Louisa volvió a dormirse mientras yo sostenía su mano en la mía. Cuando sus débiles dedos se aflojaron me volví hacia Chigwell y le pregunté iracunda qué le había dado.
– Sólo… sólo un sedante -dijo, chupándose los labios nerviosamente-. Es sólo morfina. Pasará el próximo día durmiendo, nada más.
Desde su asiento de la mesa la Srta. Chigwell le dirigió una mirada abrasadora de desdén, pero parecía estar en exceso agotada para expresar con palabras sus sentimientos. Le preparé un camastro en la salita de reconocimiento pero pertenecía a una generación demasiado púdica para tumbarse en público. Por el contrario, permaneció erguida en la vieja silla de oficina, cerrándosele los párpados, con la tez empalidecida.
La fatiga se mezclaba con la tensión de la espera produciéndome un frenesí de nerviosa irritación. No hacía más que verificar mis barricadas, pasar a la salita para escuchar la respiración corta y resollante de Louisa, otra vez a la oficina para ver cómo iba la Srta. Chigwell.
Por último me dirigí al médico, concentrando toda mi febril energía en arrancarle la información que tenía. Era una historia breve y nada edificante. Había trabajado tantos años en los análisis de sangre de Xerxes que había logrado olvidar un detalle insignificante: no estaba comunicando a los interesados que en su opinión podían estar enfermando. Cuando aparecí yo haciendo preguntas sobre Pankowski y Ferraro, se había asustado. Y cuando aparecieron los reporteros enviados por Murray se había aterrado del todo. ¿Y si se descubría la verdad? No sólo significaría demandas por haber actuado contra la ética profesional, sino horribles humillaciones a manos de Clio: jamás le permitiría olvidar que nunca había estado a la altura de su padre. Aquel comentario le mereció la única, y fugaz, simpatía que sentí por él; tenía que ser un infierno convivir con la feroz ética de su hermana.
Cuando fracasó su intento de suicidio, el médico no supo qué hacer. Entonces había llamado a Jurshak: Chigwell le conocía de su período de trabajo en Chicago Sur. Si Chigwell les prestara un sencillo servicio, conseguirían que las pruebas contra él fueran suprimidas.
No tenía elección, murmuró, dirigiéndose a mí, no a su hermana. Cuando supo que lo único que querían de él es que le suministrara a Louisa Djiak un sedante fuerte y se ocupara de ella en la fábrica durante unas pocas horas, no tuvo inconveniente en acceder. No le pregunté qué había pensado sobre tener que dar el paso siguiente y ponerle una inyección mortal.
– ¿Pero por qué? -inquirí-. ¿Por qué montar semejante charada para empezar, si no iban a informar de los resultados a los empleados?
– Humboldt me dio instrucciones de que lo hiciera -balbució, mirándose las manos.
– ¡Eso ya me lo imaginaba sin que me lo dijera! -respondí con brusquedad-. ¿Pero por qué demonios le pidió que lo hiciera?
– Tenía… esto… tenía que ver con el seguro -farfulló casi sin abrir la boca.
– Desembucha, Curtís. No te vas a ir de aquí hasta que me entere, de modo que cuanto antes mejor.
Miró a su hermana de soslayo, pero ella seguía pálida y quieta, absorta en su propia nube de agotamiento.
– El seguro -insistí.
– Veíamos… Humboldt sabía… que teníamos demasiadas bajas por enfermedad, que eran muchas las personas que estaban perdiendo horas de trabajo. Primero nuestro seguro médico empezó a subir, a subir mucho, y después Seguros Ajax nos rechazó y tuvimos que buscar otra compañía. Cuando hicieron su estudio, nos dijeron que nuestros riesgos eran excesivos.
Me quedé boquiabierta.
– Entonces pidieron a Jurshak que actuara como agencia garante y manipulara los datos para poder demostrar a otra compañía que eran asegurables.
– Era sólo para ganar tiempo mientras averiguábamos dónde estaba el problema y lo enmendábamos. Fue entonces cuando empezamos a hacer los análisis de sangre.
– ¿Y qué pasaba en cuanto a la indemnización al trabajador?
– Nada. Ninguna de las enfermedades era indemnizable.
– ¿Porque no tenían origen laboral? -las sienes me dolían con el esfuerzo de seguir aquella abstrusa historia-. Pero sí lo tenían. Estaba demostrando que lo tenían por los análisis de sangre.
