El funeral de Nancy estaba programado para las once de la mañana del lunes en la iglesia metodista a la que asistía de niña. Tengo la impresión de pasar muchísimo tiempo en funerales de antiguos amigos; y tengo un traje sastre azul marino tan fuertemente asociado a estas ocasiones que no soy capaz de llevarlo en ninguna otra. Deambulé vestida con medias y blusa, sin lograr disipar el temor supersticioso a ponerme el traje, como si eso diera carácter definitivo a la muerte de Nancy.
No conseguía concentrarme en nada, ni en Chigwell ni en Humboldt, ni en organizar un plan para ganarle la carrera a la policía hasta el asesino de Nancy, ni siquiera para ordenar los periódicos desparramados por todo el salón. Así había empezado el día, pensando que contando con unas cuantas horas podía arreglar la casa. Pero me sentía en exceso fragmentada para poder crear orden.
De repente, a las diez menos diez, todavía en ropa interior, busqué el número de las oficinas centrales de Humboldt y llamé. Una operadora indiferente me puso con su despacho, donde hablé no con Clarissa Hollingsworth sino con su ayudante. Cuando pregunté por el Sr. Humboldt, y tras una cierta cantidad de regateo, vino la Srta. Hollingsworth.
El distante contralto de su voz me saludó con tono de perdonarme la vida.
– No he tenido oportunidad de hablar con el Sr. Humboldt sobre usted, Srta. Warshawski. Yo me encargo de darle los mensajes, pero ya no viene al despacho todos los días.
– Ya, y supongo que no le llama a su casa para hacerle consultas. En caso de que lo haga, puede añadir a mi mensaje anterior que anoche vi al Dr. Chigwell.
Ella concluyó nuestra conversación con una presteza condescendiente que me dejó gritando por el teléfono colgado. Acabé de vestirme como pude con las manos temblonas, y me dirigí una vez más hacia el sur.
La iglesia metodista Monte de los Olivos se remontaba a comienzos de siglo, sus bancos de respaldo alto y su gigantesca ventana de roseta evocaban una época en que se llenaba de mujeres con faldas largas y niños con botines. La actual congregación no podía permitirse la conservación de las vidrieras donde se representaba a Jesús en el Calvario. Los espacios donde se había roto el rostro melancólico y ascético de Jesús, se habían rellenado con vidrio reforzado, dándole el aspecto de haber contraído una enfermedad cutánea aguda.
Mientras los cuatro hermanos de Nancy iban acomodando a la gente, sus niños permanecían sentados en los bancos delanteros, empujándose y dándose manotazos no obstante la presencia cercana del féretro adornado con colgaduras de su tía. Sus mutuos insultos, susurrados en voz ronca, se oían por toda la nave hasta que quedaron ahogados por los acordes tristones de un órgano.
Avancé hasta el frente para hacer saber a la Sra. Cleghorn que me encontraba allí. Me sonrió con trémulo afecto.
– Ven a casa después de la ceremonia -murmuró-. Nos tomamos un café y charlamos.
Me invitó a sentarme con ella, lanzando una mirada hastiada a sus nietos. Yo me separé suavemente -no quería servir de amortiguador entre ella y los forcejeantes monstruos-. Además, quería ponerme detrás para observar a los asistentes; es un cliché, pero muchas veces los asesinos no pueden resistir la tentación de asistir a los funerales de sus víctimas. Quizá formara parte de una superstición primitiva, ese afán por asegurarse de que la persona está realmente muerta, que queda bien enterrada para que su espíritu no vuelva.
Una vez me hube situado cerca de la entrada apareció Diane Logan, resplandeciente con un abrigo de zorro plateado. Me rozó la mejilla y me apretó la mano antes de avanzar por el pasillo.
– ¿Quién es ésa? -susurró una voz en mi oído.
Di un respingo y me volví. Era el sargento McGonnigal, esforzándose por adoptar un aire de luto con su traje oscuro. Es decir, que la policía tenía también esperanzas.
