1.- Retorno a la autopista 41

Había olvidado el olor. Aun estando en huelga la Factoría del Sur y cerrados con candados y pudriéndose de herrumbre los Aceros de Wisconsin, por los ventiladores del motor se filtró una penetrante mezcla de vapores químicos. Cerré la calefacción del coche, pero el hedor -no podía llamarse aire- se deslizó por las diminutas rendijas de las ventanas del Chevy, abrasándome los ojos y las mucosas.

Seguía la Ruta 41 hacia el sur. Dos millas atrás había sido la Carretera del Lago, donde el Lago Michigan vomita espuma contra las rocas a la izquierda, y hay lujosas torres de viviendas que miran desdeñosas, a la derecha. A la altura de la Calle Setenta y Nueve el lago había desaparecido bruscamente. Los patios traseros sofocados de hierbajos que rodeaban la gigantesca Fábrica USX del Sur se extendían hacia el este, ocupando alrededor de una milla de terreno entre la carretera y el agua. En el horizonte flotaban pilones, grúas y torres industriales en el aire humoso de febrero. Éste no era ya territorio de viviendas de lujo y playas, sino de vertederos nivelados y fábricas agotadas.

Unas cuantas casitas destartaladas miraban hacia la Factoría del Sur desde el lado derecho de la calle. En algunas faltaban pedazos del revestimiento de madera, o mostraban con vergüenza desconchones en la pintura. En otras, el cemento de los escalones de entrada estaba agrietado y desprendido. Pero las ventanas estaban todas enteras, herméticamente cerradas, y en los patios no había ni una brizna de desperdicio. Puede que la pobreza se hubiera enseñoreado de la zona, pero mi vieja barriada se negaba valientemente a rendirse.

Yo aún recordaba los tiempos en que dieciocho mil hombres se derramaban todos los días desde aquellas casitas aseadas hacia la Factoría del Sur, Aceros de Wisconsin, la planta de ensamblaje de la Ford, o la fábrica de disolventes Xerxes. Recordaba cuando hasta el último detalle de la fachada recibía una capa de pintura primavera sí, primavera no, y los Buicks y Oldsmobiles nuevos eran una característica común del otoño. Pero todo aquello pertenecía a otra vida, tanto para mí como para Chicago Sur.

En la Calle Ochenta y Nueve giré hacia el oeste, bajando el parasol del coche para protegerme los ojos de la declinante luz de invierno. Más allá de la maraña de cachivaches inservibles, coches mohosos y casas derrumbadas de mi izquierda, estaba el Río Calumet. Mis amigos y yo solíamos burlar a nuestros padres para bañarnos en él; ahora, se me revolvía el estómago con la sola idea de meter la cara en aquel agua asquerosa.

La escuela secundaria estaba al otro lado del río. Era una estructura enorme que ocupaba varios acres de suelo, pero su ladrillo rojo oscuro tenía un cierto aspecto hogareño, como un colegio de señoritas decimonónico. La luz que salía por las ventanas y el flujo de jóvenes que atravesaba las inmensas puertas de doble hoja de su extremo oeste aumentaban este efecto acogedor. Apagué el motor, cogí mi bolsa de deportes y me uní a la multitud.

Los techos, altos y abovedados, se habían construido cuando la calefacción era barata y la educación lo bastante respetada para que los ciudadanos desearan escuelas con aspecto de catedrales. Los corredores cavernosos servían a la perfección como cámaras de resonancia de las risas y gritos de aquella tropa. El ruido rebotaba en el techo, las paredes y los armarios metálicos. Me pregunté por qué nunca me habría percatado de aquel alboroto cuando era estudiante.

Dicen que las cosas que se aprenden de pequeño no se olvidan. Habían pasado veinte años desde la última vez que había estado allí, pero en la entrada del gimnasio giré a la izquierda sin pensarlo para seguir el pasillo hasta los vestidores de chicas. Caroline Djiak me esperaba a la puerta, carpeta en mano.

– ¡Vic! Creí que quizá te hubieras echado atrás. Todas las demás llevan aquí media hora. Están ya preparadas, por lo menos las que aún caben en los uniformes. Te has traído el tuyo, ¿no? Está aquí Joan Lacey, del Herald-Star, y le gustaría charlar contigo. A fin de cuentas, tú fuiste la Mejor Jugadora del Año del campeonato.

Caroline no había cambiado. Las trenzas cobrizas habían sido sustituidas por un halo rizado que rodeaba su rostro pecoso, pero ésa parecía ser la única diferencia. Seguía siendo pequeña, vigorosa e imprudente.

Entré tras ella en los vestuarios. El alboroto reinante competía con el nivel de ruido de los pasillos. Diez muchachas en diversas etapas de desnudez hablaban entre sí a gritos, pidiendo limas o tampones, o preguntando quién se había llevado el jodido desodorante. En bragas y sostén tenían un aspecto musculoso y compacto, en mucha mejor forma de la que habíamos estado mis amigas y yo a su edad. Y desde luego mucho mejor que nuestra forma actual.

