaron a fabricarlas, y 1984, cuando interrumpieron esa marca. Otra persona, presumiblemente un hombre, acompañó a la primera en el paseo, pero no ayudó a arrastrar ni a arrojar el cuerpo.
– El laboratorio hizo horas extras anoche. No sabía que hicieran esas cosas por el cadáver del ciudadano medio.
Bobby se negó a seguirme la burla.
– Hay también alguna cosilla que no sé, pero es la parte que cuenta. No tengo idea de quién la querría muerta. Pero tengo entendido que os criasteis juntas y que erais bastante buenas amigas.
– ¿Y quieres que encuentre yo al asesino? Pues yo suponía que vosotros contabais con la maquinaria para hacer una cosa así mejor que yo.
Su mirada habría hecho desmayarse a un recluta de academia.
– Quiero que me lo digas.
– No lo sé.
– No es eso lo que me han dicho -dirigió una mirada furibunda a un punto por encima de mi cabeza.
Yo no podía imaginar de qué me estaba hablando, y entonces recordé los mensajes que había dejado para Nancy en PRECS y en casa de su madre. Pero aquellos me parecían palitos demasiado débiles para levantar una casa.
– Deja que adivine -le dije con animación-. No ha empezado el horario comercial y tú has arredilado ya a todo el personal de PRECS y has hablado con ellos.
McGonnigal se removió inquieto y miró a Mallory. El teniente cabeceó brevemente. McGonnigal dijo:
– Hablé con la Srta. Caroline Djiak a última hora de la noche. Me dijo que habías asesorado a Cleghorn con respecto a la forma de investigar un problema que tenían con un permiso de zonificación para una planta de reciclaje. Dijo que sabrías con quién había hablado la fallecida sobre ese asunto.
Me quedé mirándole estupefacta. Finalmente dije ahogadamente:
– ¿Son ésas sus palabras exactas?
McGonnigal sacó un cuadernillo del bolsillo de la camisa. Pasó las páginas consultando sus notas con ojos estrábicos.
– No lo apunté palabra por palabra, pero se parece mucho -dijo al fin.
– Yo no diría que Caroline Djiak es una embustera patológica -respondí en tono coloquial-. Pero sí una mosquita muerta que utiliza al prójimo. Y aunque estoy lo bastante furiosa con ella para ir a romperle la crisma personalmente, no me hace excesiva gracia que vengáis a verme de esta manera. Vamos, que la cosa se repite siempre que pensáis que estoy implicada en algún delito, ¿a que sí, teniente? Me montáis un ataque frontal que da por sentado mi conocimiento culpable del caso.
– Podríais haber empezado por comunicarme las palabras fantasiosas de Caroline y preguntarme si eran ciertas. Entonces os habría contado todo lo ocurrido -que fueron unos cinco minutos de conversación en el comedor de Caroline- y podríais haberos ido con un cabo suelto bien atadito.
Me levanté del suelo y me dirigí a la cocina. Bobby entró tras de mí cuando metía la cabeza en la nevera para comprobar si había algo comestible que poder emplear como desayuno. El yogur se había convertido en moho y leche agria. No había fruta, y el único pan que quedaba estaba lo bastante duro para fabricar proyectiles.
Bobby arrugó la nariz inconscientemente al ver los platos sucios, pero se contuvo heroicamente de hacer comentarios. Por el contrario dijo:
– Siempre que te veo cerca de un crimen se me remueven las tripas. Ya lo sabes.
Eso era lo más parecido a una disculpa que iba a ofrecerme.
– No estoy cerca de éste -dije con impaciencia-. No sé por qué quiere Caroline meterme en eso. Me arrastró hasta Chicago Sur la semana pasada para una reunión de baloncesto. Entonces me engatusa para que la ayude con un problema personal. Después me llama para decirme que no me meta más en su vida. Ahora quiere que vuelva. O quizá lo que quiere es castigarme.
Encontré unas galletas en un armario y las unté con mantequilla de cacahuete.
– Mientras comíamos pollo frito, Nancy Cleghorn pasó por allí para hablar del problema de la demarcación de zona. De eso hará una semana. Caroline creía que Jurshak -el concejal del distrito- estaba obstruyendo el permiso. Me preguntó qué haría yo si estuviera investigando el caso. Le dije que lo más fácil sería hablar con algún amigo entre el personal de Jurshak, si es que Nancy o ella tenían alguno. Nancy se fue. Esa es la suma total de mi participación.
