22.- El dilema del doctor

El Sr. Contreras me esperaba ansioso frente a la casa cuando llegué. La perra, percatada de su estado inquieto, bostezaba nerviosa a sus pies. Cuando me vieron, ambos expresaron su alegría: la perra brincó a mi alrededor en círculos mientras el viejo me reprendía por no haberle comunicado mi ronda del día.

Le pasé un brazo por los hombros.

– ¿No va a empezar ahora a montarme la guardia, verdad? Repita veinte veces al día: ya es una mujercita, puede descalabrarse si quiere.

– No bromees, niña. Ya sabes que no tendría que decir esto, no tendría siquiera que pensarlo, pero tú eres mi familia más que mi propia familia. Cada vez que miro a Ruthie no logro entender cómo Clara y yo pudimos tener una hija así. Cuando te miro a ti es como si fueras de mi propia sangre. Te lo digo de verdad, muñeca. Tienes que cuidarte. Por mí y por su alteza real aquí presente.

Esbocé una sonrisa burlona.

– Supongo que he salido a usted, entonces; soy muy cabezota y testaruda.

Consideró mis palabras un minuto.

– Esta bien, niña -acordó con desgana-. Tienes que hacer las cosas a tu modo. No me gusta pero lo entiendo.

Cuando entraba por la puerta oí que le decía a la perra:

– Ha salido a mí. ¿Has oído, princesa? Lo ha heredado de mí.

No obstante mis bravatas ante el Sr. Contreras, había estado todo el día mirando a mi espalda de vez en cuando. También registré cuidadosamente el piso antes de sentarme a mirar el correo, pero nadie había intentado introducirse por el acero reforzado de la puerta de entrada ni por las barras corredizas de la trasera.

No me sentía capaz de soportar otra noche de whisky y mantequilla de cacahuete. Y tampoco quería que mi vecino de abajo sintiera que tenía derecho a revolotear a mi alrededor. Cerrando la puerta con cuidado una vez más, me dirigí a la Isla del Tesoro de Broadway para abastecerme.

Estaba salteando unos muslos de pollo con ajos y aceitunas cuando llamó Max Loewenthal. Lo primero que pensé al oír su voz inesperadamente fue que algo le había ocurrido a Lotty.

– No, no, está bien, Victoria. Pero ese médico sobre el que me preguntaste hace dos semanas, ese Curtis Chigwell, ha intentado suicidarse. ¿No lo sabías?

– No -me llegó el olor a aceite quemado y con el brazo izquierdo y el cable de teléfono estirado al máximo alcancé a apagar la cocina-. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo te has enterado?

Lo habían dicho en las noticias de las seis. La hermana de Chigwell le había encontrado al ir al garaje a buscar unas herramientas de jardinería a las cuatro.

– Victoria, esto me resulta de lo más violento. Muy violento. Hace dos semanas me pediste su dirección y hoy intenta suicidarse. ¿Qué papel has jugado en esto?

Me puse rígida de inmediato.

– Gracias, Max. Te agradezco el cumplido. La mayor parte de los días yo no me siento tan poderosa.

– Por favor, no lo eches a perder con tus ligerezas. Me has implicado. Quiero saber si he contribuido a la desesperación de ese hombre.

Procuré controlar mi ira.

– ¿Quieres saber si le eché en cara su dudoso pasado hasta tal punto que no pudo aguantar más y puso en marcha el monóxido?

– Algo así, efectivamente -el tono de Max era muy grave, su fuerte acento vienes más pronunciado que de costumbre-. Ya sabes, Victoria, que muchas veces buscando la verdad fuerzas a la gente a enfrentarse a cosas sobre sí mismos que habría sido mejor que no supieran. Te perdono que lo hicieras con Lotty, porque es fuerte y puede encajarlo. Y tú no te tratas con indulgencia tampoco. Pero al ser tan fuerte no ves que hay personas que no pueden asimilar esas verdades.

– Mira, Max; no sé por qué ha querido suicidarse Chigwell. No he visto el informe médico por tanto ni siquiera sé si lo hizo. Quizá le diera un infarto al encender el motor del coche. Pero si ha sido por las preguntas que he hecho, no siento ni un minuto de remordimiento. Estaba implicado en una operación de tapadera para Químicas Humboldt. Qué era, por qué o hasta qué punto, no lo sé. Pero eso no tiene nada que ver con sus fuerzas y sus debilidades personales; tiene que ver con las vidas de muchas otras personas. Si -y es un si tremendamente aventurado- si hubiera sabido hace dos semanas que mi visita le habría llevado a encender el gas, puedes estar seguro de que volvería a hacérsela -cuando dejé de hablar estaba jadeando, con la boca muy seca.

– Te creo, Victoria. Y no tengo ninguna gana de hablar contigo en ese tono. Pero sí quiero pedirte una cosa: que no pienses en mí la próxima vez que necesites ayuda en alguna de tus persecuciones -colgó antes de que pudiera decir una palabra.

– Pues que te zurzan, santurrón de mierda -grité por el teléfono mudo-. ¿Te crees que eres mi madre, o sólo la balanza de la justicia?

