Cuando la agente Neely nos hubo dejado junto a mi coche, saqué las llaves del bolsillo de los vaqueros y se las entregué a McGonnigal sin decir palabra. Este giró el coche en la explanada llena de surcos mientras yo me recostaba en el asiento delantero, haciendo ceder el respaldo para que quedara casi horizontal.
Estaba segura que me dormiría en cuanto me tumbara, pero las imágenes de la noche no dejaban de explotarme en la cabeza. No el silencioso viaje por el Calumet; eso ya pertenecía al mundo surrealista de los sueños apenas recordados. Louisa tendida en la camilla de ruedas al fondo de la fábrica, la fría indiferencia de Dresberg, la espera a la policía en la oficina de Chigwell. En el momento no había estado asustada, pero ahora los cuadros recurrentes me producían temblores. Intenté apretar fuertemente los brazos contra los lados del asiento para controlar la tiritona.
– Es el efecto de post-conmoción -el tono clínico de McGonnigal me llegó en la oscuridad-. No tienes por qué avergonzarte.
Volví a poner el respaldo en posición vertical.
– Es la iniquidad -dije-. Los horribles motivos de Jurshak para hacerlo, y el hecho de que Dresberg no sea ya un hombre, sino una máquina de muerte insensible. Si hubieran sido un par de desgraciados asaltándome en un callejón, no tendría esta sensación.
McGonnigal alargó un brazo y buscó mi mano izquierda. Me la oprimió tranquilizadoramente pero no dijo nada. Pasado un minuto sentí que sus dedos se ponían rígidos; retiró la mano y se concentró en girar para coger la autovía del Calumet.
– Un buen investigador se aprovecharía de tu cansancio para conseguir que le explicaras cuáles son esos horribles motivos de Jurshak.
En la oscuridad, me preparé, procurando poner a funcionar la cabeza. Nunca se debe hablar sin pensar. Primero la policía te agota, después te muestran un cierto afecto, y después te hacen desembuchar.
McGonnigal puso el Chevy a ochenta por hora, pero bajó a setenta cuando empezó a vibrar. Privilegio de la policía.
– Supongo que tienes listo algún cuento falso -prosiguió-, y realmente sería brutalidad policial el pretender que te mantengas alerta cuando estás tan cansada.
Después de aquello la tentación de decirle todo lo que sabía se hizo casi irresistible. Me forcé a contemplar lo poco del paisaje que se veía desde el encajonamiento de la carretera, para alejar el cuadro de la mirada desorientada de Louisa al confundirme con Gabriella.
McGonnigal no volvió a decir nada hasta que estuvimos pasando las salidas del Loop y entonces fue sólo para preguntarme la dirección de Lotty.
– ¿No querrías volver conmigo al Parque Jefferson en vez de tu casa? -me preguntó inesperadamente-. ¿Para tomarte un coñac y tranquilizarte?
– ¿Y cantar todos mis secretos en la cama a la segunda copa? No, no te ofendas, pretendía ser una broma. Es que en la oscuridad no se nota.
Tenía un aspecto tentador, pero Lotty me estaría esperando con ansiedad. No podía dejarla plantada. Intenté explicárselo a McGonnigal.
– Ella es la única persona a quien jamás he mentido. Es -no mi conciencia- la persona que me ayuda a comprender quién soy verdaderamente, supongo.
No respondió hasta que no entramos en Irving Park saliendo de Kennedy.
– Ya. Lo comprendo. Mi abuelo era así. Estaba procurando ponerme en tu situación y que él estuviera esperándome; yo también tendría que volver.
Eso sí que no lo enseñaban en el seminario de Springfield. Le pregunté más sobre su abuelo. Había muerto hacía cinco años.
– La semana antes de que me llegara el ascenso. Estaba tan enloquecido que a punto estuve de renunciar; ¿por qué demonios no me lo dieron cuando él seguía vivo para verlo? Por entonces le oí decir: «¿Tú qué crees, Johnny, que Dios gobierna el Universo pensando en ti?» -rió suavemente para sí-. ¿Sabes una cosa, Warshawski?, jamás le he contado eso a nadie.
Detuvo el coche frente a casa de Lotty.
– ¿Cómo vas a volver a tu casa? -pregunté.
– Umm, voy a pedir un coche patrulla. Se alegrarán de salir del caos del centro para llevarme.
Me alargó las llaves. Bajo la luz de sodio vi sus cejas arquearse interrogantes. Me incliné por encima del divisor de los asientos, le abracé y le besé. Olía a cuero y a sudor, olores humanos que me impulsaron a deslizarme aún más cerca de él. Permanecimos así durante varios minutos, pero el cenicero del divisor se me estaba clavando en el costado.
