26.- Vuelta a empezar

Por la mañana tenía una compañera de habitación nueva, una veinteañera llamada Jean Fishbeck: su amante le había disparado en un hombro antes de que ella le metiera una bala en el estómago. La paciente de cirugía plástica se había trasladado tres habitaciones más allá.

Me enteré de toda la historia de los disparos, con imprecaciones en tono subido y demás, a media noche cuando la Srta. Fishback volvió del postoperatorio. A las siete, cuando la ronda de la mañana apareció para ver si habíamos expirado durante la noche, dio rienda suelta a su furia por haber sido despertada con la estentórea nasalidad del Sector Noroeste. Cuando llegó Lotty hacia las ocho y media yo estaba dispuesta a ir donde fuera, hasta al ala psiquiátrica, con tal de alejarme de las obscenidades y los cigarrillos.

– Me importa tres cómo esté -le dije a Lotty irritable-. Fírmame el alta y déjame salir de aquí. Me voy en camisón si hace falta.

Lotty echó una ojeada a las arrugadas envolturas de chicle y el paquete de cigarrillos vacío del suelo. Y arqueó mucho las cejas cuando una oleada de blasfemias barrió desde detrás de las cortinas corridas mientras un interno intentaba llevar a cabo un examen.

– La jefa de planta me ha dicho que no has sido muy cortés con tu compañera de ayer y que te iban a poner con alguien más afín a tu personalidad. ¿Te desahogaste con ella dándole unos cuantos directos? -empezó a palparme los músculos de los hombros.

– Ay, maldita sea, eso duele. Y no se dice dar sino lanzar. O en todo caso, encajar.

Lotty me aplicó el oftalmoscopio a los ojos.

– Te hicimos una radiografía y un examen de constantes después que te estabilizamos el miércoles. Milagrosamente no tienes fisuras ni fracturas. Un poco más de fisioterapia en los próximos días te irá bien para los músculos afectados, pero no esperes tenerlos recuperados de un día para otro; los desgarramientos de tejidos pueden tardar hasta un año en curarse si no descansas suficientemente la musculatura. Y sí, te puedes ir a casa; puedes hacer la terapia como paciente externo. Si me das las llaves, le diré a Carol que te traiga algo de ropa a la hora de comer.

Se puso en pie y me miró gravemente. Cuando empezó otra vez a hablar su acento vienés era muy pronunciado.

– Te pediría que no fueras insensata, Victoria. Te lo pediría, pero parece que te apasionan el peligro y la muerte. Haces la vida muy difícil a los que te quieren.

No se me ocurrió nada que decir. Me contempló un buen rato, dirigiéndome una mirada muy ensombrecida desde su rostro anguloso, después agitó levemente la cabeza y salió.

El compendio de mi personaje de las últimas veinticuatro horas no era precisamente atractivo: una fiera insensible enamorada de la muerte y el peligro que impulsaba a tímidas pacientes de cirugía plástica a buscar refugio con el personal sanitario. Cuando un enfermero apareció alrededor de una hora después para llevarme a fisioterapia, le acompañé de mala gana. La rutina normal de los hospitales, que despersonaliza a los pacientes a sus expensas, suele sumirme en un frenesí de sarcasmo anticooperativo. Hoy me lo tragué sin rechistar.

Después de la terapia yo también busqué refugio de mi vituperante compañera de habitación, esperando en la salita a que llegara mi ropa con unos ejemplares atrasados de Glamour y El deporte ilustrado. Carol Álvarez, enfermera y principal soporte de la clínica de Lotty, llegó un poco antes de las dos. Me saludó afectuosamente, con un abrazo, un beso y una pequeña exclamación de horror por mi ordalía.

– Hasta Mamá ha estado rezando a la Santa Virgen María por ti, Vic.

Desde luego no era poco, porque la Sra. Álvarez me observaba por lo general con silencioso desprecio.

