38.- Shock tóxico

De las zanjas de drenaje que flanquean la carretera de peaje se alzaban gasas de niebla, cubriendo la carretera a retazos de modo que los restantes coches parecían tan sólo velados puntos rojos. Mantuve la aguja de la velocidad señalando al ochenta, incluso cuando la densa bruma cegó la carretera ante nosotros. El Chevy vibraba ruidosamente, impidiendo toda conversación. De vez en cuando, bajaba la ventana y sacaba la mano para tantear las cuerdas. Se habían aflojado un poco, pero la barca seguía en el techo.

Salimos en la Calle Ciento Veintisiete para seguir la vía hacia el este. Estábamos a unas ochenta millas al oeste de la fábrica Xerxes, pero no hay ninguna autovía que una los lados este y oeste de Chicago tan al sur.

Era casi media noche. El miedo y la impaciencia se habían apoderado de mí con tal fuerza que apenas si podía respirar. Toda mi voluntad se agotaba en el coche, maniobrando entre otros vehículos, saliendo con chirrido de ruedas al cambio de los semáforos, manteniendo la mirada atenta a las posibles patrullas de tráfico para hacer las cincuenta en las zonas de treinta y cinco millas por hora. Catorce minutos después de salir de la carretera de peaje estábamos girando hacia el norte por el estrecho carril en que se convierte Stony Island a esa altura del sur.

Ahora nos encontrábamos en propiedad industrial privada; pero no podía apagar las luces por aquella vía llena de baches y cristales. Me había decidido por una fábrica con aspecto de abandono con la esperanza de que no tuviera vigilancia nocturna. O perros. Paramos el coche frente a una gran barcaza de cemento. Miré hacia la Srta. Chigwell. Ella cabeceó sombría.

Abrimos las portezuelas del coche, procurando movernos sin ruido pero más preocupadas por hacerlo con premura. La Srta. Chigwell sostenía una fuerte linterna mientras yo cortaba las cuerdas. Dobló una manta sobre el capó para que pudiera bajar la barca resbalando todo lo silenciosamente posible. Después pusimos la manta en el suelo para hacer una especie de soporte para el bote. Yo tiré de él hasta la barcaza de cemento mientras la Srta. Chigwell me seguía, con la linterna en alto y llevando los remos.

La barcaza estaba amarrada junto a una serie de travesaños de hierro embutidos en la pared. Bajamos la barca por el costado. Después sujetamos la boza mientras la Srta. Chigwell bajaba por los peldaños ágilmente. Yo la seguí rápidamente.

Cada una cogimos un remo. No obstante su edad, la Srta. Chigwell remaba con golpes fuertes y seguros. Yo amoldé mi movimiento al suyo, forzándome a no pensar en los latidos incipientes que empezaba a sentir en los hombros todavía no totalmente restablecidos. Ella tenía que utilizar ambas manos para remar, por lo cual yo sostenía la linterna. Nos mantuvimos arrimadas a la margen izquierda; de vez en cuando, yo enfocaba el haz de luz para evitar barcazas y estar al tanto de los nombres de los varaderos que dejábamos detrás. Hacía ya tiempo que la orilla había sido cubierta con cemento: los nombres de las empresas aparecían pintados con grandes letras junto a las escalas de metal que llevaban a sus muelles de carga.

La noche estaba en silencio salvo por el suave golpeteo de los remos al abrir el agua. Pero la densa neblina que llevaba las miasmas del río era un acre recordatorio del laberinto industrial por el que flotábamos. De cuando en cuando un foco penetraba en la niebla, iluminando un gigantesco tubo de acero, una barcaza, una jácena. Éramos los únicos seres humanos que había en el río, Eva y su madre en una grotesca farsa del Edén.

Remamos hacia el norte, pasando ante el desembarcadero de Glow-Rite, dejando atrás compañías de aceros y alambres, plantas industriales de imprenta, de fabricación de herramientas u hojas de sierra, deslizándonos al lado de pesadas barcazas amarradas junto a una fábrica. Al fin, la pequeña y penetrante linterna de la Srta. Chigwell iluminó la doble X y la enorme corona que relucían oscuramente entre la bruma.

Alzamos los remos. Yo miré el reloj. Doce minutos para cubrir una media milla aproximadamente. Me había parecido mucho más tiempo. Así uno de los peldaños de hierro al deslizamos junto a ellos y acercamos la barca con cuidado. La Srta. Chigwell amarró la boza con manos experimentadas. El corazón me latía con fuerza bastante para ahogarme, pero ella parecía totalmente serena.

