Santa Sofía se lo puso duro a las Tigresas, dominando durante gran parte del segundo tiempo. El juego fue intenso, a ritmo mucho más rápido de lo que había sido en mis años baloncestísticos. Dos oportunidades para las Tigresas se malograron cuando sólo quedaban siete minutos, y la cosa tenía mal aspecto. Entonces la base más fuerte del Santa Sofía salió a tres minutos del final. La mejor alero de las Tigresas, que había estado inmovilizada toda la noche, revivió, marcando ocho puntos no contestados. El equipo de casa ganó 54-51.
Me encontré dando gritos de ánimo con la misma vehemencia que los demás. Incluso sentí un cierto afecto nostálgico por mi propio equipo colegial, lo cual me sorprendió: mis recuerdos de adolescencia están tan dominados por la enfermedad y muerte de mi madre, que supongo que había olvidado que también hubo sus buenos momentos.
Nancy Cleghorn se había marchado para asistir a una junta, pero Diane Logan y yo nos unimos al resto del antiguo equipo en los vestuarios para felicitar a nuestras sucesoras y desearles lo mejor en las semifinales regionales. No nos quedamos mucho tiempo: era evidente que nos consideraban excesivamente mayores para poder entender lo que es el baloncesto, no digamos ya para haberlo jugado.
Diane se acercó para despedirse.
– No hay dinero en este mundo para forzarme a revivir mi adolescencia -me dijo, rozando su mejilla con la mía-. Me vuelvo a la Costa Dorada. Y definitivamente me quedo allí. Cuídate, Warshawski.
Me dejó con un temblor fugaz de zorro plateado y Opium.
Caroline revoloteaba con ansiedad en torno a los vestuarios, temiendo que me fuera sin ella. Estaba tan tensa que empecé a sentir una cierta inquietud sobre lo que fuera a encontrarme en su casa. Se comportaba exactamente igual que aquel fin de semana que me arrastró a su casa desde la universidad, en teoría porque Louisa tenía mal la espalda y necesitaba ayuda para cambiar una ventana rota. Una vez estuve allí supe que Louisa esperaba de mí una explicación de por qué Caroline había donado la sortijita de perlas de su madre a la marcha para recoger fondos en la Vigilia de San Wenceslao.
– ¿Es cierto que Louisa está muy mal? -inquirí cuando finalmente salimos de los vestuarios.
Me miró con seriedad.
– Está muy enferma, Vic. No te va a resultar agradable verla.
– ¿Qué más me tienes programado?
Su pronto rubor le inundó las mejillas.
– No sé de qué me hablas.
Salió airadamente abriendo la puerta del colegio. Yo la seguí despacio, a tiempo de verla meterse en un coche muy machacado estacionado con gran parte del motor en mitad de la calle. Bajó la ventanilla cuando pasé por su lado para gritarme que nos veríamos en su casa y arrancó con un chirrido de ruedas. Yo iba algo alicaída cuando abrí la puerta del Chevy y me senté en su interior.
Mi desaliento aumentó cuando giré para tomar la Calle Houston. La última vez que había estado allí había sido en 1976 cuando murió mi padre y yo volví para vender la casa. En aquella ocasión vi a Louisa, y a Caroline, que tenía catorce años y seguía mis pasos con resolución -incluso hizo un intento de jugar al baloncesto, pero con sus cinco pies de estatura ni siquiera su incansable energía consiguió abrirle la entrada al primer nivel.
Aquélla había sido la última vez que había hablado con alguno de los vecinos que habían conocido a mis padres. Mi padre, apacible y jovial, había suscitado auténtica pena. Gabriella, fallecida hacía diez años por entonces, un respeto remiso. A fin de cuentas, las demás mujeres de su manzana habían tenido que rascar, ahorrar y dividir por cinco cada centavo para alimentar y cobijar a sus familias igual que ella.
Ahora que estaba muerta, glosaban las excentricidades que les habían inducido a mover la cabeza con desaprobación: llevar a la niña a la ópera con diez dólares extra en lugar de comprarle un abrigo nuevo para el invierno. No bautizarla ni llevarla a las hermanas de San Wenceslao para su instrucción. Aquello les había alterado lo bastante para enviarle a la directora, Madre María José Nosecuántos, un día y provocar una confrontación memorable.
Quizá la insensatez mayor para ellas fuera el empeño de mi madre en que yo asistiera a la universidad, y su exigencia de que fuera la Universidad de Chicago. Gabriella sólo se conformaba con lo mejor, y había decidido cuando yo tenía dos años que aquélla era la mejor de Chicago. Posiblemente, a su parecer, no pudiera compararse con la Universidad de Pisa. Igual que los zapatos que se compraba en Callabrano de la Calle Morgan no tenían comparación con los de Milán. Pero se hacía lo que se podía. Así pues, a los dos años de morir mi madre me fui con una beca a lo que mis vecinos llamaban la Universidad Roja, una parte de mí asustada y la otra ansiosa por conocer sus demonios. Después de aquello, realmente no había vuelto nunca a casa.
