15.- Lección de química

El despacho de Manheim estaba entre un salón de belleza y una floristería, formando parte de la multitud de pequeñas fachadas comerciales que atestan la Calle Noventa y Cinco. Su nombre aparecía en una plancha de vidrio con esos caracteres negros y dorados que dan en teoría un aspecto antiguo y discreto: Frederick Manheim, Abogado.

La parte delantera del local, la que los pequeños comercios empleaban para planta de ventas, había sido convertida en zona de recepción. Contenía un par de sillas de vinilo y una mesa con una máquina de escribir y una violeta africana encima. Sobre otra mesa de conglomerado, frente a las sillas de vinilo, había unos cuantos números atrasados de El Deporte Ilustrado. Hojeé uno durante unos minutos para dar al asistente la oportunidad de salir. Cuando no apareció nadie llamé con la mano en la puerta del fondo de la sala y giré el picaporte.

La puerta se abría a un diminuto corredor. Se habían colocado unas cuantas planchas de madera laminada en la parte donde las tiendas guardan sus excedentes para crear una oficina y un pequeño cuarto de baño.

Llamé a la puerta donde aparecía el nombre de Manheim -escrito en esta ocasión en fuertes trazos negros de letra gótica- y en respuesta se oyó un apagado «un momento». Sonó un susurro de papeles, un cajón se cerró de golpe y Manheim abrió la puerta masticando aún, limpiándose la boca con el revés de la mano. Era un hombre joven de mejillas sonrosadas y pelo claro y abundante que le caía por encima de las gruesas gafas.

– Ah, hola. Annie no me ha dicho que tuviera visitas esta mañana. Adelante.

Estreché la mano que me ofrecía y le dije mi nombre.

– No tengo cita. Siento interrumpir de esta manera, pero pasaba por aquí y he pensado que quizá pudiera dedicarme un minuto o dos.

Me invitó a pasar con un ademán.

– Claro, claro. Sin problema. Siento no poder ofrecerle un café: conseguí el mío en el Dunkin' Donuts de camino hacia aquí.

Había apretado un par de sillas para visitas entre su escritorio y la puerta. Si te recostabas en la de la izquierda, chocabas con el archivador metálico. La de la derecha estaba metida contra la pared; una línea de rozaduras grises marcaba el lugar donde las personas se habían apoyado excesivamente sobre las planchas de fibra de la pared. Me produjo un cierto malestar el no poder inyectar algo de dinero contante en la operación.

Había sacado un cuaderno de papel profesional, colocando el café del Dunkin' Donuts a un lado con cuidado.

– ¿Podría deletrearme su nombre, por favor?

Lo hice.

– Soy abogada, Sr. Manheim, pero actualmente trabajo sobre todo como investigadora privada. En uno de los casos que llevo me han surgido los nombres de dos clientes suyos. Antiguos clientes, supongo. Joey Pankowski y Steve Ferraro.

Manheim había estado mirándome cortésmente a través de los gruesos cristales, con las manos relajadamente unidas en torno a la pluma. Al oír los nombres de Pankowski y Ferraro dejó caer la pluma y adoptó una expresión todo lo preocupada que cabe en un hombre de sonrosadas mejillas querubínicas.

– ¿Pankowski y Ferraro? No estoy seguro…

– Empleados de la fábrica Xerxes de Químicas Humboldt en Chicago Sur. Murieron hace dos o tres años.

– Ah, sí. Ya recuerdo. Necesitaban asesoramiento legal, pero me temo que no pude ayudarles demasiado -parpadeó tristemente tras sus gafas.

– Ya comprendo que no querrá hablar de sus clientes. A mí tampoco me gusta hablar de los míos. Pero si le explico lo que ha suscitado mi interés en Pankowski y Ferraro, ¿estaría dispuesto a responderme a un par de preguntas sobre ellos?

Bajó la vista hacia la mesa y jugueteó con la pluma.

– Es que… realmente… no debo…

– ¿Qué es lo que pasa con esos dos tipos? Cada vez que menciono sus nombres hay algún hombre hecho y derecho que empieza a temblar.

Levantó la vista

– ¿Para quién trabaja?

– Para mí. Para mí, para mí, con eso basta, eso al menos dijo Medea.

– ¿No trabaja para una compañía?