En un rincón del vestuario, organizando casi igual revuelo, había siete de las diez Tigresas con las que había ganado el campeonato de Categoría AA del Estado de Illinois hacía veinte años. Cinco de las siete vestían los antiguos uniformes negro y oro. En algunas, la camiseta se ceñía en la parte del pecho y el pantalón corto parecía ir a rajarse al primer intento de quiebro rápido de su portadora.

La que más prieto llevaba el uniforme podía ser Lily Goldring, nuestra primera encestadora de tiro libre, pero debido a la permanente y la papada no podía asegurarlo. Me pareció que Alma Lowell debía ser la mujer negra que desbordaba la capacidad de su uniforme y llevaba la cazadora de letra tímidamente colgada sobre sus hombros macizos.

Las únicas dos que reconocí sin lugar a dudas fueron Diane Logan y Nancy Cleghorn. Las piernas fuertes y esbeltas de Diane aún servían para una portada de Vogue. Ella era nuestra alero estrella, co-capitana, estudiante de honor. Caroline me había dicho que Diane dirigía ahora una próspera agencia de relaciones públicas en el Loop, especializada en la promoción de compañías y figuras negras.

Nancy Cleghorn y yo nos mantuvimos en contacto durante los años de universidad, pero en todo caso, su rostro fuerte y cuadrado y su encrespado cabello rubio habían cambiado tan poco, que la habría reconocido en cualquier sitio. Ella era la responsable de que me encontrara aquí esta noche. Dirigía los asuntos de medio ambiente de PRECS -Plan de Rehabilitación de Chicago Sur-, del que era subdirectora Caroline Djiak. Cuando ambas se dieron cuenta de que las Tigresas iban a participar en el campeonato regional por primera vez en veinte años, decidieron reunir al antiguo equipo para la ceremonia preliminar. Era publicidad para el barrio, publicidad para PRECS, apoyo al equipo; beneficio para todos.

Nancy sonrió al verme.

– Hola, Warshawski; mueve el culo. Tenemos que estar fuera dentro de diez minutos.

– Qué tal, Nancy. Tengo que estar loca para dejarte que me traigas hasta aquí. ¿No sabes que no hay que volver a casa?

Encontré cuatro pulgadas cuadradas para tirar mi bolsa de deportes y me desnudé con rapidez, apretando los vaqueros en la bolsa y poniéndome el descolorido uniforme. Me estiré los calcetines y me até las zapatillas de baloncesto.

Diane me pasó el brazo por los hombros.

– Tienes buen aspecto, Whitey, como si aún pudieras moverte si hiciera falta.

Nos miramos en el espejo. Mientras que algunas de las actuales Tigresas sobrepasaban los seis pies, yo, con mis cinco pies ocho pulgadas, había sido la más alta de nuestro equipo. El peinado afro de Diane me quedaba más o menos a la altura de la nariz. Negra y blanca, las dos habíamos querido jugar al baloncesto cuando los conflictos raciales irrumpían a diario en los pasillos y los vestidores. No nos teníamos mucha simpatía, pero en el tercer año habíamos impuesto una tregua al resto del equipo y al siguiente febrero lo habíamos llevado al primer torneo femenino de ámbito estatal.

Sonrió, compartiendo mi recuerdo.

– Toda aquella bazofia que nos tragamos parece totalmente trivial ahora, Warshawski. Ven a conocer a la periodista. Di algo agradable de tu antiguo barrio.

Joan Lacey, del Herald-Star, era la única columnista deportiva femenina de la ciudad. Cuando le dije que leía sus artículos habitualmente sonrió complacida.

– Cuéntaselo a mi director. O mejor aún, escribe una carta. ¿Qué sensación produce volver a ponerse el uniforme después de tantos años?

– La de ridículo. No he cogido un balón desde que salí de la universidad.

Yo fui a la Universidad de Chicago con una beca de deportes. Esta universidad las otorgaba mucho antes de que el resto del país se enterara de que las mujeres practicaban deportes.

Hablamos unos cuantos minutos, del pasado, de los atletas que se hacen mayores, del cincuenta por ciento de paro del barrio, de las perspectivas del actual equipo.

– Hemos venido para dar apoyo, claro está -dije-. Estoy deseando verlas en la cancha. Aquí dentro tienen todo el aspecto de tomarse los entrenamientos mucho más en serio que nosotras hace veinte años.

– Ya, se quiere reanimar la liga profesional femenina a toda costa. Hay algunas jugadoras de primera en los últimos años de escuela secundaria y en la universidad que no tienen dónde ir.

Joan guardó el cuaderno y le dijo al fotógrafo que saliera con nosotras al campo para hacer algunas tomas. Las ocho veteranas salimos dispersas al gimnasio, con Caroline correteando a nuestro alrededor como un terrier ansioso.

