14.- Aguas turbias

Cuando llegué a casa, el Sr. Contreras estaba ante el edificio con la perra. Ésta mordisqueaba un gran palo mientras él limpiaba desperdicios del pequeño retazo de patio delantero. Peppy saltó al verme, pero abandonó al comprobar que no llevaba la ropa de deporte.

El Sr. Contreras esbozó un saludo con la mano.

– ¿Qué hay, preciosa. Te ha cogido la lluvia esta mañana? -se incorporó y me echó un vistazo-. Bueno, bueno, vaya pinta llevas. Parece que hayas estado metida en cieno hasta la cintura.

– Pues sí, es que he ido al pantano de Chicago Sur. Tiene cierta tendencia a quedársete adherido.

– ¿Ah sí? Ni siquiera sabía que hubiera un pantano allí.

– Pues lo hay -dije secamente, apartando a la perra con impaciencia.

Me miró inquisitivo.

– Necesitas un baño. Un baño caliente y una copa, niña. Sube a descansar. Yo me ocupo de su señoría. Tampoco tiene que ir hasta el lago todos los días de su vida, sabes.

– Sí, claro -recogí el correo y subí lentamente las escaleras hasta el tercer piso. Cuando me vi en un espejo de cuerpo entero no me expliqué cómo había logrado que McInerney no pusiera reparos a recibirme. Por mi aspecto podría ser pariente de la pareja de pescadores de la Laguna del Palo Muerto. Tenía las medias hechas trizas y las piernas tiznadas de negro donde había intentado quitarme el barro al llegar a las dependencias del distrito. El bajo del vestido caía pesadamente a causa del barro seco. Hasta mis zapatos de tacón negros estaban polvorientos por la porquería de mis piernas.

Me quité los zapatos delante de la puerta del cuarto de baño y tiré junto a ellos las medias mientras abría el grifo de la bañera. Esperaba que en el tinte pudieran revivir el vestido; no quería sacrificar la totalidad de mi vestuario al viejo barrio.

Busqué el teléfono portátil en mi habitación y me lo llevé al baño. Una vez dentro de la bañera con un whisky al alcance de la mano, puse en marcha el contestador automático. Jonathan Michaels había intentado localizarme. Había dejado el teléfono de su oficina, pero la centralita estaba ya cerrada y no tenía el número de su domicilio, que no figuraba en la guía. Metí el teléfono en el lavabo y me recosté en la bañera con los ojos cerrados.

Steve Dresberg. Conocido también como el Rey de la Basura. No por su carácter, sino porque todo el que quisiera enterrar, quemar o transportar desperdicios en la zona de Chicago, tenía por fuerza que darle un papel en el reparto. Hay quien dice que dos tipos independientes dedicados a la recogida, que desaparecieron después de negarse a tratar con él, están pudriéndose en los terrenos que se rellenaron para construir el Departamento de Investigación Criminal. Otros creen que el hilo del incendio premeditado de un cobertizo de almacenamiento de residuos, que produjo la evacuación de seis manzanas cuadradas del Distrito Sur el verano pasado, podría seguirse hasta su puerta; si es que hubiera bastantes personas con un seguro de vida pagado para hacer el seguimiento.

Dresberg era decididamente asunto de la policía, si no del FBI. Y dado que no había grandes probabilidades de que Caroline llamara a McGonnigal para rectificar su declaración, ello significaba que tendría que hacer de Ciudadana Proba y decírselo yo misma.

Conteniendo la respiración, me deslicé hasta que el agua me cubrió la cabeza. Ahora bien, supongamos que Dresberg no está implicado en modo alguno. Si dirigía la atención de los polis hacia él, no serviría más que para desviarla de otras líneas de indagación más prometedoras.

Me incorporé y empecé a friccionarme el pelo con champú. El agua se iba ennegreciendo a mi alrededor; destapé el desagüe y abrí el grifo del agua caliente. No tenía más que llamar a alguien del personal de Jurshak que hablara conmigo con la misma franqueza que había empleado con Nancy. Después, cuando empezaran a seguirme figuras siniestras, sacaría mi fiel Smith & Wesson y se lo descargaría en el cuerpo. A ser posible, antes de que pudieran aporrearme la cabeza y tirarme al pantano.

Me envolví en un albornoz y me fui a la cocina a la caza y captura. La asistenta no había ido a la compra hacía tiempo y las posibilidades eran escasas. Saqué el bote de mantequilla de cacahuete y la botella de Black Label y me fui con ambas cosas al salón de estar.