Nos cubrimos las cabezas hasta la frente con capuchas oscuras. Unimos las manos un instante; su compulsivo apretón demostró lo que su impasible rostro ocultaba. Yo señalé al reloj de mi muñeca con un movimiento exagerado y ella asintió tranquila con la cabeza.

Sacando la pistola y quitándole el seguro, ascendí por los travesaños, con la mano derecha libre para poder sentir el gatillo de la Smith & Wesson. Al llegar arriba aminoré el movimiento, levantando cautelosamente la cabeza encapuchada hasta que la orilla me quedó a la altura de los ojos. Si daba un grito, la Srta. Chigwell volvería remando lo más rápidamente posible al lugar del coche y daría la voz de alarma.

Estaba en la trasera de la fábrica, en la plataforma de cemento donde había estado atada la barcaza la última vez que estuve en este lugar. Esta noche las puertas de acero que rodeaban el muelle de carga habían sido bajadas y sujetas con candados al suelo. Dos focos en los extremos del edificio recortaban la bruma a mi alrededor. En lo que mi vista alcanzaba no parecía que nadie hubiera anticipado la aproximación por el río.

Deslicé la mano de la pistola sobre la orilla y coloqué la Smith & Wesson ante mi vista mientras me impulsaba para subir a tierra. Rodé por el suelo y permanecí inmóvil hasta contar sesenta. Aquélla era la señal para que la Srta. Chigwell empezara a trepar. Apenas pude apreciar el cambio de luz cuando su cabeza apareció por el borde del muelle; una persona que estuviera más alejada no habría podido verla. Esperó otra vez hasta contar veinte y luego se unió a mí en la plataforma de carga.

Las puertas de acero quedaban bajo la sombra que proyectaba el tejado. Nos aproximamos a ellas, procurando no tocarlas; el sonido de un brazo o una pistola al rozar con el metal habría vibrado como una banda de reggae en el silencio de la noche.

Delante de nosotras, los focos hacían pesados cortinajes con la niebla. Sirviéndonos sus pliegues para protegernos, avanzamos lentamente hacia el extremo norte de la planta donde se encontraban las ensenadas de orillas arcillosas. La Srta. Chigwell se movía con la quietud experimentada de una mujer que ha pasado su vida entera obligada al sigilo.

Tan pronto como rodeamos la esquina penetramos en niebla más espesa y olores más hediondos. Ninguna luz iluminaba las ensenadas. Percibíamos su corrosiva presencia a nuestra derecha pero no nos atrevimos a utilizar la linterna. La Srta. Chigwell se mantenía muy cerca de mí, cogida a mi bufanda, tanteando el terreno con paso felino a mi espalda en la oscuridad de la noche. Tras una eternidad de pasos cautelosos, avanzando lentamente entre surcos, evitando desechos metálicos, alcanzamos el extremo delantero de la fábrica.

Allí la neblina era más tenue. Nos agachamos tras unos bidones de acero y recorrimos detenidamente con la vista sus alrededores. Una sola luz brillaba en la puerta que conducía al patio. Después de mirar un largo rato pude distinguir un hombre de pie junto a la entrada. Un centinela o vigilante. En medio del acceso para coches había una ambulancia. Hubiera querido saber si Louisa se encontraba aún en su interior.

– ¿Se va a presentar o no?

La inesperada voz cerca de mí me sobresaltó de tal modo que a punto estuve de caer contra el bidón. Me recuperé, temblando, intentando controlar la respiración. A mi lado, la Srta. Chigwell permaneció tan impasible como siempre.

– Sólo han pasado poco más de dos horas. Le damos hasta la una. Entonces decidiremos qué hacer con esa mujer Djiak -la segunda voz era la de mis anónimas llamadas telefónicas

– Va a tener que ir a la laguna. No nos podemos permitir dejar más rastros.

Ahora que mi corazón había vuelto a un ritmo menos tumultuoso, reconocí al primero en hablar. Art Jurshak, mostrando un fuerte afecto familiar por su sobrina.

– No se puede -el segundo hombre habló con su habitual frialdad desinteresada-. Esa mujer va a morirse pronto de todos modos. Le diremos al médico que le ponga una inyección y la llevamos a su cama. Su hija creerá que se ha muerto durante la noche.

