37.- El tiburón pone carnada

Tenía el cerebro en ese estado embotado y febril en el que duermes como si estuvieras drogado: pesadamente pero sin descansar. La tragedia de la vida de Louisa se insinuaba continuamente en mis sueños; Gabriella me reprendía duramente en italiano por no haber cuidado mejor de nuestra vecina.

Desperté definitivamente a las cinco de la mañana y paseé intranquila por la cocina de Lotty, deseando tener a la perra conmigo, deseando poder hacer algo de ejercicio, deseando encontrar el modo de obligar a Gustav Humboldt a escucharme. Lotty se unió a mí en la cocina poco antes de las seis. Su rostro demacrado delataba su propia historia de noche insomne. Me puso una mano fuerte en el hombro y me lo oprimió suavemente, después procedió a preparar el café sin decir palabra.

Después que Lotty se hubo marchado a sus rondas de primera hora de la mañana en el Beth Israel, fui hacia el sur una vez más para ver a Louisa. Esta se alegró de verme, como siempre, pero parecía más agotada que en las anteriores ocasiones en que había estado allí. Le pregunté con toda la delicadeza y sutileza que pude el comienzo de su enfermedad, cuando había empezado a sentirse mal.

– ¿Recuerdas esos análisis de sangre que solían haceros… el viejo Chigwell el Chinche?

Soltó una risa cascada.

– Yo lo creo. Vi dónde quiso suicidarse el viejo chinche. Apareció en todos los canales de televisión la semana pasada. Siempre fue un hombrecillo débil; le asustaba su propia sombra. No me extrañó que no estuviera casado. No hay mujer que quiera un quisquilla como ése que no es capaz ni de defenderse.

– ¿Qué te dijo cuando te sacó sangre?

– Que era una de las prestaciones, decían, un examen físico anual como ése, con análisis de sangre y todo. No era el tipo de cosa que a mí se me habría ocurrido. No sabía que la gente quisiera esas cosas. Pero al jefe sindical le parecía bien y a los demás nos daba igual. Nos sacaba del trabajo con paga una mañana al año, ¿sabes?

– ¿Nunca os dieron los resultados? ¿O los mandaron a vuestro médico?

– Anda ya, mujer -Louisa agitó las manos y tosió fuertemente-. De todos modos, si nos hubieran dado los resultados no habríamos sabido qué significaban. El Dr. Chigwell me enseñó una vez mi gráfico y, te digo, para mí como si fuera árabe; ¿sabes esas rayas onduladas que llevan en las banderas y demás? Pues eso me parecieron más o menos los análisis médicos.

Me forcé a reír un poco y permanecí un rato de charla. Pero Louisa se agotaba pronto, y se quedó dormida a mitad de frase. Me quedé a su lado mientras dormía, obsesionada por las acusaciones de Gabriella en mis sueños.

Qué vida. Criada en aquella familia angustiante, violada por su propio tío, envenenada por su jefe, y muriendo lenta y dolorosamente. Y sin embargo, no era una persona infeliz. Cuando se había mudado a la casa de al lado estaba asustada, pero no amargada. Había criado a Caroline con júbilo y había disfrutado de la libertad de hacer su propia vida al margen de sus padres. De modo que quizá mi compasión no sólo fuera impropia sino también condescendiente.

Mientras observaba el subir y bajar del pecho de Louisa con su respiración estertórea, me preguntaba qué debía decir a Caroline sobre su padre. No decirle nada sería una especie de control, una forma de poder sobre su vida a la que no tenía derecho. Pero decírselo me parecía una crueldad sin sentido. ¿Se merecía ella un conocimiento tan opresivo?

Seguía aún rumiando el asunto mentalmente cuando entró corriendo Caroline a mediodía para prepararle la comida de Louisa, un almuerzo ligero sin sal y con viandas más bien exiguas. Caroline se alegró de verme, pero tenía mucha prisa, corriendo como iba entre reuniones.

– ¿Encontraste el volante? Lo dejé junto a la cafetera. Quisiera que me contaras qué es lo que te tiene tan excitada; si afecta a mamá tengo derecho a saberlo.

– Si supiera exactamente cómo le afecta te lo diría sin pensarlo; pero hasta ahora no he hecho más que abrirme paso entre la hojarasca.

Encontré el volante y lo estudié mientras Caroline le llevaba la comida a Louisa. Me dejó más perpleja aún de lo que había estado antes: estaban excluidas todas las prestaciones que Louisa recibía regularmente. Atención médica fuera del hospital, diálisis, oxígeno a domicilio. Cuando Caroline entró le pregunté quién pagaba aquellos servicios, por saber si ella se las estaba arreglando para juntar el dinero necesario.