– ¿Quiere decir del estilo de Químicas Humboldt? No. Me contrató en un principio una muchacha que vivía al lado de mi casa para que averiguara quién era su padre. Al parecer había una posibilidad remota de que uno de los dos -probablemente Pankowski- pudiera ser la persona y empecé a husmear para encontrar alguien de Xerxes que lo conociera. La mujer en cuestión me ha despedido el miércoles pasado, pero a mí me ha picado la curiosidad la forma en que la gente está reaccionando a mis preguntas. Esencialmente, me están mintiendo sobre lo que ocurrió entre Pankowski y Ferraro, y Xerxes. Y entonces uno que conozco en el Departamento de Trabajo me dijo que usted les representó. Por eso estoy aquí.

Sonrió mustio.

– Supongo que no hay motivo alguno para que la compañía mande a alguien a estas alturas. Pero me cuesta trabajo creer que actúa usted por cuenta propia. Fueron muchas las personas a las que puso nerviosas el caso, y ahora aparece usted así por las buenas. Es demasiado… demasiado raro. Demasiado retorcido.

Me restregué la frente, por ver si mi cerebro respondía con alguna idea. Finalmente dije:

– Voy a hacer una cosa que no he hecho jamás en toda mi trayectoria como investigadora. Le voy a contar exactamente lo que ha ocurrido. Si después sigue considerando que no soy de fiar, sea como quiera.

Comencé por el principio mismo, con la aparición de Louisa embarazada en la casa de al lado unos meses antes de mi undécimo cumpleaños. Seguí con Gabriella y sus impulsos quijotescos. Con la exuberante filantropía de Caroline a expensas de los demás y la molesta sensación que yo conservaba de seguir siendo en algún modo responsable de ella. No le dije que Nancy había terminado en la Laguna del Palo Muerto, pero le relaté todo lo ocurrido en Xerxes, mi conversación con el Dr. Chigwell y por último la intervención de Humboldt. Ese fue el único episodio al que puse sordina. No conseguí decidirme a contarle que el dueño de la compañía me había invitado a tomarme un coñac; me sentía avergonzada de haberme dejado embaucar por los aderezos de la opulencia. Así pues, balbucí que había recibido una llamada de uno de los altos cargos de la compañía.

Cuando hube terminado, Manheim se quitó las gafas y las sometió a un elaborado ritual de limpieza con la participación de la corbata. Era evidentemente un gesto de nerviosismo habitual, pero sus ojos tenían un aspecto tan desnudo sin la protección de los cristales que aparté la vista.

Al fin volvió a ponerse las gafas y a coger la pluma.

– No soy mal abogado. En realidad soy bastante pasable. Simplemente no soy muy ambicioso. Me crié en el Sector Sur y aquello me gusta. Presto servicios a muchos de los comerciantes de la calle con problemas de arrendamiento, cuestiones laborales, ese tipo de cosas. Por eso, cuando aquellos dos tipos recurrieron a mí posiblemente debiera haberlos mandado a algún otro sitio, pero creí que podría resolver el caso -no es la primera vez que me ocupo de demandas de indemnización- y además me apetecía el cambio. La hermana de Pankowski es dueña de la floristería de al lado -por eso vinieron a mí- ella les dijo que le había hecho un buen trabajo.

Avanzó unos pasos hacia el archivador pero cambió de idea.

– No sé para qué quiero la carpeta; un tic nervioso, supongo. En fin, que me conozco el puñetero caso de memoria, aun después de tanto tiempo.

Se detuvo, pero yo no le insté a seguir. Desde ahora, todo lo que dijera sería para sí mismo más que para mí y no quería interrumpir su locuacidad. Pasados unos instantes continuó.

– Es la xerxina, sabe. Con el método que empleaban para hacerla, dejaba residuos tóxicos en el aire. ¿Sabe algo de química? Yo tampoco, pero en aquella época estudié bastante la cuestión. La xerxina es un hidrocarburo clorinado: normalmente añaden cloro al gas etileno y obtienen un disolvente. Ya sabe, del tipo con el que se puede quitar grasa de una plancha de metal, o pintura o cualquier cosa.

– Pues bien, si se inhalan los vapores mientras se está fabricando no es precisamente lo mejor del mundo. Afecta al hígado y a los riñones y al sistema nervioso central, y a todas esas cosas tan buenas. Cuando Humboldt empezó a fabricar la xerxina allá por los años cincuenta, nadie sabía nada de aquello. Quiero decir que las fábricas no estaban pensadas para matar a los empleados, pero tampoco tuvieron excesivo cuidado en el control de la cantidad de vapores clorinados que pasaba al aire.