Iba ya por mi segundo whisky y mi cuarta cucharada de mantequilla cuando oí un toque vacilante en la puerta. Gemí con resignación; era el Sr. Contreras con una bandeja repleta. La perra le pisaba los talones.

– Espero que no te importe que me presente sin avisar, niña, pero me he dado cuenta de que estabas en las últimas y he pensado que te gustaría cenar algo. Me he hecho un pollito a la parrilla en la cocina, y aunque no sea a la brasa está bueno, digo yo. Y como sé que procuras hacer comidas sanas te he hecho una ensalada grande. Ahora que si quieres estar sola me lo dices y Peppy y yo desaparecemos escaleras abajo. No me ofende nada. Pero no puedes alimentarte de esa porquería que bebes. Y encima con mantequilla de cacahuete. ¿Whisky y mantequilla de cacahuete? No puede ser, niña. Si estás muy ocupada para comprarte la comida, no tienes más que decírmelo. No me cuesta nada coger alguna cosa más cuando voy a comprar lo mío, ya lo sabes.

Le di las gracias débilmente y le invité a entrar.

– Voy a ponerme algo de ropa.

Supongo que debí haberle mandado de vuelta por la escalera: no quería que se acostumbrara a aquello, a creer que podía subir siempre que le pareciera bien. Pero el pollo olía estupendamente y la ensalada tenía un aspecto fresco y la mantequilla de cacahuete empezaba a pesarme en el estómago.

Acabé por contarle lo de la muerte de Nancy y mi excursión a la Laguna del Palo Muerto. Él no había pasado nunca del Museo Field y no tenía la más leve noción de cómo era la vida del Sector Sur. Saqué mi plano de la ciudad y le mostré la Calle Houston, donde me había criado, y después la ruta hasta el Distrito Industrial del Calumet y las tierras húmedas, donde habían encontrado a Nancy.

Sacudió la cabeza.

– ¿La Laguna del Palo Muerto, eh? El nombre ya lo dice todo. Es duro perder así a una amiga, con la que habías jugado al baloncesto y demás. Ni siquiera sabía que hubieras sido de un equipo, pero tenía que habérmelo imaginado, por tus carreras y eso. Pero tienes que andarte con ojo, niña. Si es ese Dresberg el que está detrás de todo esto, es mucho más bruto que tú. Ya me conoces, nunca he retrocedido en una pelea, pero no se me ocurriría enfrentarme solo a una división acorazada.

Iniciaba una elaborada ilustración basada en sus experiencias en Anzio cuando Jonathan Michaels llamó. Me excusé y pasé la llamada a la extensión de mi habitación.

– Quería hablar contigo antes de salir de la ciudad mañana por la mañana -empezó Jonathan sin preámbulos-. Encargué a uno de personal que localizara a tus tipos, Pankowski y Ferraro. Efectivamente demandaron a Humboldt. Al parecer no por despido improcedente, sino para ver si podían conseguir indemnización laboral. Tengo la impresión de que tuvieron que dejar el empleo por motivo de enfermedad y querían demostrar que tenía relación con su trabajo. No consiguieron nada con el pleito; el asunto se juzgó aquí y a Humboldt no le costó nada ganarlo, después los dos murieron y el abogado no pareció interesado en seguir la apelación. No sé hasta dónde quieres seguir la cuestión, pero el abogado que llevó el caso fue un tal Frederick Manheim.

Interrumpió mis expresiones de agradecimiento con un tieso «me tengo que ir».

Estaba a punto de colgar cuando volví a escuchar su voz.

– ¿Sigues ahí? Bien. Por poco me olvido: no encontramos nada sobre sabotaje, pero es posible que Humboldt se callara eso; para evitar que la idea cundiera, comprendes.

Después que hubo colgado permanecí sentada en la cama mirando al teléfono. Me sentía tan recargada de información inconexa que no conseguía siquiera pensar. Habían picado mi curiosidad profesional las reacciones del director de personal de Xerxes primero y después del médico. Quería saber qué era lo que suscitaba su comportamiento nervioso. Después Humboldt pareció ofrecerme una explicación elocuente y, además, la muerte de Nancy me había hecho cambiar de prioridades; no podía desenmarañar el mundo entero, y encontrar a sus asesinos me pareció más urgente que rascarme la picazón de Xerxes.

Ahora la rueda volvía a girar en el otro sentido. ¿Por qué se había tomado tantas molestias Humboldt para mentirme? ¿O es que no me había mentido? Quizá le hubieran demandado por la indemnización laboral y habían perdido porque el despido se debió a sabotaje. Nancy. Humboldt. Caroline. Louisa. Chigwell. Las imágenes se sucedían inútilmente en mi cabeza.

