24.- El cenagal de Grimpen

Volví a perder el conocimiento. Cuando fui recobrándolo lentamente estaba totalmente empapada. El agua se había filtrado entre mis cabellos y me cosquilleaba en las orejas. En los hombros sentía como si me hubiera metido barras de hierro para separármelos del esternón. Con todo, el breve sueño y el agua fría y fangosa me habían sanado un poco la cabeza. No quería pensar; era demasiado aterrador. Pero, instante a instante, podría aún salir de aquello con un poco de ingenio.

Rodé hacia un lado, sintiendo el peso de la manta llena de barro. Empleando hasta la última gota de energía, me incorporé hasta quedar sentada. Tenía los tobillos atados y las manos sujetas por las muñecas a la espalda; no tenía forma alguna de llevarlas a la parte delantera del cuerpo. Pero apretándolas contra la vértebra caudal logré apuntalarme lo suficiente para impulsarme hacia adelante poco a poco con las piernas.

No tenía más remedio que suponer que me habían llevado por el mismo sendero que habían seguido para deshacerse de Nancy: en todo caso, era el más alejado de la carretera. Pasado un rato de duro tanteo, que me dejó boqueando para recobrar el aliento dentro de mi envoltorio cenagoso, calculé que tenía el agua a la derecha. Con mucho cuidado describí un giro de ciento ochenta grados para avanzar arrastrándome otra vez hacia la carretera. Intenté calcular la distancia, procurando no computar mi velocidad probable. Me obligué a prescindir de todo pensamiento de comida, baños o cama y me imaginé en una playa soleada. Quizá Hawai. O quizá fuera a aparecer Magnum súbitamente para liberarme de mi aprisionamiento.

Me temblaban las piernas y los brazos. Exceso de esfuerzo, glucosa insuficiente. Tenía que pararme cada pocos impulsos a descansar. La segunda vez que paré volví a dormirme no despertando hasta caer entre las matas. Después de aquello me obligué a seguir una alternancia numérica. Cinco impulsos, contar hasta quince, cinco impulsos, contar quince, cinco impulsos, contar quince. Tambaleo de piernas, vueltas a la cabeza, quince. Mi quince cumpleaños. Gabriella había muerto dos días antes. Su último aliento en brazos de Tony mientras yo estaba en la playa. Acaso existiera realmente el cielo, Gabriella con su voz pura en el coro angélico, esperándome con las alas extendidas, los brazos abiertos de amor infinito, esperando que mi timbre de contralto se uniera al suyo de soprano.

El ladrido de un perro me hizo recobrar la conciencia. La fiera de ojos sanguinolentos. Esta vez no pude evitarlo: vomité, resbalándome un hilillo de bilis por el pecho. Oí acercarse cada vez más al perro, jadeando, con ladridos breves y agudos, después sentí un hocico apretarse contra la manta, haciéndome caer. Quedé tumbada de lado en una impotente maraña de barro y manta, pateando inútilmente al aire y sentí unas patas oprimirme pesadamente el brazo.

Di estériles patadas a la manta, intentando quitarme el perro de encima. Por la nariz se me introdujeron pequeñas lágrimas de terror. Mientras tanto, al otro lado, los colmillos lanzaban tarascadas a la cabeza, a los brazos. Cuando hubieran traspasado la manta ¿cómo podría protegerme la garganta? Tenía los brazos a la espalda. El perro no hacía caso alguno de mi débil forcejeo.

Los oídos me rugieron de pánico, convirtiendo mis piernas en una masa inútil. Por encima del bramido oí voces. Con la ínfima energía que aún quedaba en mí, procuré gritar.

– ¿Ya la tienes? ¿La has encontrado? ¿Eres tú, niña? ¿Estás ahí? ¿Me oyes?

No era el perro del infierno, sino Peppy. Con el Sr. Contreras. Me invadió una euforia tal que mis doloridos músculos parecieron momentáneamente curados. Gruñí débilmente. El viejo se debatía febrilmente con los nudos, hablando para sí sin cesar.

– Tendría que haberme traído el cuchillo en vez de la llave inglesa. Tenías que habértelo imaginado, viejo estúpido, ¿para qué querías una llave cuando lo que hace falta es un cuchillo? Tranquila, niña, casi lo tengo, no te des por vencida ahora que estamos ya tan cerca.

Al fin consiguió desgarrar la manta por la parte de la cabeza.

– ¡Ay, Dios! Esto tiene mal aspecto. Vamos a sacarte de aquí.

