27.- El juego está servido

Una irritante laxitud se había apoderado de mi cuerpo. Incluso la breve conversación con Caroline me había agotado. Me serví más té y encendí la tele. Faltando aún dos semanas para los entrenamientos de primavera, no había gran cosa durante el día. Pasé de un serial o otro serial, después de una lacrimógena congregación de rezo -la sollozante sucesora de Tammy Faye- y a Barrio Sésamo y apagué el aparato asqueada. Era mucho esperar que ordenara papeles o pagara facturas en mi debilitado estado; me envolví en la manta y me eché en el sofá para dormir un rato.

Desperté unos veinte minutos antes de la hora de llegada de Kappelman y me tambaleé hasta el cuarto de baño para mojarme la cara con agua fría. Alguien me había robado todas las toallas sucias, había fregado el lavabo y la bañera, y había ordenado los cachibaches de aseo y maquillaje. Eché un vistazo a mi habitación y me quedé pasmada al ver la cama hecha y prendas de vestir y zapatos guardados. Detestaba admitirlo, pero las habitaciones limpias alegraban mi ánimo afligido.

Había escondido los documentos de Nancy entre los montones de música del piano. Los duendes habían metido las partituras cuidadosamente en el banco del piano, pero los papeles del seguro permanecían intactos entre Italienisches Liederburch y las Arias de concierto de Mozart.

Estaba muy enfrascada con Che no sei capace -cuyo título me parecía admirablemente adecuado, puesto que no entendía nada- cuando Kappelman tocó el timbre. Antes de que pudiera llegar al telefonillo, el Sr. Contreras había salido de un salto al vestíbulo para inspeccionarle. Cuando abrí la puerta escuché sus voces en la escalera mientras subían juntos, procurando el Sr. Contreras acallar los recelos que le despertaba todo hombre que viniera a verme, y Kappelman disimular la impaciencia que le producía su acompañante.

Mi vecino empezó a hablarme en cuanto asomó su cabeza por el último giro de la escalera y me echó la vista encima.

– Ah, qué tal, pequeña. ¿Has descansado bien? Vengo sólo a recoger a su señoría, para que tome el aire y algo de comer. ¿No estarías dándole queso, verdad? Iba a decírtelo; no lo digiere.

Entró en la habitación y empezó a inspeccionar a Peppy por si hubiera señales de enfermedad.

– Ahora no debes llevártela de paseo sola, ni irte por tu cuenta a correr por ahí. Y no dejes que este joven te tenga levantada hasta que te agotes. Que necesitas mi ayuda para algo, la perra y yo estamos al tanto; no tienes más que darnos un grito.

Con esta advertencia apenas velada, recogió a Peppy. Remoloneó en la puerta con más admoniciones hasta que tuve que empujarle suavemente al descansillo.

Kappelman me miró agriamente.

– De haber sabido que el viejo me iba a investigar los papeles me habría traído a mi abogado. Yo diría que si lo tienes al lado no corres peligro; mataría con su charla a cualquiera que se le ocurriera atacarte.

– Es que le encanta imaginarse que tengo dieciséis años y es mi padre y mi madre -dije con más indulgencia de la que sentía. El deberle la vida al Sr. Contreras no me impedía encontrarle un tanto pesado.

Ofrecí una copa a Kappelman. Su primera opción fue cerveza, que casi nunca tengo en casa, seguida de coñac. Al fin conseguí topar con una botella de éste al fondo del armario de bebidas.

– Una chica del Sector Sur como tú tendría que tener siempre a punto un disparo y una cerveza -refunfuñó.

– Supongo que es un indicio más de hasta qué punto he abandonado mis raíces -le conduje al salón, doblando la manta que había dejado en el sofá para que pudiera sentarse. Mi casa nunca podría igualar su vitrina de la calle Pullman, pero al menos estaba aseada. No me felicitó por ello, pero es que tampoco podía saber cómo suele estar.

Después de unas cuantas naderías de cortesía sobre mi salud y su trabajo del día, le entregué el paquete de Nancy. Kappelman sacó unas gafas del bolsillo de la pechera de su raída chaqueta y repasó detenidamente los documentos uno a uno. Yo bebía mi vaso de whisky y leía la prensa del día procurando no mostrarme impaciente.

Cuando hubo terminado se quitó las gafas con un pequeño gesto de perpleja impotencia.

– No entiendo por qué tenía estos papeles Nancy. O por qué creía que podrían ser importantes.

Yo rechiné los dientes.

– No me digas que son totalmente insignificantes.

