Oí los pasos apresurados de la Sra. Djiak cuando toqué el timbre. Abrió la puerta, secándose las manos en el delantal.
– ¡Victoria! -estaba horrorizada-. ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? Te pedí que no volvieras más. El Sr. Djiak se va a poner furioso si se entera de que estás aquí.
El tono nasal de barítono del Sr. Djiak flotó pasillo abajo, preguntando a su mujer quién estaba a la puerta.
– Es sólo… sólo uno de los niños del vecino, Ed -contestó sofocada. A mí me dijo con un siseo apremiante-: Y ahora vete antes de que te vea.
Moví la cabeza. Voy a entrar, Sra. Djiak. Vamos a hablar los tres, sobre el hombre que dejó a Louisa embarazada.
Los ojos se le dilataron en el rostro tenso. Me asió por el brazo implorante, pero yo estaba demasiado indignada para sentir la menor compasión por ella. Me libré de su mano. Sin hacer caso de sus lastimeros ruegos pasé a su lado y empecé a caminar por el pasillo. No me quité las botas: no para añadir un insulto deliberado a su aflicción, sino porque quería poder salir sin tardanza si era necesario.
Ed Djiak estaba sentado en la mesa de la inmaculada cocina, con un pequeño aparato de televisión en blanco y negro delante y una jarra de cerveza en la mano. No levantó la mirada inmediatamente, suponiendo que no era más que su mujer, pero cuando me vio su oscuro rostro alargado adquirió un tono ocre intenso.
– Aquí no tienes nada que hacer, señorita.
– Ojalá pudiera estar de acuerdo con usted -dije, sacando una silla para sentarme frente a él-. Me da asco estar aquí y no voy a prolongar la visita. Sólo quiero hablarle del hermano de la Sra. Djiak.
– No tiene hermanos -dijo ásperamente.
– No pretenda que Art Jurshak no es su hermano. No creo que fuera muy difícil encontrar el nombre de soltera de la Sra. Djiak; tendría que esperar al lunes para ir al Ayuntamiento y comprobar su licencia matrimonial, pero estoy casi segura de que diría Martha Jurshak. Después podría obtener copias de los certificados de nacimiento de Art y de ella y con eso probablemente rematábamos el asunto.
El ocre de su cara se volvió marrón oscuro. Se volvió hacia su esposa.
– ¡Maldita zorra chismosa! ¿A quién le has estado contando nuestra vida privada?
– A nadie, Ed. De verdad. No le he dicho una palabra a nadie. Ni una sola vez en todos estos años. Ni siquiera al padre Stepanek, cuando te pedí…
La interrumpió con un gesto cortante de la mano.
– ¿Con quién has estado hablando, Victoria? ¿Quién ha estado difamando a mi familia?
– La difamación implica datos falsos -respondí con insolencia-. Todo lo que ha dicho desde que he venido a esta casa confirma que es cierto.
– ¿Que es cierto qué? -inquirió, recuperándose con un gran esfuerzo-. ¿Qué el nombre de soltera de mi mujer es Jurshak? ¿Y qué?
– Sólo esto. Que su hermano Art dejó preñada a su hija Louisa. Martha, usted me dijo que no era muy fuerte. ¿Tenía antecedentes de que le gustaran las niñas?
Martha se frotaba las manos incesantemente con el delantal.
– Él me prometió… me prometió no volver a hacerlo más.
– Maldita sea, no le digas nada a ésta -rugió Djiak, levantándose de un salto. Pasó a mi lado empujándome groseramente dirigiéndose hacia la Sra. Djiak para darle una bofetada.
Me puse en pie y le aplasté el puño contra la cara antes de darme cuenta de lo que hacía. Él me llevaba treinta años, pero seguía estando muy fuerte. Solamente por haberle cogido de forma totalmente inesperada conseguí pegarle con todas mis fuerzas. Reculó cayendo contra la nevera y quedó allí un momento, agitando la cabeza para recuperarse del puñetazo. Después volvió su furia ciega y vino hacia mí.
Yo estaba lista. Al abalanzarse hacia mí metí una silla a su paso. Chocó con ella y el impulso le hizo caer contra la mesa junto a la silla. Con el impacto cayeron televisión y cerveza al suelo en un revoltijo de vidrio y líquido. Quedó tumbado bajo la mesa, con la silla encima.
Martha Djiak emitió un pequeño gemido de horror, no sé si por la perspectiva de su marido o por haberse ensuciado el suelo. Yo permanecí en pie a su lado, jadeando su furia, con la pistola en la mano cogida por el cañón, dispuesta a estampársela si empezaba a levantarse. Él tenía la expresión vidriosa: ninguna de las mujeres de su familia se había atrevido a contestarle un golpe.
La Sra. Djiak chilló súbitamente. Me volví para mirarla. No pudo hablar, sólo señalar, pero vi unas chispas en la parte trasera del televisor donde algo había entrado en contacto con los cables al aire. Quizá un frasco de disolvente que estaba siempre a mano por si alguna mancha de grasa amenazaba la cocina. Me metí la pistola otra vez en la cinturilla del pantalón y le arranqué el paño de secar del bolsillo del delantal. Evitando con cuidado el charco de cerveza me escurrí debajo de la mesa y desenchufé el aparato.
– Bicarbonato -le grité fuertemente a la Sra. Djiak.