Ante la mención del médico le tocó temblar ligeramente a la Srta. Chigwell.

– Tú desvarías -dijo Art colérico-. ¿Cómo vamos a meterla otra vez en la casa sin que te vea su hija? Además, ya sabrá que su madre ha desaparecido: probablemente a estas horas ha despertado a toda la vecindad. Es mejor deshacerse de Louisa aquí y tenderle la trampa a Warshawski en otro sitio. Lo mejor sería que desaparecieran las dos.

– Eso te lo hago yo -dijo la voz fría sin emoción-. Yo las mando al otro barrio a las dos y a la hija también, si quieres. Pero no puedo hacerlo sin saber por qué estás tan desesperado por perderlas de vista. No sería ético -empleó esta última palabra sin asomo alguno de ironía.

– Maldita sea, ya me ocuparé yo de todo personalmente -farfulló Art furioso.

– De acuerdo -contestó la voz irritablemente-. De un modo u otro de acuerdo. Me dices lo que saben y adelante, o las matas tú y adelante. A mí me es totalmente indiferente.

Jurshak quedó en silencio un minuto.

– Voy a ver cómo se las arregla el doctor.

Sus pasos resonaron y desaparecieron. Había entrado en el interior. De modo que Louisa no estaba en la ambulancia. Presumiblemente uno de los compinches del hombre de voz inexpresiva esperaba en su interior en lugar de Louisa: habían dejado la ambulancia bien a la vista en medio del patio para que me dirigiera directamente allí.

Cómo pasar ante el hombre de voz fría de la entrada era una cuestión más ardua. Si mandaba a la Srta. Chigwell para distraerles, sería una distracción muerta. Me preguntaba si podríamos apalancar una de las puertas o ventanas del costado, cuando el hombre nos solucionó la cuestión. Caminó hasta el centro del patio, allí se detuvo para llamar con los nudillos en la puerta trasera de la ambulancia. Ésta se abrió una rendija. Habló con alguien por la abertura.

Yo toqué a la Srta. Chigwell en el hombro. Se puso en pie conmigo y nos apretamos cautamente a la sombra de la pared. Mientras vigilábamos, la puerta de la ambulancia volvió a cerrarse y el hombre de voz fría deambuló hacia la verja de entrada. Tan pronto como estuvo en el extremo más alejado del vehículo yo me agaché todo lo que pude y giré rápidamente la esquina hacia la entrada de la fábrica. Los pasos de la Srta. Chigwell resonaron suavemente detrás de mí. La ambulancia nos protegía de la vista del centinela de la puerta y conseguimos meternos sin oír ni una exclamación.

Nos encontramos en una explanada de cemento fuera de la planta industrial. La puerta corredera de acero que separaba la zona fabril de la entrada principal estaba cerrada, pero una puerta contigua de tamaño normal estaba entreabierta. Como una exhalación, nos colamos por ella, cerrándola sin ruido tras nosotras, y nos hallamos de inmediato en la planta.

Caminamos de puntillas, aunque los ruidos que nos rodeaban habrían ahogado cualquier sonido que hubiéramos hecho. Las tuberías despedían sus intermitentes eructos de vapor y los calderos borbollaban ominosos bajo las opacas luces verdes de seguridad. Fritz Lang había sido el inventor de esta sala. En cualquier momento llegaríamos a su final y no veríamos más que cámaras y actores risueños. Me cayó una gota de líquido y di un salto, convencida de que ya me había envenenado con una dosis tóxica de xerxina.

Miré hacia la Srta. Chigwell. Ella tenía la vista fija hacia adelante, haciendo caso omiso de las expectoraciones emitidas sobre su cabeza tan asiduamente como evitaba los graffiti obscenos garrapateados sobre enormes carteles de «No fumar». Súbitamente, ahogó un grito. Seguí su mirada hasta el fondo de la habitación. Louisa estaba allí en una camilla. El Dr. Chigwell permanecía en pie a un lado, Art Jurshak al otro. Los dos se quedaron mirándonos, boquiabiertos.

El doctor fue el primero en poder articular palabra.

– ¡Clio! ¿Qué haces aquí?

Ella avanzó hacia él ferozmente. Yo la sujeté de un brazo para evitar que se pusiera al alcance de las manos de Art Jurshak.

