31.- Bola de fuego

Cuando volví a casa pasé a informar al Sr. Contreras de que había llegado y a decirle que Caroline llegaría pronto. Mi conversación con Lotty había contribuido algo a devolverme el equilibrio. Me sentía lo bastante tranquilizada para abandonar mi plan de pasear en pro de un poco de trabajo doméstico.

El pollo a medio hacer que había metido en la nevera el martes por la noche estaba bastante maloliente. Lo llevé al callejón de los cubos de basura, fregué la nevera con bicarbonato para amortiguar el olor, y saqué los periódicos a la puerta de entrada para que los recogiera el equipo de reciclaje. Cuando llegó Caroline poco después de las cuatro, había pagado todas mis facturas de diciembre y había organizado los recibos para pagar el impuesto sobre la renta. También se me resentían todos los músculos doloridos.

Caroline subió las escaleras despacio, sonriendo un poco nerviosa. Me siguió al salón, rechazando mi oferta de refrescos con voz queda y nasal. No recordaba haberla visto nunca tan turbada.

– ¿Cómo va Louisa? -pregunté.

Hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Ahora mismo parece estable. Pero los fallos renales te dejan hecha polvo; al parecer la diálisis sólo extrae del organismo una fracción de las impurezas, de modo que te encuentras fatal en todo momento.

– ¿Le contaste la llamada que recibiste, sobre que Joey Pankowski era tu padre?

Movió la cabeza.

– No le he dicho nada. Ni que tú estuvieras buscándolo ni… ni, en fin, nada. No tuve más remedio que hablarle de la muerte de Nancy, claro; lo habría visto en la televisión o se lo habría dicho su hermana. Pero no puede tolerar más perturbaciones como ésa.

Jugueteó nerviosamente con los flecos de uno de los cojines del sofá y después exclamó:

– Ojalá no te hubiera pedido nunca que buscaras a mi padre. No entiendo qué clase de magia creí que podrías invocar. Y no sé por qué pensé que encontrarle iba a alterar mi vida de alguna manera -soltó una risita áspera-. ¿Qué estoy diciendo? Sólo el hecho de ponerte a buscarlo me ha cambiado la vida.

– ¿Podríamos hablar de eso un poco? -pregunté mansamente-. Alguien te llamó hace dos semanas y te dijo que me hicieras salir de la escena, ¿no? Entonces me telefoneaste con esa monserga increíble de que no querías que buscara a tu padre.

Inclinó tanto la cabeza hacia abajo que sólo vi sus indómitos rizos cobrizos. Esperé pacientemente. No habría hecho todo el recorrido hasta Lakeview si no estuviera resuelta a contarme la verdad; simplemente estaba costándole algún tiempo el poner el último perno a su valor.

– Es la hipoteca -susurró al fin mirándose los pies-. Pasamos muchos años en alquiler. Entonces, cuando yo empecé a trabajar pudimos al fin ahorrar lo suficiente para una entrada. Recibí una llamada. Un hombre… no sé quién era. Dijo… dijo… que había estado estudiando nuestro préstamo. Creía… me dijo… que lo iban a cancelar si no te obligaba a dejar de buscar a mi padre… a dejar de ir por ahí haciendo preguntas sobre Ferraro y Pankowski.

Por último levantó los ojos, destacándose fuertemente sus pecas en la palidez de su cara. Alargó las manos suplicante y yo me levanté de la silla para ir a abrazarla.

Durante unos minutos se acurrucó contra mí, temblando, como si siguiera siendo la pequeña Caroline y yo la chica mayor que podía protegerla de todo peligro.

– ¿Llamaste al banco? -pregunté al fin-. ¿Para enterarte de si sabían algo del asunto?

– Tenía miedo de que si me oían hacer preguntas, lo hicieran, ya sabes -la voz se apagaba en mi axila.

– ¿Qué banco es?

Se incorporó y me miró alarmada.

– ¡No irás a hablarles de eso, Vic! ¡No puedes!

– Puede que conozca a alguien que trabaja allí, o alguien del consejo de dirección -dije pacientemente-. Si veo que no puedo hacer unas pocas preguntas muy discretamente, te prometo que no voy a remover el barro. ¿De acuerdo? Además, casi podría apostar que es el Banco Metalúrgico de Ahorro y Crédito; es allí donde ha ido siempre todo el barrio.

Sus grandes ojos escudriñaron mi cara angustiados.

– Ese es, Vic. Pero tienes que prometerme, prometerme en serio, que no vas a hacer nada que ponga en peligro nuestra hipoteca. Sería la muerte de mamá si algo así nos pasara ahora. Sabes que es cierto.

Asentí solemnemente y le di mi palabra. No creí que estuviera exagerando el efecto que tendría en Louisa cualquier perturbación de importancia. Mientras reflexionaba sobre la frenética reacción de Caroline a cualquier amenaza a su madre, se me ocurrió otra cosa.