Carol me había traído unos vaqueros, sudadera y un par de botas. Tanto la ropa exterior como la interior parecían inusitadamente limpias. Se me había olvidado totalmente que la había dejado en la lavandería el miércoles. Al parecer, uno de mis vecinos de abajo la había tirado a mi puerta formando un montón húmedo acompañado de una nota furibunda; Carol había tenido la delicadeza de volver a pasarlo todo por la lavadora.

Me ayudó con rapidez en los trámites del alta. Puesto que conocía a muchas enfermeras de aquella planta, su hostilidad hacia mí se atenuó un poco cuando me vieron con ella. Llevando yo el cacharro oriental de Max y Carol los geranios, avanzamos por los largos pasillos hasta el aparcamiento de personal a espaldas del hospital.

Yo tenía la impresión de tener la cabeza llena de algodón, lejos no sólo de mi cuerpo sino de la cotidianeidad que me rodeaba. No habían pasado más que dos días desde mi desafortunada salida a correr, pero me parecía haber estado ausente del mundo durante meses. Sentía las botas como si fueran nuevas y extrañas y no me hacía a la sensación que me producían los vaqueros ajustados al cuerpo. Y eso que no estaban tan ajustados como antes: los últimos días parecían haberse llevado unas buenas cinco libras de mi peso.

El Sr. Contreras me esperaba cuando llegué a mi piso de Racine. Había atado un enorme lazo rojo al cuello de Peppy y cepillado su pelo cobrizo hasta hacerlo brillar a la opaca luz grisácea del día. Carol me confió a ellos dos con otro beso y nos dejó en la puerta.

Yo habría preferido sin duda quedarme sola con el fin de ordenar mis ideas, pero el Sr. Contreras se había ganado el derecho a mimarme. Accedí a su insistencia de llevarme a un sillón, quitarme las botas y taparme las piernas y los pies cariñosamente con una manta.

Había preparado una complicada bandeja de fruta y queso, que depositó a mi lado junto a una tetera llena.

– Y ahora, pequeña, te voy a dejar aquí a su señoría para que te haga compañía. Si quieres algo, no tienes más que llamarme. He escrito mi número al lado del teléfono para que no tengas que buscarlo. Y antes de que vuelvas a meter el pescuezo en más líos, me lo dices. No voy a estar a todas horas detrás de ti -ya sé que lo odias- pero alguien tiene que saber dónde ir a buscarte. Me prometes eso o voy a tener que cogerme un detective sólo para seguirte.

Le extendí la mano.

– Trato hecho, Tío.

Este título honorario le conmovió tanto que empezó a hablarle gravemente a la perra, enumerándole sus obligaciones conmigo, antes de darme una palmada en el hombro malo y salir escaleras abajo.

Yo no soy muy aficionada al té, pero me resultó grato quedarme donde me habían puesto. Me serví una taza, mezclada con mucha crema espesa, y compartí un racimo de uvas con la perra. Esta se sentaba sobre los cuartos traseros observándome con mirada constante, jadeando suavemente, tomándose muy en serio sus deberes de vigilancia, asegurándose de que no volviera a desaparecer sin ella.

Forcé a mi fatigada cabeza a regresar a los momentos anteriores al ataque. Sólo hacía tres días, pero las neuronas se movían como si tuvieran moho de años. Cuando te duele hasta el último músculo es difícil recordar la sensación de estar entero.

Me habían advertido que abandonara Chicago Sur el lunes por la noche. El miércoles me habían despachado eficazmente. Eso significaba que algo de lo que había hecho el martes había suscitado una reacción inmediata. Fruncí el ceño, procurando recordar qué había ocurrido aquel día.

Había encontrado el informe del seguro sobre Jurshak y le había hablado a Ron Kappelman del asunto. También le había dejado un mensaje al joven Art insinuando que tenía el papel. Se trataba de documentos tangibles, y resultaba tentador pensar que demostraban algo tan perjudicial que había gente dispuesta a matar para que no vieran la luz. Podría ser difícil extraer la verdad de Kappelman si me ocultaba algo, pero Jurshak era un joven tan frágil que seguramente podría sonsacarle los hechos. Si es que podía encontrarle. Si seguía vivo.

