25.- Horas de visita

Cuando Bobby salió me tumbé de espaldas. Intenté dormir, pero el dolor del hombro se había trasladado al primer plano de mi cabeza. Los ojos me escocían con lágrimas de ira. Casi me habían matado, y todo lo que se le ocurría era insultarme. No merecía las molestias de cuidarme, y sólo por no ser una bocazas dispuesta a contarle todo lo que sabía. Había procurado mencionar el nombre de Gustav Humboldt, y lo único que había conseguido a cambio era un grito de incredulidad.

Me retorcí incómoda. El nudo del camisón se me estaba clavando en los resentidos músculos del cuello. Claro que podía haberle comunicado todas mis actividades de la última semana con pelos y señales. Pero Bobby jamás habría creído que un pez gordo como Gustav Humboldt pudiera estar implicado en aporrear jovencitas en la cabeza. Aunque quizá si se lo presentara todo en blanco y negro… ¿Tenía razón Bobby? ¿Estaba yo simplemente faroleando con el propósito de volver a hacerle un corte de mangas?

Mientras permanecía inmóvil, dejando pasar por mi mente imagen tras imagen, comprendí que esta vez, al menos, no era el deseo de regalar con una pitada a los poderes fácticos lo que me había mantenido la boca cerrada. Estaba real y verdaderamente asustada. Cada vez que intentaba dirigir mi pensamiento hacia los tres hombres de impermeable negro, retrocedía ante el recuerdo como un caballo aterrado por el fuego. Había varias partes del asalto que no había relatado a Bobby, no porque quisiera ocultarle algo sino porque no soportaba acercarme siquiera a su memoria. La esperanza de que alguna frase o cadencia olvidada pudiera proporcionarme una pista sobre la identidad de la persona para la que trabajaban, no bastaba para forzar el recuerdo de aquella espantosa y casi mortal asfixia.

Revelar a Bobby todo lo que sabía, haciéndole depositario de todo aquel turbio asunto, sería la forma de decirlo bien claro: eh, vosotros, quién quiera que seáis, me habéis cogido. No me habéis matado pero me habéis asustado tanto que estoy abdicando toda responsabilidad sobre mi vida.

Una vez que aquel pequeño dato de autoconocimiento pudo flotar hasta la superficie de mi conciencia, empecé a ser presa de una terrible furia. No iban a conseguir convertirme en eunuco, obligarme a vivir mi vida dentro de los límites decididos por una voluntad ajena. No sabía qué estaba pasando en Chicago Sur, pero nadie, ni Steve Dresberg ni Gustav Humboldt, ni siquiera Caroline Djiak, iba a impedirme averiguarlo.

Cuando Murray Ryerson se presentó algo después de las once, me encontró paseando por la habitación con los pies descalzos y el camisón del hospital ondeando en torno a mis piernas. Vagamente, había visto a mi compañera de habitación aparecer vacilante en la puerta y volver a marchar, y confundí la presencia de Murray con su vuelta hasta que empezó a hablar.

– Me han dicho que has estado a quince minutos de la muerte, pero ya sabía yo que eso no podía creérmelo.

Di un salto.

– ¡Murray! ¿No te enseñó tu madre a llamar antes de entrar embistiendo?

– Lo intenté, pero no estabas por el planeta Tierra -arrastró la silla junto a mi cama-. Pareces el tigre siberiano que hay en la zona abierta del zoológico de Lincoln Park, V. I. Me estás poniendo nervioso. Siéntate y dame la exclusiva de tu roce con la muerte. ¿Quién ha querido liquidarte? ¿La hermana del Dr. Chigwell? ¿Los tipos de la fábrica Xerxes? ¿O tu amiguita Caroline Djiak?

Eso me hizo parar. Cogí la silla de mi compañera para sentarme frente a Murray. Yo tenía la esperanza de mantener los asuntos de Louisa al margen de la prensa, pero una vez que Murray empezara a husmear se enteraría prácticamente de lo que le diera la gana.

– ¿Qué te ha dicho la pequeña Caroline? ¿Que yo era de las que sabía reconocer cuándo había metido la pata?

– Es un tanto desconcertante hablar con Caroline. Dice que estabas investigando la muerte de Nancy Cleghorn por encargo de PRECS, aunque nadie de esas oficinas parece saber nada del asunto. Afirma que no sabe nada de Pankowski y Ferraro, aunque no estoy seguro de creérmelo.

Murray se sirvió un vaso de agua de la nueva jarra traída por un enfermero.

– Los de Xerxes insisten en referirnos a su asesoría legal si queremos enterarnos de algo sobre esos dos. O sobre el médico suicida. Y cuando alguien sólo está dispuesto a hablar por medio de abogados empiezas a recelarte algo. Estamos trabajándonos a la secretaria de la fábrica, la chica empleada con el contable y administrador de personal. Y uno de mis ayudantes ronda por el bar donde van los del cambio de turno al salir del trabajo, o sea que algo vamos a pillar. Pero desde luego tú podías facilitárnoslo, Srta. Marple.