Me serví más café, estaba tan irritada que me temblaba la mano y derramé el líquido por encima de la cocina eléctrica.
– A pesar de tu trabajito de investigación, no nos habíamos visto en más de diez años. No sabía quiénes eran sus amigos o sus enemigos. Ahora Caroline quiere producir la impresión de que Jurshak mató a Nancy, para lo cual no existe ni un átomo de evidencia. Y quiere que parezca que yo la impulsé a hacerlo. ¡Coño!
Bobby retrocedió.
– No sueltes tacos, Vicki. No se consigue nada. ¿Qué estás haciendo para la chica Djiak?
– Mujer -dije yo automáticamente con la boca llena de mantequilla de cacahuete-. En todo caso mocosa. Te lo voy a decir gratis, aunque no sea de tu incumbencia. Su madre fue una de las buenas obras de Gabriella. Ahora se está muriendo. De forma muy desagradable. Caroline quería que encontrara a alguna de las personas compañeras de trabajo de su madre con la esperanza de que vinieran a verla. Pero como probablemente te habrá comunicado, me despidió hace dos días.
Los ojos azules de Bobby se entornaron formando dos pequeñas aberturas en su cara rojiza.
– Hay algo de verdad en todo eso. Ojalá supiera cuánta.
– Tendría que haber sabido que no me iba a servir de nada hablar francamente contigo -dije con rabia-. Sobre todo cuando iniciaste la conversación con una acusación.
– Venga, Vicki, no te rasgues la ropa -dijo Bobby, poniéndose súbitamente colorado cuando la imagen así evocada le cruzó la cabeza-. Y limpia la cocina más de una vez al año. Esto parece una pocilga.
Cuando hubo salido dando zancadas con McGonnigal, entré en mi habitación para cambiarme. Mientras volvía a colocarme el vestido negro miré por la ventana: el agua formaba riachuelos en el camino. Me puse los deportivos y metí un par de zapatos negros de tacón en el bolso.
Incluso con un paraguas excepcionalmente amplio se me empaparon las piernas y los pies en la carrera al coche. Claro que en la mayoría de los febreros aquello habría sido una nevada de uno o dos pies de altura, de modo que intenté no protestar con mucha aspereza.
El descongelador del pequeño Chevy no conseguía grandes resultados en el parabrisas empañado, pero al menos el coche no tenía el motor muerto, suerte que habían corrido otros a los que pasé en mi camino. La tormenta y las retenciones me obligaron a hacer el recorrido hacia el sur lentamente; eran casi las diez cuando giré en la Calle Noventa y Dos dejando la Ruta 41. Cuando al fin hube encontrado un sitio donde estacionar cercano a la esquina con la Comercial, la lluvia empezaba a levantar; había aclarado lo bastante para calzarme los tacones.
Las oficinas de PRECS estaban en el segundo piso de un bloque de pequeños comercios. Doblé ágilmente la esquina hacia la entrada para el público; mi dentista solía tener aquí su clínica y este acceso desde la Comercial constituía un recuerdo indeleble.
Me detuve en lo alto de la escalera desnuda para leer el directorio de la pared mientras me peinaba y me alisaba la falda. El Dr. Zdunek ya no estaba allí. Ni tampoco muchos de los restantes inquilinos; dejé atrás una media docena de oficinas vacías al avanzar por el corredor.
En el extremo del fondo entré en una habitación que tenía todo el aspecto de una entidad no lucrativa de pocos haberes. El mobiliario de metal estaba muy rayado y los recortes de periódico pegados a las paredes oscilaban bajo una luz fluorescente muy parpadeante. Papeles y guías telefónicas estaban amontonados sobre el suelo y las máquinas de escribir eléctricas eran un modelo que había abandonado IBM cuando yo aún estaba en la universidad.
Una joven negra mecanografiaba mientras hablaba por teléfono. Me sonrió, pero levantó un dedo para pedirme que esperara. Oía las voces que salían de una sala de juntas abierta; sin prestar atención a los apremiantes siseos de la recepcionista, me acerqué a la puerta para mirar en el interior.
Había un grupo de cinco personas, cuatro mujeres y un hombre, sentados alrededor de una mesa de pino desvencijada. Caroline estaba en el centro, hablando acaloradamente. Cuando me vio en la puerta se interrumpió, sonrojándose hasta las raíces de su cabello cobrizo.