– No lo sé -encogió un hombro-. Tú puedes ver de lo que se trata igual que yo. No entiendo demasiado de seguros, pero me da la impresión de que Xerxes estaría pagando más que esos otros tipos y Jurshak intentaba persuadir a la compañía -miró los papeles buscando el nombre- Descanso del Marino para que le rebajaran las primas. Es evidente que eso significaba algo para Nancy, pero nada para mí. Lo siento.

Yo fruncí el ceño de un modo terrible, originando la clase de arrugas contra las que advierten a las estrellas en ciernes.

– Quizá la cuestión no sean los datos sino el hecho de que fuera Jurshak el que se ocupara del seguro. Quizá siga siendo esa la cuestión. Jurshak no sería la persona que yo elegiría ni como agente de seguros ni como garante.

Ron sonrió levemente.

– Tú te puedes permitir el lujo de ser exigente; porque no tienes que abrirte camino en Chicago Sur. Es posible que Humboldt creyera más fácil seguir la corriente general con Jurshak que recurrir a un agente independiente. O quizá sea un caso de verdadero altruismo, de querer dar trabajo a la comunidad donde ha montado su fábrica. Jurshak no era gran cosa en Chicago Sur, no digamos ya en la ciudad, en el año 63.

– Es posible -giré el vaso, viendo cómo el dorado líquido se volvía ámbar al reflejar la luz de la lámpara. Art y Gustav haciendo el bien por bien de la comunidad en general. Podía imaginarlo en carteles, pero no tan fácilmente en la vida real. Además yo me había criado cerca de Art y, por consiguiente, seguía lo que se decía de él: que gracias a ciertos tratos, él o su socio, Freddy Parma, eran directores -y agentes de seguros- de una compañía local de transportes por camión, una empresa de aceros, un transportista por ferrocarril y otros servicios. Las contribuciones a sus campañas electorales fluían desde estas compañías formando una corriente enormemente gratificante. Podría ser que la Compañía de Seguros Descanso del Marino no supiera estas cosas, pero Ron Kappelman debía saberlas.

– Tienes una mirada tremendamente siniestra -Ron Kappelman interrumpió mi ensimismamiento-. Como si creyeras que soy el asesino del hacha.

– No es más que mi expresión de zorra insensible. Me estaba preguntando cuánto sabrías del negocio de seguros de Art Jurshak.

– ¿Quieres decir cosas como el Ferrocarril Mid-States? Claro que lo sé. Por qué me… -calló a mitad de frase, abriendo los ojos ligeramente-. Sí. Mirándolo así no tiene mucho sentido recurrir a Jurshak como compañía garante. ¿Crees que Jurshak tiene algo contra Humboldt?

– Podría ser lo contrario. Podría ser que Humboldt tuviera algo que ocultar y pensara que Jurshak era la persona para hacerlo.

Me hubiera gustado saber si podía fiarme de Kappelman; no tendría que haber hecho falta que le explicara aquella cuestión. Recuperé los documentos y los observé absorta.

Pasados unos momentos Kappelman me sonrió con curiosidad.

– ¿Qué te parece si cenamos antes de que me vuelva al sur? ¿Te sientes lo bastante fuerte para salir?

Comida de verdad. Supuse que podría hacer el esfuerzo. Por si acaso Kappelman pensaba volver a llevarme con mis amigos de los impermeables negros, fui a mi habitación a coger la pistola. Y a hacer una llamada desde la extensión que hay junto a la cama.

La madre del joven Art contestó al teléfono; su hijo seguía sin aparecer por allí, me dijo con un susurro inquieto. El Sr. Jurshak no sabía aún que había desaparecido, o sea que me agradecería que no fuera diciéndolo.

– Si va por allí, o si sabe algo de él, insista por favor en que se ponga en contacto conmigo. No puedo decirle lo importante que es que lo haga -vacilé unos momentos, no sabiendo si el melodrama la dejaría totalmente paralizada o me garantizaría que transmitiera mi mensaje a su hijo-. Puede que su vida corra peligro, pero si puedo hablar con él creo que podría evitar que le ocurra nada.

Empezaba a dirigirme preguntas en un murmullo silbante y tenso, pero Art el viejo se personó a su espalda, inquiriendo con quién hablaba. Colgó el teléfono apresuradamente.

Cuanto más tiempo faltara el joven Art, más preocupante me resultaba. El chico no tenía amigos y no sabía moverse por las calles. Agité la cabeza inútilmente y me metí la Smith & Wesson en la cintura de los vaqueros.

Kappelman leía tranquilamente el Wall Street Journal cuando volví al salón. No parecía que hubiera estado escuchándome por el teléfono, pero si era realmente un tipejo malvado no tendría dificultad para mostrarse inocente. Renuncié a rumiar sobre la cuestión.