Me deslicé de la silla a la cama y me tapé hasta la barbilla. Caroline estaba protegiendo a Louisa. Evidentemente. Eso era lo que había detrás de toda aquella pantomima. Una posible amenaza a su madre era lo único que podía asustarla, la única explicación consistente con su fiera personalidad de perro terrier. Nada le importaba su salvaguarda; y desde luego tampoco la mía lo bastante para ponerse histérica por no haber querido yo abandonar la investigación.

Era difícil imaginar qué peligro podía correr una mujer en el estado de Louisa. Quizá hacer explotar públicamente unos asuntos privados que ella deseaba ardientemente mantener ocultos; acaso fuera su mayor preocupación en sus últimos meses de vida. Aunque Louisa no tenía aspecto de estar alterada cuando la había visto el martes…

– Venga, Vic. Afloja -la voz de Murray tenía un filo que me hizo volver a la habitación.

– Murray, hace dos días me mirabas lleno de desdén con el mentón muy subido diciéndome que no necesitabas nada de mí y no estabas dispuesto a hacer nada por mí. Entonces, dame una razón para que de pronto tenga que echarte un cable.

Murray agitó la mano señalando en torno a la habitación del hospital.

– Ésta, cielo. Alguien te la tiene jurada a muerte. Cuantas más sean las personas que saben lo que tú sabes, menos probabilidades habrá de que te pesquen la segunda vez.

Sonreí tiernamente; por lo menos ésa era mi intención.

– He hablado con la policía.

– Y les has dicho todo lo que sabes.

– En eso tardaría más tiempo del que el teniente Mallory dispone. Le conté con quién había hablado el día antes del… del ataque. Eso te incluye a ti; no estuviste muy simpático y el teniente quería saber si alguien se había mostrado agresivo.

Los ojos de Murray se entornaron por encima de su barba roja.

– He venido dispuesto a ser compasivo, y hasta a aplicarte ungüento en las partes doloridas. Te las pintas sola para destruir los buenos sentimientos, chiquilla.

Hice un gesto agrio.

– Curioso; Bobby Mallory dijo prácticamente lo mismo.

– Como haría cualquier hombre sensato… En fin, oigamos la historia del ataque. Lo único que tengo es el apunte que el hospital facilitó a la policía. Anoche apareciste en los titulares informativos de las cuatro televisiones, eso para que te sientas importante.

Pues no era así. Me hizo sentirme más expuesta. Quienquiera que hubiera intentado tirarme al pantano de Chicago Sur había tenido pleno acceso a la noticia de que había conseguido salir de allí. No tenía ningún sentido pedirle a Murray que lo mantuviera tapado: le comuniqué todo lo que me fue tolerable revelar sobre la experiencia.

– Retiro lo dicho, V. I. -dijo cuando hube acabado-. Es una historia espantosa aun faltándole la mayor parte de los detalles. Tienes todo el derecho a dar rabotazos algún tiempo.

Pese a ello, procuró sonsacarme más información, no cejando hasta que trajeron la comida -pollo y guisantes reblandecidos- seguida nerviosamente por la mujer que estaba recuperándose de cirugía plástica. Me llevé una rociada bastante seria de la jefa de planta por tener visitas que impulsaban a mi compañera a abandonar su cama del susto. Puesto que Murray ocupa aproximadamente el mismo espacio que un oso gris crecidito, dirigió los suficientes comentarios hacia él como para hacerle salir de allí un tanto avergonzado.

Después de comer, una diminuta subalterna asiática vino para informarme de que la Dra. Herschel había dado instrucciones de que me sometieran a calor intenso en la sección de fisioterapia. Me trajo una bata de hospital. Pese a tener yo el doble de su volumen, me ayudó solícita a sentarme en una silla de ruedas y me condujo hasta la unidad de FT, en las profundidades cavernosas del hospital. Pasé una agradable hora de compresas húmedas, calor intenso y masaje, terminando con diez minutos en la piscina de rehabilitación.

Cuando al fin mi acompañante me devolvió a la habitación, estaba soñolienta y con ganas de dormir. Pero no iba a poder ser: encontré a Ron Kappelman sentado en la silla de visitas. Dejó una carpeta de papeles cuando me vio y me ofreció un tiesto de geranios.

– Tienes mucho mejor aspecto hoy de lo que yo creía posible hace veinticuatro horas -dijo sobriamente-. Lo único que siento es no haberme tomado en serio a tu vecino; supuse simplemente que te había surgido algo importante y te habías largado. Aún no entiendo cómo pudo obligarme a que le llevara hasta allí.

Volví a meterme en la cama y me tumbé.

– El Sr. Contreras es algo excitable, por lo menos en lo que toca a mi bienestar, pero hoy no tengo precisamente ganas de enfadarme por eso. ¿Te has enterado de algo sobre el informe del seguro? ¿O por qué se nombraba garante a Jurshak?

