12.- Sentido común

Arrastré los pies hasta el Chevy, con la sensación de tener cien años. Estaba asqueada con Caroline, conmigo por ser lo bastante idiota para dejarme coger en su red una vez más, con Gabriella por haber ofrecido su amistad a Louisa Djiak. Si mi madre hubiera sabido el lío en que me iba a meter la maldita cría de Louisa… Oí la voz melodiosa de Gabriella respondiendo a esta misma clase de protesta hacía veintidós años. «De esa no espero más que problemas, cara. Pero de ti espero racionalidad. No porque seas mayor, sino porque es tu carácter.»

Hice un gesto de amargura ante aquel recuerdo y puse el coche en marcha. A veces, la carga de ser racional y responsable mientras todos los demás se desmelenaban a mi alrededor me resultaba ingrata. Aun así, en lugar de lavarme las manos con respecto a las dificultades de Caroline y tomar la dirección norte hacia mi casa, me encontré dirigiéndome hacia el oeste. Hacia la casa donde Nancy había pasado su infancia en Muskegon.

Pero no era para ayudar a Caroline por lo que hacía aquel penoso recorrido. Nada me importaba haber dicho a Nancy que hablara con alguien de la oficina de Jurshak, ni siquiera que hubiéramos compartido la vieja toalla del colegio. Lo que quería era aliviar mis propios sentimientos de culpa por no haber estado allí cuando Nancy me llamó.

Claro está que podría haberme llamado para condolerse por las Tigresas: nuestras sucesoras habían sido eliminadas de los cuartos de final estatales. Pero no me parecía probable. Pese a mi briosa actuación ante Caroline, tendía a pensar que tenía razón: Nancy se había enterado de algo sobre la planta de reciclaje para lo que necesitaba mi ayuda.

No tuve la menor dificultad en encontrar la residencia de la madre de Nancy, lo cual no me animó precisamente. Creía haber dejado a mi espalda el Sector Sur, pero al parecer mi inconsciente tenía un recuerdo exacto de cada una de las casas de allí que solía frecuentar.

Había tres coches apretados en el corto acceso al garaje. La calzada ante la casa estaba también llena, y tuve que bajar unas cuantas calles antes de encontrar sitio para aparcar. Jugueteé con las llaves del coche unos momentos antes de recorrer el camino hasta la puerta; quizá debiera aplazar mi visita hasta que se hubieran ido todos los venidos a dar el pésame. Pero aun si ser racional forma parte de mi carácter, la paciencia no es mi virtud más sobresaliente. Me metí las llaves en el bolsillo de la camisa y avancé hacia la entrada.

Me abrió la puerta una mujer joven desconocida de alrededor de treinta años, con vaqueros y sudadera. Me miró inquisitiva sin decir nada. Al final, cuando hubo transcurrido un minuto sin que dijera nada, le di mi nombre.

– He sido amiga de Nancy desde hace mucho tiempo. Quisiera hablar con la Sra. Cleghorn unos minutos, si se siente capaz de recibirme.

– Voy a preguntárselo -susurró.

Volvió, encogió un hombro, me dijo que entrara, y regresó a lo que fuera que estuviera haciendo cuando toqué el timbre. Al entrar en el pequeño vestíbulo me sorprendió el alboroto: aquello más parecía la casa ruidosa que había sido cuando Nancy y yo éramos niñas que un lugar de luto.

Seguí el ruido hasta el salón de estar, de él salieron disparados dos críos, persiguiéndose con los bollos que utilizaban a modo de pistolas. El que iba delante se empotró en mí y rebotó con una disculpa. Esquivé al segundo y miré con cautela hacia la puerta antes de entrar.

La habitación, alargada y hogareña, estaba atestada de gente. No reconocía a nadie, pero supuse que los hombres eran los cuatro hermanos de Nancy, ya adultos. Presumiblemente, las tres jóvenes eran sus mujeres. Por lo demás, aquella especie de parvulario en plena actividad estaba lleno hasta las costuras de niños dándose mutuos codazos, forcejeando, lanzando risitas, haciendo caso omiso de las admoniciones de silencio de los mayores.

