Aquella noche, en sueños, volví a ver a Caroline de pequeñita, con su cara sonrosada llena de manchones rojos por el llanto. Mi madre estaba detrás de mí encargándome que cuidara a la cría. Cuando desperté a las nueve el sueño gravitaba pesadamente sobre mi cabeza, envolviéndome en un letargo. El trabajo que había aceptado hacer me llenaba de aversión.
Encontrar al padre de Caroline por mil dólares. Encontrar al padre de Caroline en contra de la oposición, rotundamente expresada, de Louisa. Si sus sentimientos por aquel tipo seguían siendo tan violentos a estas alturas, probablemente sería mejor que se quedara sin descubrir. Suponiendo que aún estuviera vivo. Suponiendo que viviera en Chicago y no fuera un viajante de comercio en busca de un poco de diversión a su paso por la ciudad.
Al fin, saqué un pie como de plomo por debajo de la ropa. La habitación estaba fría. El invierno había sido tan suave que había cerrado el radiador para evitar que se cargara el ambiente, pero al parecer la temperatura había bajado por la noche. Volví a meter la pierna bajo la manta unos instantes, pero el movimiento había quebrado la cáscara de mi indolencia. Alcé las ropas con fuerza y me levanté.
Cogiendo una sudadera del montón de ropa de una silla, me apresuré hacia la cocina para prepararme un café. Tal vez hiciera demasiado frío para ir a correr. Abrí la cortina de la ventana que miraba al patio trasero. El cielo era plomizo y un viento del Este soplaba desperdicios contra la valla. Iba a soltar la cortina cuando una nariz negra y dos patas aparecieron en la ventana, seguidos de un agudo ladrido. Era Peppy, la perra retreiver dorada que compartía con mi vecino del piso de abajo.
Abrí la puerta, pero no quiso entrar. Por el contrario, brincó en torno al pequeño porche, indicando que el tiempo era perfecto para correr y que hiciera el favor de darme prisa.
«Bueno, ya voy», rezongué. Apagué el agua y fui al salón para hacer mis ejercicios de calentamiento. Peppy no comprendía por qué no me encontraba a punto y lista nada más salir de la cama. Cada pocos minutos lanzaba un ladrido conminatorio desde el fondo. Cuando finalmente aparecí con el chándal y los zapatos deportivos, salió despedida escaleras abajo, volviéndose en cada descansillo para comprobar que seguía aún tras ella. Cuando abrí la puerta del callejón emitió pequeños gruñidos de éxtasis, pese a que hacemos el mismo recorrido juntas tres o cuatro veces a la semana.
A mí me gusta correr unas cinco millas. Dado que esto sobrepasa la capacidad de Peppy, ésta se detiene en un estero cuando llegamos a la altura del lago. Pasa el rato hociqueando patos y ratas almizcleras, revolcándose en el barro o en peces podridos cuando los encuentra, y se lanza hacia mí con la lengua colgando y una sonrisa satisfecha cuando regreso nuevamente hacia el oeste. La última milla hasta casa la hacemos con un trote suave y luego se la entrego a mi vecino. El Sr. Contreras sacude la cabeza, nos come vivas a las dos por dejar que la perra se ensucie, y después pasa una grata media hora cepillándole el pelo hasta devolverle su reluciente rojo dorado.
Esta mañana, estaba esperando como de costumbre cuando regresamos.
– ¿Cómo ha ido la carrera, niña? No habrás dejado a la perra meterse en el agua, espero. Con este tiempo tan frío no conviene que se moje, sabes.
Permaneció en la puerta dispuesto a charlar indefinidamente. Es maquinista jubilado, y la perra, sus comidas y yo constituimos la mayor parte de su entretenimiento. Yo me escabullí en cuanto pude, pero eran casi las once cuando salí de la ducha. Tomé el desayuno en la alcoba mientras me vestía, sabiendo que si me sentaba con un café y el periódico me daría toda clase de excusas para remolonear. Dejando los platos sobre la cómoda, me puse un pañuelo de lana al cuello, cogí mi bolso y mi chaquetón del recibidor, donde los había tirado la noche anterior, y salí en dirección sur.
El viento batía sobre el lago. Las olas de diez pies de altura se estrellaban contra la barrera rocosa y escupían dedos de agua sobre la carretera. El espectáculo de la naturaleza, iracunda, desdeñosa, me hizo sentirme insignificante.
