35.- Intercambios verbales en la fuente de Buckingham

Eran algo más de las once cuando los gorilas terminaron su labor de hacerme salir del zoológico, hora de ponerme al habla con el joven Art. Estaba a poca distancia de mi oficina, pero quería perder de vista el Edificio Humboldt cuanto antes. Pagué los ocho dólares que me costó el privilegio de aparcar junto a él durante una hora y trasladé el coche a un garaje subterráneo.

Había olvidado que el Sr. Contreras había forzado la puerta de mi oficina el viernes por la noche. Se había empleado a fondo. Primero había destrozado el cristal con la esperanza de poder alcanzar la cerradura de dentro. Cuando comprobó que era un cerrojo de seguridad que se abría con llave, había roto metódicamente toda la madera de alrededor y lo había arrancado de la puerta. Rechiné los dientes ante aquel panorama, pero no creí que tuviera ningún sentido mencionarlo cuando hablara con el viejo. Sería más fácil buscar a alguien que lo reparara en lugar de tener que someterse a su retahíla de remordimiento; y mucho más fácil contratar a un profesional que pasar por la agonía de observar al Sr. Contreras mientras lo arreglaba.

Art se puso al teléfono inquieto. Había hablado con su padre, pero quería decirme que, desde luego, aquella se la debía. Había sido un auténtico infierno tener que negociar con Art el Viejo. Sí, sí, había conseguido que el hombre accediera a venir a la fuente, aunque había dicho que no podría llegar antes de las dos y media. Habían hecho falta grandes dosis de incienso; su padre le había presionado increíblemente para enterarse de dónde estaba alojado. Si me hacía idea de lo difícil que era resistirse al viejo Art, podría al menos tratarle con algo más de respeto.

– ¿Y no se te ocurre ningún sitio mejor para mí que éste? Este señor no me deja en paz. Se comporta como si yo fuera un crío.

Yo respondí en tono más tranquilizador de lo que sentía:

– Y si quieres realmente marcharte a otro sitio, no tengo nada que objetar. Veré si puedo arreglar algo con Murray Ryerson en el Herald-Star cuando hable con él esta tarde. Claro que querrá alguna historia a cambio.

Colgué el teléfono cuando empezaba a chillar que tenía que prometerle no decir nada a la prensa sobre él, pero me abstuve en efecto de mencionar su nombre a Murray cuando le llamé.

– Sabes una cosa, Warshawski, eres un jodido grano en el culo -fue su saludo-. ¿Es que nunca escuchas tu contestador automático? Te he dejado unos diez mensajes durante el fin de semana. ¿Qué le has hecho a la mujer Chigwell? ¿Hipnotizarla? No quiere hablar con la prensa; dice que tú puedes responder a cualquier interrogante sobre su hermano.

– Fue un curso que hice por correspondencia -dije, sorprendida y complacida-. Mandas un montón de cajas de cerillas y te envían un juego de lecciones para hacerte invisible, meterte en la cabeza de los demás… esas cosas. Es que antes no había tenido ocasión de ponerlo en práctica.

– De acuerdo, lista -dijo con resignación-. ¿Estás dispuesta ya a revelárselo todo al pueblo de Chicago?

– Tú dijiste que no te hacía ninguna falta; que tenías toda la información que querías directamente de Xerxes. Quiero hablarte de algo mucho más emocionante: de mi vida. O su posible terminación.

– Esa es una noticia rancia. Ya la publicamos la semana pasada. Esta vez vas a tener que llegar hasta el final para que nos emocionemos.

– Pues no pierdas onda; es posible que se cumplan tus deseos. Tengo a unos matones detrás de mi cuello -contemplé a un puñado de palomas que se disputaban el espacio del poyete de mi ventana. Pájaros urbanos, duros, sucios; mejor decoración para mi oficina que dibujos originales de Nast o Daumier.

– ¿Por qué me cuentas eso ahora? -inquirió receloso.

Por el paso elevado de Wabash matraqueó el metro. Las palomas aletearon momentáneamente cuando las vibraciones sacudieron los cristales, y después volvieron a posarse en el alféizar.