– Jugaba al baloncesto con Nancy y conmigo; ahora es dueña de una de las agencias de relaciones públicas Gold Coast -susurré yo a mi vez-. No creo que ella sacudiera a Nancy… jugaba mejor que ella hace años. Y hoy también, si se mira bien. No sé el nombre de todo el mundo… dime cuál de ellos es el asesino.
Sonrió ligeramente.
– Cuando te vi sentada aquí creí que ya no tenía de que preocuparme… la pequeña detective polaca va a acogotar al asesino delante del altar.
– Iglesia metodista -murmuré-. Creo que no se llama altar.
Caroline entró taconeando con el grupo de personas que había visto con ella en las oficinas de PRECS. Exhibía esa gravedad trascendental de las personas que no acuden a actos solemnes con mucha frecuencia. Los rizos cobrizos de Caroline habían sido peinados con algo que recordaba aseo. Llevaba un traje negro pensado para una mujer mucho más alta: los fruncidos de la tela en el bajo delataban la línea por donde lo había acortado con su habitual torpeza impaciente. Si me había visto, no dio muestra alguna, avanzando con el contingente de PRECS hasta un banco aproximadamente a mitad del pasillo.
Tras ellos entró un puñado de señoras mayores, acaso compañeras de la Sra. Cleghorn en la sección local de la biblioteca. Cuando hubieron pasado advertí a un joven delgado situado inmediatamente detrás de ellas. La penumbra del lugar resaltaba su silueta angulosa. Miró a su alrededor confuso, se percató de mi mirada, y apartó la vista.
La humilde turbación con que giró la cabeza me llevó a recordar quién era: el joven Art Jurshak. También había mostrado un gesto de gran modestia al hablar con los viejos paniaguados en las oficinas de su padre.
Con la media luz de las ventanas no lograba distinguir sus bien dibujadas facciones. Se deslizó en un asiento de la parte trasera.
McGonnigal me tocó en el hombro.
– ¿Quién es ese brote de alfalfa? -musitó.
Le sonreí angelicalmente y me llevé un dedo a los labios; el órgano había empezado a sonar más fuerte, denotando la llegada del pastor. Pasamos por el Habita entre nosotros a ritmo tan pausado que tuve que prepararme entre un acorde y otro.
El pastor era un hombre pequeño y rechoncho, con el cabello negro que aún conservaba peinado en dos filas iguales a ambos lados de su arrugada bóveda. Tenía el aspecto de esos evangelizadores de TV que te ponen mal estómago, pero cuando empezó a hablar comprendí que había cometido el temible error de juzgar por las apariencias. Era evidente que había conocido bien a Nancy y habló de ella con elocuente energía. Otra vez sentí un nudo en la garganta y me recosté en el banco para observar las vigas del techo. La madera había sido pintada con esos adornos azules y anaranjados que son frecuentes en las iglesias victorianas. Concentrándome en los complicados encajes de los dibujos conseguí tranquilizarme lo bastante para unirme al himno final.
Volvía los ojos continuamente hacia el joven Art. Éste pasó la ceremonia sentado al borde del banco, asiendo fuertemente el respaldo del asiento de delante. Cuando las últimas estrofas de Habito en amor divino fueron laboriosamente arrancadas del órgano, se deslizó del banco poniéndose en pie y avanzó hacia la salida.
Le alcancé en el porche, donde se movía nerviosamente de un pie a otro incapaz de deshacerse de un pedigüeño borracho. Cuando toqué a Art en el brazo se sobresaltó.
– No sabía que Nancy y tú fuerais amigos -dije-. Nunca me habló de ti.
Murmuró unas palabras que parecían ser «la conocía poco».
– Soy V. I. Warshawski. Nancy y yo jugábamos juntas al baloncesto en el colegio y en la universidad. Te vi en las oficinas del Distrito Diez la semana pasada. ¿Eres hijo de Art Jurshak, no?