– Por tu aspecto diría que tendrías que estar convaleciente, no preocupándote por un montón de papeles viejos -dijo con desaprobación.

– ¿Es que han cambiado de categoría? El martes estabas todo alterado con ellos, ¿y ahora son un montón de papeles viejos? -permanecer echada no era buena idea, porque tendía a adormilarme. Subí la cama con la manivela para poder estar incorporada.

– Según estabas cuando el viejo te arrastró hasta la valla, me pareció que no valían tantos disgustos.

Escudriñé su cara en busca de señales de peligro o falsedad o algo así. Lo único que percibí fue noble preocupación. ¿Y eso qué demostraba?

– ¿Es por eso por lo que me tiraron al cenagal? ¿Por el informe al Descanso del Marino?

Pareció sorprendido

– Yo había supuesto… porque habíamos hablado de eso y después no apareciste en nuestra reunión.

– ¿Le has dicho a alguien que tengo esa carta, Kappelman?

Se inclinó hacia adelante, con la boca apretada en una línea fina.

– Me está empezando a disgustar el giro que está tomando la conversación, Warshawski. ¿Quieres insinuar que tuve algo que ver con lo que te pasó ayer?

Con él eran tres las personas interesadas en mi salud a quienes lograba irritar a los pocos minutos de llegar.

– Lo que quiero es cerciorarme de que no lo tuviste. Mira, Ron, lo único que sé de ti es que tuviste un amorío breve con una vieja amiga mía. Esto no quiere decir nada; vamos, yo estuve casada con un tipo al que no se le podía confiar ni la hucha de un crío. Lo único que demuestra es que las hormonas pueden más que la sesera.

– Hablé contigo y con otra persona sobre esos documentos. Si es por ellos por lo que me lanzaron al pantano ayer… y eso no es más que un gran interrogante… porque yo no sé… tuvo que ser por uno de los dos.

Hizo una mueca agria.

– Está bien. Esto puedo entenderlo… digo yo. No sé cómo convencerte de que yo no contraté a esos matones… aparte de por mi honor de Boy Scout. Porque lo fui, hace treinta años o así. ¿Estás dispuesta a aceptar esa prueba de rectitud?

– La tendré en cuenta -volví a bajar la cama; estaba demasiado cansada para intentar presionarle más-. Mañana me largan. ¿Quieres que volvamos sobre esos papeles?

Frunció el ceño.

– Eres realmente una fiera de sangre fría. A un pelo de la muerte un día y husmeando el rastro al siguiente. Sherlock Holmes no tenía nada que envidiarte. Supongo que sigo queriendo ver los malditos documentos; me pasaré hacia las seis si te han dejado volver a casa.

Se levantó y señaló a los geranios.

– No te los comas; son para el espíritu. Procura disfrutarlos.

– Muy gracioso -farfullé a su espalda. Antes de que hubiera desaparecido estaba ya profundamente dormida.

Cuando desperté hacia las seis vi a Max sentado en la silla de visitas. Leía una revista con sosegada concentración, pero cuando comprobó que estaba despierta la dobló con cuidado y la metió en su cartera.

– Habría venido mucho antes, pero me temo que he pasado el día en juntas y más juntas. Lotty me dice que estás bien, que sólo te hace falta descanso para estar completamente curada.

Me pasé la mano por el pelo. Lo tenía apelmazado y pegajoso, lo cual me hizo sentir en desventaja. Observé a Max cautelosa.

– Victoria -me cogió la mano izquierda y la sostuvo entre las suyas-. Espero que puedas perdonarme las palabras duras de hace unos días. Cuando Lotty me dijo lo que te había ocurrido, tuve verdadero remordimiento.

– No lo tengas -dije torpemente-. No eres responsable de nada de lo que me ha ocurrido.

Sus ojos de un pardo claro me miraron sagaces.

– Nada carece de conexión en nuestras vidas. Si no te hubiera pinchado con lo del Dr. Chigwell, quizá no habrías actuado tan violentamente como para buscarte un lío.

Inicié una respuesta y después callé. Si no me hubiera pinchado quizá no habría sido tan reacia a llevarme la pistola cuando salí a correr ayer. Era posible incluso que me hubiera expuesto inconscientemente para aliviar mi mala conciencia.

– Pero es que había motivos para mi mala conciencia -dije en voz alta-. No estabas tan lejos del blanco, sabes. Presioné a Chigwell simplemente porque me enfureció. O sea que quizá le diera el último giro a la tuerca.

– Entonces es posible que los dos hayamos aprendido algo de esta lección: mirar antes de saltar -Max se puso en pie dejando a la vista un magnífico arreglo floral en un jarrón de porcelana china-. Sé que te vas mañana, pero llévatelo para que te anime mientras se recuperan tus pobres músculos.

Max era experto en porcelana china. El cacharro tenía aspecto de haber formado parte de su colección particular. Procuré hacerle sabe cuánto me complacía su gesto; aceptó mis muestras de gratitud con su habitual cortesía y se fue.

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