No hubo ni un solo detalle de deterioro que no percibiera mientras seguía la serpenteante carretera hacia el sur. La pintura blanca estaba descascarillada y la puerta de entrada combada en el viejo Club de Campo Playa del Sur, en su día símbolo de la opulencia y distinción de la zona. De niña, yo imaginaba que al hacerme mayor montaría a caballo por sus reservados caminos de herradura. El recuerdo de semejantes fantasías me produce ahora una cierta vergüenza; los aditamentos de casta no encajan bien en mi conciencia adulta. Pero habría deseado mejor suerte para el club que la de pudrirse lentamente a manos del Distrito Parque, sus actuales e indiferentes propietarios.
El sur de Chicago mismo tenía un aspecto moribundo, con su vida congelada en algún momento cercano a la II Guerra Mundial. Cuando pasé ante la principal zona comercial vi que la mayoría de los establecimientos tenía ahora nombres españoles. Por lo demás, su aspecto era muy parecido al que habían tenido cuando yo era pequeña. Las cochambrosas paredes de cemento seguían enmarcando chabacanos escaparates de vestidos de comunión de nailon blanco, zapatos de vinilo, muebles de plástico. Las mujeres, cubiertas con abrigos raídos, seguían llevando pañolones de algodón en la cabeza, que inclinaban para protegerse del viento. En las esquinas, cerca de las ubicuas tabernas de escaparate, había hombres de mirada vacía y ropas ajadas. Siempre los había habido, pero el masivo paro de las fábricas había hinchado su número a la sazón.
Había olvidado el truco para entrar en el Sector Este y tuve que girar hasta la Calle Noventa y Cinco, donde un anticuado puente levadizo cruza el Río Calumet. Si Chicago Sur no había cambiado desde 1945, el Sector Este se metió en formol cuando Woodrow Wilson era presidente. Cinco puentes forman el único vínculo del barrio con el resto de la ciudad. Sus pobladores viven en un terco aislamiento, intentando recrear las aldeas de Europa oriental de sus abuelos. No miran bien a las personas del otro lado del río; se diría que todo el que vive al norte de la Calle Setenta y Uno conduce un tanque soviético a juzgar por la recepción que le deparan.
Crucé con el coche bajo las macizas piernas de hormigón de la carretera interestatal hacia la Calle Ciento Seis. Los padres de Louisa vivían al sur de la Ciento Seis, en la calle Ewing. Imaginaba que la madre estaría en casa y esperaba que el padre no estuviera. Se había jubilado hacía unos años de la pequeña imprenta que dirigía, pero tenía muchas ocupaciones en los Caballeros de Colón y en su albergue para Veteranos de Guerras Exteriores, y era posible que estuviera comiendo con los muchachos.
La calle estaba atestada de casitas bien cuidadas levantadas en terrenos obsesivamente aseados. No se veía en la calle ni una brizna de papel. Art Jurshak atendía a esta parte de su distrito con mano amorosa. Regularmente aparecían cuadrillas para la limpieza de las calles o para hacer reparaciones, las aceras se habían construido tres o cuatro pies por encima del nivel original del suelo. En el sur de Chicago había numerosos socavones abiertos donde se había hundido el asfaltado más reciente, pero en el Sector Este no aparecía ni una sola grieta entre aceras y casas. Al salir del coche sentí como si hubiera debido hacerme un fregado quirúrgico antes de visitar esta barriada.
La casa de los Djiak estaba a mitad de manzana. Sus ventanas encortinadas relucían en el aire opaco, y el porche brillaba a fuerza de restregarlo. Toqué el timbre, intentando hacer acopio de la suficiente energía mental para hablar con los padres de Louisa.
Martha Djiak apareció en la puerta. Su rostro cuadrado y surcado de arrugas estaba plantado en un ceño apropiado para despedir vendedores ambulantes. Tras unos momentos me reconoció y el ceño se aligeró levemente. Abrió la puerta interior dejando cerrada la contrapuerta. Vi que llevaba un delantal cubriéndole el delantero replanchado del vestido; jamás la había visto en casa sin delantal.
– Vaya, Victoria. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que trajiste a la pequeña Caroline a hacernos una visita, ¿verdad?
– Sí, desde luego -asentí apáticamente.
Louisa no permitía a Caroline que fuera a casa de los abuelos sola. Si ella o Gabriella no podían llevarla, me daban cincuenta centavos para el autobús y cuidaban de encargarme que me quedara con Caroline hasta que llegara la hora de volver a casa. Yo nunca entendí por qué la Sra. Djiak no podía venir a buscar a Caroline. Quizá Louisa temiera que su madre intentara retener a la niña para que no se criara con una madre soltera.
– Ya que estás aquí, quizá te apetezca una taza de café.