Louisa Djiak era la única mujer de la calle que siempre defendió a Gabriella, muerta o viva. Pero es que ella era dueña de Gabriella. Y mía también, pensé con una ráfaga de resquemor que me sorprendió. Comprendí que aún me picaba la rabia por todos aquellos gloriosos días de verano que tuve que pasar cuidando a la niña, o haciendo mis tareas con la criatura berreando a mi espalda.
En fin, la criatura había crecido, pero seguía berreando sus exigencias en mi oído. Paré el coche detrás de su Capri y apagué el motor.
La casa era más pequeña de lo que yo recordaba, y más cochambrosa. Louisa no tenía ánimos para lavar y almidonar los visillos cada seis meses y Caroline pertenecía a una generación que evitaba enfáticamente semejantes labores. Si lo sabría yo, que formaba parte de ella.
Caroline me esperaba a la puerta, aún inquieta. Sonrió brevemente, tensa.
– Mamá está contentísima de que estés aquí, Vic. Ha esperado todo el día sin probar el café para tomárselo contigo.
Me condujo a través del comedor, reducido y atestado, hasta la cocina diciendo por encima del hombro:
– No debería ya tomar café. Pero le resultaba muy difícil dejarlo -además de tantas cosas como han cambiado-. Así que llegamos al acuerdo de una taza al día.
Empezó a atarearse en el fogón, acometiendo la preparación del café con enérgica ineficiencia. Pese al rastro de agua vertida y al café molido esparcido sobre el fogón, dispuso con esmero una bandeja con servicio de porcelana, servilleta de tela y la flor del geranio de una lata colocada en la ventana. Finalmente sacó un platito de helado adornado con una hoja de geranio. Cuando cogió la bandeja bajé de la banqueta de la cocina donde me había encaramado, para seguirla.
La alcoba de Louisa estaba a la derecha del comedor. En cuanto Caroline abrió la puerta el olor a enfermedad me sacudió como una fuerza física, trayéndome a la memoria el hedor a medicamentos y a carne en decadencia que había flotado en torno a Gabriella en el último año de su vida. Me clavé las uñas en la palma de la mano derecha y me forcé a entrar en la habitación.
Mi primera reacción fue de shock, pese a creer que me había preparado. Louisa estaba sentada y recostada en la cama, tenía el rostro macilento y teñido de un extraño gris verdoso bajo el cabello ralo. Sus manos deformes salían por las mangas flojas de un gastado jersey rosa. Pero cuando las levantó para saludarme con una sonrisa, capté un destello de aquella mujer joven y hermosa que había alquilado la casa de al lado cuando estaba encinta de Caroline.
– Qué gusto verte, Victoria. Sabía que vendrías. En ese sentido eres como tu madre. Y además te pareces a ella, aunque tienes los ojos grises de tu papá.
Me arrodillé junto a la cama y la abracé. Bajo el jersey, sentí sus huesos diminutos y quebradizos.
Una tos desgarradora le sacudió el cuerpo entero.
– Perdona. Son tantos malditos cigarrillos y durante tantos años. Aquí la señorita me los esconde; como si pudieran ponerme peor de lo que estoy.
Caroline se mordió los labios y se colocó junto a la cama.
– Te he traído el café, mamá. A ver si así te olvidas de los cigarrillos.
– Ya, mi única taza. Dichosos médicos. Primero te atiborran con tantas mierdas que no sabes si vienes o vas. Y entonces, cuando ya te tienen atada de las patas traseras, te quitan todo lo que puede ayudarte a pasar el tiempo. Te digo, mujer, que no te veas nunca así.
Tomé la gruesa taza de porcelana de manos de Caroline y se la entregué a Louisa. Le temblaban las manos ligeramente y apretó la taza contra el pecho para afirmarla. Me incorporé sentándome en una silla de respaldo recto cercana a la cama.
– ¿Quieres quedarte un rato a solas con Vic, mamá? -preguntó Caroline.
– Sí, claro. Anda, hija. Sé que tienes cosas que hacer.
Cuando la puerta se cerró detrás de Caroline dije:
– Siento de veras verte así.
Hizo un gesto como de desprecio.
– Bah, qué demonios. Estoy harta de pensar en ello, y ya hablo del asunto con los malditos médicos más que suficiente. Quiero que me hables de ti. Sigo todos tus casos cuando aparecen en los papeles. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.
Reí.
– No estoy segura. Ella aspiraba a que fuera cantante concertista. O en todo caso una abogada muy cotizada. Puedo imaginármela si viera cómo vivo.
Louisa me puso una mano huesuda sobre el brazo.
– No lo creas, Victoria. No lo creas ni por un instante. Tú sabes cómo era Gabriella; le habría dado su última camisa a un mendigo. Acuérdate cómo me defendió cuando la gente vino a tirar huevos y mierda a mis ventanas. No. Es posible que hubiera querido verte viviendo mejor. Qué demonios, yo también lo quisiera para Caroline. Con su inteligencia, su formación y todo lo demás, podría hacer algo mejor que andar por este agujero. Pero estoy muy orgullosa de ella. Es honrada y trabajadora y lucha por lo que cree. Y tú eres igual. No, señor. Si Gabriella te viera ahora estaría tan orgullosa como la que más.