Ante esta pregunta su cara de mármol tallado se volvió aún más pálida; temí que fuera a desmayarse. Pese a ser un joven esbelto, no estaba segura de tener fuerza para detener su caída.
El borracho, que había escuchado todo con interés, se acercó todavía más.
– Su amigo tiene muy mal aspecto, señora. ¿Qué tal si me da cincuenta centavos para un café… uno para él y otro para mí?
Le volví la espalda con decisión y cogí a Art por el codo.
– Soy detective privada y estoy procurando aclarar la muerte de Nancy. Si tenías amistad con ella, me gustaría hablar contigo. Sobre sus relaciones con las oficinas de tu padre.
Sacudió la cabeza con aturdimiento y sus ojos azules se oscurecieron de temor. Tras un prolongado debate interior pareció estar a punto de obligarse a hablar. Desgraciadamente, cuando abrió la boca los restantes asistentes al funeral comenzaron a salir de la iglesia. En cuanto empezaron a pasar personas a nuestro lado, Art se liberó de mi mano y marchó a toda velocidad calle abajo.
Intenté seguirle, pero tropecé con el borracho y caí al suelo. Le maldije a gusto mientras volvía a ponerme en pie. Él me vilipendiaba a su vez, pero calló súbitamente cuando apareció McGonnigal: los muchos años pasados en las cercanías de la policía le habían dotado de un sexto sentido para detectar incluso a los de paisano.
– ¿Qué es lo que tiene tan asustado al pelirrojo, Warshawski? -inquirió el sargento, haciendo caso omiso del pedigüeño. Le vimos entrar en su coche, un modelo reciente de Chrysler aparcado al final de la calle, y salir despendolado.
– Tengo ese efecto sobre los hombres -dije brevemente-. Los vuelvo locos. ¿Has encontrado al asesino?
– No lo sé. El cromo éste era el único que actuaba de modo sospechoso. ¿Por qué no demuestras que eres una ciudadana dispuesta a colaborar y me das su nombre?
Me volví para mirarle.
– No es un secreto; el nombre es muy conocido por estos lares, Art Jurshak.
McGonnigal apretó los labios.
– El que Mallory sea mi jefe no quiere decir que puedas traerme y llevarme como haces con él. Dime el nombre del chico.
Levanté la mano derecha.
– Palabra de Girl Scout, Sargento. Jurshak es su padre. El joven Art se ha incorporado a su gestoría o su oficina o algo así. Si le alcanzas, no le apliques el látigo -no creo que tenga mucho aguante-.
McGonnigal sonrió brutalmente.
– No te preocupes Warshawski. Tiene mejor protección que una piel dura. No voy a estropearle los bucles… ¿Vas a casa de los Cleghorn a tomar café? Oí a algunas de las señoras comentando lo que iban a llevar. ¿Te importa que me filtre contigo?
– Nosotras las pequeñas detectives polacas vivimos para ayudar a los polis. Vente.
Sonrió y me abrió la portezuela del coche.
– ¿Te ha llegado al alma, eh, Warshawski? Me disculpo; no eres tan pequeña.
Un puñado de los asistentes se encontraba ya en la casa de Muskegon cuando llegamos nosotros. La Sra. Cleghorn, con el maquillaje manchado de lágrimas secas, me recibió afectuosamente y aceptó a McGonnigal con cortesía. Permanecí unos minutos hablando con ella en el pequeño recibidor mientras el sargento deambulaba hacia el fondo de la casa.
– Kerry se ha llevado a los niños a su casa, de modo que hoy tendremos más tranquilidad -dijo-. Quizá me traslade a Oregón cuando me jubile.
La abracé.
– ¿Vas a cruzar todo el país para no ejercer de abuela? Podrías cambiar las cerraduras; sería menos drástico.
– Supongo que se debe a lo alterada que estoy, Victoria, el decir cosas así; nunca he querido que nadie supiera mi opinión sobre los niños de mis hijos -quedó unos instantes en silencio y después añadió con incomodidad-: Si quieres hablar con Ron Kappelman sobre… sobre Nancy u otras cosas, está en el salón.