Negó con la cabeza.

– Xerxes se ha portado muy bien con mamá. Pagan todas las facturas sin preguntar. Si no puedes decirme lo que está pasando con mi propia madre, me vuelvo a la oficina. Quizá haya alguien allí que me informe. O quizá contrate a mi propio investigador -me sacó la lengua.

– Inténtalo, mocosa… todos los investigadores privados de la ciudad han sido informados de que eres un riesgo grave.

Caroline rió y se fue. Yo me quedé hasta que Louisa hubo terminado su magro almuerzo y se durmió nuevamente. Dejando la televisión encendida como ruido de fondo, salí de puntillas y devolví la llave al saliente del porche trasero.

Hubiera querido entender por qué se habían llevado a cabo todos esos análisis de sangre muchos años antes de que nadie tuviera interés en demandar a la compañía. Presumiblemente guardaba relación con el chanchullo del seguro, pero no veía la conexión exacta. No conocía a nadie en Xerxes dispuesto a hablar conmigo. Quizá lo estuviera la Srta. Chigwell, pero sus vínculos habían sido tenues y no precisamente favorables. Ella era mi única posibilidad, no obstante, de modo que hice el largo recorrido hasta Hindsdale.

La Srta. Chigwell estaba en el garaje pintando el bote de remo. Me saludó con su habitual aspereza brusca, pero dado que me invitó a tomar el té en su casa supuse que se alegraba de verme.

No tenía ni idea de por qué habían empezado a hacer análisis de sangre en la fábrica Xerxes.

– Lo único que recuerdo es que a Curtís le trastornó mucho porque había que mandar aquellas muestras al laboratorio y llevar un registro aparte de todas ellas, adjudicando números a los empleados y demás. Por eso tenía sus propios cuadernos, para poder seguirlos por el nombre y no tener que preocuparse por el sistema de números.

Estuve sentada en la butaca de chintz durante más de una hora, comiendo un buen montón de galletas mientras ella hablaba de lo que haría si no encontraba a su hermano.

– Siempre quise ir a Florencia -dijo-. Pero ahora soy ya demasiado vieja, supongo. Nunca he conseguido que Curtis aceptara viajar fuera del país. Siempre se teme contraer alguna enfermedad horrible por la comida o el agua, o que los extranjeros le engañen.

– Yo también he querido ir a Florencia; mi madre era de un pueblecito del sudeste de Toscana. Mi excusa es que nunca he tenido dinero suficiente para pagar el billete de avión -me incliné hacia adelante y añadí persuasivamente-. Usted le ha dado a su hermano la mayor parte de su vida. No tiene que pasar lo que le queda esperando en la ventana con una vela encendida. Si yo tuviera setenta y nueve años y estuviera bien de salud y con algún dinero, estaría en el aeropuerto de O'Hare con una maleta y un pasaporte a tiempo para el vuelo de esta noche.

– Usted probablemente sí -asintió-. Es una mujer valiente.

Me fui poco después de aquello y volví hacia Chicago, otra vez con dolor de hombros. La charla con la Srta. Chigwell había sido una apuesta con pocas posibilidades. Podría haberla llevado a cabo por teléfono si no me apeteciera verla, pero aquella infructuosa diligencia al final de una semana difícil me había dejado agotada. Quizá había llegado el momento de entregar a la policía lo que tenía. Empecé a imaginar cómo iba a contarle a Bobby la historia:

«Verás, hicieron toda una serie de análisis de sangre a sus empleados y ahora temen que alguien se entere y les ponga una demanda por ocultar evidencia en cuanto al calibre de la toxicidad de la xerxina.»

Y Bobby sonriendo indulgente y diciendo: «Comprendo que te ha caído bien la buena señora, pero es evidente que le ha guardado rencor a su hermano todos estos años. Yo no aceptaría sus palabras así por las buenas. ¿Cómo sabemos siquiera que esos cuadernos son del doctor? Ella tiene alguna formación médica; podría haberlos falsificado simplemente para buscarle un lío. Entonces él desaparece y ella busca el modo de deshacerse de ellos. Qué puñetas» -no, Bobby no emplearía palabras malsonantes delante de mí-. «Qué demonios, Vicki, quién te dice que no tuvieron la pelea que colmó el vaso, le aporreó en la cabeza y después se asustó y enterró el cuerpo en Arroyo Salado. Entonces la Srta. Chigwell te llama para decirte que su hermano ha desaparecido. Tú estás entusiasmada con la señora; te vas a tragar el cuento como ella quiera contártelo.»

