36.- Mala sangre

Recuperé mi coche y volví hacia casa de Lotty. En realidad, lo único que había logrado de mi entrevista con Jurshak era el dato de que había estado cometiendo alguna clase de fraude con el seguro de Xerxes. Y algo gordo, a juzgar por su expresión. Pero no sabía qué era. Y me hacía falta enterarme en seguida, antes de que todas las personas a las que estaba sacando de sus casillas convergieran de una vez por todas y me enviaran al eterno descanso. La urgencia me apretaba el estómago y me coagulaba el cerebro.

El tráfico de hora punta empezaba ya a espesarse en las arterias principales del centro. El tono amenazante que la voz de Humboldt había tenido aquella mañana me resonaba aún en los oídos. Conduje con cautela bajo la luz crepuscular de febrero, cerciorándome de que no me seguían. Hice todo el recorrido hasta Montrose y salí por el parque, girando dos veces sucesivamente antes de comprobar que no llevaba escolta y dirigirme hacia casa de Lotty.

No me extrañó en absoluto llegar antes que ella: para conveniencia de las madres trabajadoras, Lotty mantiene abierta la clínica hasta las seis la mayoría de las tardes. Salí a comprar algo de comida; lo menos que podía hacer para agradecerle su hospitalidad era tener la cena dispuesta. Empecé otra vez con el pollo con ajo y aceitunas que estaba guisando la noche anterior a mi agresión, con la esperanza de que mantenerme ocupada me evitara la fructificación de ideas en el fondo de la cabeza. Esta vez preparé todo el plato sin interrupciones y lo puse a cocer a fuego lento.

Por entonces eran ya casi las siete y media y Lotty seguía sin volver. Empecé a preocuparme, preguntándome si debía llamar a la clínica o a Max. Podría haberse retrasado por una urgencia de última hora, en la clínica o en el hospital. Pero también sería un blanco fácil para cualquier decidido a vengarse de mí.

A las ocho y media, cuando había probado en la clínica y en el hospital sin resultado, salí a buscarla Su coche se detuvo frente al edificio en el momento en que yo cerraba la puerta del portal.

– ¡Lotty! Estaba empezando a preocuparme -exclamé, corriendo a recibirla.

Me siguió al interior del edificio, con paso rezagado, muy distinto a su habitual trote ligero.

– ¿Dónde has estado, cariño? -preguntó fatigada-. Tendría que haber recordado lo nerviosa que has estado en los últimos días. Tú no eres de las que te inquietas por unas pocas horas.

Tenía razón. Otra señal de que había dejado atrás el último ápice de racionalidad en mi enfrentamiento con las cuestiones presentes. Entró lentamente al piso, quitándose el abrigo con movimientos pausados y guardándolo metódicamente en un armario de nogal tallado que había en el recibidor. La llevé hacia una butaca del salón. Me dejó que le sirviera un poco de coñac; es el único alcohol que bebe, y solamente cuando se encuentra bajo una tensión extrema.

– Gracias, cariño. Me vendrá muy bien -se quitó los zapatos; encontré sus zapatillas ordenadamente colocadas junto a su cama y se las traje.

– He pasado las dos últimas horas con la doctora Christophersen. Es la nefróloga a la que te dije que iba a mostrar los cuadernos de la compañía química.

Se terminó la copa pero movió la cabeza cuando le ofrecí la botella.

– Algo sospeché cuando revisé las anotaciones, pero quería que un especialista me hiciera una interpretación exhaustiva -abrió su portafolios y sacó unas cuartillas de fotocopias-. Dejé los cuadernos bajo llave en la caja fuerte de Max del Beth Israel. Son demasiado… demasiado alarmantes para dejarlos circular libremente por las calles de la ciudad a disposición de cualquiera. Este es el resumen de las notas de Ann, de la Dra. Christophersen. Dice que puede llevar a cabo un análisis detallado si fuera preciso.

