19.- Sin retorno posible

Cuando por fin llegué a mi casa había oscurecido ya. Había permanecido en Chicago Sur hasta cerciorarme de que el joven Art era capaz de conducir su coche. Me pareció una crueldad innecesaria el entregárselo a los paniaguados de la oficina para que le atendieran, pero mi exhibición de generosidad no aumentó sus ganas de hablar. Al fin, desesperada, le dejé a la puerta de las oficinas del distrito electoral.

El camino hacia el norte no me produjo solaz alguno. Recorrí fatigada el trecho hasta la puerta, tiré las llaves al forcejear con la puerta interior del vestíbulo, y volví a tirarlas al remontar las escaleras. Agotada hasta la médula, bajé los escalones para recuperarlas. Al otro lado de la puerta del Sr. Contreras, Peppy emitió un ladrido de bienvenida. Cuando empecé a subir otra vez oí sus cerrojos descorrerse a mi espalda. Me puse rígida, esperando el embate.

– ¿Eres tú, muñeca? ¿Ahora vuelves? Hoy era el funeral de tu amiga, ¿no? No habrás estado bebiendo, ¿verdad? La gente cree que es la forma de ahogar las penas, pero, en serio, no hace más que ponerte más triste que antes. Si lo sabré yo; lo he intentado más de una vez. Pero entonces, cuando murió Clara, me bebí una copa y me acordé de lo que le alteraba que volviera de un funeral bien alumbrado. Y dije que no iba a hacerlo más, por ella; no después de todas las veces que me llamó idiota, llorando por un amigo cuando estaba demasiado borracho para que me saliera hasta el nombre.

– No -dije, forzando una sonrisa y alargando la mano para que me lamiera la perra-. No he estado bebiendo. He tenido que ver a un montón de personas. No ha sido muy divertido.

– Venga, súbete y date un baño calentito, niña. Para cuando termines y hayas descansado un rato habré preparado algo de cena. Tengo un filete estupendo que he estado guardando para una ocasión especial, y eso es lo que hace falta cuando estás tan decaído. Un poco de carne roja, te pone la sangre en movimiento otra vez y la vida te parece mucho mejor.

– Gracias -dije-. Es muy amable de su parte, pero de verdad no puedo…

– Nada. Tú crees que quieres estar sola, pero créeme, preciosa, es lo peor cuando te sientes así. Su señoría y yo te vamos a alimentar, y después cuando ya estés dispuesta a quedarte sola, no tienes más que decirlo y nos bajamos a todo correr.

Sencillamente no tenía ánimos para ver sus desvaídos ojos pardos ensombrecerse al sentirse herido por mi insistencia en estar sola. Maldiciéndome por tener el corazón blando, subí pesadamente las escaleras hasta mi casa. A pesar de las aciagas palabras de mi vecino, me fui directa a la botella de Black Label, lanzando los zapatos al aire con los pies y quitándome las medias mientras desenroscaba el tapón. Bebí de la botella, un trago largo que esparció una cálida sensación por mis hombros cansados.

Llené un vaso y me lo llevé al cuarto de baño. Arrojé el vestido funeral al suelo y me metí en la bañera. Cuando el Sr. Contreras apareció con el filete, estaba algo borracha y mucho más relajada de lo que hubiera creído posible media hora antes.

Él había cenado ya; se subió la botella de grappa para hacerme compañía mientras comía. Tras unos pocos bocados hube de admitir a mi pesar -sólo para mis adentros- que tenía razón en cuanto a la comida: la vida empezaba en efecto a parecerme mejor. La carne estaba a la plancha, bien tostada por fuera y roja por dentro. Me había preparado unas patatas fritas al montón con ajos y un detalle de consideración a mi dieta, un plato de lechuga. Era un cocinero bueno y sencillo, arte que había aprendido por su cuenta como entretenimiento durante su viudedad; cuando su mujer vivía nunca había hecho en la cocina mucho más que coger alguna cerveza.

Estaba terminándome las patatas con lo que quedaba de jugo de la carne cuando sonó el teléfono. Le entregué a Peppy el hueso que había estado vigilando -no pidiéndolo, simplemente observándolo por si alguien se entrometía e intentaba robarlo- y fui hacia el piano, donde había dejado la extensión del salón.

– ¿Warshawski? -era la voz de un hombre, fría y áspera. Desconocida para mí.

– Sí.

– Creo que es hora de que te largues de Chicago, Warshawski. Tú ya no vives aquí, ni tienes nada que hacer aquí.

Deseé no haberme tomado el tercer whisky e intenté desesperadamente reunir mis desparramados sesos.

– ¿Y tú sí? -pregunté insolentemente.

No me hizo el menor caso.