– De ningún modo, joven -durante unos instantes se impuso su lado pomposo- Los datos no establecieron la causalidad. Simplemente nos permitieron hacer proyecciones de los gastos médicos y el rendimiento probable de la mano de obra.
Yo estaba demasiado estupefacta para hablar. Las palabras le salían tan fácilmente que tenía que haberlas pronunciado mil veces en reuniones de comisiones o ante la junta directiva. Veamos simplemente qué costes va a suponer la fuerza de trabajo si sabemos que el X por ciento de los trabajadores estarán enfermos una fracción Y de tiempo. Elaboremos diferentes proyecciones de costes, a mano, una pesadez antes de los ordenadores. Y entonces a alguien se le ocurre una idea brillante: vamos a reunir datos directos y lo sabremos con seguridad.
La enormidad de todo el plan me despertó una rabia homicida. El áspero jadeo de Louisa al fondo añadía ardor a mi furia. Hubiera querido matar a Chigwell de un tiro allí mismo, y después marchar a la Costa de Oro y despachar a Humboldt. Ese canalla. Ese asesino cínico, inhumano. La cólera me invadió como una ola, haciéndome llorar.
– De modo que nadie recibía la debida cobertura médica o de vida simplemente para ahorraros unos cuantos dólares miserables.
– Algunos sí la recibieron -susurró Chigwell-. Suficiente para evitar que determinadas personas hicieran preguntas. Esa mujer de ahí, por ejemplo. Jurshak dijo que conocía a su familia y por eso se sentía obligado a ocuparse de ella.
Ante aquello estaba realmente dispuesta a asesinar, pero un movimiento de la Srta. Chigwell captó mi atención. Su rostro macilento no se había alterado, pero al parecer había estado escuchando, no obstante su aparente lejanía. Intentó levantar una mano para detenerme, pero le fallaron las fuerzas. Sin embargo, dijo, con un hilo de voz:
– Lo que estás contando es demasiado infame para hablar de ello, Curtís. Mañana trataremos sobre qué medidas vamos a tomar. No podemos seguir viviendo juntos después de esto.
El médico volvió a desinflarse, hundiéndose en sí mismo sin decir palabra. Probablemente no era capaz de pensar más allá de esta noche, con su amenaza de arresto y encarcelamiento. Tal vez otros horrores estuvieran intensificando la palidez grisácea que le rodeaba la boca, pero no creía que fuera así: no creía que tuviera imaginación suficiente para representarse lo que realmente había estado haciendo en Xerxes en su función de médico. Quizá el hecho de que le pusiera en la calle de una patada la hermana que siempre le había protegido fuera castigo bastante; tal vez aquello le haría más daño que ninguna otra cosa.
Agotada, volví a la sala de reconocimientos para mirar una vez más a Louisa. Su jadeante respiración parecía inalterada. Susurraba en sueños, algo sobre Caroline, no pude entender qué.
Fue entonces cuando empezó el tiroteo. Miré mi reloj: habían pasado treinta y ocho minutos desde mi llamada a Bobby. Tenía que ser la policía. Tenía que ser. Puse en movimiento mis fatigados hombros corriendo la mesa que bloqueaba la puerta hacia atrás. Advirtiendo a mis defendidos que permanecieran donde estaban, apagué las luces de la habitación y me arrastré una vez más hacia la planta. Pasaron otros cinco minutos, y después el lugar se llenó de muchachos de azul. Yo abandoné la protección de un caldero para hablar con ellos.
Pasó algún tiempo antes de que se pudieran aclarar las cosas: quién era yo, por qué estaba el concejal tendido en un charco de sangre junto a Steve Dresberg en el suelo de la fábrica, qué hacían allí Louisa Djiak y los Chigwell. En fin, lo normal.
Cuando Bobby Mallory hizo acto de presencia a las tres empezamos a movernos más deprisa. Bobby escuchó mis preocupaciones sobre Louisa durante unos treinta segundos, después hizo que uno de los hombres llamara a una ambulancia del departamento de bomberos para que la llevara al Socorro del Cristiano. Otra ambulancia había salido ya con Dresberg y Jurshak hacia el Hospital del Condado. Ambos seguían vivos, pero sus perspectivas eran inciertas.
Saqué un minuto entre la confusión para llamar a Lotty, informarle sobre los datos escuetos de lo ocurrido y de que yo estaba indemne. Le dije que no me esperara, pero en el fondo de mi corazón le rogué que lo hiciera.
Cuando llegó la policía estatal asignaron un coche para transportar a los Chigwell a su casa. Quisieron mandar a la Srta. Chigwell al hospital para observación, pero ella insistió inflexiblemente en volver a su propia casa.
