Kappelman y el Sr. Contreras habían acordado una precaria tregua ante la botella de grappa. Ron se levantó rápidamente cuando entré, poniendo fin a una larga anécdota sobre cómo había adivinado el Sr. Contreras que uno de mis antiguos amantes era tan sólo un peso ligero. Les expliqué con desparpajo que había recibido un S.O.S urgente de una tía mía que vivía en la periferia y que no podía dejar de acudir.
– ¿Tu tía, niña? Yo creía que estabais… -el Sr. Contreras captó el destello acerado de mi mirada-. Ah, tu tía. ¿Tiene algún problema?
– Más bien está aterrada por mí -dije firmemente-. Pero es la única pariente viva de mi madre. Es mayor y no puedo dejarla plantada -en cierto modo me parecía mal confundir a la temible Srta. Chigwell con la loca tía Rosa de mi madre, pero hay que echar mano de lo que tengas.
Kappelman se mostró educadamente de acuerdo; el que me creyera era otra cuestión. Se terminó su grappa con un gran trago, respingó cuando el alcohol puro le llegó al esófago, y dijo que me acompañaba al coche.
– Los parientes son una lata, ¿verdad? -añadió con socarronería.
Esperó pacientemente mientras registraba el coche en busca de alguna señal obvia de bomba, después me cerró la puerta con una cortesía anticuada discordante con sus destartaladas ropas.
La temperatura había bajado unos diez grados, alcanzando el bajo cero. Tras las opacas nieblas de las últimas semanas, aquel aire afilado me reanimó. Unos cuantos copos de nieve empezaban a depositarse en el parabrisas, pero las carreteras estaban despejadas e hice una carrera rápida desde la Eisenhower hasta la Carretera de York.
La Srta. Chigwell me esperaba a la puerta, con su fiero rostro enjuto inalterado por los penosos acontecimientos de los últimos días. Me agradeció sin una sonrisa el que hubiera hecho el viaje, pero yo empezaba a conocerla y sabía que sus maneras bruscas no pretendían ser tan desabridas como parecía.
– Me estoy tomando una taza de té. Mi hermano no hace más que decirme que es una señal de debilidad recurrir a los estimulantes cuando estás alterado, pero creo haber demostrado que soy más fuerte que él. ¿Quiere una taza?
Una ración de té al día era todo el estímulo que podía encajar. Rehusándola todo lo cortésmente que pude, la seguí al salón. Este presentaba un aspecto de confortable domesticidad digna de Harriet Beecher Stowe. El fuego que ardía limpiamente sobre la parrilla refractaba intensos colores en el servicio de té de plata colocado en una mesa baja cercana. La Srta. Chigwell me invitó con un gesto a sentarme en uno de los sillones de chintz de cara a la chimenea.
– En mi época, las jovencitas no tenían vida alguna fuera de la casa -me dijo abruptamente, echando té en una taza de porcelana traslúcida-. Nuestro deber era casarnos. Mi padre era médico aquí cuando esto era aún un pueblecito, y no formaba parte de la ciudad. Yo solía ayudarle. Cuando cumplí los dieciséis años ya sabía arreglar una fractura simple, y trataba muchas de las fiebres que él atendía. Pero cuando llegó el momento de la universidad y la formación médica, ésa era función de Curtís. Después de muerto mi padre en 1939, Curtís intentó mantener la clientela. Pero no se le daba muy bien; los pacientes no hacían más que cambiar de médico y al final tuvo que tomar el puesto de la fábrica.
Me miró con fijeza.
– Veo que es usted una joven muy activa, que hace lo que quiere y no admite un no como respuesta. Ojalá hubiera yo tenido sus agallas a su edad, eso es todo.
– Sí -dije suavemente-. Pero yo tuve ayuda. Mi madre se encontró sola en un país extraño; no sabía el idioma, lo único que sabía era cantar. Estuvo a punto de morir como consecuencia, y juró que yo nunca me vería tan inerme y tan asustada como ella. Créame, eso cambia mucho las cosas. Se está exigiendo demasiado al pensar que debería haberlo hecho todo por su cuenta y riesgo.
La Srta. Chigwell se bebió el té con grandes tragos, agitando los músculos de la garganta, apretando y abriendo la mano izquierda. Por último se encontró lo bastante sobrepuesta para volver a hablar.
– En fin, como ve, yo no me casé. Mi madre murió cuando yo tenía diecisiete años. Yo atendí en los quehaceres domésticos a mi padre y después a Curtís. Hasta aprendí a escribir a máquina para ayudarles en su trabajo.
Sonrió melancólica.
– Nunca hice por enterarme de los asuntos de Curtís en la compañía donde trabajaba. Mi padre había sido un gran médico rural, un maestro del diagnóstico. Sospecho que Curtís se limitaba a tomarles la temperatura a los que se ponían enfermos para comprobar si tenían una excusa legítima para salir del trabajo antes de la hora. Hacia 1955, cuando empezó con esos archivos detallados, yo no sabía ya qué pasaba en el mundo de la medicina; los cambios eran inmensos con respecto a mis días de infancia. Pero seguía sabiendo escribir a máquina, y por eso mecanografiaba todo lo que me traía a casa.