– Tengo entendido que nadas muy bien, Warshawski. Pero no ha nacido el nadador que pueda mantenerse a flote en un pantano.

– ¿Llamas en nombre de Art Jurshak? ¿O de Steve Dresberg?

– Eso no te importa, Warshawski. Porque si eres lista, te vas a largar, y si no, no va a quedarte mucho tiempo para pensarlo.

Colgó el teléfono. Las rodillas me temblaban levemente. Me senté en el taburete del piano para calmarme.

– ¿Malas noticias, preciosa?

El rostro curtido del Sr. Contreras mostraba una cordial preocupación. Pensándolo bien, no era tan mala idea tenerle a mi lado aquella noche.

– Es sólo un matón a la antigua. Me ha recordado que Chicago es la capital mundial de los peces muertos -procuré que el tono de mi voz fuera ligero, pero las palabras me salieron con mayor gravedad de la deseada.

– ¿Te ha amenazado?

– Algo así -quise sonreír pero, para mi irritación, me temblaron los labios. La imagen de las hediondas hierbas del fangal, del cieno, de la informe pareja de pescadores y su perro de mirada demente me hacía tiritar incontroladamente.

El Sr. Contreras se movía a mi alrededor solícito: ¿no debería sacar mi Smith & Wesson? ¿Llamar a la policía? ¿Poner barricadas en las puertas? ¿Registrarme en un hotel con nombre falso? Cuando rehusé todas estas ofertas sugirió que llamara a Murray Ryerson del Herald-Star; un acto de auténtica nobleza porque sentía unos celos feroces de Murray. Peppy, percatándose de su tensión, dejó el hueso y se acercó con un pequeño ladrido.

– No os preocupéis, en serio -les aseguré-. Es pura charla. Nadie va a matarme. Al menos no esta noche.

El Sr. Contreras, no pudiendo hacer nada más, me ofreció su botella de grappa. La rechacé con un gesto de la mano. La amenaza me había despejado la cabeza; no le veía sentido a volver a nublármela con el repelente alcohol de mi vecino.

Por otra parte, todavía no me sentía capaz del todo de quedarme sola. Entre el montón de viejos cuadernos y trabajos universitarios del fondo de un armario, saqué un gastado juego de damas con el que solían pasar el rato mi padre y Bobby Mallory.

Jugamos cuatro o cinco partidas, mientras la perra volvía tranquilamente a su hueso en el rincón de detrás del piano. El Sr. Contreras acababa de ponerse en pie con desgana cuando sonó el timbre. La perra lanzó un profundo ladrido. El viejo se puso muy nervioso, instándome a que sacara la pistola, a que le dejara bajar a ver, diciéndome que saliera por la puerta trasera a buscar ayuda.

– Tonterías -dije-. No me van a descerrajar un tiro en mi propia casa dos horas después de la llamada; por lo menos esperarían hasta la mañana siguiente para ver si había hecho caso.

– ¡Vic! ¡Ábreme! ¡Tengo que verte! -era Caroline Djiak.

Apreté el botón del automático del portal interior y salí al descansillo a esperarla. Peppy se puso a mi lado, con la cola baja, agitándola suavemente para que supiera que se mantenía alerta. Caroline subió corriendo, resonando sus pasos en los escalones desnudos como un decrépito metro elevado tomando la curva de la Calle Treinta y Cinco.

– ¡Vic! -chilló al verme-. ¿Qué estás haciendo? Creí que te había dicho que dejaras de buscar a mi padre. ¡Por qué no haces lo que te pido por una vez!

Peppy, objetando a su ferocidad, empezó a ladrar. Uno de los inquilinos del segundo salió a la puerta y vociferó que nos calláramos.

– ¡Algunos trabajamos, saben!

Antes de que el Sr. Contreras pudiera lanzarse en mi defensa, cogí a Caroline enérgicamente por el brazo y la arrastré al interior del piso. El Sr. Contreras la observó con mirada crítica. Una vez hubo decidido que no era peligrosa -al menos no un peligro inmediato y físico- le alargó su mano encallecida y se presentó.

Caroline no estaba en ánimo de andarse con cortesías.

– Vic, te lo ruego. He venido hasta aquí dado que por teléfono no me haces caso. Tienes que dejar en paz mis asuntos.

– Caroline Djiak -informé al Sr. Contreras-. Está muy alterada. Será mejor que me deje hablar con ella.

Empezó a recoger los platos de la cena. Yo hice sentar a Caroline en el sofá.

– ¿Qué te está pasando, Caroline? ¿Qué es lo que te tiene tan asustada?

– ¡No estoy asustada! -gritó-. Estoy furiosa. Furiosa contigo por no haberme dejado en paz cuando te lo dije.