Me retiré.
– Gracias por la carrera, sargento.
– Ha sido un placer, Warshawski. Estamos para servir y proteger, ya sabes.
Le invité a subir y llamar a un coche desde casa de Lotty pero dijo que lo haría desde la calle, que necesitaba el aire fresco de la noche. Se quedó mirando hasta que abrí las cerraduras del portal, después esbozó una despedida con la mano y se fue.
Lotty estaba en su salón, vestida aún con la falda oscura y el suéter que se había puesto para ir al hospital hacía siete horas. Hojeaba las páginas de The Guardian, poniendo una débil pretensión de interés en los males de la economía escocesa. Dejó el periódico en cuando me vio entrar.
Acurrucarme en sus brazos fue como volver al hogar; me alegré de haberme decidido a regresar en lugar de irme con McGonnigal. Mientras Lotty me refrescaba la cara y me daba leche caliente, le conté el relato de la noche, el extraño viaje río arriba, mis temores, el indomable valor de la Srta. Chigwell. Frunció el ceño intensamente al conocer la traición del médico a su juramento hipocrático. Lotty sabe que hay médicos inmorales pero no le gusta que se lo recuerden.
– Lo peor fue cuando Louisa despertó y creyó que yo era Gabriella -dije mientras Lotty me llevaba a mi habitación-. No quiero sentirme otra vez allí, sabes, otra vez en Chicago Sur enmendando los entuertos de los Djiak como hizo mi madre.
Lotty me quitó la ropa con experimentadas manos clínicas.
– Es un poco tarde para preocuparte por eso, cariño; es exactamente lo que has estado haciendo todo el mes.
Hice una mueca. Quizá hubiera sido preferible que me fuera con el sargento después de todo.
Lotty me tapó con la ropa de la cama. Me quedé dormida antes de que hubiera apagado las luces, sumiéndome en sueños de enloquecidos viajes en bote, de escalar farallones mientras era atacada por águilas, de Lotty esperándome en la cima y diciendo: «Un poco tarde para preocuparse, ¿no crees, Vic?».
Cuando desperté a la una de la tarde no me sentía descansada. Permanecí tumbada un rato en un letargo soñoliento, dolorida mental y físicamente. Hubiera querido quedarme allí indefinidamente, quedarme dulcemente dormida hasta que volviera Lotty para ocuparse de mí. Las últimas semanas me habían robado toda capacidad para encontrar placer en mi trabajo. Y hasta todo motivo para seguir en él.
Si hubiera podido seguir los sueños de mi madre, habría sido la Geraldine Ferrar de mi generación, y habría compartido momentos entrañables con James Levine en un escenario de conciertos. Intenté imaginar cómo sería; tener talento, ser un personaje mimado y rico. Si alguien como Gustav Humboldt quisiera buscarme las cosquillas, haría que mi agente de prensa pergeñara unos cuantos párrafos para el Times y llamaría al superintendente de policía -que sería mi amante- para que le apretaran algo las clavijas.
Y cuando estuviera agotada, sería otra persona la que se tambaleara hasta el cuarto de baño con los pies muy hinchados para despejarse la cabeza bajo el grifo de agua fría. Ella haría mis llamadas telefónicas, mis recados, sufriría horrendas penurias en mi lugar. Si tuviera tiempo, le daría las gracias generosamente.
A falta de un abnegado Bunter como aquél, llamé yo misma a mi contestador automático. El Sr. Contreras había telefoneado una vez. Murray Ryerson había dejado siete mensajes, cada uno progresivamente más enfático. No quería hablar con él. Nunca más. Pero dado que tendría que hacerlo en algún momento, lo mejor sería terminar con ello cuanto antes. Le encontré hecho una hiena en la redacción del centro.
– Has colmado el vaso, Warshawski. No puedes pretender que la prensa te ayude sin cumplir tu parte del acuerdo. Esa lucha de Chicago Sur es noticia rancia. Los tipos electrónicos ya la tienen. Te ayudé con la condición de que me dieras una exclusiva.
– Póntela donde te quepa -dije yo desabrida-. Has sido un cero a la izquierda para mí en este caso. Te quedaste con mis pistas y no me devolviste nada. Me he adelantado a ti en llegar a la meta y ahora te cabreas. Mi única razón para llamarte es por mantener abiertas las líneas de comunicación para el futuro, porque puedes creerme, ahora mismo no tengo excesivo interés en hablar contigo.