– En caso de que no llegue a mañana quiero que alguien que me haya estado siguiendo los pasos sepa hacia dónde me han encaminado. Quiero que esa persona seas tú, porque tienes más capacidad para pensar mal de las vacas sagradas que la policía, pero la dificultad está en que tengo que hablar contigo antes de la una y media.

– ¿Qué pasa a la una y media?

– Que me sujeto la pistolera y avanzo sola por la Calle Mayor.

Después de fisgar algo más, para cerciorarse de que el asunto era tan apremiante como yo decía, Murray accedió a reunirse conmigo cerca del periódico a mediodía para comer algo. Antes de salir del Pulteney revisé el correo, tiré todo salvo el cheque de un cliente al que le había hecho una investigación financiera, y luego llamé a un amigo para que me cambiara la puerta de la oficina. Me dijo que lo intentaría para el miércoles por la tarde.

Puesto que eran ya casi las doce, me dirigí hacia el río en sentido norte. El aire se había espesado en una llovizna suave. Pese a las negras palabras de Lotty, tenía los hombros bastante bien. Un par de días más -si seguía llevándole la delantera a Humboldt- y podría volver a correr otra vez.

El Herald-Star está frente al Sun-Times viniendo desde el lado sur del río de Chicago. Gran parte de esa zona está empezando a ponerse de moda, y han surgido pistas de tenis y restaurancitos coquetones, pero Carl's sigue sirviendo sándwiches como es debido a la gente de la prensa. Sus compartimentos llenos de arañazos y sus mesas de pino se aprietan en un deslustrado edificio de piedra de la calle Wacker, donde ésta corre bajo la vía principal junto al río.

Murray entró precipitadamente en la taberna unos minutos después que yo, con destellos de gotas de lluvia en el cabello pelirrojo bajo las débiles luces. A Lucy Moynihan, hija de Cari, que se había hecho cargo del local a la muerte de éste, le cae bien Murray. Nos dejó saltarnos la cola de espera para ocupar un compartimento del fondo, y permaneció unos minutos con nosotros para bromear con Murray sobre el dinero que ella le había ganado la semana pasada en las apuestas de baloncesto.

Mientras comía una hamburguesa le conté gran parte de lo que había hecho en las últimas tres semanas. Pese a toda su ostentación y su engreimiento, Murray sabe escuchar con atención, absorbiendo la información por todos sus poros. Dicen que no se recuerda más del treinta por ciento de lo que te cuentan, pero yo nunca le he tenido que repetir una historia a Murray.

Cuando terminé dijo:

– Muy bien. Estás en un lío. Tienes a esa mocosa de tu infancia que te pide que busques al que liquidó a tu compañera de equipo, a un infumable joven Jurshak, y a una compañía química que actúa de modo extraño. Y quizá al Rey de la Basura. Si Steve Dresberg está realmente implicado, ve con cuidado. Ese mozo no se anda con chiquitas. Comprendo que pueda tener algo que ver con Jurshak, pero, ¿qué pinta Humboldt en todo esto?

– Eso quisiera yo saber. Jurshak se hace cargo de sus seguros, que no es un crimen, más bien un delito menor, pero no puedo evitar preguntarme qué está haciendo Jurshak a cambio por Humboldt.

El recuerdo huidizo que había estado intentando hacer salir desde el sábado volvió a flotar por la superficie de mi cabeza y desapareció.

– ¿Qué hay? -preguntó Murray con suspicacia.

– Nada. Creí que había recordado algo pero no consigo echarle mano. Lo que me gustaría saber es por qué miente Humboldt sobre Joey Pankowski y Steve Ferraro. Tiene que ser algo muy importante, porque cuando hoy fui a su oficina para preguntárselo me despidieron unos gorilas de seguridad monumentales.

– Quizá simplemente no le apetezca que andes zumbando a su alrededor -dijo Murray maliciosamente-. Hay veces en que también a mí me gustaría tener gorilas de seguridad para darte una buena patada.

Hice como si fuera a lanzarle un puñetazo pero me agarró por la mano y la sostuvo un minuto.