Trabajó frenéticamente, torpemente, con los nudos de mi espalda. La perra me miró con ansiedad y después empezó a lamerme la cara; yo era su cachorro perdido y hallado en el momento crítico. Mientras el Sr. Contreras iba desatándome las manos, devolviéndome a los brazos un remedo de circulación, la perra no cesó de lavarme la cara.

El Sr. Contreras se impresionó al verme en ropa interior, temiendo que me hubieran violado, y le costó aceptar mi repetida afirmación de que mis atacantes sólo buscaban ahogarme. Apoyándome pesadamente sobre su hombro, le dejé que me guiara, casi en brazos, a la carretera.

– Tengo aquí a un chicarrón. Dice que es abogado. No se creía que realmente pudieras estar aquí, o sea que ha esperado en el coche. Cuando su señoría volvió del lago sin ti, empecé a preocuparme. Entonces este niñato se presenta, dice que habías quedado con él a las nueve y que dónde estás, que no puede esperar todo el día. Ya sé que no quieres que meta las narices en tus asuntos, muñeca, pero yo estaba allí cuando el tipo llamó, oí a tu amiguita decirte que te iban a tirar al pantano, y le obligué a que me trajera aquí en el coche. A mí y a su señoría, sabes porque me figuré que podríamos encontrar el sitio después que me lo habías mostrado en el mapa y eso.

Siguió dándole vueltas a la historia en el trayecto hasta la carretera. Allí nos esperaba Ron Kappelman, recostado en su destartalado Rabbit, silbando quedamente y mirado al infinito. Cuando nos vio acercarnos a los tres se incorporó rápidamente y cruzó la carretera a saltos. Ayudó al Sr. Contreras a subirme por encima de la alambrada y depositarme en el asiento trasero de coche. Peppy emitió un ladridito y empujó para introducir su pesado cuerpo junto al mío.

– Mierda, Warshawski. Cuando faltas a una cita lo haces a lo grande. ¿Qué demonios te ha pasado?

– Joven, haz el favor de dejarla en paz y no hables mal. Hay muchísimas palabras en el diccionario sin tener que andar con tacos a todas horas. No sé qué iba a pensar tu madre si te oyera, pero lo que tenemos que hacer es llevar esta señorita a un médico, que la arregle, y después metes la nariz y le preguntas cómo llegó al sitio donde estaba, y es posible que tenga ganas de contártelo.

Kappelman se puso rígido como para responder al ataque, después comprendió que sería en vano y se sentó en el asiento del conductor. Perdí el conocimiento antes de que hubiera girado el coche.

No recuerdo nada del resto del día. Que Kappelman paró a una patrulla de policía estatal que nos escoltó a ochenta millas por hora hasta la clínica de Lotty, ante la terca insistencia del Sr, Contreras que no les permitió llevarme a un hospital sin su aprobación. Ni que Lotty, al echarme una sola ojeada en el asiento trasero del coche, llamó a una ambulancia para transportarme al Beth Israel a toda velocidad. Ni siquiera que Peppy se resistió a confiarme a los asistentes clínicos. Al parecer, había cogido la muñeca de una mano entre sus fuertes mandíbulas y se había negado a soltarla. Me dijeron que me habían despertado el tiempo suficiente para hacer que dejara libre el brazo del camillero, pero no recuerdo nada de ello, ni siquiera como fragmento de un sueño.

Al fin resucité hacia las seis de la mañana del jueves. Tras unos cuantos minutos de perplejidad, comprendí que estaba en la cama de un hospital, pero no conseguía imaginar qué hacía allí ni por qué estaba allí. Tan pronto como intenté incorporarme, sin embargo, mis hombros me transmitieron un mensaje de dolor tan severo que la memoria me volvió como una marea.

La Laguna del Palo Muerto. El horrible envoltorio de muerte. Levanté los brazos a la altura de los ojos, no obstante la agonía que me produjo el movimiento. Tenía las muñecas y las manos vendadas con gasa; los dedos parecían salchichas de un rojo vivo sobresaliendo por encima del vendaje blanco. Tenía una aguja intravenosa sujeta al antebrazo izquierdo con esparadrapo más arriba de la gasa. Seguí la goma hasta una serie de bolsas suspendidas en lo alto y guiñé los ojos para leer las etiquetas. D5.45NS. Mucho me decía aquello.

Uní suavemente las yemas de los dedos. Estaban hinchados, pero tenía tacto. Volví a echarme, embargada de una sosegada satisfacción. Había sobrevivido. Tenía las manos bien. Habían querido matarme, humillarme en el momento de mi muerte, pero estaba viva. Volví a dormirme.