Me entregó las cuartillas y observé la letra diminuta y cuadrada de la Dra. Christophersen. Eran comentarios sobre los análisis de sangre anotados en las páginas de los cuadernos de Chigwell, utilizando los datos de Louisa Djiak y Steve Ferraro como ejemplo. Los pormenores de la química sanguínea no tenían significado alguno para mí, pero el resumen a pie de la página estaba en lenguaje sencillo y era espantosamente claro:


Los documentos muestran el historial sanguíneo de la Srta. Louisa Djiak (mujer blanca soltera, un parto) desde 1963 a 1982, último año en que se recogieron datos; y del Sr. Steve Ferraro (hombre blanco soltero) desde 1957 a 1982. Existen también datos sobre aproximadamente quinientos empleados de la fábrica Xerxes de la compañía Químicas Humboldt para el período de 1955 a 1982. Dichos datos muestran alteraciones en los valores de creatina, nitrógeno de la urea sanguínea, bilirrubina, hematocritos y hemoglobina, y un recuento de leucocitos consistente con el desarrollo de disfunciones renales, hepáticas y de la médula ósea. Una conversación con el Dr. Daniel Peters, actual médico de la Srta. Djiak, confirma que la paciente le visitó primeramente en 1984, ante la insistencia de su hija. En aquel momento, el médico diagnosticó insuficiencia renal crónica, que ha progresado desde entonces hasta una fase aguda. Otra clase de complicaciones no permitieron que la Srta. Djiak pudiera optar a un trasplante.

Los análisis de sangre indican una perceptible lesión renal ya en 1967 (CR = 1,9; BUN = 28) y una lesión grave hacia 1969 (CR = 2,4 BUN = 30). La paciente empezó a experimentar síntomas difusos típicos -picores, fatiga, dolores de cabeza- hacia 1979, pero creyó que estaba pasando por la «edad crítica» y no consideró necesario consultarlo con un médico.


El informe seguía con un resumen similar sobre Steve Ferraro, que terminaba con su muerte a causa de anemia aplástica en 1983. El resto de aquella precisa relación detallaba las propiedades tóxicas de la xerxina, y demostraba que los cambios producidos en la química sanguínea eran consistentes con haber estado en contacto con la xerxina. Leí el documento detenidamente dos veces antes de dejarlo en la mesa y mirar a Lotty fijamente, aterrada.

– La Dra. Christophersen ha trabajado mucho, con la llamadas a los médicos de Louisa y Steve Ferraro y todas estas comprobaciones -fue el único comentario que pude formular en un principio.

– Estaba horrorizada -totalmente horrorizada- por lo que veía. Le di los nombres de dos pacientes que yo sabía que podían verificarse, y ella ha hecho las indagaciones esta tarde. Por lo menos en los casos de tu amiga y el Sr. Ferraro parece abundantemente claro que no tenían ni idea de lo que les estaba ocurriendo.

Asentí en silencio.

– Todo ello tiene una cierta lógica espantosa. Louisa empieza a experimentar síntomas vagos que ella cree que son de menopausia -¿a los treinta y cuatro años?- pero como jamás tuvo una educación sexual como es debido, quizá no sea tan increíble. En fin, Louisa no iría proclamándolo por la fábrica. Muchos de sus empleados provienen del mismo medio que ella, donde todo lo relacionado con las funciones del cuerpo es vergonzante y no se habla.

– Pero Victoria -estalló Lotty-, ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Quién, aparte de Mengele, puede ser tan frío, tan calculador para conservar esta clase de historiales y no decir nada, ni una palabra, a las personas afectadas?

Me froté la cabeza. El punto donde había recibido el golpe estaba prácticamente curado, pero ahora que mi cerebro estaba sometido a tal tensión, el golpe me palpitaba de modo sordo, como un retumbar de tambores en la selva de mi pensamiento.

– No lo sé -el estado enervado de Lotty se me había contagiado-. Comprendo por qué no quieren que salga nada de esto a la luz ahora.

Lotty sacudió la cabeza nerviosamente.

– Pues yo no. Explícamelo, Victoria.