Sonó el timbre. Mientras ella iba a abrir la puerta yo crucé el pequeño vestíbulo hacia el salón. Nunca había visto a Ron Kappelman, pero no tuve dificultad alguna para reconocerlo: era el único hombre de toda la habitación. Era aproximadamente de mi edad, quizá algo mayor, robusto, con cabello castaño oscuro muy corto. Llevaba una chaqueta gris de tweed que estaba gastada por las solapas y los puños, y pantalones de pana. Estaba sentado solo en un taburete de imitación de cuero, hojeando tranquilamente las páginas de un viejo National Geographic.
Las cuatro mujeres de la sala, las que yo había supuesto compañeras de la Sra. Cleghorn en la iglesia, murmuraban juntas en un rincón. Miraron hacia mí, comprobaron que no me conocían, y volvieron a su suave zumbido.
Arrastré una silla de respaldo junto a Kappelman.
Éste levantó los ojos hacia mí, hizo una especie de gesto y dejó otra vez la revista sobre la mesa baja.
– Ya lo sé -dije compasiva-. Es un fastidio tener que hablar con desconocidos en una situación como ésta. No sería admisible si no creyera que puede ayudarme.
Arqueó las cejas.
– Lo dudo, pero inténtelo.
– Me llamo V. I. Warshawski. Soy una vieja amiga de Nancy. Jugamos al baloncesto en el mismo equipo hace años. Hace muchos años -no logro recuperarme de la velocidad con que ha empezado a correr el tiempo a partir de mi treinta cumpleaños. No me parecía que hubieran pasado tantos años desde que Nancy y yo estuvimos en la universidad.
– Desde luego. Sé quién eres. Nancy me habló de ti varias veces; me dijo que gracias a ti no se volvió loca cuando estaba en la escuela superior. Soy Ron Kappelman, pero al parecer eso ya lo sabías al entrar.
– ¿Te dijo Nancy que ahora soy investigadora privada? Bueno, hacía algunos años que no la veía, pero nos vimos en un reencuentro de baloncesto hace alrededor de una semana.
– Sí, lo sabía -me interrumpió-. Asistimos juntos a una reunión inmediatamente después. Algo me contó.
Un enjambre de gente entró en la habitación con ruido de murmullos. Pese a mantener las voces amortiguadas, no había espacio suficiente para absorber ni los cuerpos ni el rumor. Alguien que estaba de pie junto a mí encendió un cigarrillo y sentí aterrizar una ceniza caliente en el cuello redondo de mi chaqueta bolero.
– ¿Podemos ir a algún sitio para hablar? -pregunté-. ¿La antigua habitación de Nancy o un bar o algo así? Estoy intentando aclarar su muerte, pero al parecer no logro hacerme con un cabo del que poder tirar. Esperaba que pudieras decirme algo.
Sacudió la cabeza.
– Puedes creerme, si yo pensara que tenía alguna píldora fuerte me habría presentado en la policía como un rayo. Pero sí me apetece salir de aquí.
Nos abrimos paso entre la multitud, presentando nuestros afectuosos respetos a la Sra. Cleghorn al salir. La cordialidad con que se dirigió a Kappelman parecía indicar que él y Nancy habían mantenido relaciones amistosas. Me pregunté vagamente qué habría sido de McGonnigal, pero ya era un hombrecito, sabía cuidarse.
Una vez fuera, Kappelman dijo:
– ¿Por qué no me sigues hasta mi casa en Pullman? No hay ningún café por aquí que sea agradable y tranquilo. Como seguramente ya sabes.
Seguí el paso de su decrépito Rabbit por una serie de callejuelas hasta la manzana de la Ciento Trece y Langley. Se detuvo ante una de esas filas de pulcras casas de ladrillo que flanquean las calles de Pullman, casas con fachadas sobrias y pórticos que recuerdan a las ilustraciones de Filadelfia en la época en que se firmó la Constitución.