– Venga Warshawski. Todavía no me has dado una historia. Sólo especulaciones que no puedo poner en letra de imprenta. ¿Por qué estamos comiendo juntos?

Retiré la mano.

– Estoy haciendo unas indagaciones. Cuando tenga algún resultado puede que me haga una idea más clara de por qué miente Humboldt, pero ahora mismo tengo que irme para reunirme con Art Jurshak. Tengo guardado un buen triunfo para él, de modo que espero que escupa lo que sabe. Eso es lo que quiero de ti. Si muriera de alguna manera, habla con Lotty, con Caroline Djiak y con Jurshak. Estos tres son la clave.

– ¿Dices realmente en serio lo de estar en peligro?

Contemplé a Murray mientras apuraba su cerveza y gesticulaba para pedir otra. Pesa entre doscientas cuarenta y doscientas cincuenta libras; él puede asimilarla. Yo seguí con mis cafés: quería tener la cabeza todo lo despejada posible para mi entrevista con Jurshak.

– Más en serio de lo que quisiera. Alguien me dejó por muerta hace cinco días. Dos de los mismos matones me estaban esperando a la puerta de mi casa el viernes. Y hoy Gustav Humboldt recordaba extrañamente a Peter O'Toole queriendo convencer a sus nobles de que liquidaran a Becket. Es muy real.

Murray quiso saber, claro está, qué triunfo me reservaba para Jurshak, pero yo estaba totalmente decidida a no permitir que aquello se hiciera público. Forcejeamos hasta aproximadamente la una y cuarto, cuando me levanté depositando un billete de cinco en la mesa y avancé hacia la salida. Murray vociferó a mi espalda, pero yo esperaba encontrarme en un autobús hacia el sur antes de que él pudiera salir de allí para seguirme.

El autobús 147 estaba cerrando las puertas cuando llegué al último peldaño. El conductor, un raro humanitario, las volvió a abrir cuando me vio corriendo hacia la calzada. Art había dicho a las dos y media en lugar de las dos; quería cerciorarme de que no se presentaba antes de la hora con compañía armada. Apenas conocía al joven Art y desde luego no me fiaba de él: podía haberme mentido sobre haber engañado a su padre. O quizá el viejo Art no confiara en su propio hijo y no se hubiera tragado la historia. Por si acaso, quería adelantarme a una posible trampa.

El autobús me llevó hasta Jackson y desde allí caminé tres manzanas en sentido este hacia la fuente. En verano, la fuente de Buckingham es la pieza de resistencia de la panorámica del lago. En esa época está umbría de árboles y atestada de turistas. En invierno, caído el follaje y cerrados los chorros de agua, es un buen punto para charlar. Son pocos los que la visitan, y los que van pueden ser detectados a considerable distancia.

Hoy, el Parque Grant estaba desolado bajo el plomizo cielo invernal. Las bolsas vacías de patatas fritas y las botellas de whisky que se entremezclaban con las hojas secas proporcionaban el único indicio de presencia humana del lugar. Retrocedí a la rosaleda que hay en el lado sur de la fuente y me pertreché en la base de una de las estatuas de sus esquinas. Me metí la Smith & Wesson en el bolsillo de la chaqueta con el pulgar sobre el seguro.

Una suave llovizna caía intermitentemente por la tarde. Pese a que el aire invernal era relativamente templado, estaba totalmente aterida por haber permanecido quieta en medio de la humedad. No me había puesto guantes para poder manejar la pistola más fácilmente, pero cuando Jurshak apareció tenía los dedos tan entumecidos, que no estoy segura de haber podido disparar.

Hacia las tres menos cuarto una limousine se detuvo en el Paseo del Lago para depositar al concejal y su acompañante. El coche subió por Monroe, donde dio media vuelta y vino a pararse a un cuarto de milla aproximado de la fuente. Cuando estuve segura de que nadie salía de él para hacer puntería, bajé de mi posición y volví hacia el parque.

Jurshak miraba a su alrededor, intentando ver a su hijo. A mí no me prestó demasiada atención hasta que comprendió que tenía intención de hablarle.