La petición de un ingrediente doméstico común contribuyó a devolverle la presencia de ánimo. Vi sus pies avanzar hacia un armario. Se agachó y me alargó el envase por encima del cuerpo de su marido. Yo vacié el contenido sobre las llamas azuladas que ardían alrededor del televisor y el fuego se extinguió.
El Sr. Djiak se liberó lentamente del revoltijo de silla y cristales rotos. Durante unos momentos contempló el desastre del suelo, las manchas húmedas de sus pantalones. Después, sin decir nada, salió de la habitación. Oí sus pesados pasos recorrer el pasillo. Martha Djiak y yo esperamos el portazo de la puerta de entrada.
La Sra. Djiak estaba temblando. La senté en una de las sillas tapizadas de plástico y puse agua a calentar en la tetera. Ella me observaba aturdida mientras yo revolvía en los armarios buscando el té. Cuando encontré las bolsitas de Lipton muy metidas en una lata, le preparé una taza, mezclándolo bien con leche y azúcar. Se lo bebió obediente a tragos abrasadores.
– ¿Cree que puede hablarme de Louisa ahora? -pregunté cuando rechazó una segunda taza.
– ¿Cómo te enteraste? -tenía la mirada sin vida, la voz era poco más que un hilo agotado.
– El hijo de su hermano vino a verme esta tarde. Cada vez que le veía me resultaba familiar, pero lo achacaba a tantos años de ver a Art en carteles y en televisión. Pero hoy Caroline estaba conmigo. Estábamos a mitad de una discusión. El joven Art entró con la cara turbada, muy agitado, y de pronto comprendí cuánto se parecía a Caroline. Casi podrían ser gemelos; simplemente, antes no había hecho la conexión porque no me lo esperaba. Desde luego él tiene una especie de perfección sobrehumana y ella va siempre tan desaliñada que hasta que no ves a los dos alterados al mismo tiempo no te das cuenta.
Escuchó mis explicaciones con la cara dolorosamente contraída, como si le estuviera hablando en latín y ella quisiera hacerme creer que me seguía. Al no responderme nada la pinché un poco más.
– ¿Por qué echaron a Louisa de casa cuando se quedó embarazada?
Entonces me miró a los ojos, con una mezcla de miedo y repugnancia en la expresión.
– ¿Y que se quedara aquí? ¿Para que el mundo entero se enterara de esa vergüenza?
– Pero la vergüenza no era suya. Era de Art, de su hermano. ¿Cómo puede siquiera compararlos?
– Louisa no se habría… metido en líos si no le hubiera provocado. Ella sabía cuánto le gustaba a él que bailara y le besuqueara. Tenía esa… esa debilidad. Ella no tenía que haberse acercado a él.
Mis náuseas eran tan intensas, que tuve que emplear toda mi voluntad para no saltar sobre ella físicamente, y arrojarla sobre los desechos de debajo de la mesa.
– Si sabía que tenía debilidad por las niñas, ¿por qué puñetas le permitió que se acercara a sus hijas?
– Dijo… dijo que no volvería a hacerlo. Después que le vi… jugando… con Connie cuando tenía cinco años, le dije que se lo contaría a Ed si volvía a hacerlo. Y lo prometió. Le tenía miedo a Ed. Pero Louisa era demasiado para él, ella era mala, le incitaba contra su propia fuerza de voluntad. Cuando vimos que iba a tener un niño, nos contó cómo había sido y Art nos lo explicó, cómo ella le había incitado contra su voluntad.
– De modo que la arrojaron en mitad de la calle. De no haber sido por Gabriella, ¿quién sabe lo que le pudo haber pasado? Ustedes dos… vaya par de gentuza, santurrones y pontificantes.
Ella encajó mis insultos sin pestañear. No entendía por qué me enfurecía ante un proceder tan lógico para unos padres, pero me había visto vapulear a su marido. No estaba dispuesta a arriesgarse a excitarme.
– ¿Estaba Art ya casado por entonces? -pregunté súbitamente.
– No. Le dijimos que iba a tener que buscarse una mujer, formar una familia, o tendríamos que decirle al padre Stepanek, al cura, lo de Louisa. Prometimos no decir nada si se iba a otro sitio y formaba una familia.
No supe qué decir. Sólo podía pensar en Louisa, con dieciséis años, embarazada, sola en el mundo, con las sacrosantas señoronas de San Wenceslao desfilando ante su puerta. Y Gabriella montada en su caballo blanco al rescate. Todos los insultos de los Djiak hacia Gabriella por ser judía me volvieron de golpe.
– ¿Cómo son capaces de llamarse cristianos? Mi madre era mil veces más cristiana que ustedes. No se pasaba la vida sermoneando toda esa bazofia mojigata; ella vivía la caridad. Pero usted y Ed dejaron que su hermano sedujera a su niña y luego la llamaron mala. Si de verdad hubiera un dios les habría aniquilado por tan sólo atreverse a ir ante su altar, barbotando sus mojigangas santurronas. Si hay un dios, mi único ruego es que no vuelva a tener que acercarme a ustedes en toda mi vida.
Me puse en pie tambaleándome, con los ojos ardiéndome de lágrimas de rabia. Ella se encogió en la silla.
– No voy a pegarla -dije-. ¿De qué nos iba a servir a ninguna de las dos?
Antes de llegar al pasillo la Sra. Djiak estaba ya arrodillada en el suelo recogiendo los cristales rotos.