Pese a su exterior de buen gusto y cuidado, no estaba preparada para la meticulosa restauración del interior. Las paredes estaban empapeladas con vivos dibujos florales Victorianos, el revestimiento de madera relucía con un satinado tono de nogal oscuro, el mobiliario y las alfombras eran piezas originales de época perfectamente conservadas colocadas sobre suelos de madera dura finamente pulida.
– Qué preciosidad -dije, arrobada-. ¿Lo has arreglado tú?
Asintió en silencio.
– La carpintería es como si dijéramos mi hobby; supone un cambio considerable respecto a los trapicheos con los catatónicos con los que paso el día. Los muebles son todos cosillas que he encontrado en los mercadillos de barrio.
Me condujo a una pequeña cocina con azulejo italiano en el suelo y las encimeras, y relucientes cacharros de fondo de cobre colgados en las paredes. Me encaramé en una banqueta alta a un lado de un mostrador saliente de azulejos mientras él ponía el café en el fogón al otro.
– ¿Entonces, quién te pidió que investigaras la muerte de Nancy? ¿Su madre? ¿No está muy segura de que la poli vaya a arremeter contra los políticos de por aquí para que la ley siga su curso inexorable? -me miró de reojo mientras montaba con destreza una cafetera de colador.
– Nada de eso. Si conoces algo a la Sra. Cleghorn ya sabrás que su talante no es propenso a la venganza.
– ¿Quién es tu cliente, pues? -giró hacia la nevera y sacó crema y un plato de muffins.
Distraídamente observé la trasera de su pantalón ajustarse en torno a sus posaderas al inclinarse. La costura estaba algo raída; si se agachaba así unas cuantas veces más podría crearse una situación interesante. Noblemente, me abstuve de tirarle un plato a los pies, pero esperé a responder hasta que estuvo incorporado frente a mí.
– Una parte de lo que mis clientes compran cuando me contratan es confidencialidad. Si te chismeo sus secretos, difícilmente podría esperar que tú me chismearas los tuyos, ¿no crees?
Movió la cabeza.
– Yo no tengo secretos. Al menos que tengan relación con Nancy Cleghorn. Soy asesor legal de PRECS. Trabajo para una serie de asociaciones de la comunidad; mi especialidad es el derecho de interés público. Era fenomenal trabajar con Nancy. Era ordenada, perspicaz, sabía cuándo se podía luchar y cuando había que batir retirada. A diferencia de su jefe.
– ¿Caroline? -era difícil imaginar a Caroline como jefe de nadie-. ¿De modo que tu trato con Nancy fue siempre puramente profesional?
Levantó una cucharilla de café hacia mí.
– No intentes ponerme la zancadilla, Warshawski.
Ya juego al balón con los hombres. ¿Crema? Tómala. Sabes… anula la cafeína y te evita el cáncer de estómago.
Colocó un pesado tazón de porcelana ante mí y metió la bandeja de muffins en el microondas.
– No. Nancy y yo tuvimos un flirteo breve hace un par de años. Cuando entré en PRECS. Ella se estaba recuperando de algo fuerte y yo llevaba unos diez meses divorciado. Nos animábamos mutuamente, pero no teníamos nada especial que ofrecernos. Aparte de amistad, que es ya lo bastante especial para no fastidiarla. Y desde luego no aporreando a tus amigos en la cabeza y tirándolos a un pantano.
Sacó los bollitos del horno y trepó a la banqueta que había en el extremo del mostrador a mi izquierda. Bebí unos sorbos del sabroso café y cogí un bollo de moras.
– Dejo a la policía la labor de hacerte la ficha. Dónde estabas el jueves por la tarde a las dos y demás. Lo que a mí realmente me interesa saber es quién pensaba Nancy que la estaba siguiendo. ¿Creía que había hecho retroceder a Dresberg. ¿O tenía efectivamente relación con la planta de reciclaje?