Nadie me prestó la menor atención, pero al fin vislumbré a Ellen Cleghorn al fondo de la habitación, sosteniendo en los brazos un niño berreante sin excesivo entusiasmo. Cuando me vio se levantó con dificultad y entregó el niño a una de las mujeres. Se abrió paso entre el enjambre de nietos y vino hasta mí.

– Siento lo de Nancy -le dije, estrechándole la mano-. Y siento molestarla en un momento como éste.

– Me alegro de verte, querida -respondió, sonriendo afectuosamente y besándome en la mejilla-. Los chicos lo hacen con la mejor intención -todos han pedido el día libre y han creído que la abuela se animaría con los críos-, pero este caos es excesivo. Vamos al comedor. Hay bizcocho y una de las chicas está preparando café.

Ellen Cleghorn había envejecido muy bien. Era una versión algo más gruesa de Nancy, con el mismo cabello rubio rizado. Con los años se le había oscurecido en lugar de volverse canoso y seguía teniendo el cutis suave y terso. Llevaba muchos años divorciada, desde que su marido se había marchado con otra mujer. Nunca había recibido ayuda monetaria para los niños ni para ella, y había criado a su familia numerosa con su mísero sueldo de bibliotecaria, haciéndome un sitio en su mesa a la hora de cenar siempre que teníamos entrenamiento de baloncesto.

Ellen había sido excepcional en el Sector Sur en cuanto a su indiferencia hacia las labores domésticas. El desorden del comedor era muy parecido al que yo recordaba, con bolas de pelusa en los rincones y libros y papeles que se apartaban a un lado cuando había que hacer sitio para la comida. Aun así, la casa siempre me resultó romántica cuando era pequeña. Formaba parte de un puñado de casonas de la barriada -el Sr. Cleghorn había sido director de escuela primaria antes de largarse- y cada uno de los cinco hijos tenía su habitación. Un lujo inaudito en el Sector Sur. Nancy incluso tenía una pequeña ventana torreada donde representábamos Barba Azul.

La Sra. Cleghorn se sentó tras un montón de periódicos a la cabecera de la mesa y me indicó con la mano la silla diagonal a la suya.

Jugué nerviosamente con las páginas del libro que tenía delante y después dije bruscamente:

– Nancy estuvo intentando localizarme ayer. Supongo que ya se lo dije cuando me dio su número. ¿Sabe lo que quería?

Movió la cabeza.

– Llevaba varias semanas sin hablar con ella.

– Comprendo que es brutal por mi parte molestarla con esto hoy. Pero… no hago más que pensar que debía tener relación con… con lo que le ocurrió. Es que, hacía tanto tiempo que no nos veíamos. Y cuando por fin charlamos fue de mi trabajo de detective y de lo que haría yo en su lugar. Por eso habría pensado en mí en ese contexto, entiende; algo surgió en lo que ella creyó que mi experiencia profesional podría servirle de ayuda.

– No sé qué decirte, querida -le tembló la voz y luchó para controlarla-. No dejes que te inquiete. Estoy segura de que no podrías haber hecho nada para ayudarla.

– Ojalá pudiera estar de acuerdo. Mire, no quiero ser morbosa, ni insistir cuando se encuentra tan alterada. Pero me siento responsable. Soy una investigadora experimentada. Podría haberla ayudado de haber estado en casa cuando llamó. Lo único que me queda es descargar mi conciencia intentando encontrar al que la mató.

– Vic, sé que tú y Nancy erais amigas, y estoy segura de que crees que aportas algo metiéndose en esto. ¿Pero no puedes simplemente dejárselo a la policía? No quiero tener que hablar ni pensar más en ello. Ya es bastante tener que prepararme para el funeral con todos estos críos chillando por la casa. Si tengo que ponerme a pensar en por qué… por qué han querido matarla…; no hago más que verla en aquel pantano. Solíamos ir allí para observar a los pájaros cuando estaba en las Girls Scout y siempre tuvo mucho miedo al agua. No hago más que pensar en ella, allí, sola y aterrada… -calló y se esforzó por contener las lágrimas.