– Daños y perjuicios. Pankowski y Ferraro demandaron por el pago de indemnizaciones a las que creían que tenían derecho; intentaron hacer valer su causa afirmando que sus enfermedades eran consecuencia de haber estado expuestos a la xerxina. Humboldt se defendió con éxito. Según el abogado que llevó el pleito, la compañía tenía dos defensas operativas: la primera, que aquellos dos tipos fumaban y bebían mucho, de modo que era indemostrable que la xerxina les había intoxicado. Y la segunda, que parece haber sido la definitiva, es que su contacto se había producido antes de conocerse la toxicidad de la xerxina. Es decir que…

Mi voz fue apagándose. Comprendí con impresionante claridad por qué era problemático el informe de Jurshak al Descanso del Marino. Estaba ayudando a Humboldt a ocultar las altas tasas de mortalidad y enfermedad de Xerxes para lograr que la entidad aseguradora le aplicara una cuotas favorables. Se me ocurrían un par de formas para realizarlo, pero la más probable parecía ser que estuvieran sacándole al Descanso del Marino mejor cobertura de la que ofrecían a los empleados. A éstos se les comunicaría que ciertas clases de análisis o ciertos períodos de permanencia hospitalaria no estaban cubiertos. Cuando llegaron las facturas correspondientes pasarían por la entidad garante y allí los amañarían antes de mandarlos a la compañía aseguradora. Consideré la cuestión desde diversos ángulos y seguía pareciéndome prometedora. Me levanté y fui hacia la extensión telefónica de la cocina.

– ¿Es decir qué, Victoria? -exclamó Lotty impacientemente a mi espalda-. ¿Qué estás haciendo?

Para empezar apagar el pollo; había olvidado la cena y lo había dejado cocer alegremente en el fuego trasero del fogón. Las aceitunas eran grumitos carbonizados mientras el pollo parecía haberse soldado al fondo del cacharro. Aquella no era definitivamente la receta más conseguida de mi repertorio. Intenté raspar el revoltijo en el cubo de la basura.

– Anda, olvídate de la cena -dijo Lotty en tono irritado-. Déjalo en la pila y cuéntame todo lo que estás pensando. La compañía sostuvo que no podían hacerse responsables de la enfermedad de nadie que trabajara para ellos si había comenzado antes de 1975, cuando Ciba-Geigy estableció la toxicidad de la xerxina. ¿No es eso?

– Sí, sólo que yo no sabía que hubiera sido Ciba-Geigy ni que el año crítico fuera 1975. Y apuesto a que afirmaron haber reducido la proporción por masa de xerxina hasta lo que fuera entonces el nivel permitido, y que eso es lo que demuestran sus informes a Washington. Los que Jurshak envió a Humboldt. Pero los análisis realizados por PRECS en la fábrica muestran niveles mucho más altos. Tengo que llamar a Caroline Djiak y enterarme.

– Pero Vic -dijo Lotty, raspando distraídamente el pollo de la cacerola-, sigues sin explicarme por qué no quisieron decir a sus empleados que sus cuerpos estaban sufriendo lesiones. Si el nivel permitido no se fijó hasta 1975, ¿cómo podía afectarles antes de esa fecha?

– Por el seguro -dije brevemente, buscando el número de Louisa en la guía. No aparecía. Despotricando, volví a la habitación de invitados para sacar mi agenda de la maleta.

Regresé a la cocina y empecé a marcar.

– La única persona que puede decírnoslo con certeza es el Dr. Chigwell, y ahora mismo anda desaparecido. Y no estoy segura de poderle hacer hablar aun si lo encontrara; Humboldt le asusta mucho más que yo.

Caroline se puso al teléfono a la quinta señal.

– Vic. Hola. Estaba acostando a mamá. ¿Puedes esperar? ¿O te vuelvo a llamar?

Le dije que esperaría.

– Pero lo que pasa -añadí dirigiéndome a Lotty-, es que ahora mismo esos cuadernos pueden significar la quiebra. No necesariamente para toda la compañía, pero sí desde luego para la operación Xerxes. Si todo eso cae en manos de un buen abogado, que se pusiera en contacto con los empleados o sus familiares, el asunto está cantado. Tienen todos esos cuadernos Manville para utilizar como precedente.

No era de extrañar que Humboldt estuviera lo bastante desesperado para buscarme personalmente. Su pequeño imperio estaba amenazado por los turcos. Frederick Manheim tenía razón: debía parecerles increíble que una detective empezara a husmear el rastro de Pankowski y Ferraro y que no estuviera buscando evidencia de los análisis de sangre.