– ¡Vic! Estamos reunidos. ¿No puedes esperar?
– Todo el día, si es por ti, corazón. Necesitamos un téte-á-téte sobre John McGonnigal. Me ha hecho una visita a primera hora de esta mañana.
– ¿John McGonnigal? -su naricilla se arrugó inquisitiva.
– Sargento McGonnigal. Policía de Chicago -contesté servicialmente.
Se ruborizó aún más intensamente.
– Ah. Sí. Será mejor que hablemos ahora. ¿Me perdonáis?
Se levantó y me condujo hasta un cubículo contiguo a la sala de juntas. El caos que reinaba allí, compuesto de libros, papeles, gráficos, periódicos viejos y envolturas de golosinas hacía que mi oficina pareciera una celda conventual. Caroline tiró una guía telefónica que había sobre una silla plegable y me la ofreció mientras ella se sentaba en el tambaleante sillón giratorio de su mesa de trabajo. Enlazó las manos fuertemente frente a ella, pero me miró de forma desafiante.
– Caroline, te conozco desde hace veintiséis años, y me has hecho jugarretas que habrían avergonzado a Oliver North, pero ésta se lleva la palma. Después de mucho lloriquear y suspirar me convences para que busque a tu padre. Después me despides sin razón alguna. Y ahora, para rematarlo, le mientes a la policía sobre mi relación con Nancy. ¿Te importa explicarme por qué? ¿Sin recurrir a Hans Christian Andersen? -sólo con esfuerzo estaba logrando que mi voz no llegara a los gritos.
– ¿Por qué haces tantos aspavientos? -contestó beligerante-. Es verdad que aconsejaste a Nancy sobre…
– ¡Cállate! -la interrumpí con energía-. Ya no estás hablando con los polis, preciosa. Me imagino el cuadro, tú ruborizándote y parpadeando con lágrimas en los ojos ante el Sargento McGonnigal. Pero yo sé lo que le dije a Nancy aquella noche tan bien como tú. O sea que déjate de cuentos y dime por qué le mentiste anoche a la policía.
– ¡No es cierto! ¡Intenta probarlo! Es verdad que Nancy vino aquella noche a mi casa. Y que tú le dijiste que hablara con alguien de la oficina de Jurshak. Y ahora está muerta.
Sacudí la cabeza como un perro mojado, intentando aclarar mi cerebro.
– ¿Podemos empezar desde el principio? ¿Por qué me pediste que dejara de seguir el rastro de tu padre?
Miró el tablero de la mesa.
– Pensé que no era justo para mamá. Hacer a espaldas suyas una cosa que tanto le dolía.
– Vaya, hombre -exclamé-. Para el carro, que voy a ver al Cardenal Bernardin y al Papa para que empiecen los trámites de beatificación. ¿Cuándo has puesto tú a Louísa, o a cualquiera, por delante de lo que querías?
– ¡Ya basta! -gritó, estallando en llanto-. Créeme o no me creas, lo mismo me da. Quiero mucho a mi madre y no estoy dispuesta a que nadie le haga daño, pienses lo que pienses.
La observé con cautela. Caroline era de las que podía derramar unas lagrimitas como parte de su papel de huérfana trágica, pero no era propensa a estos ataques de llanto.
– Está bien -dije lentamente-. Lo retiro. Ha sido una crueldad. ¿Es por eso por lo que me has echado encima a la poli? ¿Para castigarme por decirte que iba a continuar la investigación?
Se sonó la nariz ruidosamente.
– ¡No ha sido eso!
– ¿Qué ha sido entonces?
Se mordió el labio inferior.
– Nancy me llamó el martes por la mañana. Me dijo que había recibido una amenaza por teléfono y que creía que alguien la seguía.
– ¿Por qué la amenazaban?
– Por la planta de reciclaje, claro.
– Caroline, quiero que me contestes con absoluta claridad. ¿Dijo ella específicamente que las llamadas fueran por la planta?
Abrió la boca, después tomó aliento.
– No -susurró finalmente-. Yo supuse que eran por eso. Porque había sido lo último de lo que habíamos hablado.
– Pero a pesar de eso le dijiste a la policía que la habían matado por la planta de reciclaje. Y que yo le había dicho con quién debía hablar. ¿Te das cuenta de lo indignante que es esto?