Antes de la llegada de Mallory yo había estado diciendo a todo el mundo que Jurshak había atraído a Chigwell a la fábrica con el cuento de haber encontrado un empleado medio muerto en el local. La Srta. Chigwell no había querido dejarle ir solo a hora tan intempestiva y los dos se habían encontrado en mitad de un tiroteo. Bobby me miró fijamente, pero al fin accedió a mi versión cuando quedó claro que no iba a sacar nada más del médico y de su hermana.
Bobby me dejó en cuclillas, apoyada cansadamente contra un pilar de la zona industrial mientras él consultaba al comandante del Quinto Distrito. Los destellos que arrancaba la luz a las chaquetas de los uniformes y la ferretería me estaban mareando; cerré los ojos, pero no pude dejar de oír el estrépito, ni de percibir el turbio olor de la xerxina. ¿Cuál sería mi nivel de creatina después de esta noche? Imaginé mis riñones llenos de lesiones: rojos como la sangre y con agujeros negros rezumando xerxina. Alguien me sacudió bruscamente. Abrí los ojos. El sargento McGonnigal estaba de pie junto a mí, su cara cuadrada exhibía una ansiedad infrecuente.
– Vamos fuera; necesitas aire fresco, Vic.
Le dejé que me ayudara a levantarme y fui dando tumbos detrás de él hacia la plataforma de carga, donde la policía había abierto las puertas enrollables de acero que daban acceso al río. La niebla había levantado; las estrellas despedían diminutos alfileres dorados en los cielos contaminados. El aire seguía cargado con el olor de muchos productos químicos, pero con el frío parecía más puro que el del interior de la fábrica. Miré hacia el agua oscuramente centelleante por la luz de la luna, y tirité.
– Ha sido una noche bastante dura.
La voz de McGonnigal tenía el grado de preocupación exactamente adecuado. Hice lo posible por no imaginármelo aprendiendo a dirigirse de aquel modo a los testigos difíciles en algún seminario de Springfield; procuré creer que realmente le importaban los horrores por los que había pasado.
– Un tanto agotadora -asentí.
– ¿Quieres contármelo, o quieres esperar hasta que llegue el teniente?
De modo que, efectivamente, eran las lecciones aprendidas en el seminario. Los hombros se me cargaron algo más.
– Si te lo digo, ¿tendré que repetírselo a Mallory? No es precisamente una historia que me apetezca contar más de una vez.
– Ya conoces a los polis, Warshawski: nunca nos conformamos con que nos cuenten las cosas una sola vez. Pero si me la resumes esta noche, te puedo garantizar que servirá por el momento; te llevamos a casa mientras quede aún algo de noche para dormir.
Quizá hubiera un poco de preocupación personal mezclada con lo demás. No la suficiente para inducirme a contarle toda la verdad y nada más que la verdad; en fin, no le iba a explicar lo de los archivos médicos del doctor. Y desde luego tampoco las relaciones de Jurshak con Louisa. Pero después que hube llevado una caja de madera junto a la orilla del agua y estuve sentada, le di más detalles de lo que había pensado en un principio.
Empecé con la llamada de Dresberg.
– Dresberg sabía que Louisa me importaba mucho; mi madre la había cuidado cuando estaba embarazada y habían sido muy amigas. Por tanto debieron comprender que ella sería alguien a quien yo vendría sin duda a socorrer hasta aquí.
– ¿Por qué no nos llamaste entonces? -preguntó impaciente McGonnigal.
– No sabía cómo os las arreglaríais en un asalto silencioso. La tenían aquí, en la parte trasera de la fábrica; la habrían asesinado sin más al comprender que los estaban atacando. Quería colarme aquí en persona.
– ¿Y eso cómo lo conseguiste? Tenían un vigía donde gira la carretera hacia aquí y había otro tipo a las puertas. No me digas que fumigaste el aire con un amnésico y te metiste delante de sus narices.
Sacudí la cabeza y señalé hacia la barquita que flotaba abajo a nuestro lado. La iluminación de los focos reveló la expresión de incredulidad de McGonnigal.
– ¿Remaste río arriba con eso? Venga, Warshawski. Habla en serio.
– Es la verdad -dije tozudamente-. Puedes creértelo o no. La Srta. Chigwell vino conmigo; la barca es suya.
– Creí que habías dicho que los Chigwell habían venido juntos.
Asentí.