– ¿Te pasa algo, niña? -era el Sr. Contreras paseándose inquieto por el recibidor.

– No, estoy bien. Creo -me puse en pie y volví a su lado con lo que yo esperaba fuera una sonrisa tranquilizadora-. Simplemente necesito estar sola algún tiempo. ¿No le importa?

– Sí, sí, claro -estaba un poco dolido pero hizo un esfuerzo animoso por disimularlo. Recogió los platos sucios, rehusando con un gesto mi oferta de ayuda, y se volvió con bandeja y perra al piso bajo.

Una vez sola deambulé taciturna por el piso. Caroline me había pedido que dejara de buscar a su padre; no había motivo alguno para insistir en lo de Humboldt. Pero cuando un hombre con diez billones de dólares se empeña en tenderme una trampa se me levantan las agallas.

Revolví en busca de la guía telefónica. No sé cómo, había quedado tapada por un montón de partituras en el piano. Como era lógico, el número de Humboldt no aparecía. Frederick Manheim, Abogado, tenía un despacho entre la Noventa y Cinco y Halsted, y su casa en la cercana Beverly. Los abogados con ingresos cuantiosos o prácticas delictivas no dan el teléfono de su residencia. Ni tampoco suelen ocultarse en el Sector Sudoeste, lejos de los tribunales y de la acción importante.

Estaba lo bastante inquieta para ponerme en movimiento ya, llamar a Manheim, escuchar su historia, y galopar hasta la Calle Oak para enfrentarme con Humboldt. Festina lente, susurré para mis adentros. Averigua los hechos, después dispara. Sería más aconsejable esperar hasta la mañana siguiente para recorrer el trayecto hasta el sur y entrevistarme con el tipo en persona. Lo cual significaba otro día embutida en medias. Lo cual significaba que tendría que limpiarme los zapatos de tacón.

Rebusqué en el armario del recibidor para encontrar el betún y al fin encontré una latita negra bajo un saco de dormir. Estaba limpiando los zapatos con esmero cuando llamó Bobby Mallory.

Me sujeté el teléfono entre el hombro y el cuello y empecé a abrillantar el zapato izquierdo.

– Buenas noches, teniente. ¿En qué puedo servirte?

– Puedes darme una buena razón para no enchironarte -hablaba con un agradable tono conversador, lo cual significaba que estaba a punto de estallar.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Es considerado delictivo el hacerse pasar por agente de policía. Por todo el mundo menos por ti, supongo.

– Soy inocente -miré el zapato. Jamás recobraría la suave pátina que tenía cuando salió de Florencia, pero no estaba del todo mal.

– ¿No eres tú la mujer -alta, unos treinta años, cabello corto rizado- que le dijo a Hugh McInerney que era de la policía?

– Le dije que era detective. Y cuando hablé de la policía, tuve buen cuidado de emplear pronombres de tercera persona, no de primera. Hasta donde yo sé eso no es delito, pero es posible que el Ayuntamiento metiera la pata en mi nombre -cogí el zapato derecho.

– No crees que podrías dejar la investigación de la muerte de Cleghorn a la policía, ¿verdad?

– Pues no sé qué decirte. ¿Crees que la mató Steve Dresberg?

– Si te digo que sí, ¿estás dispuesta a esfumarte y dedicarte a las cosas que sabes hacer?

– Si tienes una orden de detención con el nombre del tipo, lo consideraré. Sin entrar en lo que sé o no sé hacer -cerré el envase de betún y lo dejé junto al paño sobre un periódico.

– Mira, Vicki. Eras hija de policía. Ya debías saber que no hay que meter las narices en las investigaciones policiales. Cuando te vas a hablar con un tipo como McInerney sin decirnos nada, simplemente nos haces el trabajo cien veces más difícil. ¿Sí o no?

– Sí, bueno, digo yo que sí -admití a regañadientes-. No volveré a hablar con un fiscal estatal sin permiso expreso de McGonnigal o tuyo.

– ¿Ni con ninguna otra persona?

– Dame un respiro, Bobby. Si pone ASUNTO POLICIAL en todas las etiquetas, os lo dejo a vosotros. Eso es lo más que me vas a sacar.

Colgamos mutuamente irritados. Pasé el resto de la noche ante la tele mirando una versión muy cortada de Rebelde sin causa. No sirvió precisamente para calmar mi mal humor.

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