¿Por qué había querido suicidarse Chigwell? ¿Abrumado por los remordimientos? ¿O es que alguien le había amenazado con una suerte mucho peor que la muerte si nos contaba algo a Murray o a mí? La gente con la que había largado el viernes podía haberlo matado ya si pensara que iba a desfondárseles.

No creía que fuera a saber nunca lo que había ocurrido exactamente. Ni veía el modo de seguir el hilo de la muerte de Nancy hasta el gran tiburón. La única esperanza sería que los dos matones que tenía Bobby detenidos cantaran e involucraran a Humboldt de algún modo. Pero no ponía en eso muchas esperanzas. Incluso si hablaran, una persona como Humboldt conocía demasiadas formas para inhibirse de las consecuencias inmediatas de sus actos. Igual que Enrique II. Me estremecí.

Cuando Caroline volvió al teléfono le pregunté si Louisa y ella tenían un folleto donde se enumeraran las prestaciones de Xerxes.

– Dios. Vic, no lo sé -dijo impaciente-. ¿Y eso qué importa?

– Mucho -respondí cortante-. Podría explicarnos por qué mataron a Nancy y un montón más de cosas desagradables.

Caroline emitió un suspiro exagerado. Dijo que preguntaría a Louisa y dejó el teléfono.

Nancy habría estado al corriente de la verdadera cantidad de accidentes de Xerxes porque ella era la encargada del seguimiento de esta cuestión como directora de Medio Ambiente y Salud de PRECS. Por eso, cuando había visto la carta al Descanso del Marino y se había enterado de la estructura de primas de la compañía, había comprendido de inmediato que Jurshak les estaba haciendo algún chanchullo. Pero ¿quién había sacado los documentos de su oficina de PRECS? O quizá los llevara consigo, preparándose para una confrontación con Jurshak, y él se hubiera ocupado de encontrarlos y destruirlos. Pero Nancy se había dejado alguna otra cosa en el coche y allí no habían buscado.

Cuando Caroline volvió al teléfono me dijo que Louisa creía haber traído a casa un volante de propaganda, pero que estaría metido entre sus papeles. ¿Quería esperar hasta que mirara? Le pedí simplemente que lo buscara y lo dejara fuera para que pudiera yo recogerlo por la mañana. Empezó a lanzar una andanada de preguntas. No fui capaz de aguantar la insistente presión de su voz.

– Dale un abrazo a Louisa de mi parte -la interrumpí fatigada, y colgué entre explosiones de indignación.

Lotty y yo salimos a tomar una cena sobria en el Dortmunder. Ambas nos sentíamos excesivamente abrumadas por la enormidad que nos habían revelado los cuadernos de Chigwell para comer con apetito o desear charlar.

Cuando volvimos a casa llamé al S. Contreras. El joven Art se había largado. El viejo había cerrado con llave la puerta delantera y trasera cuando sacó a Peppy a su paseo nocturno, pero Art había abierto una ventana y saltado fuera. El Sr. Contreras estaba muy afligido; tenía la sensación de haber fracasado la única vez que expresamente había solicitado su ayuda.

– No se preocupe -le dije con convicción-. No tenía posibilidad de vigilarle las veinticuatro horas del día. Vino en busca de protección; si no la quiere, es su pescuezo el que se juega. Usted y yo no podemos pasarnos la vida llevando tijeras en el bolsillo por si se empeña en meter la cabeza por una cuerda.

Eso le animó ligeramente. Aunque se disculpó varias veces más, consiguió hablar de otras cosas; como de lo sola que se sentía Peppy por mi ausencia.

– Ya, yo también les echo de menos a los dos -dije-. Hasta echo de menos su forma de marcarme cuando quiero estar sola.

Rió encantado por aquello y colgó mucho más alegre que yo. Aunque la verdad era que maldito lo que me importaba el joven Art, no estaba segura de cuánto sabía él de lo que estaba yo reconstruyendo. No me agradaba precisamente la idea de que fuera con alguna parte del cuento a su padre.

Mi contestador automático me dijo que Murray había estado intentando ponerse en contacto conmigo. Le localicé y le dije que no había cristalizado nada por el momento. La verdad es que no me creyó, pero no tenía manera de demostrar lo contrario.

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