¿Y quién me aseguraba que no hubiera sido así? En todo caso estaba bastante segura de que sería así como Bobby vería el asunto antes de actuar contra una persona tan importante en Chicago como Gustav Humboldt. Podía contarle toda la historia a Murray, pero lejos de compartir la renuencia de Bobby a perseguir a Humboldt, Murray arrasaría como el caballo de Atila sobre las vidas de todos los implicados. No quería darle nada que le impulsara a ir en busca de Louisa.

Pasé por mi casa para animar al Sr. Contreras por la pérdida del joven Art y ver a la perra. Estaba demasiado oscuro para sentirme cómoda llevándola a dar un paseo, pero era evidente que estaba desarrollando el nerviosismo que siente el animal vigoroso que no hace bastante ejercicio. Un motivo más para desentenderme de Humboldt: poder salir a correr con la perra.

Una vez más inspeccioné las calles de alrededor, pero mis perseguidores no parecían estar por ninguna parte. En cierto sentido eso me alegró menos en lugar de más. Acaso mis amigos estuvieran simplemente esperando a que Troy y Wally salieran bajo fianza. Pero podrían haber decidido que un golpe corriente y vulgar no serviría y planeaban algo más decisivamente espectacular, como una bomba en mi coche o en casa de Lotty. Por si acaso, dejé el coche a cierta distancia de su edificio y cogí el autobús de vuelta a través de Irving Park.

Hice frittata para cenar, con más éxito que el pollo, dado que no se chamuscó, pero no podría haber dicho a qué sabía. Le hablé a Lotty de mis diversos dilemas: cómo dar a entender claramente la situación a Jurshak y Humboldt, y si informar a Caroline de que había encontrado a su padre.

Frunció los labios.

– No puedo aconsejarte sobre el Sr. Humboldt. Vas a tener que pensar algún plan. Pero sobre el padre de Caroline tengo que decirte que, en mi experiencia, siempre es mejor que la gente sepa las cosas. Dices que es una noticia horrible y lo es. Pero no es una débil mental. Y no puedes decidir por ella lo que puede saber y lo que es preferible que no sepa. Para empezar, cabe la posibilidad de que lo descubra de modo mucho más horrendo a través de otra persona. Y para seguir, puede imaginarse sin dificultad cosas mucho más espantosas para ella. De modo que de estar en tu lugar yo se lo diría.

Era una forma de expresar más exactamente mis propios pensamientos. Cabeceé.

– Gracias, Lotty.

Pasamos el resto de la velada en silencio. Lotty repasaba los periódicos de la mañana, mientras la luz dibujaba pequeños prismas en las medias gafas que llevaba para leer. Yo no hice nada. Sentía como si tuviera la cabeza encajonada en una cobertura de acero: un revestimiento protector para evitar que entraran ideas de ninguna clase. Los residuos de mi temor. Yo lanzaba tarascadas al gran tiburón pero me daba miedo buscar un arpón y atacarle directamente. Detestaba saber que había logrado intimidarme, pero la conciencia de ello no me producía un flujo desbordado de ideas.

El teléfono me sobresaltó sacándome de mis sombrías meditaciones hacia las nueve. Uno del personal de plantilla del Beth Israel no estaba seguro sobre qué hacer con una de las pacientes de Lotty. Esta habló con él unos minutos, y después pensó que sería preferible que se ocupara ella del parto personalmente y se fue.

Yo había comprado una botella de whisky ayer junto a los alimentos. Cuando Lotty llevaba fuera alrededor de media hora, me serví un vaso y procuré interesarme en las proezas televisadas de John Wayne. Cuando el teléfono volvió a sonar hacia las diez apagué el aparato, pensando que podía ser algún paciente de Lotty.

– Residencia de la Dra. Herschel.

– Busco a una mujer que se llama Warshawski -era una voz de hombre, fría, distante. La última vez que la había oído me había dicho que todavía no había nacido la persona que pudiera nadar en un pantano.

– Si la veo, le daré cualquier mensaje encantada -dije con toda la serenidad que pude reunir.

– Pregúntele si conoce a Louisa Djiak -dijo la voz fría inexpresivamente.

– ¿Y si la conoce? -la voz me tembló pese a todos mis esfuerzos por controlarla.