Cuando desperté otra vez fue en pleno ajetreo de la rutina hospitalaria -tensión arterial, temperatura, visita- y ni una respuesta a mis preguntas: «el médico se lo dirá». Después de las enfermeras vino un eficiente interno que me miró los ojos y me clavó agujas en los pies. Aquellos alfileres eran al parecer la más avanzada tecnología de la neurociencia. Otro interno estaba ocupado con mi compañera de habitación, una mujer de mi edad a la que habían hecho cirugía plástica. Cuando terminaron entró Lotty en persona, con sus ojos oscuros brillándole de una emoción nada clínica. Mi interno revoloteó a su espalda, ansioso por informarle de sus hallazgos en mi cuerpo. Lotty escuchó un minuto y después lo despidió con un imperioso movimiento de mano.

– Estoy convencida de que tienes los reflejos a la perfección, pero déjame comprobarlo personalmente. Veamos primero el pecho. Respira. Quieta. Exhala. Sí -me auscultó de cabo a rabo, después me hizo cerrar los ojos y juntar las manos, salir de la cama-, un proceso lento y vacilante, y caminar con los talones, después de puntillas. No era gran cosa si se comparaba con mis ejercicios habituales, pero me dejó sin respiración.

– Tendrías que tener hijos, Victoria; ibas a producir una especie nueva de superhéroes. Por qué sigues viva en estos momentos es un milagro médico, no digamos ya el que puedas caminar.

– Gracias, Lotty. La verdad es que estoy bastante satisfecha de mí. Dime cómo he llegado aquí y cuándo me puedo ir.

Me contó los detalles de Peppy y los camilleros.

– Y tu amigo el Sr. Contreras está esperando ansioso en el pasillo. Ha pasado aquí toda la noche, con la perra, totalmente en contra de las normas hospitalarias, pero las dos hacéis buena pareja, tercas, obstinadas, y con una sola forma de hacer las cosas: la vuestra.

– La sartén llamando negro al cazo, Lotty -dije impenitente, tumbándome-. Y no me digas que la perra se ha quedado aquí sin tu connivencia. O por lo menos la de Max.

Fruncí levemente el ceño y me mordí la lengua, recordando mi última conversación con el director ejecutivo del hospital. Lotty me contempló comprensiva.

– Sí, Max también quiere hablar contigo. Tiene su poco de remordimiento. Y es indudablemente que por eso ha pasado la perra la noche en el hospital. Pero ahora tiene que irse, o sea, que si quieres decirle al pesado de tu vecino que vas a vivir para seguir embistiendo molinos, se irán los dos. Mientras tanto, dado que tu cerebro no está peor que de costumbre, voy a buscar a alguien que te quite esa aguja.

Giró sobre sus pies a sus normales cuarenta nudos. El Sr. Contreras entró en un minuto o dos después, con los ojos llenos de lágrimas y las manos temblándole ligeramente. Bajé los pies a un lado de la cama y le abrí los brazos.

– Ay, niña. No voy a olvidar nunca en qué estado te encontramos ayer. Más muerta que viva, estabas. Y ese pollo sin creer que pudieras estar allí y yo tenerle casi que aporrear para que nos llevara en el coche. Y después no conseguía que ninguna enfermera me dijera nada de cómo ibas, yo no hacía más que preguntar y no me decían porque no era de la familia. Yo, no ser yo tu familia. A ver quién tiene más derecho, que me lo digan, les decía, un primo lejano de Melrose Parle que ni siquiera le felicita las Pascuas, o yo que le he salvado la vida. Pero la Dra. Lotty se presentó y lo dejó todo bien claro, ella y el Sr. Loewenthal juntos, y me metieron con la perra en una habitación vacía de este pasillo, pero tuvimos que prometer no molestarte.

Sacó un inmenso pañuelo rojo del bolsillo trasero y se sonó la nariz ruidosamente.

– Pero bueno, a buen fin mejor principio, y tengo que llevar a casa a su señoría para darle de comer, pero no vuelvas a decirme que me meta en mis cosas, niña, no cuando haya tipos como éstos por el medio.

Le expresé mi agradecimiento lo mejor que pude, dándole un fuerte abrazo y un beso. Cuando se hubo marchado volví a tenderme en la cama, maldiciendo mi falta de energía. Lotty quería que me quedara un día más; había dicho que no descansaría si me iba por mi cuenta. Tenía razón: me encontraba ya en un estado bastante inquieto, más irritable aún a causa de los doloridos músculos de los hombros. Pero Lotty me había tirado la ropa y no me iba a traer otra hasta el viernes por la mañana.