Ahora que estaba enfrascado en su narración, su ademán había cambiado. Parecía seguro de sí y experto; su declaración de ser un buen abogado no parecía en absoluto ridícula.

– Después, en los años sesenta y setenta, cuando la gente comenzó a pensar en serio sobre el medio ambiente, hubo personas como Irving Selikoff que empezaron a indagar en la contaminación industrial y la salud de los obreros. Y empezaron a ver que había productos químicos como la xerxina que podían ser tóxicos en concentraciones bastante bajas; ya sabe, cien moléculas por millón de moléculas de aire. Lo que llaman partes por millón. Entonces Xerxes instaló depuradores de aire y cerró mejor sus tuberías, y redujo sus partes por millón hasta la normativa federal. Eso habría sido en los años setenta, cuando la Agencia de Protección del Medio Ambiente fijó el límite para la xerxina. Cincuenta partes por millón.

Sonrió a modo de disculpa.

– Siento ser tan técnico. Ya no soy capaz de pensar en este caso en términos simples. En fin, Pankowski y Ferraro vinieron a verme a comienzos de 1983. Los dos estaban ya fatal, uno de ellos con un cáncer de hígado y el otro con anemia aplástica. Habían trabajado en Humboldt mucho tiempo -Ferraro desde el 59 y Pankowski desde el 61-, pero lo habían dejado cuando su estado les impidió trabajar. Eso sería dos años antes. O sea, que no pudieron cobrar la incapacitación. Creo que nadie les informó de que tenían la posibilidad de exigirla.

Asentí con la cabeza. Las empresas no suelen ofrecer voluntariamente información sobre aquellas prestaciones que aumentan las primas de sus seguros. En especial en casos como el de Louisa, en que le estaban cubriendo grandes facturas médicas además de su sueldo de incapacitación.

– ¿Pero y su sindicato? -pregunté-. ¿No les habría informado su representante sindical?

Negó en silencio.

– Es un sindicato de empresa que habla en gran medida por boca de la dirección. Especialmente ahora; hay tanto paro en el barrio que no quieren remover el cotarro.

– A diferencia de los metalúrgicos -intervine yo secamente.

Sonrió por vez primera, adquiriendo un aspecto incluso más juvenil que antes.

– Bueno, no se les puede echar en cara. Al sindicato de Xerxes quiero decir. Pero, en fin, aquellos dos habían leído en alguna parte que la xerxina podía ser perjudicial para la salud, y dado que ambos andaban mal económicamente, pensaron que al menos podrían cobrar indemnización por no estar capacitados para trabajar. Ya sabe, enfermedad laboral y esas cosas.

– Ya veo. ¿Entonces usted fue a Humboldt para intentar negociar algún acuerdo? ¿O fueron directamente a los tribunales?

– Tenía que moverme deprisa; no estaba muy claro cuánto iban a vivir ninguno de los dos. Primero fui a la compañía, pero cuando se negaron a jugar no me anduve por las ramas: puse demanda. Claro está que si hubiéramos ganado después de haber muerto los tipos, sus familias habrían tenido derecho al cobro de la indemnización. Y habría significado un notable cambio económico para ellas. Pero sueles preferir que tus clientes estén vivos a la hora de su triunfo.

Asentí. Habría significado un cambio notable, especialmente para la Sra. Pankowski y todos sus críos. Las compañías aseguradoras de Illinois pagan un cuarto de millón a las familias de los obreros que mueren en accidente laboral, por tanto habría merecido la pena el esfuerzo.

– ¿Entonces qué ocurrió?

– Pues que yo vi en seguida que la compañía nos iba a dar largas, y por tanto demandamos. Entonces nos metieron en una de las primeras listas de causas a juzgar. Aunque esté aquí perdido en el Sector Sur tengo unas pocas influencias -sonrió para sí, pero rehusó compartir la broma.

– El problema era que los dos tipos fumaban, Pankowski bebía mucho, y los dos habían vivido toda su vida en Chicago Sur. Supongo que si usted se crió allí no tengo que recordarle cómo era el aire. O sea que Humboldt nos dio una buena somanta. Dijeron que por una parte no había modo alguno de demostrar que era la xerxina la que les había afectado y no los cigarrillos o la mierda del ambiente. Y además apuntaron que los dos habían trabajado allí antes de que nadie supiera que aquello era tan tóxico. Es decir, que incluso si era la xerxina lo que les había perjudicado, no contaba; ya sabe, la fábrica funcionaba conforme a los conocimientos médicos vigentes. O sea, perdimos como convenía. Hablé con un excelente abogado de apelación y su opinión fue que no había realmente nada en qué apoyarnos. Final de la historia.