– En fin, no podríamos haber salido adelante sin tu ayuda cuando estuvo tan enferma -farfullé, incómoda.
– Mierda, niña. ¿Mi única oportunidad de compensarla por todo lo que había hecho por mí? Aún la veo cuando aquellas señoras tan decentes de San Wenceslao desfilaban ante mi puerta. Gabriella salió como una locomotora y casi las tira al Calumet.
Soltó una carcajada breve y ronca que al convertirse en un ataque de tos la dejó sin resuello y levemente amoratada. Quedó en silencio durante unos minutos, sofocada, con el aliento entrecortado y jadeante.
– Cuesta creer que a la gente le importara tanto una adolescente soltera y preñada, ¿verdad? -dijo al fin-. Tenemos a la mitad de la población sin trabajo en esta comunidad; así es la vida y la muerte, muchacha. Pero en aquel entonces supongo que aquello les parecía el fin del mundo. Hasta mi madre y mi padre, digo, echándome a la calle de aquel modo -su expresión se reconcentró un minuto-. Como si fuera todo culpa mía o algo así. Tu madre fue la única que se puso de mi parte. Incluso cuando mis padres cedieron y admitieron por fin que Caroline estaba viva, nunca la perdonaron de verdad por haber nacido ni a mí por traerla al mundo.
Gabriella nunca hacía las cosas a medias: yo la ayudé a cuidar a la criatura para que Louisa pudiera trabajar en el turno de noche de Xerxes. Los días que tenía que llevar a Caroline a casa de sus abuelos eran mi peor tormento. Rígidos, faltos de humor, no me dejaban entrar en la casa a menos que me quitara los zapatos. Un par de veces llegaron incluso a bañar a Caroline fuera antes de admitirla en sus prístinos portales.
Los padres de Louisa andaban tan sólo en torno a los sesenta; la misma edad que tendrían Gabriella y Tony de estar aún vivos. Debido a que Louisa tenía una niña y vivía sola, yo siempre la consideré como parte de la generación de mis padres, pero sólo me llevaba cinco o seis años.
– ¿Cuándo has dejado de trabajar? -pregunté. Yo llamaba a Louisa ocasionalmente, cuando mi imaginación culpable evocaba la imagen de Gabriella, pero había pasado bastante tiempo desde la última vez. El sur de Chicago revoloteaba con excesiva angustia en el fondo de mi espíritu para buscar voluntariamente su retorno a mi vida, y hacía dos años que no hablaba con Louisa. En aquel momento no me había dicho nada de sentirse mal.
– Ah, llegué a un punto en que no me tenía en pie; debe hacer alrededor de un año. Así que entonces me pusieron en incapacitación. Ha sido en los últimos seis meses cuando ya no he podido levantarme en absoluto.
Levantó la ropa para descubrir sus piernas. Eran como ramitas, con débiles huesos como de pájaro, pero jaspeadas de gris verdoso como su cara. Las manchas lívidas de sus pies y sus tobillos denunciaban los puntos donde sus venas habían renunciado a transportar más sangre.
– Son los riñones -me dijo-. Los puñeteros no me dejan orinar como es debido. Caroline me lleva dos o tres veces a la semana y me meten en la maldita máquina, que dicen que me limpia, pero entre tú y yo, hija, yo preferiría que me dejaran marchar en paz -levantó una mano delgada-. Pero no vayas a contárselo a Caroline; hace todo lo posible para conseguir lo mejor para mí. Y además lo paga la compañía, o sea que no tengo la sensación de esquilmarle los ahorros. No quiero que me tenga por desagradecida.
– No, no -le dije en tono tranquilizador, cubriéndola con la ropa suavemente.
Ella volvió sobre los viejos tiempos de la calle, la época en que sus piernas habían sido esbeltas y fuertes, cuando solía irse a bailar después de salir del trabajo a media noche. Habló de Steve Ferraro, que quería casarse con ella, y de Joey Pankowski, que no quería, y de que si tuviera que volver a vivir, volvería a hacerlo todo igual, porque tenía a Caroline, pero para Caroline anhelaba algo distinto, algo mejor que quedarse en Chicago Sur matándose a trabajar hacia una vejez prematura.
Por fin cogí los dedos huesudos y los apreté suavemente.
– Tengo que irme, Louisa. Hay veinte millas hasta mi casa. Pero volveré.
– Bueno, pues ha sido estupendo volver a verte, niña -ladeó la cabeza hacia un lado y sonrió maliciosamente-. Supongo que no podrás arreglártelas para pasarme un paquete de cigarrillos, ¿verdad?
Reí.
– No los toco ni con un remo, Louisa. Eso lo hablas con Caroline.
Le mullí las almohadas y le encendí la TV antes de marchar para ver a Caroline. Louisa nunca había sido muy amiga del besuqueo, pero me apretó la mano fuertemente durante unos segundos.