– A Louisa Djiak no le queda mucho tiempo de vida. Podría morir en su cama sin salir de casa. O puede desaparecer en las lagunas que hay a espaldas de la fábrica Xerxes. Su amiga Warshawski puede elegir. Louisa está en Xerxes en este momento. Está totalmente sedada. Lo único que tiene que hacer -que tiene que decir a su amiga Warshawski que haga- es ir y echarle un vistazo. Si va, esta mujer se despertará mañana en su cama sin saber que salió de allí en ningún momento. Pero si aparece algún policía con Warshawski, van a tener que buscarse a algún hombre rana que quiera zambullirse en xerxina antes de poder enterrar cristianamente a la Djiak -la comunicación se interrumpió.

Perdí unos pocos minutos recriminándome inútilmente. Había estado tan centrada en mí misma, en mi íntima amistad con Lotty, que no había imaginado siquiera que Louisa pudiera estar en peligro. Pese a haberle contado a Jurshak que tenía conocimiento de su secreto. Si Louisa y yo desaparecíamos, no quedaría nadie que pudiera revelarlo y él estaría a salvo.

Me obligué a pensar serenamente; maldecirme a mí misma no sólo era una pérdida de tiempo, sino que me nublaría la capacidad de discernimiento. Lo primero que tenía que hacer era ponerme en movimiento. Podía esperar al largo trayecto hacia el sur para idear alguna estrategia brillante. Metí otro cargador en la pistola y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta, después escribí una nota a Lotty. Me asombró ver que mi letra se configuraba con los mismos trazos alargados y gruesos de siempre.

Iba a cerrar con llave la puerta de Lotty cuando recordé la artimaña que había alejado al Sr. Contreras del edificio hacía unas noches. No quería meterme en una trampa aquí. Volví a entrar para cerciorarme de que Louisa faltaba realmente de su casita de Houston. Nadie cogió el teléfono. Tras unas cuantas llamadas frenéticas -la primera a la Sra. Cleghorn para que me diera los nombres y números de alguna persona de PRECS- supe que Caroline había vuelto a la oficina hacia las cuatro. En esos momentos estaba encerrada en el centro con algunos abogados de la Agencia de Protección del Medio Ambiente en lo que tenía aspecto de ser una sesión para toda la noche.

La mujer con la que hablé tenía el número de las personas que vivían en la antigua casa de mis padres, una pareja de apellido Santiago. Caroline le había dado su teléfono a todos sus compañeros de trabajo para un caso de emergencia. Cuando llamé a la Sra. Santiago me dijo amablemente que se habían llevado a Louisa en una ambulancia hacia las ocho y media. Le di las gracias mecánicamente y colgué.

Hacía casi media hora que había recibido la llamada. Había que ponerse en movimiento. Hubiera deseado compañía para aquel viaje, pero habría sido una crueldad llevarme al Sr. Contreras: para él y para Louisa. Pensé en amigos, en la policía, en Murray, pero en nadie a quien pudiera pedir que me acompañara en una ocasión tan extremadamente peligrosa.

Miré cautelosamente por el corredor abajo cuando salí de casa de Lotty. Alguien sabía que podía llamarme aquí; podrían atajar descerrajándome un tiro al bajar por la escalera. Mantuve la espalda pegada a la pared, y bajé muy agachada. En lugar de salir por la puerta delantera, bajé al sótano. Avancé con cuidado por la planta oscura, tanteando cautamente las llaves de Lotty para encontrar la que abría el doble cerrojo de la puerta del sótano. Seguí por el callejón hasta la carretera de Irving Park.

Un autobús paró justamente cuando llegaba a la calle principal. Rebusqué en el bolsillo para sacar una ficha de debajo del cargador de recambio y al final logré sacar una sin tener que enseñar al mundo entero mis municiones. Permanecí en pie el trayecto de ocho manzanas hasta el parque Irving, sin ver nada ni de los pasajeros ni de la noche. En Ashland me bajé y fui a por mi coche.

De algún modo, el chirriante motor diesel del autobús me había procurado el ambiente que me hacía falta para tranquilizar mi cabeza del todo, para que empezaran a fluir las ideas. Si habían venido a buscar a Louisa en ambulancia, si estaba completamente sedada, tenían que haber llevado un médico. Y sólo había una opción posible sobre qué médico sería el implicado en aquel infame plan. De modo que había una persona que también tenía parte en esto y a la que no sería un crimen pedirle que compartiera mis riesgos. Por segunda vez en el día salí de la Eisenhower hacia Hinsdale.

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