Sin embargo, no debía concentrarme en esos dos a expensas de las restantes personas implicadas. Curtís Chigwell, por ejemplo. A primera hora del martes le había azuzado a Murray Ryerson y doce horas después había querido suicidarse. Y además estaba el gran tiburón, el propio Gustav Humboldt. Fuera lo que fuera lo que sabía Chigwell, lo que estuvieran ocultando sobre Steve Ferraro y Joey Pankowski, Gustav Humboldt estaba perfectamente informado de todo. De otro modo no me habría buscado para intentar hacerme tragar una sarta de mentiras sobre dos empleados insignificantes de su imperio internacional. Y el informe del seguro que había encontrado Nancy se refería a su compañía. Esto tenía que significar algo; pero ocurría que aún no sabía qué.

Y por fin, claro está, estaba la pequeña Caroline. Ahora que había comprendido que protegía a Louisa, supuse que podría hacerle hablar. Puede que incluso supiera lo que Nancy había visto en el informe del seguro. Ella era mi mejor punto de partida.

Me quité la manta de las piernas y me levanté. De inmediato, la perra se puso en pie como un resorte, moviendo la cola: si me levantaba, era evidentemente hora de salir a correr. Cuando vio que sólo me dirigía al teléfono, se tumbó alicaída.

Caroline estaba reunida, me dijo la recepcionista de PRECS. No se la podía molestar.

– Pues apunte por favor la nota siguiente y hágasela llegar: «¿La vida de Louisa en primera página del Herald Star?» Y añada mi nombre. Le garantizo que se pondrá al teléfono en fracciones de segundo.

Tuve que engatusarla algo más, pero la mujer accedió al fin. Me llevé el teléfono al sillón. Peppy me dirigió una mirada de disgusto, pero yo quería esperar sentada la descarga que se acercaba.

Oí la voz de Caroline sin preámbulos. La dejé despotricar sin rechistar unos minutos, en los que hizo trizas mi personalidad, expresándome su pesar porque hubiera salido indemne del pantano, y hasta lamentándose de que no me hubiera quedado enterrada en fango.

Ante eso decidí interrumpir.

– Caroline, eso es vil y ofensivo. Si tuvieras un ápice de sensibilidad o imaginación nunca habrías pensado semejante cosa, no digamos ya decirlo.

Quedó en silencio unos instantes y después refunfuñó.

– Lo siento, Vic. Pero no debiste mandarme mensajes amenazando a mamá.

– Está bien, pequeña. Lo entiendo. Entiendo que la única razón de que hayas estado dando más coces que de costumbre es porque hay alguien acorralando a Louisa. Quiero saber quién y por qué.

– ¿Cómo lo sabes? -exclamó abruptamente.

– Es tu carácter, cielo. Simplemente tardé algo en acordarme. Manipulas a los demás, te pasas las reglas por donde quieres con tal de lograr lo que buscas, pero no eres gallina. Sólo hay una cosa que puede aterrarte.

Volvió a callar un buen rato.

– No pienso decirte si te equivocas o no -dijo al fin-. No puedo ni hablar de ello. Si no te equivocas ya comprendes por qué. Si te equivocas… supongo que será porque doy coces.

Intenté transmitir toda la fuerza de mi personalidad por el teléfono.

– Caroline, esto es importante. Si alguien te ha dicho que le hará daño a Louisa a menos que me obligues a dejar de rastrear a tu padre, tengo que saberlo. Porque significa que hay alguna relación entre la muerte de Nancy y mis pesquisas sobre Joey Pankowski y Steve Ferraro

– Tendrías que embaucarme y no creo que puedas -su tono era serio, más maduro del que estaba acostumbrada a oírle.

– Por lo menos dame una pista, chiquilla. ¿Te vienes por aquí mañana a cualquier hora? Como puedes comprender, no estoy muy en forma ahora mismo, si no me pasaba a verte esta noche.

Al final, a regañadientes, accedió a venir mañana por la tarde. Colgamos el teléfono con una afabilidad que no habría creído posible hacía diez minutos.

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