– Pero, Vic. No es una suposición descabellada. Quiero decir…
– ¡Quieres decir una mierda! -me volvió a invadir la ira, enronqueciéndome la voz-. ¿Es que no ves la diferencia entre tus entelequias y la realidad? Han matado a Nancy. La han asesinado. En lugar de ayudar a la policía a encontrar al asesino, me difamas y me los echas encima.
– De todas formas Nancy les trae sin cuidado. Todos los de aquí les traemos sin cuidado -se puso en pie, con la mirada relampagueante-. Reaccionan a las presiones políticas, y por lo que respecta a Jurshak, tanto le da Chicago Sur como el Polo Sur. Lo sabes tan bien como yo. Sabes cuándo fue la última vez que reparó una calle de este barrio; y desde luego fue antes de marcharte tú de aquí.
– Bobby Mallory es un buen policía, honrado y concienzudo -dije tercamente-. Eso no lo cambia el que Jurshak sea todas las clases de cabrón conocidas.
– Ya, a ti también te da igual. Lo dejastes bien claro cuando te mudaste del barrio y no volviste hasta que yo te obligué.
Empezó a palpitarme la sien derecha. Descargué el puño en la mesa con bastante fuerza para tirar algunos papeles al suelo.
– Me he roto el culo una semana buscando a tu padre. Tus abuelos me han insultado. Louisa se puso como una hiena ¡y tú!, tú no te podías conformar con engatusarme para que buscara al tipo y dejarme después en la estacada. Tuviste que mentir a la policía sobre mí.
– Y yo creí que te importaría un carajo -vociferó-. Creí que si yo no te importaba por lo menos harías algo por Nancy, por haber sido compañeras de equipo. Supongo que así se demuestra que estaba totalmente equivocada.
Se dirigió hacia la puerta. La cogí por el brazo y la obligué a mirarme de frente.
– Caroline, estoy tan furiosa que puedo darte una jodida paliza. Pero no tanto que me impida pensar. Tú me has mandado a los polis porque sabes algo que te da miedo contar. Quiero saber lo que es.
Me miró ferozmente.
– No sé nada. Sólo que alguien había empezado a seguir a Nancy durante el fin de semana.
– Y ella llamó a la policía para denunciarlo. O fuiste tú.
– No. Nancy habló con el fiscal estatal y le dijeron que iban a abrir un expediente. Supongo que ahora ya tienen algo que ponerle.
Puso una sonrisa de mártir triunfante. Me obligué a hablarle con calma. Pasados unos minutos accedió de mala gana a volver a sentarse y contarme lo que sabía. Si decía la verdad -un sí problemático- no era gran cosa. No sabía con quién se había entrevistado Nancy en la oficina del fiscal, pero creía que podía haber sido Hugh Mclnerney; era con él con quien habían tratado otras cuestiones. Tras nuevos sondeos admitió que hacía dieciocho meses McInerney había escuchado las declaraciones de su organización sobre los problemas que tenían con Steve Dresberg, una figura de la Mafia local dedicada a la eliminación de residuos.
Recordaba vagamente el juicio a causa del incinerador de bifenilos políclorados de Dresberg y el acuerdo de su presunta novia con el Distrito Sanitario pero no sabía que Caroline y Nancy hubieran estado involucradas en aquello. Cuando le pedí que me informara sobre su parte en el asunto, frunció el ceño pero dijo que Nancy había testificado que había recibido amenazas de muerte por su oposición al incinerador.
– Es evidente que Dresberg sabía a quién untar en el Distrito Sanitario. Lo que nosotras dijéramos daba igual. Supongo que creyó que PRECS era demasiado insignificante para que nadie le hiciera caso y por tanto no tenía necesidad de cumplir sus amenazas.
– Y no le has dicho nada de eso a la policía -me pasé las manos por la cara con cansancio-. Caroline, tienes que llamar a McGonnigal y rectificar tu declaración. Tienes que hacerles buscar a las personas que te constaba que habían amenazado a Nancy anteriormente. Yo misma voy a llamar al sargento en cuanto llegue a casa para contarle nuestra conversación. Y si estás pensando en mentirle otra vez, piénsatelo dos veces; me conoce profesionalmente hace muchos años. Es posible que no le sea simpática, pero sabe que puede creer lo que le diga.
Me miró enfurecida.
– Ya no tengo cinco años. No tengo que hacer lo que me digas.
Fui hacia la puerta.
– Hazme un simple favor, Caroline: la próxima vez que estés en dificultades, llama al 911 como el resto de los ciudadanos. O habla con un loquero. No vengas a cazarme.