Su historia me hizo estremecerme ligeramente. Y susurrar una palabra de agradecimiento al espíritu de mi madre. Fiera, intensa y espinosa como era, resultaba difícil vivir con ella, pero entre mis primeros recuerdos figuraba su firme creencia en mí y en lo que podía lograr en mi vida.
La Srta. Chigwell debió advertir algo de mis reflexiones en mi expresión.
– No me compadezca. He pasado muchos momentos buenos en esta vida mía. Y nunca me he abandonado a la autocompasión; una debilidad mucho mayor que el té, y a la que Curtis es muy propenso.
Permanecimos en silencio unos momentos. Se sirvió una segunda taza de té y la bebió a sorbos pausados, mesurados, mirando fijamente sin ver el fuego. Cuando hubo terminado dejó la taza con un decidido chasquido y corrió la bandeja hacia un lado.
– Pero no está bien que la entretenga con mis divagaciones. Ha venido desde muy lejos y me doy cuenta que está bastante dolorida, aunque quiera disimularlo.
Se puso en pie con un esfuerzo mínimo. Yo la emulé lentamente, con el cuerpo tirante, y la seguí por las escaleras enmoquetadas hasta el segundo piso. El rellano de arriba estaba forrado de estanterías. Era evidente que muchos de los buenos momentos de la Srta. Chigwell se los habían procurado los libros; habría fácilmente unos mil, todos esmeradamente limpios y cuidadosamente alineados en sus estantes. Cómo era posible que se hubiera percatado de que algo fallaba en aquella ordenada infantería era increíble. Para que yo supiera que mi casa había sido víctima de una invasión habría hecho falta que alguien me hiciera astillas la puerta a hachazos.
La Srta. Chigwell señaló con la cabeza hacia la puerta abierta de mi derecha.
– El despacho de Chigwell. Vine aquí el lunes pasado por la noche porque olía a fuego. Estaba intentando quemar sus cuadernos en la papelera. Una idea de loco porque la papelera es de cuero y también empezó a arder despidiendo un olor espantoso. Entonces supe que lo que le preocupaba tenía relación con aquellos registros. Pero pensé que estaría muy mal por su parte querer dar la espalda a los hechos destruyéndolos.
Sentí una molesta compasión hacia Curtís Chigwell, que había de convivir con este batallón de rectitud. A mí me induciría a otros estimulantes más fuertes que el té.
– En fin, los cogí, y los escondí detrás de mis libros de deportes náuticos. Claramente una equivocación estúpida, porque la navegación ha sido siempre mi mayor afición. Sería el primer sitio en el que se le habría ocurrido buscar a Curtís. Pero creo que se sintió tan humillado porque le sorprendiera con las manos en la masa, o posiblemente tan asustado de no haber podido deshacerse de su secreto culpable, que a la tarde siguiente intentó matarse.
Agité la cabeza. De modo que Max tenía razón en cierto modo. Al remover las aguas en torno a Xerxes había apretado tanto a Chigwell que se había creído acorralado. Aquello me produjo un cierto mareo. Seguí a la Srta. Chigwell en silencio por el pasillo, hundiendo los pies en la blanda alfombra gris.
La habitación del fondo contenía una profusión de plantas en flor que atrajo mi vista. Esta era la habitación de estar de la Srta. Chigwell, con una mecedora, su cesta de costura, y una útil Remington antigua sobre una mesa pequeña. Los libros se continuaban allí, en estantes construidos hasta la altura de la cintura, y servían de plataforma para las flores rojas, amarillas y moradas.
Se arrodilló ante una balda contigua a la máquina de escribir y empezó a sacar de allí unos volúmenes encuadernados en piel. Eran libros de memoria de estilo anticuado, con encuadernación de un verde intenso y las letras Horace Chigwell, D. M., labradas en dorado en las portadas.
– Me sentaba muy mal que Curtís utilizara los diarios personales de mi padre, pero no parecía haber una buena razón para que no lo hiciera. Claro que la guerra -la de Hitler- acabó con algunas cosas como los libros de memoria encuadernados de encargo, y Curtís nunca tuvo los suyos propios. Ambicionaba éstos tremendamente.
Había doce en total, correspondientes a un período de veintiocho años. Los hojeé con curiosidad. El Dr. Chigwell había escrito con caligrafía decorosa y alargada que daba a la página un aspecto limpio, con todas las letras cuidadosamente alineadas, pero resultaba de difícil lectura. Los libros parecían ser un inventario de los historiales médicos de los empleados de Xerxes. Al menos yo suponía que los nombres deletreados con aquella difícil escritura eran los de los empleados.