No obstante mi rabia, me sentí inquieta: había azuzado a Murray Ryerson contra el matasanos en mitad de la noche. Era posible que le hubieran acosado y que su imaginación hubiera transformado un pecadillo menor en asesinato. Con la esperanza de aquietar mi conciencia, localicé al director de la sección de sucesos delictivos en la redacción del Herald-Star. Estaba indignado: él había enviado reporteros para interrogar al médico sobre Pankowski y Ferraro, pero no les habían permitido entrar.

– No me vengas con acosos, Doña Listilla. Tú eres la que hablaste con el tipo. Hay algo que no me quieres decir, pero ni siquiera voy a especular sobre lo que es. Tenemos unos cuantos mandados en la fábrica Xerxes y vamos a llegar al grano antes sin que nos cruces los cables con tu ayuda. Vamos a publicar una historia preciosa de interés humano sobre la Sra. Pankowski mañana, y espero recibir algo de ese abogado Manheim que los representó.

Al final, le arranqué a Murray a regañadientes algunos detalles más sobre el intento de suicidio de Chigwell. Había desaparecido después de comer, pero su hermana no le había echado de menos porque había estado ocupada con la casa. A las cuatro decidió ir al garaje para revisar el equipo de jardinería con objeto de tenerlo listo para la primavera. En sus comentarios a la prensa no había incluido mención alguna ni de mí ni de Xerxes, simplemente había dicho que su hermano se había mostrado alterado desde hacía varios días. Tenía tendencia a las depresiones y a ella no le había extrañado en el momento.

– ¿Existe alguna duda sobre que lo hiciera él mismo?

– ¿Quieres decir si alguien entró en el garaje, le ató y le amordazó, le sujetó al coche y después le desató cuando estuvo inconsciente, suponiendo que había muerto y parecería suicidio? No me tomes el pelo, Warshawski.

Cuando al fin concluyó la conversación yo estaba de peor humor que antes de iniciarla. Había cometido el pecado mortal de dar a Murray más información de la que había recibido a cambio. Como resultado, sabía tanto sobre Pankowski y Ferraro como yo. Dado que él contaba con un equipo de trabajo que podía seguir toda una serie de pistas, era muy posible que desenmarañara lo que inducía las mentiras de Humboldt y Chigwell antes que yo.

Soy tan competitiva como el que más -y más que muchos- pero no era sólo el temor a llegar después que Murray lo que me molestaba. Era el derecho a la intimidad de Louisa; ella no se merecía que la prensa manoseara su pasado. Y no dejaba de escocerme -irracionalmente, de acuerdo- que no hubiera estado en casa en ningún momento cuando Nancy intentó localizarme el día que la mataron.

Eché un vistazo lastimero al pollo a medio cocinar. El único dato que no le había dado a Murray era la carta al Descanso del Marino que había encontrado en el coche de Nancy. Y ahora que el joven Art había desaparecido no estaba muy segura de a quién dirigirme a ese respecto. Me serví una copa (una de las diez señales de peligro: ¿recurres al alcohol en estados de ansiedad o frustración?) y me fui al salón.

El Descanso del Marino era una gran compañía de seguros de vida y médicos con central en Boston, pero tenía una sucursal grande en Chicago. Había visto su anuncio de televisión un millón de veces, con su marinero de aspecto confiado tumbado en una hamaca: descanse con los marinos y duerma tan apaciblemente como ellos.

Sería peliagudo explicar al actuario de una corporación el origen de mi información. Casi tan difícil como querer explicárselo a Art el Viejo. Las compañías de seguros guardan sus datos actuariales con un cuidado generalmente asociado al Santo Grial. De modo que, aun si estuvieran dispuestos a aceptar mi palabra de tener derecho a aquellos documentos, no sería fácil convencerles de que me dieran información sobre ellos; como, por ejemplo, si los datos eran exactos. Primero tendrían que obtener permiso de las oficinas centrales de Boston y eso podía tardar un mes o más.

Era posible que Caroline conociera el significado de los documentos, pero no me dirigía la palabra. La única otra persona a la que se me ocurría preguntar era Ron Kappelman. La información del seguro no tenía aspecto de guardar relación alguna con la planta de reciclaje de PRECS, pero a Nancy le caía bien Ron, trabajaba en estrecha colaboración con él. Quizá hubieran visto las mismas posibilidades jugosas en la carta que ella poseía.

Gracias al cielo el número de su casa estaba en la guía, y -mayor milagro si cabe- Ron estaba allí. Cuando le conté de lo que se trataba pareció muy interesado, haciéndome muchas preguntas ladinas en cuanto a la forma en que había dado con ello. Yo respondí vagamente que Nancy me había legado la responsabilidad de algunos de sus asuntos personales, y conseguí que accediera a pasarse por mi casa a las nueve a la mañana siguiente antes de irse a trabajar.

Volví a contemplar el desorden del salón. Por muchos números atrasados del Wall Street Journal que quitara de en medio aquello no podía parecerse a su resplandeciente casa de Langley. Metí la sartén con el pollo en la nevera; había perdido todo interés en guisarlo, por no hablar de comerlo. Llamé a una vieja amiga mía, Velma Riter, y me fui con ella a ver Las brujas de Eastwick. Cuando al fin regresé a casa había conseguido despejarme la cabeza de Chigwell y Max lo bastante para permitirme dormir.

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