El tono no era efusivo, pero ella nunca fue muy expresiva. Acepté con todo el ánimo que pude reunir y me abrió la contrapuerta con cuidado de no tocar el cristal con la mano. Yo me deslicé en el interior todo lo discretamente que pude, recordando quitarme los zapatos en el diminuto recibidor antes de seguirla hasta la cocina.
Como yo había esperado, estaba sola. La tabla de planchar estaba abierta ante la cocina con una camisa extendida encima. Dobló la camisa, la dejó en la cesta de la ropa, y plegó la tabla con movimientos rápidos y silenciosos. Cuando todo estuvo guardado en el minúsculo recodo a espaldas de la nevera, puso agua a hervir.
– He hablado con Louisa esta mañana. Me dijo que habías ido a verla ayer.
– Sí -afirmé-. Es duro ver a una persona tan activa postrada de esa manera.
La Sra. Djiak echó cucharadas de café a la cafetera.
– Hay muchas personas que sufren más con menos motivo.
– Y muchas personas llevan vidas como la de Atila, rey de los Hunos, y nunca tienen ni un grano. Así son las cosas, ¿no?
Tomó dos tazas de un estante y las colocó escrupulosamente en la mesa.
– Me han dicho que ahora eres detective. No parece un trabajo muy femenino, ¿verdad? Es como Caroline, trabajando en el desarrollo de la comunidad, o como ella lo llame. No entiendo por qué vosotras dos no os habéis casado, y tenéis una casa, una familia.
– Supongo que porque estamos esperando a que llegue un hombre que sea tan estupendo como el Sr. Djiak -dije.
Me miró con seriedad.
– Eso es lo malo de vosotras. Os creéis que la vida es romántica, como aparece en las películas. Un hombre formal que traiga la paga todos los viernes vale mucho más que todas las cenas elegantes y las flores.
– ¿Era ése también el problema de Louisa? -pregunté en voz queda.
Apretó los labios en una línea delgada y volvió a la cafetera.
– Louisa tenía otros problemas -dijo brevemente.
– ¿Como cuáles?
Bajó un azucarero con tapa del armario que había sobre la cocina y lo puso en medio de la mesa con una jarrita de crema. No dijo nada hasta no terminar de servir el café.
– Los problemas de Louisa ya son viejos. Y nunca han sido asunto tuyo.
– ¿Y de Caroline? ¿Le atañen algo a ella? -tomé un sorbo del café cargado que Louisa seguía preparando al antiguo estilo europeo.
– No tienen nada que ver con ella. Mejor le habría ido si hubiera aprendido a no meter las narices en los armarios de los demás.
– El pasado de Louisa tiene mucho que ver con Caroline. Louisa se está muriendo y Caroline se siente muy sola. Quiere saber quién es su padre.
– ¿Y por eso has venido? ¿Para ayudarla a remover toda esa basura? Debía avergonzarse de no tener padre, en vez de hablarlo con todo el mundo.
– ¿Qué tiene que hacer? -pregunté con impaciencia-. ¿Matarse porque Louisa no se casara con el hombre que la dejó preñada? Cualquiera diría que fue todo culpa de Louisa y Caroline. Louisa tenía dieciséis años; quince cuando se quedó embarazada. ¿No cree que el hombre tuvo alguna responsabilidad en el asunto?
Apretó la taza con tal fuerza que temí que la porcelana fuera a quebrarse.
– Los hombres… se controlan con dificultad. Eso se sabe -dijo con voz apagada-Louisa debió provocarle. Pero nunca quiso admitirlo.
– Lo único que quiero saber es su nombre -dije con toda la calma posible-. Creo que Caroline tiene derecho a saberlo si lo desea. Y derecho a saber si la familia de su padre le puede dar algo de afecto.
– ¡Derechos! -exclamó amargamente-. ¡Los derechos de Caroline! ¡Los de Louisa! ¿Y el derecho a una vida tranquila y decente? Eres igual que tu madre.
– Sí -dije-. Para mí eso es un cumplido.
A mi espalda alguien giró una llave en la puerta trasera. Martha palideció levemente y dejó la taza de café.
– No hables de nada de esto delante de él -me dijo apremiante-. Dile que habías ido a ver a Louisa y te has pasado por aquí. Prométemelo, Victoria.
Hice un gesto agrio.
– Bueno, en fin, si no hay más remedio.
Cuando Ed Djiak entró en la habitación, Martha dijo alegremente:
– ¿Ves quién ha venido a vernos? ¡Quién diría que es aquella misma Victoria pequeñita!