– Cuando asesinaron a Nancy le dijiste a la policía que yo sabía por qué la habían matado. ¿Por qué lo hiciste? ¿Fue porque realmente querías que os tuviera vigiladas a ti y a Louisa?

Enrojeció violentamente.

– Sí. Pero no me sirvió de nada -su voz era apenas un rumor.

– ¿Quieres decir que lo hicieron? ¿Te anularon la hipoteca?

– Peor. No sé cómo… cómo se imaginaron… que había acudido a ti por su asesinato. Volvieron a llamarme. Por lo menos era el mismo hombre. Y me dijeron que si no quería que le retiraran a mamá el seguro médico sería mejor que te hiciera salir de Chicago Sur. Y entonces sí que me asusté. Hice todo lo posible, y cuando el hombre volvió a llamarme le dije… le dije que no podía… no podía impedírtelo, que trabajabas por cuenta propia.

Me miró temerosa.

– ¿Me perdonas, Vic? Cuando vi las noticias, vi lo que te había pasado, me hizo pedazos. Pero si tuviera que volver a hacerlo, lo haría exactamente igual. No podía permitir que le hicieran daño a mamá. Después de todo lo que ha pasado por mí; con todo el padecimiento que está pasando ahora.

Me puse en pie y caminé iracunda hacia la ventana.

– ¿No se te ocurrió que si me lo decías podría hacer algo? ¿Protegerte a ti y a ella? En lugar de ir a ciegas, con lo cual casi me matan a mí.

– No creía que pudieran hacer nada -dijo simplemente-. Cuando te pedí que buscaras a mi padre seguía pareciéndome que eras mi hermana mayor, que podías resolverme todos mis problemas. Después vi que no eras tan omnipotente como yo te imaginaba. Es que, sencillamente, con mamá tan enferma y todo lo demás me hacía mucha falta alguien que se ocupara de mí, y pensé que quizá siguieras siendo tú esa persona.

Su declaración disipó mi ira. Volví al sofá y le sonreí con una mueca.

– Creo que por fin te has hecho mayor, Caroline. De eso se trata precisamente; de no llevar detrás a personas mayores que vayan limpiando nuestros traspiés. Pero aun si no soy ya la chica que podía zurrar a toda la barriada para sacarte las castañas del fuego, tampoco soy del todo inútil. Creo que es posible limpiar parte de la bazofia que flota por aquí.

Sonrió vacilante.

– Está bien, Vic. Haré por ayudarte.

Fui al comedor y saqué una botella de Barolo del armario de los licores. Caroline no bebía casi nunca, pero el vino espeso contribuyó a sosegarla. Charlamos un rato, no sobre nuestros actuales problemas, sino de cosas en general: si Caroline quería realmente el título de derecho ahora que ya no tenía que jugar a alcanzarme. Tras uno o dos vasos, ambas nos sentimos capaces de volver al asunto de marras.

Le hablé sobre Pankowski y Ferraro y los informes contradictorios de su pleito contra Químicas Humboldt.

– No sé qué puede tener que ver eso con la muerte de Nancy. O con mi ataque. Pero fue cuando me enteré y empecé a preguntar a la gente sobre ellos cuando alguien me amenazó.

Escuchó la narración detallada de mis encuentros con el Dr. Chigwell y su hermana, pero no pudo darme ningún dato sobre los análisis de sangre que hacía a los empleados de Xerxes.

– Es la primera noticia que tengo. Ya sabes cómo es mamá: si le hacían un examen médico todos los años, lo pasaría sin pensar en ello. Muchas de las cosas que le decían que hiciera en su trabajo no tenían ningún sentido para ella, y ésa no sería más que una de ellas. No puedo creer que tenga alguna relación con la muerte de Nancy.

– Muy bien. Veamos otra cosa. ¿Por qué contrataba Xerxes sus seguros a través de Art? ¿Sigue siendo Jurshak garante de sus asuntos de seguros de vida y médicos? ¿Por qué eran lo bastante importantes para Nancy como para llevar los papeles consigo?

Caroline se encogió de hombros.

– Art tiene muy cogidas a una serie de empresas de la zona. Puede que hicieran el seguro con él a cambio de un respiro en los impuestos o algo así. Claro que cuando eligieron a Washington, Art no tuvo ya tantos favores que ofrecer, pero sigue teniendo posibilidades de hacer muchas cosas por una empresa, si la empresa hace algo por él.

Saqué el informe de Jurshak al Descanso del Marino de entre las páginas de las Arias de concierto de Mozart y se lo entregué a Caroline. Lo repasó con el ceño fruncido durante varios minutos.