Diane cogió el balón y lo dribló tras ella por debajo de las piernas, después me lo tiró. Yo giré y lancé. El balón rebotó en la madera y corrí a cogerlo y encestar. Mis antiguas compañeras me dieron un aplauso discordante.

El fotógrafo nos hizo algunas fotos juntas, después otras de Diane y yo jugando un uno contra uno bajo la cesta. El público nos contempló unos momentos, pero el verdadero interés estaba en el equipo actual. Cuando las Tigresas salieron al campo con sus chándals, recibieron una gran ovación. Hicimos un poco de calentamiento con ellas, pero les cedimos el terreno en cuanto fue posible: ésta era su gran noche.

Cuando las chicas del equipo invitado de Santa Sofía salieron con sus chándals rojo y blanco, me escurrí hacia el vestuario para cambiarme a mis ropas civiles. Caroline me encontró cuando terminaba de atarme un pañuelo al cuello.

– ¡Vic! ¿Dónde vas? ¡Sabes que me prometiste venir a ver a mamá después del partido!

– Dije que lo intentaría, si podía quedarme por aquí.

– Pero ella cuenta con verte. Apenas puede moverse de la cama de lo mal que está. De verdad, es muy importante para ella.

Vi en el espejo que su rostro se acaloraba y sus ojos azules se oscurecían con la misma mirada herida que me lanzaba cuanto tenía cinco años y no la dejaba venir con mis amigas. Sentí que se me calentaba el ánimo con veinte años de irritación.

– ¿Has montado esta farsa del baloncesto para hacerme ir a ver a Louisa? ¿O eso se te ocurrió después?

El rubor de su rostro se volvió grana.

– ¿Cómo farsa? Estoy intentando hacer algo por esta comunidad. ¡Yo no soy una de esas niñas de ahí te quedes que se van a vivir al Sector Norte abandonando a las personas a su suerte!

– ¡Vamos que, según tú, si me hubiera quedado aquí habría podido salvar Aceros de Wisconsin. O evitar que los gilipollas de USX se ventilaran una de las últimas fábricas en funcionamiento de por aquí! -cogí mi chaquetón marinero del banco y metí los brazos en las mangas con rabia.

– ¡Vic! ¿Dónde vas?

– A mi casa. Voy a salir a cenar y quiero cambiarme de ropa.

– No, por favor. Te necesito -dijo con un fuerte gemido. Sus ojos grandes se desbordaron de lágrimas, preludio de sus chillonas protestas ante su madre o la mía de que estaba siendo mala con ella. Me trajo a la memoria todas aquellas ocasiones en que Gabriella había venido a la puerta -diciendo «¿qué más te da, Victoria? Llévate a la niña contigo»- con tal fuerza, que apenas pude contenerme para no darle a Caroline un manotazo en la boca ancha y trémula.

– ¿Para qué me necesitas? ¿Para cumplir una promesa que hiciste sin consultarme?

– Mamá ya no va a vivir mucho -me gritó-. ¿No es eso más importante que tu puñetera cena?

– Desde luego. Si fuera un compromiso social, llamaría y diría perdóneme, la mocosa de mi vecina me ha metido en un asunto que no puedo dejar. Pero la cena es con un cliente. Tiene el genio vivo pero paga puntualmente y quiero mantenerlo contento.

Las lágrimas resbalaban ya sobre las pecas.

– Vic. Nunca me tomas en serio. Te dije cuando hablamos de esto lo importante que sería para mamá que vinieras a verla. Y se te olvidó totalmente. Te crees que aún tengo cinco años y que nada de lo que diga o piense importa.

Eso me calló la boca. Ahí tenía razón. Y si Louisa estaba tan enferma, realmente debía ir a verla.

– En fin, de acuerdo. Llamaré para cambiar el plan. Por última vez.

Las lágrimas desaparecieron de inmediato.

– Gracias, Vic. No lo olvidaré. Sabía que podía contar contigo.

– Lo que quieres decir es que sabías que podías engatusarme -le dije desabrida.

Rió.

– Voy a enseñarte dónde están los teléfonos.

– Todavía no estoy senil; los encontraré sin tu ayuda. Y no, no me voy a largar cuando mires hacia otro lado -añadí, viendo su expresión ansiosa.

Sonrió.

– ¿Lo juras por Dios?

Era una vieja promesa, aprendida del borracho Tío Stan de mi madre, que la utilizaba para demostrar que estaba sobrio.

– Lo juro por Dios -asentí solemnemente-. Sólo espero que Graham no se sienta tan dolido que decida no pagar su factura.

Encontré los teléfonos públicos cerca de la entrada y perdí unas cuantas monedas de 25 centavos antes de dar con Darrough Graham en el Club Cuarenta y Nueve. No le sentó bien -había hecho reserva en el Filagree-, pero conseguí terminar la conversación con una nota amistosa. Colgándome la bolsa al hombro, me dirigí nuevamente al gimnasio.

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