Ed Djiak era alto. Las líneas de su cara y su cuerpo eran alargadas, como un cuadro de Modigliani, desde su rostro largo y cavernoso hasta sus dedos, largos también, colgantes. Caroline y Louisa habían heredado el atractivo porte, bajo y anguloso, de Martha. Dios sabe de quién habían heredado su temperamento vivo.
– De modo, Victoria, que fuiste a la Universidad de Chicago y te hiciste demasiado buena para el viejo barrio, ¿eh? -carraspeó y colocó una bolsa de comida sobre la mesa-. Traigo las manzanas y las chuletas de cerdo, pero las judías no tenían buen aspecto y no las he comprado.
Martha sacó los alimentos rápidamente y los guardó, además de la bolsa, en sus compartimentos correspondientes.
– Victoria y yo estábamos tomándonos un café, Ed. ¿Quieres una taza?
– ¿Crees que soy una vieja dama que bebe café a mitad del día? Dame una cerveza.
Se sentó en el extremo de la pequeña mesa. Martha se desplazó hasta la nevera, que estaba inmediatamente al lado de su marido, y sacó una Pabst de la bandeja inferior. La escanció con cuidado en una jarra de cristal y tiró la lata a la basura.
– He estado viendo a Louisa -le dije-. Siento verla en tan mal estado. Pero tiene un ánimo impresionante.
– Nosotros hemos sufrido por su culpa durante veinticinco años. Ahora le toca a ella sufrir un poco, ¿no? -fijó sus ojos en mí con mirada burlona, iracunda.
– Dígamelo con todas las letras, Sr. Djiak -dije en tono ofensivo-. ¿Qué es lo que ha hecho para hacerles sufrir tanto?
Martha emitió un ruido leve con la garganta.
– Victoria trabaja de detective ahora, Ed. ¿No te parece estupendo?
Él no le prestó la menor atención.
– Eres igual que tu madre, sabes. Se comportaba como si Louisa fuera una especie de santa, en vez de la puta que en realidad era. Tú no eres mejor. ¿Que qué me hizo? Se preñó. Usó mi nombre. Se quedó en el barrio exhibiendo a la niña en lugar de irse con las hermanas como habíamos dispuesto que hiciera.
– ¿Louisa se preñó? -repetí-. En el sótano con una espátula de cocina, supongo. ¿No participó ningún hombre?
Martha se tragó el aliento nerviosamente.
– Victoria. No nos gusta hablar de esas cosas.
– No, no nos gusta -corroboró Ed desabridamente volviéndose hacia ella-. Tu hija. No pudiste controlarla. Veinticinco años se pasaron los vecinos murmurando a mi espalda, y ahora tengo que aguantar que me insulte en mi propia casa la hija de esa zorra italiana.
Sentí que me subía el calor a la cara.
– Es usted repugnante, Djiak. Le aterran las mujeres. Odia a su propia mujer y a su hija. No me extraña que Louisa buscara algo de afecto en otra persona. ¿Quién le jaleó tanto? ¿El cura de su parroquia?
Se levantó con fuerza de la mesa, tirando la jarra de cerveza, y me golpeó en la boca.
– ¡Sal de esta casa, zorra asquerosa! ¡No se te ocurra volver con tu mente depravada y tu lengua corrompida!
Me levanté despacio y fui hasta quedar frente a él, con la cara lo bastante cerca a la suya para oler la cerveza en su aliento.
– No te tolero que insultes a mi madre, Djiak. Cualquier otra inmundicia de esa letrina que tienes por cabeza la paso. Pero si vuelves a insultar a mi madre otra vez delante de mí te rompo el pescuezo.
Fijé en él mi mirada fiera hasta que volvió la cabeza inquieto.
– Adiós, Sra. Djiak. Gracias por el café.
Ella estaba de rodillas secando el suelo cuando llegué a la puerta de la cocina. La cerveza me había empapado los calcetines. En el recibidor me detuve para quitármelos, metiendo los pies desnudos en los deportivos. La Sra. Djiak vino detrás, limpiando mis huellas húmedas.
– Te rogué que no le hablaras de eso, Victoria.
– Sra. Djiak, lo único que quiero es el nombre del padre de Caroline. Dígamelo y no volveré a molestarles.
– No vuelvas. Ed llamará a la policía. O hasta te puede descargar un tiro él mismo.
– Ya. Bueno, la próxima vez que venga traeré la pistola -saqué una tarjeta del bolso-. Llámeme si cambia de opinión.
No dijo nada, pero tomó la tarjeta y se la guardó en el bolsillo del delantal. Abrí la puerta inmaculada y la dejé en la entrada con el ceño fruncido.