Yo sabía que Nancy tenía miedo al agua. Nunca se había unido a nuestros subrepticios baños en el Calumet y tuvo que llevar una declaración escrita de su médico para eximirla del curso obligatorio de natación en la universidad. No quería pensar en sus últimos minutos en el pantano. Quizá no hubiera recobrado el conocimiento. Era lo más que podía esperar.

– Por eso es importante para mí saber quién le hizo pasar por ese calvario. Si puedo echar un cable ahora me produce la sensación de que no estuvo tan desamparada. Si lo entiende, dígame, por favor, con quién pudo hablar Nancy. Si es que no habló con usted, claro está.

Entre ella y Nancy había existido siempre una especie de camaradería relajada que yo envidiaba. Pese a querer mucho a mi madre, su carácter era en exceso intenso para permitir una relación cómoda. Si Nancy no le había hablado a Ellen Cleghorn de lo que estaba pasando en el centro de reciclaje, era seguro que le hubiera comentado sobre amigos y amantes. Y tras unos minutos más de insistir pacientemente, la Sra. Cleghorn empezó a hablarme de ellos.

Nancy se había enamorado, quedado embarazada y abortado. Desde que rompiera con Charles hacía cinco años no había habido ningún hombre especial en su vida. Ni tampoco había tenido amigas íntimas por el barrio.

– Realmente no era un buen sitio para conocer gente. Yo tenía esperanzas de que quizá después de comprar la casa… South Shore es una zona algo más animada y ahora viven allí muchos universitarios. Pero por aquí no había nadie con quien tuviera bastante amistad para contarle nada. Con la posible excepción de Caroline Djiak, y Nancy decía que era tan alocada que no le habría dicho nada de lo que no estuviera segura a morir -esta frase inconsciente le hizo estremecerse.

Yo me froté los ojos.

– Nancy habló con uno de los fiscales del Estado de Illinois. Si tenía algo que ver con PRECS es posible que también le dijera algo del asunto a su abogado. ¿Cómo se llama? Mencionó su nombre la noche que pasó por casa de Caroline pero no puedo recordarlo.

– Supongo que se trata de Ron Kappelman, Vic. Salió con él unas cuantas veces pero no llegaron a encajar realmente.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunté súbitamente alerta. Acaso se tratara de un crimen pasional después de todo.

– Debe de hacer dos años, digo yo. Cuando él entró a trabajar en PRECS.

Y acaso no. ¿Quién va a esperar dos años para vengarse de un amor agriado? Es decir, dejando a un lado a Agatha Christie.

La Sra. Cleghorn no supo decirme nada más. Aparte de la fecha del funeral, fijada para el lunes en la Iglesia Metodista Monte de los Olivos. Le dije que asistiría y la dejé al cuidado de sus nietos.

De vuelta en el coche, me derrumbé abatida sobre el volante. Salvo las investigaciones financieras que había hecho el martes, no había recibido pago alguno de un cliente desde hacía tres semanas. Y ahora, si efectivamente iba a indagar en el asesinato de Nancy, tendría que hablar con el fiscal del estado, para comprobar si Nancy le había revelado algo cuando le comunicó que la estaban siguiendo. Hablar con Ron Kappelman. Ver si cabía la posibilidad de que se hubiera sentido despechado o, si no eso, si tenía alguna idea de lo que Nancy había estado tramando hasta hacía pocos días.

Me froté la cabeza con cansancio. Quizá estuviera haciéndome mayor para bravuconadas. Quizá lo que debiera hacer era llamar a John McGonnigal, contarle mi conversación con Caroline, y volver a lo que yo sé hacer: investigar el fraude industrial.

Con esa nota de prudencia, y hasta de racionalidad, encendí el coche y me puse en marcha. No hacia la Carretera del Lago y el sentido común, sino hacia el sur, donde había muerto Nancy Cleghorn.

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