Reflexioné alrededor de un minuto.

– Ya, pero si eso fue todo lo que pasó, ¿por qué saltan todos en Xerxes como conejos nerviosos cuando oyen los nombres de los tipos?

Se encogió de hombros.

– Probablemente por la misma razón por la que yo no quería hablar con usted en un principio. No se creen que actúe por cuenta propia. No se creen que esté buscando a un padre perdido. Lo que piensan es que está intentando remover el caldero otra vez. Tiene que admitir que su historia es bastante improbable a primera vista.

Con renuencia, miré el asunto desde su punto de vista. Dados todos los datos que yo desconocía, digamos que podía comprenderlo. Seguía aún sin poder imaginar por qué había creído Humboldt necesario intervenir. Si su compañía había ganado el caso sin tapujos, ¿por qué iba a importarle que sus empleados me contaran cosas de Pankowski y Ferraro?

– Y además -dije en voz alta-, ¿por qué se altera tanto? ¿Cree que se equivocaron? Quiero decir que si cree que el juicio estuvo amañado de alguna manera.

Sacudió la cabeza alicaído.

– No. Basándonos en la evidencia, no creo que pudiéramos haber ganado. Creo que deberíamos haber ganado. Vamos, que aquellos hombres merecían algo a cambio de haber invertido veinte años de su vida en la empresa, sobre todo teniendo en cuenta que era probable que fuera el trabajar allí lo que les matara. Es como la madre de su amiga. Ella se está muriendo también. ¿Una afección de riñón, dijo? Pero la ley es muy clara, o al menos los precedentes lo son: no se puede hacer responsable a la compañía por funcionar conforme a la mejor información disponible en el momento.

– ¿De modo que eso es? ¿Prefiere no hablar del asunto porque sencillamente se siente mal por no haber ganado el caso?

Volvió a concentrarse en sus gafas y su corbata.

– Bueno, eso me tendría que afectar. A nadie le gusta perder, y es que ¡Dios mío! era inevitable querer que ganaran aquellos dos. Pero, sabe, entonces podía ocurrir que la compañía viera que aquella planta se iba al garete si sentábamos un precedente favorable, porque todo el que hubiera estado enfermo o hubiera muerto vendría a reclamar una indemnización cuantiosa.

Calló. Yo permanecí sentada, muy quieta.

Al fin dijo:

– No. Es que recibí una llamada amenazante. Después del caso. Cuando considerábamos la posibilidad de apelar.

– Eso le habría dado motivo para revocar el fallo -exclamé con fuerza-. ¿No acudió al fiscal del estado?

Movió la cabeza.

– Sólo recibí una llamada telefónica. Y quien quiera que llamase no habló del caso por su nombre; fue sólo una referencia general a los peligros de recurrir al sistema de apelación. Yo no soy muy fuerte físicamente, pero tampoco soy un cobarde. La llamada me enfureció, nunca he estado tan furioso, y removí el cielo con la tierra a continuación para la apelación. Simplemente no hubo forma de hacerlo.

– ¿No le llamaron después para felicitarle por haber seguido sus recomendaciones?

– No volví a saber nada del tipo que llamó. Pero cuando usted apareció así por las buenas…

Reí.

– Me alegro de saber que me pueden confundir con un matón. Es posible que me haga falta serlo antes de que termine el día.

Se ruborizó.

– No, no. Usted no parece -no es eso lo que- lo que quiero decir, usted es una mujer muy atractiva. Pero en estos tiempos nunca se sabe… Ojalá pudiera darle algún dato sobre el padre de su amiga, pero nunca hablamos de esas cosas. Mis clientes y yo.

– No, comprendo que no lo hiciera -le di las gracias por su franqueza y me levanté.

– Si en alguna ocasión se encuentra con algo en lo que pueda serle de ayuda, venga a verme -me dijo, estrechándome la mano-. Especialmente si pudiera dar pie para un auto de avocación.

Le aseguré que así lo haría y salí. Sabía más que cuando entré, pero seguía igualmente confusa.

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