Murray empezó a rugir, pero sus instintos periodísticos vencieron. Puso el freno y empezó a hacerme preguntas. Pensé en relatarle mi paseo en barca a media noche por el brumoso, el pestilente Calumet, o la total fatiga de espíritu que sentí tras haber hablado con Curtis Chigwell. Pero no quería justificarme ante Murray Ryerson. Así pues, le conté todo lo que había dicho a la policía, junto a una vivida descripción de la pelea alrededor de los calderos de disolvente. Me pidió que fuera con un fotógrafo a la fábrica Xerxes para mostrarle dónde había transcurrido y se indignó ante mi negativa.
– Eres un jodido vampiro, Ryerson -dije-. La clase de tipo que pregunta a las víctimas de un desastre qué sintieron cuando vieron a sus maridos o hijos estallar en el aire. No vuelvo a esa fábrica ni así me den el Premio Nobel de la Paz por hacerlo. Cuanto antes olvide el sitio, mejor para mí.
– De acuerdo, Santa Victoria, tú dedícate a dar de comer al hambriento y cuidar al enfermo -me colgó el teléfono de un golpe.
La cabeza seguía pesándome. Fui a la cocina y me preparé una cafetera llena. Lotty me había dejado una nota con sus trazos gruesos y negros junto a la cafetera: había desenchufado el teléfono antes de irse, pero habían llamado Murray y Mallory. Lo de Mallory ya lo sabía, claro está, pero Bobby había sido lo bastante compasivo para no perseguirme después del primer mensaje. Sospechaba que había intervenido McGonnigal y se lo agradecí.
Revisé la nevera pero no logré interesarme en ninguno de los saludables alimentos de Lotty. Al fin me acomodé en la mesa de la cocina con un café. Sirviéndome de la extensión de la encimera, llamé a Frederick Manheim.
– Sr. Manheim. Soy V. I. Warshawski. La detective que fue a su oficina hace unas semanas para hablar de Joey Pankowski y Steve Ferraro.
– La recuerdo bien, Srta. Warshawski; recuerdo todo lo relacionado con esos dos hombres. Lo sentí al leer que había sido usted objeto de una agresión la semana pasada. ¿No tendría nada que ver con Xerxes, verdad?
Me recosté en la silla, intentando encontrar un punto cómodo para los doloridos músculos de mis hombros.
– Por una extraña serie de coincidencias, sí. ¿Qué le parecería recibir todo un cargamento de datos de los que se deduce que Químicas Humboldt conocía los efectos tóxicos de la xerxina ya en 1955?
Quedó en silencio un rato largo, después dijo cauteloso:
– ¿No será esto una broma suya, Srta. Warshawski? No la conozco lo bastante para saber qué clase de sentido del humor tiene.
– Nunca he tenido menos ganas de reír. Lo que tengo delante es un despliegue tal de cinismo que cada vez que lo pienso me consume la ira. Mi antigua vecina de Chicago Sur se está muriendo ahora mismo. A los cuarenta y dos años parece una abuela que ha pasado los estragos de una guerra -me interrumpí.
Lo que realmente quiero saber, Sr. Manheim, es si está dispuesto a organizar y dirigir la acción en nombre de cientos de antiguos empleados de Xerxes. Y es posible que también algunos actuales. Piénselo bien. Podría absorberle toda su vida durante los próximos diez años. No podría hacerlo solo desde sus locales; tendría que contratar investigadores y asociados y ayudantes legales, y tendría que librarse de los peces gordos que querrán quitarle de en medio porque habrán olido las gratificaciones de contingencia.
– Me lo está poniendo verdaderamente apetecible -rió suavemente-. Ya le conté la amenaza que recibí cuando estaba preparando la apelación. No creo que tenga alternativa. Quiero decir que no veo cómo voy a poder perdonármelo si se me presenta la oportunidad de ganar el caso y lo dejo pasar simplemente por no renunciar a la tranquilidad profesional. ¿Cuándo puedo recibir el cargamento?
– Esta noche, si puede acercarse con un coche hasta el Sector Norte. A las siete y media, ¿de acuerdo? -le di la dirección de Lotty.
Cuando hubo colgado llamé a Max al hospital. Tras unos minutos dedicados a mi aventura de la noche pasada -que aparecía en la prensa de la mañana con datos escuetos- accedió a hacer una copia de los documentos de Chigwell. Cuando le dije que me pasaría por allí a última hora para recoger los originales, protestó delicadamente: sería un placer traérmelos a casa de Lotty.