– Art no va a poder venir, Sr. Jurshak; me ha mandando en su lugar. Soy V. I. Warshawski. Creo que su mujer le ha mencionado mi nombre. O Gustav Humboldt.

Jurshak llevaba un abrigo negro de cachemir que se abrochaba hasta el mentón. Con el rostro resaltado por el cuello negro, percibí su extraordinario parecido con Caroline: los mismos pómulos altos y redondeados, nariz breve, labio superior largo. Incluso sus ojos tenían el mismo color de genciana, algo desvaído por la edad, pero de ese azul intenso que es tan poco frecuente. En realidad, el parecido con Caroline era más evidente que con el joven Art.

– ¿Qué le ha hecho a mi hijo? ¿Dónde le tiene retenido? -demandó con voz enérgica y ronca.

Yo sacudí la cabeza.

– Vino a mi casa el sábado temiendo por su vida; dijo que le había dicho usted a su madre que podía darse por muerto por darme acceso al informe que había usted tramitado para Xerxes con el Descanso del Marino. Está en lugar seguro. No quiero hablarle de su hijo, sino de su hija. Quizá quiera decirle a su amigo que se retire mientras hablamos.

– ¿De qué me está hablando? ¡Art es mi único hijo! Exijo que me lleve con él de inmediato, o traigo a la policía antes de que pueda pestañear -su boca se apretó formando esa línea iracunda y obstinada que yo había visto en Caroline mil veces.

Art había sido uno de los poderes de Chicago desde antes que yo empezara la universidad. Aun sí su camarilla no controlaba el Ayuntamiento, había policías en abundancia que debían favores a Jurshak y estarían más que dispuestos a empapelarme si él se lo pidiera.

– Remóntese un cuarto de siglo atrás -dije con sosiego, procurando que la indignación no diera un tono desgarrado a mi voz-. Las niñas de su hermana. Esas tardes fastuosas en que su sobrina bailaba para usted mientras su cuñado estaba trabajando. No puede haber olvidado lo importante que fue usted en las vidas de esas muchachas.

Su expresión, tan mudable como la de Caroline, pasó de la furia al temor. El viento había dado algo de color a sus mejillas, pero por debajo del rojo tenía el rostro gris.

– Ve a dar un paseo, Manny -dijo al tipo corpulento que tenía a su lado-. Espera en el coche. Volveré en un par de minutos.

– Si te está amenazando, Art, debería quedarme.

Jurshak movió la cabeza.

– Son antiguos problemas de familia. Creí que la cosa era seria cuando te dije a ti y a los muchachos que me acompañarais. Anda ve; por lo menos que uno de nosotros no se hiele de frío.

El hombre corpulento me miró con ojos entornados. Al parecer decidió que el bulto de mi bolsillo debían ser guantes o un cuaderno y se fue hacia el coche.

– Muy bien, Warshawski, ¿qué quieres? -silbó Jurshak.

– Un montón de respuestas. A cambio de las respuestas no filtraré a la prensa el hecho de que es culpable de abusos deshonestos con menores y que tiene una hija que es además sobrina-nieta suya.

– No puede demostrar nada -su tono era malévolo, pero no hizo por marcharse.

– Y una mierda -dije impaciente-. Ed y Martha me han contado todo el asunto la otra noche. Y su hija se parece tanto a usted que sería un paseo. Murray Ryerson del Herald-Star se lanzaría en un instante si se lo pidiera, o Edie Gibson del Tribunal.

Me trasladé a los bancos metálicos que bordean la zona pavimentada en torno a la fuente.

– Tenemos mucho que decirnos. O sea que será mejor que se ponga cómodo.

Le vi dirigir la mirada hacia la limousine.

– Ni se le ocurra. Tengo una pistola, y sé utilizarla, e incluso si sus chicos me remataran, Murray Ryerson sabe de mi entrevista con usted. Venga a sentarse y acabemos de una vez.

Se acercó, con la cabeza inclinada, las manos metidas en los bolsillos.