Sentada en una silla de mimbre de respaldo recto, rebusqué entre los volúmenes hasta encontrar el de 1962: el año en que Louisa había entrado en Humboldt. Recorrí los nombres lentamente con el índice -no estaban dispuestos en orden alfabético- pero no encontré el suyo. En 1963, cuando Louisa llevaba allí un año, aparecía al final de la lista como mujer blanca, diecisiete años, residencia en Houston. De pronto topé con el nombre de mi madre: Gabriella Warshawski era la persona a avisar en caso de urgencia. Nada sobre la criatura, nada sobre el padre. Desde luego aquello no demostraba que Chigwell no hubiera tenido conocimiento de Caroline, sino simplemente que no lo había anotado en sus cuadernos.
El resto de su entrada parecía ser una serie de notas en taquigrafía médica: «TA 110/72, Hgb 13, BUN 10, Bili 0,6, CR 0,7.» Supuse que TA sería tensión arterial pero no tenía la más remota idea del significado de las restantes letras. Pregunté a la Srta. Chigwell, que movió la cabeza negativamente.
– Toda esta medicina técnica es tan posterior a mi época. Mi padre nunca trabajó con la sangre; entonces no sabían nada de grupos sanguíneos, no digamos ya lo que hacen hoy con esas cosas. Digo yo que no quería enterarme de nada por el resquemor de no haber podido hacerme médico.
Me centré en las notas unos minutos más, pero esto era labor de Lotty. Amontoné los volúmenes. Había llegado el momento de hacer algo de lo que sí entendía: le pregunté cómo habían entrado en la casa los intrusos.
– Supongo que Curtís les abrió la puerta -dijo con tirantez. Me recosté en la silla y la observé pensativamente. Acaso no hubiera entrado nadie en la casa aquella tarde. Podría ser que estuviera aprovechando la oportunidad de la desaparición de su hermano para vengarse de él por haber echado a perder la obra de su padre durante todos estos años. O acaso en la confusión de los últimos días hubiera olvidado dónde tenía ocultas las notas mecanografiadas. Después de todo, tenía casi ochenta años.
Procuré tantearla, pero no muy hábilmente. Frunció las cejas ferozmente.
– Jovencita, haga el favor de no tratarme como a una anciana senil. Estoy en plena posesión de mis facultades. Vi a Curtís intentando quemar sus notas hace cinco días. Puedo incluso enseñarle el sitio donde el fuego traspasó la papelera y quemó la alfombra. No tengo idea de por qué querría destruirlas. Ni por qué se metió aquí a hurtadillas para robarlas. Pero las dos cosas pasaron.
Sentí la cara un tanto acalorada. Me levanté y le dije que iba a registrar la casa. Ella seguía algo fría, pero me llevó a hacer un recorrido. Aunque me había dicho que había arreglado el desorden de los libros y la plata, no había pasado el aspirador ni el polvo. Tras una laboriosa búsqueda digna de Sherlock Holmes, hallé en efecto rastros de barro seco en la moqueta de la escalera. No estaba segura de lo que aquello probara, pero no tenía dificultad para creer que no lo habría traído la Srta. Chigwell. Ninguna de las cerraduras exhibía muestras de haber sido forzada.
En mi opinión, no debía quedarse sola en casa por la noche; cualquiera que hubiera entrado una vez de aquel modo podía volver fácilmente, con o sin su hermano. Y si me habían visto llegar, no era impensable que volvieran para saber por qué, con métodos que una mujer mayor -por muy fuerte que fuera- no podría aguantar.
– Nadie va a hacerme salir de mi casa. Yo me crié aquí y no estoy dispuesta a dejarla ahora -me miró terriblemente ceñuda.
Hice lo que pude por disuadirla, pero se mostró inflexible. O bien estaba asustada y no quería admitirlo, o conocía el motivo de que su hermano quisiera echarle el guante a los cuadernos tan desesperadamente. Pero entonces no me habría entregado los originales a mí.
Moví la cabeza disgustada. Estaba agotada, me dolían los hombros, la cabeza me latía levemente en el punto donde me habían golpeado. Si la Srta. Chigwell no decía la verdad, ésta no era la noche para resolverlo; tenía que irme a la cama. Al salir, no obstante, se me ocurrió otra cosa.
– ¿Con quién ha ido a instalarse su hermano?
Ante aquello pareció un tanto turbada: no lo sabía.
– Me extrañó cuando dijo que se iba con unos amigos, porque no tienen ninguno. Es verdad que recibió una llamada el miércoles por la tarde unas dos horas después de salir del hospital, y un poco después fue cuando me anunció que se iba unos días. Pero se marchó mientras yo estaba cumpliendo mis horas voluntarias en el hospital, de modo que no tengo ni idea de quién pudo venir a recogerle.
La Srta. Chigwell tampoco tenía idea de quién había llamado a su hermano. Había sido un hombre, porque ella había descolgado la extensión al mismo tiempo que Curtís. Al oír la voz de un hombre decir el nombre de su hermano había colgado inmediatamente. Era una pena, desde luego, que su sentido de la rectitud moral hubiera sido demasiado fuerte para impedirle espiar a su hermano, pero no se puede tener todo en este mundo imperfecto.
Eran casi las once cuando al fin me fui. Volviendo la vista atrás, vi la silueta de su enjuta figura en el umbral de la puerta. Levantó una mano con gesto severo y cerró la puerta.