A fin de cuentas la mayoría de las personas que yo habría querido ver vinieron a visitarme, así como otras cuantas de las que podría haber prescindido, como la policía. El teniente Mallory apareció en persona, señal no de mi importancia sino de su furibunda preocupación; furibunda porque tendría que haberme mantenido del todo al margen de un asunto policial, preocupación porque había tenido afecto a mis padres.

– Vicki, ponte en mi lugar por una vez. Uno de tus mejores amigos muere y cada vez que das media vuelta te encuentras a su única hija haciéndote un corte de mangas. ¿Cómo crees que me sienta?

– Sé cómo te sienta; me lo has dicho seis billones de veces -respondí recalcitrante. Detesto hablar con nadie cuando estoy vestida con un camisón de hospital; es como si fueras un crío metido en la cama a quien vienen a dar las buenas noches.

– Si te hubieran matado, habría cargado con esa responsabilidad hasta la tumba. ¿Es que no lo entiendes? ¿No ves que cuando te doy órdenes es porque me preocupa tu seguridad, porque se lo debo a Tony y Gabriella? ¿Qué hace falta para hacerte entrar en razón?

Miré colérica a las sábanas.

– Soy autónoma precisamente para no tener que recibir órdenes de nadie. Además, Bobby, accedí a no ir con la historia de Nancy Cleghorn al fiscal del estado. Y accedí a decírtelo si topaba con algo que pudiera parecer una pista sobre su muerte. Pues eso no ha pasado.

– ¡Es evidente que sí! -vociferó, descargando el puño sobre la mesilla de noche con tal fuerza que tiró la jarra. Eso le hizo recapacitar. Pidió a gritos un ordenanza desde la puerta, después le chilló al hombre hasta que el suelo estuvo limpio a su gusto. Mi compañera de habitación apagó el Juego del amor de la televisión y se escabulló hacia la sala de espera.

Cuando la habitación estuvo seca Bobby hizo un esfuerzo por sofocar su ira. Me hizo repasar los detalles del episodio, esperando pacientemente en los puntos de los que me resultaba difícil hablar, inquiriendo muy profesionalmente cuando había algo que no recordaba bien. El hecho de que contara con un nombre, aunque no fuera más que un nombre de pila, le animó levemente -si Troy era un profesional ligado a alguna organización conocida, la policía tendría ficha suya.

– Vamos a ver, Vicki -Bobby estaba siendo afable-, vayamos al fondo del asunto. Sí no sabías nada sobre la muerte de Cleghorn, ¿por qué han querido matarte de la misma manera y en el mismo sitio que la mataron a ella?

– Huy, Bobby. Visto así, supongo que tendría que saber quién la mató. O al menos por qué.

– Exacto. Pues habla.

Sacudí la cabeza, con cuidado, porque la espalda seguía más bien dolorida.

– Es sólo visto así. Como yo lo veo, he debido hablar con alguien que se figura que sé más de lo que parece. El problema es que he hablado con tanta gente en los últimos días y todos han sido tan desagradables que no sé con cuál quedarme como sospechoso óptimo.

– Muy bien -Bobby estaba siendo decididamente paciente-. Vamos a ver con quién hablaste.

Miré hacia las manchas de humedad del techo.

– Pues está el joven Art Jurshak. Ya sabes, el hijo del concejal. Y Curtís Chigwell, el médico que quiso suicidarse el otro día en Hindsdale. Y Ron Kappelman, asesor legal de PRECS. Gustav Humboldt, claro. Murray Ryerson…

– ¿Gustav Humboldt? -el tono de voz de Bobby subió un registro.

– Ya sabes, el presidente de Químicas Humboldt.

– Sé a quién te refieres -dijo cortante-. ¿Vas a hacerme partícipe de por qué hablaste con él? ¿Con relación a la chica Cleghorn?

– Lo que hablé con él no tenía nada que ver con la chica Cleghorn -dije con expresión seria, mirando hacia la mandíbula apretada de Bobby-. Eso es lo que te decía. Que no he hablado de Nancy con ninguna de estas personas. Pero dado que todas fueron más o menos desagradables, cualquiera de ellas pudo querer tirarme en el pantano.

– No me costaría más de dos centavos que te volvieran a dejar allí. Me ahorraría mucho tiempo. Tú sabes algo y te crees que vas a ser otra vez la reina del día, ponerte a buscar sin decirme nada de nada. Esta vez casi te cogen. La próxima te cogen de seguro, pero hasta que eso pase tengo que malgastar dinero municipal poniéndote a alguien para que te vigile.

Le centellearon los ojos azules.

– Eileen se ha alterado mucho al saber que estabas aquí. Quería mandarte flores, y llevarte a nuestra casa y cubrirte de cuidados. Le dije que no te lo merecías.

Загрузка...