– No sé nada de seguros -dijo al fin-. Lo único que puedo decirte es que la cobertura de mamá ha sido de primera clase. No sé nada de estas otras compañías.

Sus palabras me evocaron un recuerdo evasivo. Algo que alguien me había dicho en las últimas semanas sobre Xerxes y los seguros. Arrugué el entrecejo, concentrándome para traerlo a la superficie, pero no pude atraparlo.

– Para Nancy tenía importancia -dije impacientemente-. ¿Qué era? ¿Reunía datos sobre tasas de salud y mortandad para alguna de estas compañías? Quizá tuviera algún modo de comprobar la veracidad de este informe.

O quizá el informe no tuviera significado alguno. Pero entonces, ¿por qué lo llevaba Nancy encima?

– Sí. Efectivamente rastreó un montón de estadísticas clínicas; era directora de los Servicios de Salud y Medio Ambiente.

– Entonces vamos a PRECS a revisar sus archivos -me levanté y empecé a buscar mis botas.

Caroline agitó la cabeza.

– Los archivos de Nancy han desaparecido. La policía requisó todo lo que había en su mesa, pero alguien había dejado limpios sus archivos clínicos antes de que le echaran mano los polis. Supusimos que se los habría llevado a casa.

La ira me volvió como una embestida, espoleada por mi decepción: estaba segura de haber abierto brecha en el caso.

– ¿Por qué demonios no se lo dijiste a la policía hace dos semanas? ¡O a mí! ¿No lo comprendes, Caroline? El que la mató se llevó sus papeles. ¡Podíamos habernos dedicado exclusivamente a personas involucradas en estas compañías, en lugar de seguir las huellas de amantes despechados y esa clase de bobadas!

Caroline empezó a calentarse con igual rapidez.

– ¡Te dije entonces que la mataron por su trabajo! Pero estabas como siempre con tus jodidas ínfulas de arrogancia y no me hiciste el menor caso!

– Tú dijiste que había sido por la planta de reciclaje, que no tiene nada que ver con esto. Y, además, ¿por qué no me dijiste que habían desaparecido sus archivos?

Así seguimos como un par de crías, desahogando nuestra mutua furia por las amenazas y humillaciones de las pasadas semanas. No sé cómo habríamos podido arrancarnos de aquella escalada de insultos de no haber sido interrumpidas por el timbre de la puerta. Dejé a Caroline en el salón y salí como un vendaval hacia la entrada.

Allí encontré al Sr. Contreras.

– No quiero inmiscuirme, pequeña -dijo disculpándose-, pero este joven ha estado tocando el telefonillo durante dos minutos y estabais tan enfrascadas que pensé que no le habríais oído.

El joven Art entró siguiendo los pasos del Sr. Contreras. Su rostro cuadrado y perfilado estaba acalorado y su cabello cobrizo en desorden. Se mordía los labios, cerrando y abriendo los puños, mostrándose tan agitado que su habitual atractivo quedaba oscurecido. El parecido familiar que advertí en sus enloquecidas facciones me dejó tan impresionada que amortiguó mi sorpresa al verle.

Por último exclamé débilmente:

– ¿Qué haces aquí? ¿Dónde has estado? ¿Te ha mandado tu madre?

Carraspeó, intentando hablar, pero no parecía capaz de pronunciar palabra.

El Sr. Contreras, con la promesa de no atosigarme aún presente en su espíritu, no remoloneó para emitir sus acostumbradas y poco sutiles amenazas contra mis visitas masculinas. O quizá le hubiera tomado las medidas a Art y decidido que no había por qué preocuparse.

Cuando el viejo se hubo ido, Art abrió al fin la boca.

– Tengo que hablar contigo. Es… las cosas son más graves de lo que creía -la voz le salió en un susurro chillón.

Caroline vino a la puerta del salón para ver a qué se debía aquella conmoción. Me volví hacia ella y dije todo lo sosegadamente que pude:

– Este es Art Jurshak, Caroline. No sé si os conocéis, pero es hijo del concejal. Tiene algo confidencial que comunicarme. ¿Puedes llamar a alguno de tus compañeros de PRECS para ver si alguno sabe algo sobre el informe que llevaba Nancy encima?

Temí que fuera a discutirme, pero se percató de mi ánimo aturdido. Me preguntó si me encontraba bien, si podía dejarme a solas con el joven Art. Cuando la hube tranquilizado volvió al salón para buscar su abrigo.

Se detuvo brevemente en la puerta al salir y dijo en voz baja:

– No eran ciertas todas esas cosas que dije. Volví para reconciliarme contigo, no para gritar de ese modo.

Le froté los hombros cariñosamente.

– No te preocupes, bola de fuego; lo da la tierra. Yo también dije unas cuantas tonterías. Vamos a olvidarlo.

Me dio un abrazo rápido y se fue.

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