– He venido a buscarte, Curtís -el tono de su voz era cortante y resonaba con autoridad por encima del siseo de las tuberías-. Estás metido entre auténtica gentuza. Supongo que te has pasado la última semana con ellos. No sé qué diría nuestra madre si viviera para verte, pero creo, que ya es hora de que vuelvas a casa. Vamos a ayudar a la Srta. Warshawski a meter a esta pobre enferma en la ambulancia y después tú y yo nos volvemos a Hinsdale.

Yo tenía la pistola apuntando hacia Art. Su cara redonda se había llenado de gotas de sudor, pero dijo beligerante:

– No puedes disparar. Aquí el doctor tiene una aguja lista para inyectar a Louisa. Si disparas, es su sentencia de muerte.

– Estoy emocionada, Art, por tu ternura familiar. Si es la primera vez que ves a tu sobrina en veintisiete años más o menos, tu reacción haría llorar hasta al propio Klaus Barbie.

Art hizo un gesto violento. Quiso gritarme algo, pero los mensajes -culpabilidad por su olvidado incesto, temor a que otros se enteraran de ello, la rabia de verme viva- le impidieron pronunciar nada coherente.

– ¿Es esta mujer su sobrina? -inquirió la Srta. Chigwell.

– Desde luego que lo es -dije en voz alta-. Y ella tiene lazos contigo aún más íntimos que ése, ¿verdad, Art?

– Curtís, no tolero que mates a esta joven desafortunada. Y si es sobrina de tu amigo, es totalmente inaudito que lo toleres tú. Sería inmoral y absolutamente indigno de ti como heredero de la profesión de nuestro padre.

Chigwell miró a su hermana abatido. Se encogió ligeramente dentro del abrigo y sus brazos cayeron flojos a los lados. Si actuaba ahora, no le haría nada a Louisa.

Estaba preparándome para saltar súbitamente sobre Art cuando vi que la maldad sustituía a la rabia en su rostro: estaba viendo alguien que se acercaba a nuestra espalda.

Sin volverme, cogí a la Srta. Chigwell y me escurrí con ella detrás del caldero más cercano. Cuando levanté la vista vi a un hombre con abrigo oscuro caminar hasta la zona donde habíamos estado nosotras. Conocía su cara -la había visto en la televisión o en la prensa o en los tribunales cuando era abogada de oficio- pero no conseguía identificarla.

– Coño, Dresberg. Te lo has tomado con calma -escupió Jurshak-. ¿Por qué has dejado entrar a esa zorra Warshawski, para empezar?

Por supuesto. Era Steve Dresberg. El Rey de la Basura. Majestuoso aniquilador de las pequeñas moscas que revoloteaban en torno a su imperio de desperdicios.

Dresberg habló con su voz fría e inexpresiva, erizándome el vello del espinazo:

– Ha debido de cortar la valla y entrar cuando yo estaba hablando con los muchachos. Les diré que se ocupen de su coche cuando hayamos terminado aquí.

– No hemos terminado todavía, Dresberg -anuncié yo desde mi rincón-. El éxito se te ha subido a la cabeza, te ha hecho descuidado. Nunca debiste intentar matarme como a Nancy. Te estás reblandeciendo, Dresberg. Ahora eres tú el perdedor.

Mis provocaciones le dejaron indiferente. Después de todo, era un profesional. Levantó la mano izquierda sacándola del bolsillo y apuntó una pistola grande -quizá un Cok 358- hacia Louisa.

– Sal, guapa, o tu amiga enferma se va a morir unos meses antes de lo que le toca -ni siquiera me miró; para hacerme saber que yo era en exceso trivial para prestarme una atención directa.

– Estuve escuchándoos a ti y a Art allí delante -grité-. Los dos coincidíais en que estaba ya prácticamente muerta. Pero te conviene acabar conmigo antes porque si le disparas a ella eres carne muerta.

Giró tan rápidamente que no tuve tiempo de tirarme al suelo antes de que disparara. La bala erró el blanco mientras el tiro resonaba por toda la cavernosa sala. La Srta. Chigwell, pálida pero severa, se agachó en el suelo junto a mí. Sin que se lo pidiera, sacó las llaves del bolsillo de su jersey. Mientras se deslizaba hacia un lado del caldero que nos escudaba, yo me escurrí hacia el otro. Cuando moví la cabeza salió disparada de detrás del caldero y lanzó las llaves a la cara de Dresberg.