Hizo una mueca.
– La teoría de la pequeña Caroline; lo cual me induce a tacharla. No es la postura más adecuada para el abogado de su cuadrilla. La verdad es que no lo sé. Los dos estábamos cabreadísimos después de la audiencia de hace dos semanas. Cuando hablamos el martes, Nancy me dijo que ella se ocupaba del lado político, para enterarse de si Jurshak estaba obstruyéndonos y por qué. Yo estaba trabajando los aspectos legales, preguntándome si podríamos engatusar al DSM -el Distrito Sanitario Metropolitano- para que nos diera el permiso. Quizá incluso implicar en el asunto a los departamentos estatal y nacional de la Agencia de Protección del Medio Ambiente.
Distraídamente, Kappelman se comió un segundo bollo y puso mantequilla a un tercero. Su abultada cintura me movió a rechazarlo con un gesto cuando me ofreció el plato.
– ¿Entonces no sabes con quién habló en la oficina de Jurshak?
Negó en silencio.
– Tenía la impresión, aunque sin datos concretos, pero creo que tenía un amante allí. Alguien con quien le avergonzaba un poquito salir y no quería que sus amigos se enteraran, alguien a quien creía que debía proteger -fijó la mirada a lo lejos, intentando expresar con palabras sus impresiones-. Anulaba planes para cenar, no quiso ir a los partidos de los Hawks, para los que compartíamos un abono de temporada. Cosas así. De modo que es posible que estuviera recibiendo información del tipo y no quisiera que yo me enterara. La última vez que hablamos -hoy debe hacer una semana- me dijo que creía tener algo entre manos, pero necesitaba más pruebas. No volví a hablar con ella -se interrumpió de forma brusca y se concentró en su café.
– Bien ¿y qué hay de Dresberg? Basándose en lo que conoces de la situación, ¿crees posible que fuera contrario a un centro de reciclaje?
– Hombre, yo diría que sí. Aunque con un tipo así nunca se sabe. Mira.
Dejó la taza y se inclinó sobre el mostrador con interés, describiendo con amplios gestos de las manos las operaciones de Dresberg. Su imperio de residuos incluía traslados, incineración, contenedores de almacenaje y obras de relleno de terrenos. En sus dominios, Dresberg era muy celoso de cualquier sospecha de intromisión; incluso de cualquier indagación. De ahí las amenazas cuando Caroline y Nancy habían querido oponerse a un nuevo incinerador de bifenilos policlorados que no cumplía la normativa vigente.
– Pero el centro de reciclaje no tenía nada que ver con ninguna de sus operaciones -concluyó-. Xerxes y Glow-Rite arrojan ahora sus vertidos en sus propias lagunas artificiales. Lo único que haría PRECS sería recoger los residuos y reciclarlos.
Reflexioné unos instantes.
– Quizá creyera que el potencial de expansión podía reducirle el negocio por allí. O a lo mejor quiere que PRECS utilice sus camiones para el transporte.
Movió la cabeza.
– Si fuera así, simplemente les engatusaría para que emplearan sus camiones, no se cargaría a Nancy. No estoy diciendo que sea imposible el que esté implicado. Desde luego el centro entra dentro de su esfera de acción. Pero así a primera vista no me parece lo más evidente.
Después de aquello la conversación giró hacia otras cosas, amigos comunes del bar Illinois, mi primo Boom-Boom, al que Kappelman solía ver en el estadio cuando jugaba con los Hawks.
– No ha habido nunca un jugador como él -dijo Kappelman pesaroso.
– Dímelo a mí -me levanté y me puse el abrigo-. Entonces, si topas con algo raro… cualquier cosa, te parezca o no que tiene alguna relación con la muerte de Nancy… me das un telefonazo, ¿de acuerdo?
– Sí, claro -su mirada tenía un aspecto algo desenfocado. Pareció estar a punto de decir algo, después cambió de opinión, me estrechó la mano y me acompañó hasta la puerta.