Kappelman hizo un gesto fatalista.

– Creí haber perdido de vista esta clase de mierda cuando me fui de casa de mi madre. Por eso vivo en Pullman; fue lo más lejos de Highland Park que pude trasladarme dentro de lo posible.

Cuando empezaba a echar el cerrojo sonó el teléfono. Pensando que podría ser el joven Art, me excusé con Ron y volví a entrar en el piso. Para mi gran asombro era la Srta. Chigwell, sumamente angustiada. Me preparé, creyendo que me llamaba para recriminarme por haber impulsado a su hermano a un intento de suicidio. Probé unas cuantas disculpas torpes.

– Sí, sí, ha sido muy lamentable. Pero Curtís no fue nunca un carácter fuerte; no me ha sorprendido. Y no es que no pudiera haberlo logrado. Yo sospecho que quería que le encontraran: dejó todas las luces del garaje encendidas y sabía que yo entraría para ver la razón. Después de todo, según él, fui yo la que le impulsé a hacerlo.

El condescendiente desdén de su voz me hizo parpadear levemente. Era evidente que no me llamaba para aliviar una culpabilidad putativa por mi parte. Le hice una pregunta exploratoria.

– Bueno, pues es que… es que ha pasado una cosa muy extraña esta tarde -súbitamente vaciló, perdiendo su habitual seguridad áspera.

– ¿Sí? -dije para alentarla.

– Comprendo que no es considerado por mi parte molestarla, cuando acaba de pasar por un trauma tan horrible, pero usted es investigadora, y me ha parecido que era más adecuado recurrir a usted que a la policía.

Después se produjo otra larga pausa. Yo me eché en el sofá para mitigar el dolor que sentía entre los hombros.

– Es… bueno, es Curtís. Estoy segura de que se ha metido en casa por la fuerza esta tarde.

Aquello era lo bastante asombroso para hacerme incorporarme otra vez.

– ¿Por la fuerza? ¡Yo creía que vivía con usted!

– Sí, y vive, claro, pero, es que yo le llevé a toda prisa al hospital cuando le encontré el martes. Como no estaba muy mal le dejaron marchar el miércoles. Estaba tremendamente avergonzado, no quiso verme cara a cara a la hora del desayuno y dijo que se iba a casa de unos amigos. Y para serle franca, Srta. Warshawski, me alegré de perderle de vista unos cuantos días.

Kappelman se acercó hasta donde me encontraba. Agitó una nota ante mis narices: estaría abajo con el Sr. Contreras pidiéndole permiso para mi salida a cenar. Cabeceé distraídamente y pedí a la Srta. Chigwell que continuara.

Por la línea telefónica le oí tomar aliento.

– Los viernes son mi día en el hospital, sabe. Hago trabajo voluntario con ancianas que ya no… en fin, ahora no interesa eso. Pero cuando volví supe en seguida que alguien se había metido en casa por la fuerza.

– ¿Y llamó a la policía y se fue con una amiga hasta que llegaron?

– No, no. No fue así. Porque comprendí casi de inmediato que tenía que haber sido Curtís. O que había dejado entrar a alguien que no conocía la casa lo bastante para no crear cierto desorden.

La confusión me estaba empezando a irritar. La interrumpí para preguntarle si le faltaban objetos de valor.

– No, nada de eso. Pero mire, faltan los cuadernos médicos de Curtís. Yo se los había escondido después que él quiso quemarlos, y por eso… -calló-. Lo estoy explicando tan mal. Por eso me gustaría que pudiera acercarse, aunque esto esté lejos y usted esté muy cansada. Tengo la convicción de que sea lo que sea en lo que estuvo metido Curtis en la fábrica Xerxes y que no ha querido decirle, está en esos cuadernos.

– Que han desaparecido -apunté yo secamente.

Soltó un esbozo de risa.

– Sólo sus copias. Yo guardé los originales. Fui yo la que mecanografió sus notas durante muchos años. Esas son las que faltan. Nunca le dije que había guardado los cuadernos originales.

– Sabe usted: él había puesto los datos en los antiguos diarios de piel de mi padre, los que le habían hecho por encargo en Londres. Parecía… como una profanación tirarlos, pero yo sabía que Curtis se pondría como una fiera si sabía que los estaba guardando por el recuerdo de mi padre. Por eso no se lo dije.

Sentí un cosquilleo en la base del cuello, esa primitiva descarga de adrenalina que te hace saber que andas cerca del tigre de colmillos de sable. Le dije que estaría en su casa dentro de una hora.

Загрузка...