– No pienso admitir nada. Lo que yo creo es que está marcándose un farol, pero una vez que la prensa le hubiera hincado el diente a una historia como ésa, me arruinarían sólo a base de insinuaciones.

Le ofrecí lo que pretendía ser una sonrisa atractiva.

– Todo lo que tendría que hacer es decir que estoy haciéndole chantaje. Claro está que yo pasaría la foto de Caroline, y entrevistarían a su madre y esas cosas, pero podría arriesgarse. Bueno, vamos a ver… tenemos tantos asuntos de familia que tratar, no sé siquiera dónde empezar. Con la hipoteca de Louisa Djiak, o conmigo en el cieno de la Laguna del Palo Muerto, o con Nancy Cleghorn.

Yo hablaba en tono meditativo, observándole con el rabillo del ojo. Me pareció que se ponía algo más nervioso con el nombre de Nancy que con el de Louisa.

– ¡Ya sé! Con ese informe que mandó al Descanso del Marino relativo a Xerxes. Está usted sacando tajada de ese seguro, ¿no es cierto? ¿Qué hacen, pagar una prima más alta de la que les cobran para que pueda embolsarse usted la diferencia? Eso no tiene por qué arruinarle precisamente en el barrio. Le han acusado cosas peores y ha sido reelegido.

Súbitamente, el recuerdo que me había eludido desde que hablara con Caroline el sábado subió a la superficie. La Sra. Pankowski a la puerta de su casa, diciendo que Joey no le había dejado seguro alguno. Quizá no se hubiera incorporado al plan general. Pero, pensé, aquella era una de las prestaciones de Xerxes, un seguro de vida sin pagar cuota. Sólo que quizá hubiera vencido; puesto que él no estaba en la compañía cuando murió, no estaría cubierto. En fin, nada se perdía por preguntar.

– ¿Cuando murió Joey Pankowski, por qué no le quedó seguro de vida?

– No sé de qué demonios me habla.

– De Joey Pankowski. Trabajó en Xerxes. Usted es garante de sus planes de cobertura, por tanto debe saber por qué uno de los empleados no cobraría seguro de vida al morir.

De pronto, pareció como si Jurshak fuera a desplomarse al suelo. Yo me devanaba la cabeza frenéticamente, intentando conservar la ventaja con preguntas capciosas. Pero él era veterano en encajar golpes y percibía que yo realmente no tenía nada tangible. Recuperó la suficiente presencia de ánimo para sostener un frente de obstinada negativa.

– Muy bien. Lo dejaremos de momento. Puedo enterarme de lo que se trata en un minuto hablando con el afectado. O con cualquier otro empleado. Volvamos a Nancy Cleghorn. Ella le vio a usted con Dresberg en su oficina, y usted sabe tan bien como yo que no hay inspector de seguros que le permita conservar la licencia si tiene relaciones con la mafia.

– Venga, Warshawski, corte ya. No sé quién es esa chica Cleghorn, aparte de leer en los periódicos que la mataron. Puede que de vez en cuando hable con Dresberg… tiene muchos asuntos en mi distrito y yo soy concejal de todo el distrito. No puedo permitirme ser una señorita remilgada que se tape la nariz cuando huele a basura. El inspector de seguros no se lo va ni a plantear, no digamos ya a actuar.

– ¿Entonces no le molestaría que se supiera que usted y Dresberg se reunieron en su despacho a última hora de la noche?

– Demuéstrelo.

Bostecé.

– ¿Cómo cree que me he enterado, para empezar? Hubo un testigo, desde luego.

Ni siquiera aquello le sacudió lo bastante para poder sonsacarle nada más. Cuando la conversación finalizó no sólo me invadía un sentimiento de frustración, sino también de ser demasiado joven para aquel trabajo. Sencillamente, la experiencia de Art era muy superior a la mía. Ganas tuve de rechinar los dientes y decir: «ya verás, perro, al final te cogeré». En vez de eso le dije que estaríamos en contacto.

Me alejé de él en dirección a la Carretera del Lago. Cruzándola metida entre el tráfico, le observé desde lejos. Permaneció un rato largo mirando al vacío, después se sacudió y volvió hacia su coche.

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