– Sabía que si te decía la verdad los retendrías a ella y a su hermano aquí toda la noche y son muy viejos para eso. Además, tiene un tiro en el hombro, aunque sólo sea una rozadura. Tendría que haber estado en la cama hace horas.
McGonnigal dio un golpe en la caja con la palma de la mano.
– No tienes la exclusiva de la compasión, Warshawski. Hasta la policía puede mostrar consideración con una pareja tan mayor como los Chigwell. ¿Es que no puedes prescindir de tu mentalidad «anti-cerdos» de los años sesenta durante cinco minutos y dejarnos hacer nuestro trabajo? Podían haberte matado y haber liquidado de paso a la otra mujer Djiak y a tus amigos los viejos.
– Para tu información -le dije con frialdad-, mi padre era policía de patrulla y toda mi vida he llamado cerdos a los policías. Y además, no ha muerto nadie, ni siquiera esos dos mierdas que se lo merecían. ¿Quieres oír el resto de la historia o prefieres subirte al pulpito y seguir predicando?
Se puso muy tieso unos instantes.
– Ya comprendo por qué Bobby se exaspera de ese modo cuando habla contigo. Yo me estaba jactando de que le iba a demostrar al teniente lo que puede hacer un agente joven con una formación sensata con un testigo como tú, y lo he fastidiado en cinco minutos. Termina; no volveré a criticar tus métodos.
Concluí mi relato. Le dije que no sabía cómo se había enredado Chigwell con Jurshak y Dresberg, pero que le habían obligado a venir esta noche para ocuparse de Louisa. Y que la Srta. Chigwell estaba inquieta por él, de modo que cuando yo me presenté con la loca propuesta de que nos colásemos en la planta por la trasera, había saltado sobre la oportunidad.
– Ya sé que tiene setenta y nueve años, pero navegar ha sido su afición desde que era niña y desde luego sabe manejar un remo espléndidamente. Entonces, cuando estuvimos aquí, tuvimos un golpe de suerte: Jurshak entró en la fábrica y Dresberg se fue a ver a la gente de la ambulancia. ¿Quién había en su interior? ¿El que os disparó a vosotros cuando aparecisteis?
– No, era el vigía -respondió McGonnigal-. Intentó salir corriendo. Alguien le dio en el estómago.
De pronto recordé que Caroline Djiak no sabía dónde estaba su madre. Le expuse el problema a McGonnigal.
– Por ahora ha debido ya poner en pie de guerra al alcalde. Yo la llamaría si pudiera meterme en alguna de las oficinas.
Sacudió la cabeza.
– Me parece que ya te has movido bastante por esta noche. Enviaré a un hombre de uniforme a su casa; después pueden ponerle una escolta hasta el hospital si quiere. Tú vete a casa.
Me lo pensé. Tal vez fuera mejor no incluir un encuentro personal con Caroline entre las tensiones de la noche.
– ¿Podemos recoger mi coche? Está en Stony a media milla aproximadamente.
Sacó su walkie-talkie y pidió un agente de uniforme -mi amiga Mary Louise Neely-. Mary Louise saludó a McGonnigal con brío, pero pude ver que me dirigía miradas curiosas. Tal vez fuera humana, después de todo.
– Neely, quiero que nos lleves a la Srta. Warshawski y a mí a la carretera para recoger su coche. Después llévala a la dirección que te dé en Houston -le esbozó la situación sobre Caroline y Louisa.
La agente Neely asintió con entusiasmo: es una suerte ser elegida para una misión especial entre tantos. Aunque no ofreciera más que servicios de transporte, le proporcionaba una ocasión para causar buena impresión a un superior. Neely nos siguió mientras McGonnigal fue a informar a Bobby de lo que íbamos a hacer.
Bobby accedió a regañadientes; no quería contradecir a su sargento delante de mí y de un agente de uniforme.
– Pero mañana hablas conmigo, Vicki, te guste o no. ¿Te enteras?
– Claro, Bobby. Me entero. Pero espera hasta la tarde; seré mucho más cooperadora si puedo dormir.
– Bien, princesa. Vosotros los operadores privados trabajáis cuando os parece y luego dejáis a la policía para barrer los desperdicios. Vas a hablar conmigo cuando a mí me parezca bien.
Las luces volvían a bailarme ante los ojos. Había pasado más allá de la fatiga hacia un estado donde iba a empezar a tener alucinaciones si no me andaba con cuidado. Seguí a McGonnigal y a Neely hacia la oscuridad de la noche sin intentar siquiera responder.