Después de aquello no podía postergar más una conversación de hombre a hombre con Bobby. Le localicé por teléfono en el Distrito Central y quedé en reunirme allí con él dentro de una hora. Eso me dio tiempo para ponerme a remojo en la bañera de Lotty con el fin de calentar algo mis doloridos hombros y de llamar al Sr. Contreras asegurándole que estaba viva, moderadamente bien, y que volvería a casa a la mañana siguiente. Él se lanzó a una prolongada y nerviosa perorata sobre lo que había sentido al leer las noticias de la mañana; yo le interrumpí suavemente.
– Tengo una cita con la policía. Voy a estar muy cogida todo el día, pero mañana nos tomamos un buen desayuno y nos ponemos al corriente.
– Me parece estupendo, muñeca. ¿Torrijas o tortitas?
– Torrijas -no pude evitar la risa. Gracias a ella llegué al cuartel general de la policía con ánimo lo bastante alegre para enfrentarme a Bobby.
Su orgullo estaba gravemente herido por haber trincado yo al Emperador de la Basura. Dresberg había llevado por la calle de la amargura a lo mejor de Chicago durante años. Cualquier detective privado que lo hubiera cogido con todas las de la ley habría sido un golpe para Mallory. Pero el que tuviera que ser yo le había alterado de tal modo que me hizo quedarme allí cuatro horas.
Bobby en persona me interrogó, mientras la agente Neely tomaba notas; después entraron relevos de la División del Crimen Organizado, seguidos de la Unidad de Funciones Especiales, terminando con una entrevista acompañada con un par de federales. Por entonces me había vuelto el agotamiento con todas sus fuerzas. Empecé a adormecerme entre preguntas y se me hacía difícil recordar lo que iba a revelar y lo que había decidido guardarme para mí sola. La tercera vez que los federales tuvieron que agitarme para despertarme pensaron que ya se habían divertido bastante e instaron a Bobby a que me mandara a casa.
– Sí, me da la impresión de que ya tenemos todo lo que nos va a contar -esperó hasta que la oficina quedó vacía y después dijo nervioso-: ¿Qué le hiciste anoche a McGonnigal, Vicki? Me hizo saber con toda claridad que no estaba dispuesto a estar presente mientras hablaba contigo.
– No le hice absolutamente nada -dije, arqueando las cejas-. ¿Es que se ha vuelto jabalí o algo así?
Bobby me miró ceñudo.
– Si pretendes acusar de algo a John McGonnigal, que es uno de los mejores…
– Circe -apunté de inmediato-. Eso es lo que hizo con la tripulación de Odiseo. Supongo que estabas pensando en eso. O algo por el estilo.
Bobby entornó los ojos pero no dijo más que:
– Vete a casa, Vicki. Ahora mismo no tengo fuerzas para tu sentido del humor.
Estaba ya en la puerta cuando Bobby encendió su último detonador.
– ¿Conoces bien a Ron Kappelman? -su voz tenía un tono estudiadamente distraído que me puso alerta.
Me volví para mirarle, con la mano aún en el picaporte.
– He hablado con él tres o cuatro veces. No somos amantes, si es eso lo que quieres saber.
Los ojos grises de Bobby me midieron fijamente.
– ¿Sabes que Jurshak le hizo algunos favores cuando le contrataron como abogado de PRECS?
Sentí que se me desfondaba el estomago.
– ¿Como por ejemplo?
– Ah, pues darle vía libre para hacer toda la reforma de su casa. Esa clase de cosas.
– ¿Y a cambio?
– Información. Nada fuera de la ética. No pondría en peligro la posición de sus clientes. Sólo contar en la oficina del concejal los movimientos que estaban considerando. O qué movimientos podría hacer una investigadora privada listilla como tú.
– Ya veo -me costó un esfuerzo pronunciar las palabras, no digamos ya que la voz me saliera firme. Me apoyé contra la puerta-. ¿Cómo sabes todo eso?
– Jurshak ha hablado mucho esta mañana. No hay como el miedo a morir para que la gente empiece a largar. Claro está que los tribunales se lo cargarán todo, por ser información extraída bajo coacción. Pero ten cuidado con quién hablas, Vicki. Eres una chica lista; una señorita lista. Estoy incluso dispuesto a admitir que has hecho algunas cosas bien. Pero eres una sola persona. Sencillamente, no puedes hacer el trabajo por el que pagan a la policía.
Estaba excesivamente fatigada y abatida de espíritu para discutir. Me sentía demasiado mal hasta para pensar que se equivocaba. Los hombros se me hundieron, deambulé con torpeza por los largos corredores hasta el aparcamiento y salí hacia casa de Lotty.