Él disparó en dirección al movimiento. Con el rabillo del ojo vi caer a la Srta. Chigwell. Ahora no podía acudir en su ayuda. Salí por detrás de Dresberg y disparé. El primer tiro le atravesó, pero cuando se volvió para mirarme le cogí dos veces en el pecho. Aun entonces, disparó dos descargas antes de desplomarse.

Corrí hacia él y salté sobre el brazo que sostenía la pistola con todas mis fuerzas. Sus dedos soltaron el revólver. Jurshak avanzaba hacia mí, esperando arrancarme el arma de Dresberg antes de que la alcanzara yo. Pero a mí me impulsaba la furia, dejándome sin aliento, cubriéndome los ojos con un velo de bruma. Le disparé a Jurshak en el pecho. Dio un grito rabioso y cayó a mis pies.

Chigwell había permanecido junto a la camilla de Louisa durante todo el alboroto, con las manos colgando flácidamente a los lados, la cabeza hundida en el abrigo. Fui hacia él y le abofeteé la cara. Al principio mi intención era sacarle de su estupor, pero la furia me consumía de tal modo que empecé a pegarle una vez y otra, chillándole que era un traidor a su juramento, un gusano miserable, y seguí pegándole, una vez, otra. Habría continuado hasta que su cuerpo hubiera hecho compañía a los de Jurshak y Dresberg en el suelo, pero a través de mi ceguera sentí que me tiraban del hombro.

La Srta. Chigwell se había tambaleado hasta mí, dejando un reguero de sangre sobre el cemento sucio.

– Es todas esas cosas, Srta. Warshawski. Todas esas y más. Pero déjele. Es un viejo y no tiene muchas posibilidades de cambiar a estas alturas de su vida.

Sacudí la cabeza, agotada y enferma. Enferma por el hedor de la fábrica, por la vileza de los tres hombres, por mi propio furor destructivo. Me subió el estómago; brinqué tras un caldero para vomitar. Limpiándome la cara con un Kleenex volví junto a la Srta. Chigwell. La bala le había rozado la parte superior del brazo, dejando un pliegue sanguinolento de carne chamuscada pero no una herida profunda. Sentí un poco de alivio.

– Tenemos que meternos en la oficina, en algún sitio donde estemos a cubierto, y llamar a la policía. Hay por lo menos otros tres hombres fuera y usted y yo no podemos enfrentarnos con más matones por esta noche. Tenemos que ponernos en movimiento ya, antes de que empiecen a preocuparse por Dresberg y vengan a buscarle. ¿Puede aguantar un poco más?

Asintió valerosa y me ayudó a forzar a su hermano a que nos llevara a su antigua oficina. Yo empujaba la camilla de Louisa detrás de ellos. Seguía viva; respiraba con resuello entrecortado y breve.

Cuando estuvimos dentro con la puerta cerrada con llave trasladé a Louisa a la salita de reconocimiento contigua a la oficina. Con las briznas de fuerzas que aún tenía corrí la pesada mesa metálica contra la puerta. Me desplomé en el suelo y tiré del teléfono hacia mí.

– ¿Bobby? Soy yo. Siento despertarte, pero necesito ayuda. Mucha ayuda, deprisa -le expliqué lo que había ocurrido todo lo claramente posible. Hice varias intentonas para que me entendiera e incluso así siguió mostrándose escéptico.

– ¡Bobby! -la voz se me quebró-. Tienes que venir. Tengo a una mujer mayor con una herida de bala y a Louisa Djiak con alguna droga horrible metida en el cuerpo, y tres matones al acecho en el exterior. Te necesito -al fin captó la angustia de mi voz. Apuntó las direcciones para llegar a la fábrica y colgó antes de que pudiera añadir nada más.

Quedé unos momentos con la cabeza entre las manos, sin otro deseo que tumbarme en el suelo y llorar. En vez de eso hice el esfuerzo de ponerme en pie, sacar el cargador medio lleno, y meter otro entero.

Chigwell había llevado a su hermana a la salita de reconocimiento para vendarle el brazo. Fui hacia allí para observar a Louisa. Mientras me encontraba a su lado, sus ojos parpadearon y se abrieron.

– ¿Gabriella? -dijo con voz cascada-. Gabriella, ya sabía que no me olvidarías en mis desgracias.

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