– Mira, niña, yo no soy una televisión que puedes encender y apagar. Podría haber pasado por alto mi conversación con tus abuelos; son unos dementes de tal calibre que nada de lo que pudiera hacer iba a cambiarlos. Pero todo el personal de Químicas Humboldt me está mintiendo sobre los hombres que fueron compañeros de trabajo de tu madre, los que tenían mayores probabilidades de ser tu padre. Y eso no puedo dejarlo pasar. Y no es precisamente una trivialidad lo que dicen: están inventándose del todo los últimos años de la vida de esos tipos.

– Vic, no lo entiendes -me asió la mano derecha con intensidad, apretándomela fuertemente-. Tienes que dejar de irritar a esa gente. Son unos completos desalmados. No sabes de lo que son capaces.

– ¿Por ejemplo?

Paseó una mirada enloquecida por la habitación, en busca de inspiración.

– ¡Podrían matarte, Vic. Ocuparse de que acabaras en el pantano como Nancy, o en el río!

El Sr. Contreras había abandonado toda pretensión de hacer que se iba. Retiré la mano del apretón en que me la mantenía Caroline y clavé la mirada en ella fríamente.

– Muy bien. Ahora quiero la verdad. No tu versión embellecida. ¿Qué sabes de las personas que mataron a Nancy?

– Nada, Vic. Nada. De veras. Tienes que creerme. Es que… que…

– ¿Es qué? -la agarré por los hombros y la sacudí-. ¿Quién amenazó a Nancy? Llevas toda una semana diciendo que fue Art Jurshak porque no quería que pusiera en marcha la planta de reciclaje. ¿Ahora me colocas que han sido los de Xerxes porque estoy rastreando a tu padre por allí? Demonios, Caroline, ¿no comprendes lo importante que es esto? ¿No ves que hablamos de vida o muerte?

– ¡Eso es lo que te he estado diciendo, Vic! -gritó tan fuertemente que la perra empezó a ladrar otra vez-. ¡Por eso te estoy pidiendo que no te metas en lo que no te importa!

– ¡Caroline! -advertí que mi voz subía a un registro más y procuré sobreponerme antes de retorcerle el pescuezo. Me trasladé al sillón contiguo al sofá.

– Caroline. ¿Quién te llamó? ¿El Dr. Chigwell? ¿Art Jurshak? ¿Steve Dresberg? ¿el propio Gustav Humboldt?

– Nadie, Vic -los ojos color genciana estaban inundados de lágrimas-. Nadie. Lo que ocurre es que tú ya no entiendes cómo es la vida en el sur de Chicago, llevas mucho tiempo fuera. ¿Por qué simplemente no crees lo que te digo, que tendrías que haberlo dejado ya?

Le hice caso omiso.

– ¿Ron Kappelman? ¿Te ha llamado esta tarde?

– La gente me cuenta cosas -dijo-. Ya sabes cómo es aquello. Por lo menos lo sabrías si…

– Si no hubiera sido una cobardica asquerosa y no me hubiera ido -concluí en su lugar-. Tú has estado escuchando ruidos por la oficina de que alguien -no sabes quién- me la tiene jurada, y estás aquí para salvarme el pellejo. No sabes cómo te lo agradezco. Lo que tienes es un susto encima de locura, Caroline. Quiero saber quién ha estado asustándote, y no me digas que corre por la calle el rumor de que me van a ahogar porque no trago. No estarías fuera de ti si se tratara sólo de eso. Desembucha. Ahora.

Caroline se puso en pie bruscamente.

– ¿Qué tengo que hacer para que me hagas caso? -gritó-. Hoy me han llamado de la fábrica Xerxes para decirme que es una lástima todo ese dinero que he tenido que emplear en contratarte. Me han dicho que tenían pruebas de que Joey Pankowski era mi padre. Me han dicho que te convenciera y que dejaras en paz el caso.

– ¿Y se ofrecieron a mostrarte esas extraordinarias pruebas?

– ¡No me hacía falta verlas! No soy tan desconfiada como tú.

Puse una mano de contención sobre Peppy que empezaba a gruñir.

– ¿Y te han amenazado con mutilarte si no me obligabas a retirarme?

– A mí las amenazas me darían igual. ¿Es que no puedes creerlo?

La miré con toda la calma posible. Era una persona desbocada, manipuladora y falta de escrúpulos a la hora de hacer su voluntad. Pero ni por lo más remoto la consideraría nunca cobarde.

– Puedo creerlo -dije lentamente-. Pero quiero saber la verdad. ¿Te dijeron realmente que me harían daño si no dejaba de buscar?

Los ojos de genciana miraron hacia otro lado.

– Sí -susurró.

– No me sirve, Caroline.

– Cree lo que quieras. Si te matan, no esperes que asista a tu funeral porque me dará igual -estalló en llanto y salió de la casa como un vendaval.

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